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Es difícil saber cómo afrontar, en cuanto espectador, una producción operística tras haber sido apercibidos previamente de que ha sido concebida «para un público inteligente», tal y como advirtió el director artístico del Teatro Real, Gerard Mortier, antes de las representaciones de una nueva prenda sacada de su fondo de armario, un Macbeth de Verdi estrenado inicialmente en Novosibirsk y repuesto luego, durante su mandato, en la Ópera Nacional de París. Si al final la producción no te gusta, no digamos ya si la rechazas de plano, y siempre y cuando te molestes en dar algún crédito a la penúltima boutade del gestor belga, cabe concluir, tristemente: «Ergo no soy lo bastante inteligente». O viceversa (alegremente).

Verdi, con ese marchamo popular que quería siempre para su música, no es un compositor fácil. Sus creaciones –escribió Isaiah Berlin– «surgen de una visión directa del objeto. No hay ningún esfuerzo por llegar más allá, a un empíreo infinito e inalcanzable, y perderse en él, ningún propósito ulterior, ningún intento imposible de fundir mundos antagónicos: música y literatura, lo personal y lo público, realidad concreta y un mito trascendente. Verdi no intenta nunca cerrar una brecha, compensar las imperfecciones de la vida humana, o curar sus propias heridas o superar las grietas internas de su sociedad, su alienación de una cultura común o de la antigua fe, utilizando medios mágicos, evocando una visión celestial, o infernal, como un medio de escape o venganza o salvación. […] El arte de Verdi, como el de Bach, es objetivo, directo y en armonía con las convenciones que lo gobiernan. Nace de una unidad interna intacta, una sensación de pertenencia a su propio tiempo y a su sociedad y entorno, lo cual excluye la nostalgie de l’infini, la concepción del arte como terapia que se encuentra en el centro mismo de lo que Schiller llama sentimentalisch». Y sentencia: «Verdi fue el último de los grandes maestros ingenuos de la música occidental en una época volcada en lo Sentimentalisches».

Extirpar a Verdi esa «sensación de pertenencia» es, por tanto, muy temerario, porque los trasvases pueden tener efectos desastrosos. «No importa cuán sofisticadas sean sus partituras –dice Berlin en otro momento–, que no hay rastro, de principio a fin, de afectación, neurosis, decadencia. Para eso, en la música italiana, hemos de esperar a Boito, Puccini y sus seguidores. Él fue el último maestro que pintó con colores positivos, claros, primarios, que dio una expresión directa a las grandes emociones humanas eternas: amor y odio, celos y miedo, indignación y pasión; dolor, furia, burla, crueldad, ironía, fanatismo, fe, las pasiones que todos los hombres conocen. Después de él, esto es mucho más inusual. A partir de Debussy, ya sea la música impresionista o expresionista, neoclásica o neorromántica, diatónica o cromática, dodecafónica, aleatoria o concreta, o un sincretismo de todas ellas, la inocencia ha desaparecido».

La correspondencia de Verdi en torno a Macbeth nos brinda un caudal de información sobre sus intenciones, más casi que para cualquier otra de sus óperas. Era la primera vez que se enfrentaba a un texto de Shakespeare (no volvería sobre él hasta el final de su carrera, con esos dos dechados de perfección que son Otello y Falstaff) y quería estar a la altura del desafío. «È un poeta di mia predilezione che ho avuto fra le mani dalla mia prima gioventù, e che leggo e rileggo continuamente»«Es un poeta predilecto mío que he tenido en mis manos desde mi primera juventud, y que leo y releo continuamente»., le escribió a Léon Escudier el 28 de abril de 1865, una semana después de que la versión sustancialmente revisada de Macbeth se estrenara, en francés, en el Théâtre-Lyrique de París. El compositor sabía perfectamente lo que quería, y le costó dar con un libreto a su entera satisfacción. En su redacción participaron dos libretistas (Francesco Maria Piave y Andrea Maffei), aunque el propio Verdi se arrogó las últimas capas de barniz. Y el resultado, dramatúrgicamente hablando, a pesar de las inmensas dificultades que plantea la metamorfosis de tragedia a ópera, es asombrosamente eficaz.

Macbeth, sin necesidad de intervenciones espurias, es una ópera que rebosa modernidad. Verdi intentaba, por primera vez, retratar de manera exhaustiva la psicología de un personaje individual. Ello le hizo estar en contacto permanente con quien fue su primera elección para encarnar al protagonista de la obra, el barítono Felice Varesi, un cantante de gran inteligencia y un versátil actor, al que iba haciéndole llegar prácticamente número por número para contrastar opiniones y perfilar mejor el personaje. El 7 de enero de 1847, dos meses antes del estreno en el Teatro della Pergola florentino, le escribe: «Io non cesserò mai di raccomandarti di studiare bene la posizione, e le parole; la musica viene da se. Insomma ho più piacere che servi meglio il poeta del maestro. Nel primo Duettino [«Due vaticini compiuti»] tu potrai cavare molto partito (meglio che se fosse una cavatina). Abbia bene sott’occhio la posizione che è quando s’incontra con le streghe, che gli predicono il trono. Tu resti a tal annunzio sbalordito, ed atterrito; ma ti nasce nello stesso tempo l’ambizione d’arrivare al trono. Perciò il principio del Duettino lo dirai sotto voce e bada di dare tutta l’importanza ai versi Ma perchè sento rizzarsi il crine«No pararé de animarte a que estudies bien la situación dramática y las palabras; la música surgirá por sí sola. En una palabra, me place que sirvas mejor al poeta que al compositor. En el primer Duettino podrás sacar un gran partido (mejor que si fuese una cavatina). Ten muy en cuenta la situación dramática, que es cuando se encuentra con las brujas, que predicen el trono para él. Ante semejante anuncio, te quedas desconcertado y aterrorizado; pero al mismo tiempo te nace la ambición de llegar al trono. Por eso dirás el principio del Duettino sotto voce, y cuida de dar toda la importancia a los versos Ma perchè sento rizzarse il crine?».. Se trata de un caso insólito en el que un compositor parece afirmar, invirtiendo las habituales tornas: «Prima le parole, poi la musica». Y la cita refleja muy bien algo esencial en esta ópera: la música surge por sí sola («da se») a partir del texto y de la situación dramática.

