«El hombre es un abismo, y uno siente vértigo al mirar hacia abajo», canta Wozzeck en el segundo acto de la ópera homónima. Georg Büchner, primero, y Alban Berg, después, hicieron justamente eso: asomarse al abismo de la mente humana, haciendo desfilar por sus respectivas creaciones una galería de seres alienados. Tras asomarse por fin al siglo XX con Pelléas et Mélisande (1902), de Claude Debussy, Wozzeck es la ópera que inaugura de lleno la modernidad. La partitura de Alban Berg, que sigue muy de cerca el drama sombrío y desnudo de Büchner, postula una nueva forma de entender la ópera, desligada por fin de servidumbres tonales, pero a la vez arropada por, y profundamente deudora de, los procedimientos y formas clásicos (instrumentales, que no vocales), todo ello enmarcado por una estructura férrea. Su protagonista es un desclasado, un antihéroe, un don nadie, y la esencia de lo que en ella se cuenta apenas difiere de otras historias mil veces contadas de celos, desesperación y muerte. Pero la prosa descarnada y penetrante de Büchner, y la música cercana y visionaria de Berg, obran el milagro de convertir la trama en una profunda metáfora sobre la condición humana.