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Fernando Pessoa: la ceremonia de la confusión

Decía Ramón Gómez de la Serna en Ismos que, desde que se hizo público el Futurismo, los italianos se habían hasta tal punto habituado a ver llover panfletos que acabarían saliendo a la calle con paraguas. La época de la Vanguardia histórica (el primer tercio del siglo XX) se distinguió, en efecto, por la hipertensión teórica que dio lugar a una constante proliferación de manifiestos, brotados de dos pulsiones contradictorias: la mesiánica de anunciar la supuesta buena nueva de cada cual y la autopunitiva de forzar su rechazo, y complacerse en él.

La Vanguardia produjo un reducido número de sistemas de pensamiento coherente y relevante, y junto a ellos una plétora de seudoteorías nebulosas e inconsistentes, supuestamente distintivas y arrogantemente excluyentes, cobijadas bajo denominaciones caprichosas: «juegos de enrevesamiento», como decía Ramón. Juegos dados a convertir en complejo lo que en su propia sencillez no llega a ser, casi siempre con una última intención solapada: disfrazar de originalidad el eco, y librarlo del estigma del sucursalismo.

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John Ford: La taberna del irlandés

Después de rebasar los cincuenta años, resulta más fácil apreciar la grandeza de las obras menores. A esa edad, las palabras solemnes y los argumentos pretenciosos pierden su discutible encanto, revelándose como simple y huero artificio. 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) tiene la apariencia de una obra maestra y deslumbra sin mucho esfuerzo a una mente adolescente, pero cuando pasa el tiempo y examinas su metraje con más atención, sólo adviertes una insoportable pedantería disfrazada de discurso filosófico. En cambio, el tiempo ha sentado muy bien a La taberna del irlandés (Donovan’s Reef). Se trata de una deliciosa comedia de John Ford ambientada en una paradisíaca isla de la Polinesia francesa. Se estrenó en 1968, cosechando críticas desiguales. Por esas fechas, Ford ya soportaba la absurda acusación de ser un reaccionario con un estilo caduco y previsible. La taberna del irlandés rebate esas objeciones, evidenciando que el verdadero cine necesita pocos recursos para contar una buena historia. Una inspirada obra menor siempre es más atractiva que una película de tesis.

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