Dimitri Tcherniakov, el director de escena, escenógrafo y figurinista ruso de esta producción, no ha alterado el texto (algunos de sus colegas también se atreven a eso), pero sí ha modificado sustancialmente las situaciones dramáticas, incurriendo en constantes incongruencias. Como vivimos en un mundo que ya no cree en las brujas, piensa Tcherniakov, ¿para que sacarlas en escena? Y concluye: «Las brujas somos todos». Pocas cosas tienen más importancia en Macbeth que los elementos sobrenaturales: aparte de las dos escenas de las brujas, al inicio del primer y el tercer acto, el espectro de Banquo del segundo o las apariciones y el desfile de reyes que hacen enloquecer a Macbeth. Tcherniakov suprime todo de un plumazo: no hay brujas, no hay rastro de Banquo después de asesinado, las apariciones suenan mal cantadas desde fuera de escena (la segunda apenas se entendió), no vemos ni entrevemos a uno solo de los ocho reyes, que Verdi quería encarnados por hombres de carne y hueso, sin trucos escénicos. «Bisogna anche che ti prevenga che parlando giorni fà con Sanquirico [un escenógrafo de La Scala] del Macbet ed esternandoli il mio desiderio di montare assai bene il terzo Atto delle apparizioni egli me suggerì diverse cose, ma la più bella è certamente la fantasmagorìa. Egli mi assicurò che sarebbe stata cosa estremamente bella ed adattissima […] sarà un’affare da sbalordire»  «Debo también informarte de que, hablando hace unos días con Sanquirico del Macbeth, y tras expresarle mi deseo de montar muy bien el tercer Acto de las apariciones, él me sugirió diversas cosas, pero la más hermosa es ciertamente la fantasmagoría. Él me aseguró que sería extremadamente hermosa y eficaz. […] será algo que causará asombro»., escribe Verdi a Alessandro Lanari, el empresario del Teatro della Pergola, el 21 de enero de 1847. Pasmados nos quedamos, sí, pero de ver cómo todo el componente demoníaco de la ópera ha desaparecido como por ensalmo.

En otra carta a Lanari algo anterior, del 15 de octubre de 1846, Verdi le anuncia: «Vi saranno due cori di Streghe della massima importanza. Insomma le cose da curare molto in quest’opera sono: Coro e Machinismo»«Presta también atención a la maquinaria escénica. En suma, las cosas que requieren especial cuidado en esta obra son: Coro y Maquinaria». (los énfasis son del propio compositor). Del machinismo se hablará enseguida y los dos coros de brujas que vimos en el Teatro Real fueron de la máxima ineptitud: con terribles imprecisiones y desajustes entre foso y escena, con una absoluta inconsecuencia entre lo que se oía y lo que se veía, con un montón de hombres en escena con la boca perfectamente cerrada (Verdi escribió dos coros femeninos, claro), que invitan a pensar más bien que «las brujas son todas», porque ellos están de puro relleno. Tcherniakov parece confiar todo el desarrollo de la acción a una supuesta genialidad inicial: la imagen de una ciudad desde lo alto como las que ofrece Google Earth proyectada sobre el telón va enfocando más y más hasta que nos deposita bien en el patio de vecinos de las escenas corales, bien en el saloncito burgués de las escenas de castillo, que vemos sólo a través de una ventana, lo cual deja ridículamente reducida toda la caja escénica del Teatro Real a una miniatura (que, además, entorpece sobremanera la acústica e impide que las voces se proyecten y salgan hacia la sala con naturalidad). El artificio de Google Earth puede parecer ingenioso la primera vez: a la quinta es difícil no estar harto de la ocurrencia, pues fuerza unas restricciones indeseables que lastran el desarrollo de la acción dramática. El diminuto espacio de las escenas de interior –en las que vemos a los cantantes de medio cuerpo– obliga, además, a situar a gran parte del coro en el foso, apiñado junto a la orquesta, en momentos cruciales (los finales del primer y el cuarto acto, por ejemplo), restando con ello toda verosimilitud a lo que vemos y asestando un tajo en medio de la partitura. Así las cosas, la escena del asesinato y muerte de Macbeth («con voce fioca», apagada, le pide Verdi al cantante en la partitura) roza lo grotesco. Huelga decir que tampoco hay noticias del bosque de Birnam, que no puede moverse, como habían anunciado las brujas, siquiera metafórica o elípticamente. A la salida se oyó decir a un espectador una de las frases más esclarecedoras de la noche: «Lo del bosque les ha salido muy bien».

Ya se ha hecho referencia al mimo con que Verdi preparó la parte de Macbeth. Pero también tenía las ideas muy claras sobre cómo quería que se cantase el papel de Lady Macbeth: «La Tadolini [la soprano que había estrenado el personaje protagonista de Alzira en 1845] ha troppo grande qualità per fare quella parte! Vi parrà questo un assurdo forse!!… La Tadolini ha una figura bella e buona, ed io vorrei Lady Macbeth brutta e cattiva. La Tadolini canta alla perfezione; e dio vorrei che Lady non cantasse. La Tadolini ha una voce stupenda, chiara, limpida, potente; ed io vorrei in Lady una voce aspra, soffocata, cupa. La voce della Tadolini ha dell’angelico; la voce di Lady vorrei che avesse del diabolico»«¡Las cualidades de la Tadolini son demasiado buenas para ese papel! ¡¡Esto quizá le parezca absurdo!!… La Tadolini tiene una figura hermosa y atractiva, y yo querría una Lady Macbeth fea y malvada. La Tadolini canta a la perfección; y yo querría que Lady no cantase. La Tadolini tiene una voz estupenda, clara, límpida, poderosa; y yo querría en Lady una voz áspera, ahogada, cavernosa. La voz de la Tadolini tiene algo de angelical; yo querría que la voz de Lady tuviese algo de diabólico»., escribe Verdi a Salvatore Cammarano, el libretista de su Luisa Miller, el 23 de noviembre de 1848.

