
Fernando Pessoa: la ceremonia de la confusión
Decía Ramón Gómez de la Serna en Ismos que, desde que se hizo público el Futurismo, los italianos se habían hasta tal punto habituado a ver llover panfletos que acabarían saliendo a la calle con paraguas. La época de la Vanguardia histórica (el primer tercio del siglo XX) se distinguió, en efecto, por la hipertensión teórica que dio lugar a una constante proliferación de manifiestos, brotados de dos pulsiones contradictorias: la mesiánica de anunciar la supuesta buena nueva de cada cual y la autopunitiva de forzar su rechazo, y complacerse en él.
La Vanguardia produjo un reducido número de sistemas de pensamiento coherente y relevante, y junto a ellos una plétora de seudoteorías nebulosas e inconsistentes, supuestamente distintivas y arrogantemente excluyentes, cobijadas bajo denominaciones caprichosas: «juegos de enrevesamiento», como decía Ramón. Juegos dados a convertir en complejo lo que en su propia sencillez no llega a ser, casi siempre con una última intención solapada: disfrazar de originalidad el eco, y librarlo del estigma del sucursalismo.