Dimitris Tiliakos y Violeta Urmana no dieron la talla ni como cantantes ni como actores. El primero tiene una voz de timbre poco atractivo y su línea de canto es deshilachada, con carencias flagrantes en la media voz, fundamental en su personaje. La cantante lituana –antigua mezzosoprano, hoy soprano– empezó muy mal, con agudos tirantes y destemplados. Tcherniakov le priva de presentarse leyendo su carta («Nel dì della vittoria»), que suena por megafonía leída incomprensiblemente por una voz masculina (otra lindeza del director de escena). Estuvo algo más acertada al comienzo de «La luce langue», que se ajusta mejor a su tesitura, de nuevo muy mal en el dúo final del tercer acto (la voz no era ni áspera, ni ahogada ni cavernosa) y sólo dejó entrever pequeños atisbos de buena cantante en la escena del sonambulismo. Fue justo en su preámbulo, en el breve diálogo que mantienen su dama y el médico, donde hubo, por fin, un destello de puro teatro, casi chejoviano. Sin experimentos, con sencillez, Marifé Nogales y Yuri Kissin nos regalaron fugazmente el mejor momento de la representación. Del resto del reparto sobresalió Dmitry Ulyanov como Banquo, aunque no logró rayar al nivel de su excelente Pimen en Boris Godunov. Stefano Secco fue un correcto Macduff, con el mérito adicional de que Tcherniakov le obliga a cantar su aria del cuarto acto enclaustrado en la cuna de un bebé.

Teodor Currentzis gasta poses y maneras de genio. Dirige sin batuta, con una técnica heterodoxa e hiperactiva, bebe agua y se mueve frenéticamente, vocifera a ratos y, sobre todo, opta por tempi caprichosamente inconstantes. Parece gozar de cierto predicamento entre el público del Real (y es un protégé confeso de Mortier), pero nada de lo que se oyó permitía pensar en un gran director verdiano. La orquesta sonó plana, pobre y, lo que es peor, irrelevante. Aparte de los desajustes ya mencionados en las escenas corales, la orquesta no acompañó nunca realmente a los cantantes, no se imbricaba con las voces, ni las llevaba de la mano cuando la partitura lo pide a gritos. Y esa inocencia e ingenuidad verdianas a las que se refería Isaiah Berlin, capitales para que sus óperas lleguen al destino que su autor quiso para ellas, estuvieron también tristemente ausentes. Currentzis y Tcherniakov dan vueltas de tuerca allí donde son absolutamente prescindibles y dejan pasar de largo, en cambio, las oportunidades para conmovernos. ¿Qué pintan esos cincuenta y seis figurantes, o ese perro al comienzo del cuarto acto, que nada aportan a la esencia del drama y que sólo nos distraen de lo esencial?

No es fácil, es cierto, dar la réplica a Shakespeare a la hora de representar o adaptar Macbeth. Verdi lo logró con su inigualable intuición dramática y con los medios que le prestaba su época. Poco más de un siglo después, en 1957, Akira Kurosawa realizó la mejor traslación visual que se ha hecho o se hará nunca de la tragedia de Shakespeare, Kumonosu-j? (aquí traducida como El trono de sangre, aunque el original japonés significa literalmente El castillo de la tela de araña). Con un dominio perfecto del contraste entre exterior e interior, con una caracterización casi radiológica de los recovecos mentales de los dos personajes principales, con una sola, hierática y misteriosa bruja que multiplica casi por tres el efecto profético y turbador de la tríada original, con un bosque que, al moverse, nos empuja hacia un final estremecedor (la flecha que atraviesa el cuello de Toshir? Mifune se prende en nuestra retina para ya no dejarla jamás), el director japonés debería ser una fuente de inspiración para los directores de escena actuales que se atreven con Macbeth. Pero acabemos dando de nuevo la palabra a Verdi. En una carta a Piave fechada el 4 de septiembre de 1846, en pleno proceso de gestación de la ópera, el compositor le confiesa: «Eccoti lo schizzo del Macbet. Questa tragedia è una delle più grandi creazioni umane!… Se noi non possiamo fare una gran cosa cerchiamo di fare una cosa almeno fuori dal comune»«Aquí tienes el esbozo de Macbeth. ¡Esta tragedia es una de las más grandes creaciones humanas!… Si no podemos hacer algo grande con ella, intentemos hacer al menos algo fuera de lo común».. Lo visto en Madrid no ha sido ni grande ni excepcional, sino descorazonadoramente pequeño y vulgar.

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En la misma rueda de prensa en que Gerard Mortier reclamaba espectadores inteligentes para su Macbeth, afirmó también: «Quienes vengan para escuchar unas arias de bel canto, mejor que se queden en casa». Oído lo oído, y visto lo visto, no le faltaba razón, desde luego, aunque un buen número de aficionados madrileños están empezando a acusar esta dieta de pan y agua a la que les tiene sometidos el belga desde su llegada al teatro. El público salió masivamente de sus casas, en cambio, y llenó hasta la última butaca de la sala sinfónica del Auditorio Nacional el pasado día 13, para oír cantar (y nada más que eso) a Cecilia Bartoli, una artista con un tirón popular que guarda en cierto modo algunas semejanzas con el del propio Verdi. El compositor escribía óperas y la mezzosoprano construye asimismo su carrera como una sucesión de proyectos individuales. Fragua cada uno de ellos con el más absoluto sigilo, y el secretismo llega hasta el punto de hacer firmar a los traductores del vaivén de textos que generan (pues son los únicos fuera de su círculo íntimo que han de saber necesariamente de su contenido antes de la comercialización) una cláusula de confidencialidad.

Bartoli ha hecho de su carrera un perfecto producto de márketing en el que ella controla todas y cada una de las piezas. Se prodiga lo justo, reduce sus contadas apariciones operísticas a la Ópera de Zúrich y es difícil, si no imposible, verle cantar algo diferente del repertorio que ella misma elige para sus propios proyectos, siempre ligados a unos lanzamientos discográficos que le reportan enormes beneficios. Su última propuesta lleva por título Mission y se centra en la figura del poco conocido Agostino Steffani, un compositor barroco italiano que fue a su vez diplomático, evangelizador católico en la Alemania protestante, sacerdote y, según todos los indicios, espía, elementos todos ellos que han permitido que Bartoli publique no sólo el acostumbrado disco, sino también un documental rodado en Versalles (donde Steffani tocó para Luis XIV) y un juego para iPad, además del complemento de una novela de intriga policíaca escrita por su amiga Donna Leon, Las joyas del Paraíso, inspirada en la esquiva y misteriosa figura de Steffani.

Nada más salir al escenario, pandereta en mano, andando a saltitos con ese aire de jovencita pizpireta tan característico en ella, el público prorrumpió en aplausos y gritos de «Brava!». Aún no había empezado a cantar. Todos parecían ya convencidos de antemano y el entusiasmo y los vítores fueron in crescendo hasta las propinas finales, en las que Steffani quedó ya arrumbado y se recurrió a un valor más seguro como Haendel: en «M’adora l’idol mio», de Teseo, Bartoli ofreció las coloraturas mejor proyectadas del concierto, mientras que en «Lascia la spina, cogli la rosa», de Il trionfo del tempo e del disinganno (reutilizada en Rinaldo como el famosísimo «Lascia ch’io pianga», astutamente utilizada por Lars von Trier en su Antichrist), los enardecidos aplausos empezaron a sonar ya desde los primeros compases instrumentales. Bartoli tenía al público a sus pies.

De la música de Steffani (se escuchó una selección de oberturas y arias) poco puede decirse aparte de que está escrita con oficio y con raptos ocasionales de inspiración. Es muy formularia, como era habitual en la época, y le permite a Bartoli desplegar su vena lírica y su arsenal virtuosístico. La primera se mantiene en buen estado, pero el segundo ya no es lo que era. En los pasajes de lucimiento, la voz es un arco iris de colores diferentes y la dicción se vuelve inexistente. Pero en la efusión lírica, en el legato, la afinación y la construcción de frases, sigue notándose la madera de gran cantante.

La contribución de la Orquesta de Cámara de Basilea fue desigual (excelente el trompetista, mucho más floja la sección de continuo), posmoderna a ratos (campanitas, cascabeles y sonajeros del todo prescindibles) y excesivamente entusiasta. Sus miembros aplaudían a Bartoli con fervor después de cada aria, y ella hacía lo propio con ellos. La concertino y directora, Julia Schröder, no paró de hacer momos y sus movimientos eran tan exagerados que, en un momento dado, su arco salió despedido hacia el suelo de resultas de semejante frenesí. Tanta exaltación y tanto buenrrollismo de todos para con todos acabó por percibirse, sin embargo, como algo en exceso artificial, restando protagonismo a la música y cediéndoselo a los intérpretes. Antes de una de las propinas, un espectador gritó «¡Aquí se te quiere más que en Milán!», en referencia elíptica a que, pocos días antes, Bartoli había sido abucheada en La Scala, donde no cantaba desde hacía diecinueve años y donde no se perdonan según qué cosas. En Madrid («¡Eres la mejor!», le espetó poco después otro espectador vociferante y entusiasta) no hubo el más mínimo amago de disensión: sólo entusiasmo desbordante y sin reservas de un público que aplaudía más al mito, a una marca, a una actitud, que a lo que realmente escuchaba. Al final del concierto, una firma de relojes de lujo publicitada por la cantante romana ofrecía un cóctel a sus selectos invitados en el Auditorio Nacional, pero antes ella tenía programada una –previsiblemente larga– sesión de firma de discos a su tropel de admiradores. Lo primero es lo primero.

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Resulta difícil imaginar un mayor contraste entre este concierto y el recital de Lied ofrecido por Elena Gragera y Antón Cardó en el Teatro de la Zarzuela. Frente al desafuero del uno, la contención del otro. En vez del público entregado, unos oyentes que sabes que van a examinarte porque es la primera vez que te escuchan. Gragera y Cardó debutaban ambos en el Ciclo de Lied, que se ha convertido por méritos propios en uno de los mejores de su clase en toda Europa. Por él han pasado desde hace ya casi dos décadas muchos de los mejores especialistas en el género, con contada presencia española. De ahí el carácter excepcional del recital.

Si el programa es la tarjeta de presentación de un intérprete antes del concierto, el debut no podía empezar con mejor pie, porque la propuesta de ofrecer sendos bloques de canciones de Robert y Clara Schumann, Felix y Fanny Mendelssohn, y Gustav y Alma Mahler no podía ser más atractiva. Regalarse canciones fue una práctica habitual en los primeros años de convivencia de la primera de estas parejas, que consiguió casarse después de padecer un sinfín de penalidades. Clara, la mayor virtuosa del piano del siglo XIX, albergó muchas dudas sobre sus capacidades como compositora: «En un tiempo pensaba que tenía talento creativo [das Talent des Schaffens], pero ya he renunciado a esa idea; una mujer no debe desear componer: jamás hubo ninguna capaz de hacerlo. ¿Estoy yo llamada a serlo? Sería una arrogancia pensarlo». O en otra carta: «Pero no puedo componer, en ocasiones me hace sentirme absolutamente desdichada, pero verdaderamente no lo consigo, no tengo ningún talento para ello [ich habe kein Talent dazu]. No creo que sea cuestión de pereza. Y ahora especialmente una canción, no puedo de ninguna manera; componer un Lied, aprehender por completo un texto, para eso hace falta ingenio». Robert no sólo no le puso ningún obstáculo para que creara sus propias obras, sino que la alentó constantemente para que lo hiciera. Al final de su largo noviazgo ya le había escrito: «Publicaremos mucho con nuestros dos nombres; la posteridad nos considerará como un solo corazón y una sola alma, y no descubrirá cuál es la tuya y cuál es la mía. ¡Qué feliz soy!». Y antes de que Breitkopf & Härtel editara una colección de Lieder que aparecería con la autoría conjunta de los dos y un doble número de opus, el 37 (de Robert) y el 12 (de Clara), un caso insólito en la historia de la música, Robert escribe en el diario de la pareja: «Tenemos la hermosa idea de entremezclarlos [tres Lieder de Clara «dedicados con la más profunda modestia al amadísimo con toda su alma Robert en la Navidad de 1840 por su Clara»] con varios míos y hacerlos imprimir. El resultado será una colección con el auténtico ardor del amor».

Felix Mendelssohn fue un íntimo amigo de los Schumann y en 1843 conocieron también a Fanny Hensel, la hermana de Felix, de quien escribió Robert que «sus ojos irradian alma y profundidad» y que había nacido, al decir de su familia, «con dedos de fuga de Bach». Al contrario que Clara, Fanny no encontró en Felix el apoyo que le resultaba tan necesario. Los dos hermanos mantuvieron siempre una relación compleja y estrecha, como queda de manifiesto –su lectura casi causa rubor– en un pasaje de la carta que le escribió ella el 30 de julio de 1836: «No sé a qué se refiere exactamente Goethe con la influencia demoníaca […] pero esto sí que está claro: si existe, tú la ejerces sobre mí. Creo que si sugirieras seriamente que me hiciera una buena matemática, no tendría ninguna especial dificultad en conseguirlo, y con la misma facilidad podría dejar de ser mañana una música si tú pensaras que ya había dejado de ser buena. Trátame, por tanto, con gran cuidado». Fanny, acosada por idénticas incertidumbres que Clara, llegó incluso a dudar de si publicar con su propio nombre, sintiéndose «como el burro ante dos balas de heno. Tengo que admitir sinceramente que soy bastante neutral en relación con este tema». Su marido, Wilhelm Hensel, estaba a favor, pero Felix se mostraba en desacuerdo, y aunque «acepto por completo los deseos de mi marido en cualquier otro asunto, únicamente en éste es crucial contar con tu consentimiento, ya que sin él no podría llevar a cabo nada parecido», le confesó a su hermano. La figura del hombre cercano y creador famoso y reconocido volvía a proyectar una sombra larga y paralizante: «Durante cuatro años he tenido miedo de mi hermano, al igual que lo tenía a los catorce de mi padre». Felix, por su parte, expresó sus ideas con claridad en una carta dirigida a la madre de ambos el 24 de junio de 1837: «No puedo convencerla para que publique nada, porque va en contra de mis ideas y convicciones. Ya hemos hablado anteriormente mucho de ello, y sigo manteniendo la misma opinión. Creo que publicar es algo serio (al menos debería serlo) y creo que hay que hacerlo sólo si se quiere aparecer como autor durante toda una vida y seguir así. Pero eso requiere una serie de obras, una detrás de otra. […] Fanny, por lo que sé de ella, no posee ni la inclinación ni la vocación de ser autora. Es demasiado mujer para eso, como debe ser, y cuida de su casa y no piensa ni en el público ni en el mundo musical, ni siquiera en la música, a menos que esa otra ocupación fundamental esté concluida. Publicar sólo la perturbaría en sus obligaciones, y no puedo resignarme a esa idea. De modo que no voy a convencerla: perdóname. Si decide publicar para motivarse, o para agradar a Hensel, estoy dispuesto, como he dicho, a ayudar en todo lo que pueda, pero lo que no puedo hacer es animarla a hacer algo que no considero adecuado». Fanny, que era un espíritu tenaz, publicó finalmente en vida siete colecciones de Lieder y colaboró, aunque su autoría se omita por completo, en las colecciones de canciones opp. 8 y 9 de Felix.

El caso de Gustav y Alma Mahler es más sencillo. Cuando se prometieron, él –siempre inseguro y temeroso de hipotéticas comparaciones– le prohibió tajantemente componer, como ella misma recordó después: «Él pensaba que el matrimonio de Robert y Clara Schumann era “ridículo”, por ejemplo. Me envió una larga carta con la exigencia de que renunciara de inmediato a mi música y viviera sólo para él». Elias Canetti reserva para Alma Mahler (y Gropius, y Werfel) los peores epítetos en sus memorias y nos anima a recelar de todo cuanto diga o recuerde, pero, por lo que sabemos de Gustav Mahler, en esta ocasión las piezas encajan razonablemente bien.

El plato fuerte de la primera parte, y una obra esencial en este contexto de polaridades masculinas-femeninas, era el ciclo de Robert Schumann Frauenliebe und -leben, sobre poemas de Adelbert von Chamisso, en el que una mujer cuenta en primera persona sus sentimientos amorosos desde que conoce a un hombre («Desde que lo vi / creo estar ciega; / allá donde miro / sólo lo veo a él») hasta la muerte de éste («Ahora me has causado el primer dolor, pero golpeó con fuerza. / Duermes, hombre duro y despiadado, / el sueño de la muerte»). Resulta casi obligatorio recordar aquí lo que ha escrito la musicóloga Ruth Solie sobre este ciclo en el que casi nada es lo que parece: «Aunque [las canciones que lo integran] transmiten realmente los sentimientos del hombre, han de ser interpretadas, por supuesto, por una mujer, en una sala pequeña e íntima en casa de alguien ante personas que la conocen y algunas de las cuales bien podrían ser pretendientes potenciales; es poco probable que ella sea una cantante profesional, sino más bien la hija, la sobrina, o la prima de alguien. […] Se nos recuerda de modo irresistible el tropo cultural familiar en que se coloca a la mujer, dócil e inmóvil, bajo las miradas masculinas; y se nos recuerda además que una parte crucial de la eficacia de esta fantasía es que ella parezca presentarse de este modo, hablar por ella misma». O las reflexiones que suscitaron a su vez estas palabras en otro musicólogo, Nicholas Cook: «Esto es significado interpretativo de verdad, ya que la cantante está no tanto representando una imagen patriarcal de la mujer como promulgándola, haciéndola suya. (De hecho, si su futuro esposo se halla entre el público, la interpretación adoptará parte del carácter de una promesa.) […] Al fin y al cabo, si una interpretación tradicional de Frauenliebe identifica a la cantante y a la protagonista, haciendo por tanto de la cantante/protagonista el sujeto pasivo de las miradas masculinas, debe ser igualmente posible una interpretación, por decirlo así, en contra de la música, cuestionando de este modo tal identificación».

Elena Gragera salió al escenario del Teatro de la Zarzuela y, al contrario que Bartoli, no se desplazó un solo centímetro en toda la primera parte y no hizo la más mínima gesticulación: parecía casi una cariátide griega. Se limitó a cantar, en apariencia atenazada por la responsabilidad de estar allí por primera vez no como espectadora sino como protagonista. Su voz posee, en cierto sentido, dejos de cantante antigua, como su maestra Irmgard Seefried, y exhibe homogeneidad en todos los registros y un color oscuro sumamente atractivo. Pero los nervios provocaron que su canto tardara en poder trazar grandes líneas: las frases sonaban muy bien cantadas técnicamente, pero inconexas y poco fluidas, con excepciones de mayor expresividad y cercanía como la tercera canción del ciclo, «Ich kann’s nicht fassen nicht glauben», y la última, «Nun hast du mir den ersten Schmerz getan», en las que por fin hizo suyo de lleno el texto y convirtió a la persona poética de Chamisso en una mujer de carne y hueso, si bien en la línea de la Gertrud de Dreyer, recluida sobre sí misma y recelosamente distanciada del mundo.

En la segunda parte, los nervios se aflojaron y Gragera cantó admirablemente «Fichtenbaum und Palme», de Fanny Mendelssohn, y una rareza de Felix, «Des Mädchens Klage». Excelentes fueron también «Die stille Stadt», de Alma Mahler (lástima que no seleccionara también esa obra maestra que es «Ansturm»), y «Urlicht» de Gustav, con una línea irreprochablemente tersa. Las tres propinas (demandadas por un público que recompensaba así lo escuchado y no otra cosa) incidieron en la valentía del repertorio elegido: Erlkönig de Schubert, con una convincente encarnación de las cuatro personas poéticas de la balada de Schubert; Die Bekehrte, de Hugo Wolf, donde dejó entrever registros y posibilidades que se habían mantenido ocultas durante todo el recital; y «Im Freien», de nuevo de Schubert, donde brilló la parte pianística de Antón Cardó, discreto, seguro y eficaz durante todo el recital, aunque el peso del debut también le impidió tocar con más flexibilidad y una mayor riqueza de matices. Es un conocedor como pocos de este repertorio, por dentro y por fuera (realizó hace años una inolvidable serie de programas sobre los Lieder de Hugo Wolf para la entonces Radio 2, hoy Radio Clásica), y es merecedor, como Gragera, de más oportunidades como esta, en igualdad de condiciones con los grandes de su especialidad. Ambos no ofrecieron un recital perfecto, pero en él nada estaba prefijado ni decidido de antemano y tuvo la inmensa virtud (sobre todo tras el referente del espectáculo ofrecido por Bartoli) de estar desprovisto de toda artificiosidad y de ser un ejercicio de comunicación constante, compás a compás, con un público que empezó precavido y acabó convencido.

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¿Por qué ha pasado a ser Mesías (quizá sea más sensato, en contra de la práctica habitual, no añadir artículo alguno al título inglés original: Messiah) el oratorio haendeliano por antonomasia? No es una pregunta fácil de responder, aunque sí que pueden aventurarse hipótesis, muchas de ellas entroncadas en la excepcionalidad de la recepción de una obra a la que la fama ha sonreído ininterrumpidamente desde el momento mismo de su concepción. Nadie lo ha expresado mejor que Charles Burney, el historiador pionero de la música occidental, el viajero que dejó constancia mejor que cualquier notario de la vida musical de la Europa de su tiempo, el escritor ameno, agudo y prodigioso, el viejo amigo de Haendel, en su An Account of the Musical Performances in Westminster-Abbey, and the Pantheon, May 26th, 27th, 29th; and June the 3rd and 5th, 1784. In Commemoration of Handel, publicado en Londres en 1785: «Y desde aquel momento hasta el presente, esta gran obra se ha oído en todas las partes del reino con reverencia y deleite crecientes; ha alimentado al hambriento, vestido al desnudo, acogido al huérfano y enriquecido a los sucesivos empresarios de los Oratorios más que ninguna otra producción en este o en cualquier país».

«Aquel momento» es, claro, 1742, el año en que Messiah se estrena en –un azar del destino– Dublín. La música había nacido poco antes, en días que pueden fijarse con precisión gracias al cuidado con que Haendel solía anotar en sus manuscritos las fechas de composición: iniciada el 22 de agosto de 1741, el borrador de la primera parte quedó completado seis días más tarde; el 6 de septiembre puso fin a la segunda parte y, de nuevo seis días después, compuso el «Amén» conclusivo. En apenas tres semanas Haendel alumbró, por tanto, la obra que más haría por brindarle la inmortalidad y la que podría considerase pionera en un privilegio hasta entonces insólito: una tradición interpretativa sin cesura alguna, marcada por la misma regularidad con que se suceden las estaciones, antes y después de la muerte del compositor, desde aquel 13 de abril de 1742 en el Great Music Hall de Fishamble Street. Nunca hubo, por tanto, necesidad de revivirla porque siempre estuvo en boca de todos.

The Dublin News Letter ya escribió tras el ensayo previo al estreno que «en opinión de los mejores Jueces, supera con mucho cualquier cosa de la misma Naturaleza», mientras que The Dublin Journal no le anduvo a la zaga en elogios, tildándolo de «la más hermosa Composición de Música jamás oída», aseveraciones ambas habituales en estos casos, pero que el tiempo acabaría corroborando si es que tenemos por «los mejores Jueces» al favor entusiasta del público, no importa dónde ni cuándo, durante más de dos siglos y medio. Una tercera interpretación, esta vez ya no benéfica sino lucrativa, llegaría el 3 de junio, y debía de hacer calor en Dublín por esas fechas, porque se anunció que «con objeto de mantener la Sala lo más fresca posible, se quitará una Hoja de Vidrio de la Parte Superior de cada una de las Ventanas», a la vez que se recordaba que «éste será el último Concierto del Sr. Handel durante su Estancia en este Reino». El público londinense escucharía Messiah por primera vez el 23 de marzo de 1743 y Londres habría de convertirse en la ciudad que, a fuer de mimarlo como al hijo más querido, lo catapultaría a la fama en todo el mundo.

Messiah es un oratorio inusual, porque parte de un tema bíblico, como muchos otros, pero ni tiene a un héroe o heroína como protagonista destacado (como es el caso de Saul, Deborah, Saul, Samson o Judas Maccabaeus) ni plantea una narración al uso (Joseph, Solomon, Susanna, Theodora o Jephtha). Se sitúa en un terreno intermedio, híbrido, como lo había hecho tres años antes Israel in Egypt, cuyo libreto parte igualmente de una compilación de textos de las Sagradas Escrituras y que reserva, asimismo, para el coro un papel principalísimo. Sólo Messiah, sin embargo, se interpretó en vida de Haendel en edificios consagrados, como la capilla del Foundling Hospital londinense, aunque su fortuna ha tenido como escenarios habituales las salas de concierto, empeñadas en programarlo en Navidad, a pesar de que originalmente, en el siglo XVIII, su ubicación habitual año tras año era la Pascua, lo que lo sitúa en la estela de su más ilustre, y lejano, equivalente bachiano, la Pasión según san Mateo (ésta sí, resucitada de entre los muertos por Felix Mendelssohn en la Singakademie de Berlín en 1829). Aquí se habla también de la muerte y resurrección de Jesús, el Mesías del título, pero se da cuenta antes, asimismo, de su nacimiento y de los portentos que lo acompañaron. No sabemos si son la inmediatez y el poco boato con que está contada esta historia universal, conocida por igual por cristianos y no cristianos, los que han hecho de Messiah un icono de la música occidental. Tampoco es fácil adivinar por qué otros oratorios de Haendel, iguales o incluso superiores musicalmente a éste, no han llegado a gozar de una fortuna semejante o siquiera parecida. Aquel estreno dublinés de 1742 se convirtió, sin nadie presagiarlo, en el alfa de una larga historia que nunca tendrá omega.

Hace ya más de treinta años, este cronista paseaba por los Princess Gardens de Edimburgo cuando, al salir del parque, en la puerta de la St John’s Church, llamó su atención un cartel, nada ostentoso, colocado en el suelo junto a la puerta de la iglesia, en el que podía leerse: «Do-It-Yourself Messiah. Pay £1, come in, and sing Messiah». Sin ningún otro plan a la vista, era imposible sustraerse a vivir semejante experiencia por el módico precio de una libra. En la entrada, previo pago, y tras ser preguntado sobre tu registro vocal (soprano o mezzo, tenor o bajo), te entregaban una partitura y te indicaban la zona de la iglesia en que habías de sentarte. Todos los que ocupaban los bancos se convertirían en improvisado coro. En el altar, cuatro solistas vocales, un organista que reduciría la parte orquestal (el presupuesto no daba para más) y un director que tenía confiada la nada fácil misión de hacer cantar a la vez (lo de afinar era harina de otro costal) a todos los espontáneos que allí recalaron. Este cronista aún no ha olvidado a su vecino a mano derecha, un escocés octogenario que venía pertrechado con su partitura desde casa: una vieja edición de Novello con signos inequívocos de haber sido utilizada profusamente no sólo por él, sino quizá también por varios de sus antepasados. El tiempo había hecho mella en las páginas, pero el entusiasmo de su propietario se mantenía incólume y resultaba contagioso en varios bancos a la redonda. Él fue nuestro faro durante las dos horas siguientes.

Los así llamados Mesías participativos no son, sin embargo, nada nuevo y son casi, de alguna manera, coetáneos de su autor. Tras la muerte de Haendel, el número de cantantes del coro encargado de cantar su oratorio no dejó de crecer, una tradición acogida con los brazos abiertos por el siglo XIX y, más aún, por el XX. El Royal Albert Hall acoge, por ejemplo, en estas mismas fechas desde hace años el bautizado como Messiah from Scratch (Mesías a pelo, podría traducirse castizamente), en cuya interpretación participan alrededor de tres mil cantantes sin ningún ensayo previo. El éxito y el frenesí colectivo suelen ser tales que la idea se ha exportado y hay personas que practican incluso el curioso turismo coral –más que cultural– consistente en peregrinar mesiánicamente por diferentes ciudades que han hecho suya esta práctica de democratizar la interpretación del oratorio.

La Fundación «la Caixa» empezó a experimentar en Barcelona con la idea en 1995 y, a estas alturas, son ya unos expertos consumados en la organización de estos conciertos, que han extendido a diversas ciudades españolas. En su formulación de estos últimos años funciona del siguiente modo: casi un año antes, se inscriben libremente varios centenares de personas, de las que al final llegan a cantar medio millar, aproximadamente. Unos preparadores se encargan de conjuntar voces y voluntades en ensayos que se prolongan en fines de semana durante varios meses, por lo que al concierto llegan con muchas horas de viaje sobre sus espaldas (la mayoría de ellos, además, repiten experiencia, por lo que acumulan la adquirida en años anteriores). Se contrata a cuatro buenos solistas, una orquesta y un coro profesionales, preferiblemente especializados en el estilo y las prácticas interpretativas barrocas, y a un director también solvente, y ducho en el difícil ejercicio de hacer cantar musical y simultáneamente a todo ese gentío.

En el Mesías 2012 de Madrid, los elegidos han sido La Cetra, un grupo vocal e instrumental radicado en Basilea, y Andrea Marcon, muy conocido por la extraordinaria labor que ha llevado a cabo al frente de la Orquesta Barroca de Venecia. Clavecinista y organista, Marcon acaba de ser nombrado director artístico de la Orquesta Ciudad de Granada, lo que quiere decir que –como la mayoría de sus colegas de perfil y creencias historicistas– no hace ascos a ponerse al frente de instrumentos modernos y partituras decimonónicas o modernas. De los cuatro solistas destacó, con mucho, el vitoriano Carlos Mena, un cantante muy experimentado y curtido en mil batallas, para el que los recitativos y arias para contratenor de Messiah no presentan dificultades de peso. Mucho más anodinos se mostraron sus compañeros: Raffaella Milanesi (que sustituía in extremis a una indispuesta Lisa Larsson) anduvo apuradísima en los agudos; Jeremy Budd canta con desparpajo, pero su timbre es demasiado nasal y su estilo un tanto descuidado; Ismael Arróniz cuenta también con medios limitados y lo que cantaba resultó inaudible en no pocos momentos.

Pero las estrellas de la noche eran, por supuesto, los casi quinientos hombres y mujeres que ocupaban los bancos del coro, las tribunas laterales del órgano, y las dos gradas de anfiteatro situadas a ambos lados del escenario. De todas las edades, vestidos de ellos mismos, es de suponer que de muy diferente extracción social, muchos venidos de fuera de Madrid, cantaron con una entrega y un entusiasmo que compensó cualesquiera carencias o desajustes (el más grave, un amago de naufragio solventado con presteza por Marcon, llegó en «He trusted in God»). Algunos de los coros más exigentes técnicamente (por contener pasajes de agilidad que demandan voces entrenadas y un buen control del aire), como «And He shall purify» o «His yoke is easy»), fueron confiados sólo al pequeño coro profesional de veintitrés cantantes. Y en algunos otros («For unto us a child is born», «Lift up your heads»), empezaba el coro de cámara y, a renglón seguido, se le unía el aluvión de quinientas voces, que era algo así como pasar de la pantallita de una cámara digital al cinemascope.

En un concierto concebido bajo estas premisas poco importa que la orquesta (tan solo dieciocho instrumentos de cuerda) resulte –lógicamente– inaudible cuando canta el coro al completo. O que asomen fallos de todo tipo aquí y allá. Lo relevante aquí es que está planteándose, a voz en grito, una reivindicación de la música –y de la educación musical– como herramientas para mejorar y cohesionar a una sociedad. Como no se cansa de repetir una y otra vez Daniel Barenboim (en referencia a su experimento de reunir a músicos israelíes y de diversos países árabes en una misma orquesta), mientras varias personas hacen música juntas, no puede suceder nada malo. Todo lo contrario. Los quinientos cantantes aficionados que interpretaron Messiah en el Auditorio Nacional de Madrid el pasado 4 de diciembre irradiaban, a partes iguales, alegría y naturalidad.

El concierto dejó muchas imágenes para el recuerdo: en los prolegómenos, decenas de brazos y manos en alto ondeando al viento en busca de amigos y familiares entre el macrocoro; las sonrisas constantes de complicidad entre los cantantes al final de cada una de sus intervenciones; las personas del público que, aceptando la invitación de Marcon, se pusieron en pie para cantar –también ellas, desde sus butacas– el famosísimo «Hallelujah!»; Joan Boronat, el organista del grupo, tocando, cantando y riéndose –todo al mismo tiempo– en este mismo coro; tras el «Amen» final, los innumerables rostros de satisfacción ante el trabajo bien hecho que volvía a hermanar a los quinientos cantantes, aplaudiendo y, por tanto, aplaudiéndose.

Existe también en estas mismas fechas otra extraña tradición consistente en despedir el año interpretando la Novena Sinfonía de Beethoven con coros disparatadamente abultados. La obra sí transmite, sin duda, en este caso un mensaje de hermandad universal, al tiempo que ensalza el poder del arte, y de la música muy especialmente, para derribar fronteras y facilitar la comunicación entre los seres humanos (algo parecido había hecho poco antes el propio Beethoven, pero en esta ocasión en una dimensión íntima, sólo vis-à-vis, en el ciclo de Lieder An die ferne Geliebte [A la amada lejana], en el que la música se revela como el único posible nexo de unión y acercamiento entre dos amantes separados por «valles y montañas»). Pero las cosas se han llevado quizá demasiado lejos y estas interpretaciones multitudinarias se han convertido en una carrera enloquecida en pos del «más cantantes todavía». En 1983, en Japón (dónde si no), la Novena llegó a ser cantada por un coro de voluntarios defensores del «hágalo usted mismo» integrado por siete mil personas. Con Messiah, de momento, no se han cometido (aún) estos dislates, pero lo que parece fuera de toda duda es que el tamaño, en estos casos, sí importa.

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