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Instrucciones para el naufragio

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Antes de sonar la primera nota de la obertura, una proyección bilingüe sobre un telón negro funcionaba a modo de manual de instrucciones para el baqueteado y desprevenido espectador, proponiendo un dramatis personae sustancialmente distinto del ideado en su día por Lorenzo da Ponte, el libretista del Don Giovanni mozartiano. La audacia del director de escena, Dmitri Tcherniakov, no llega al extremo de cambiar los personajes, sino que se conforma con alterar a su capricho los lazos que les unen. Así, Zerlina (originalmente, una campesina) se convierte en la hija de Donna Anna, que es a su vez prima de Donna Elvira, casada con Don Giovanni (este último dislate choca de raíz con la esencia psicológica del protagonista de la obra). Don Ottavio es el «nuevo novio» de Donna Anna y Masetto sigue siendo el prometido de Zerlina, mientras que Leporello resulta ser un pariente de visita en la casa del Comendador, el cual acentúa –y más con tantos vínculos de sangre de por medio– su condición de pater familias, aquí investido de un aura casi mafiosa, a la manera de Vito Corleone en El padrino.

Toda la ópera se desarrolla en el mismo espacio, un salón-biblioteca de la que se adivina la muy burguesa mansión del gobernador. Al igual que en su fallido montaje de Macbeth en esta misma temporada, Tcherniakov parece interesado en concentrar la acción en un espacio pequeño e inalterable (en su Don Giovanni también se desperdicia parte de la caja escénica del teatro Real, aunque no hasta el extremo ridículo en que se hacía en la producción verdiana) a fin de que puedan estallar todas las tensiones, secretos y mentiras que esconde toda familia que se precie: la natural y la accidental. Es posible que sus fines sean loables, e incluso que la obra pudiera prestarse a ello, pero los resultados son tan estrepitosamente malos que, llegado un momento, el fin se olvida y los medios utilizados para (no) conseguirlo van generando una desazón y –por lo que pudo verse el pasado 9 de abril– animadversión crecientes entre el público.

Es difícil comprender que el muy notable Così fan tutte dirigido escénicamente por Michael Haneke se haya visto seguido inmediatamente, en una misma temporada, por otra ópera de Mozart, más aún vista la abismal diferencia de la calidad entre una y otra propuesta. El Così estuvo cantado con notable homogeneidad por el casi desconocido cuarteto protagonista (Don Alfonso y Despina fueron, en cambio, dos puntos no ya negros, sino negrísimos) y dirigido con gran inteligencia y minuciosidad por el cineasta austríaco. Este Don Giovanni está, en cambio, sistemáticamente mal cantado por todos los personajes (con una posible salvedad que se apuntará enseguida), la propuesta escénica es un despropósito de principio a fin y la dirección musical es, sin duda, de las peores que se han escuchado desde la reinauguración del Teatro Real en 1997. ¿Cómo es posible situar estas dos representaciones de óperas de Mozart codo con codo, lo que no ha hecho sino engrandecer las muchas virtudes de una y poner aún más de manifiesto las infinitas carencias de la otra?

Al reincidente Tcherniakov (en pocos teatros de ópera pueden verse dos producciones del mismo director en una temporada: él debe de tener bula) le gusta hacerse notar, y las instrucciones proyectadas en el telón no eran más que el principio. Una vez subido, no suena la obertura, sino que tenemos que asistir a un prólogo escénico mudo e innecesario, con figurantes moviéndose de acá para allá, en torno a la figura del Comendador, lo cual, visto retrospectivamente, era ya todo un presagio de lo que se nos venía encima. También la obertura fue sintomática del ínfimo nivel musical que caracterizaría a la representación, hasta el punto –las comparaciones eran de nuevo inevitables– de casi echar de menos al director del Così, un Sylvain Cambreling que está muy lejos de ser un mozartiano, pero que al menos hizo sonar a la orquesta con pulcritud. No puede decirse lo mismo del argentino Alejo Pérez, que pareció en todo momento sobrepasado por la ardua tarea (y era sólo la segunda vez que se enfrentaba a la pieza: mal comienzo) de dar vida a la colosal partitura de Don Giovanni, un dechado de prodigios, pero también un campo de minas. Con las maderas situadas de nuevo en una tarima a la izquierda del foso, la prestación orquestal no sólo no fue pulcra, sino que sonó casi siempre tosca, y la transparencia que pide a gritos la plasmación sonora de la escritura mozartiana brilló por su ausencia ya desde el comienzo mismo de la obertura. La orquesta en su conjunto parecía desasida del supuesto dramma giocoso que se representaba sobre sus cabezas. Justo es decir que lo que acontecía y se veía en el escenario servía de cualquier cosa menos de inspiración, pero los despropósitos de arriba no justifican en ningún caso los desajustes y la brocha gorda que se repetían incesantemente abajo.

La noche –o la oscuridad– es un componente esencial de la primera escena de la ópera, desencadenante a su vez de toda la acción posterior. Tcherniakov prescinde de una y otra, por supuesto, y Leporello juega aburrido con su yoyó (sic) mientras canta su «Notte e giorno faticar» y espera que Don Giovanni salga del dormitorio de Donna Anna. Todos se ven las caras perfectamente, no hay embozo alguno, por lo cual un tema clave de la ópera –la verdadera identidad del seductor y posterior asesino del Comendador– queda arruinado antes de nacer.

Si Tcherniakov, en su montaje de Macbeth, repetía innecesariamente su ocurrencia de valerse del enfoque progresivo de Google Maps para acercarse y descender al lugar de los hechos, aquí la genialidad del ruso –repetida ad nauseam– estriba en dejar caer brusca e inopinadamente un telón negro en el que se proyectan mensajes del tipo de «Dos meses más tarde», «Cinco días más tarde», «Tres semanas más tarde», «Diez días después», «Al día siguiente», etcétera. Los mensajes resultan ser perfectamente inocuos, amén de irritantes, porque no sólo no aportan ningún contenido relevante (¿qué diantres importa que hayan pasado diez minutos, dos horas, tres meses o cinco lustros cuando todo es un perfecto y caprichoso sinsentido?), sino que lastran e interrumpen constantemente el flujo musical y dramático de la obra.

La acción operística avanzaba en los siglos XVII y XVIII fundamentalmente por medio de los recitativos, concebidos para interpretarse como un remedo del habla conversacional y, por tanto, con agilidad y naturalidad. Lo que ya se apuntó en Così alcanza en este Don Giovanni cotas inauditas de insensatez musical: recitativos dichos no ya sólo con una lentitud y artificialidad exasperantes e injustificables, sino cantados con mucha frecuencia sotto voce, sin que quepa siquiera adivinar la causa. Todo ello con la lejana compañía del fortepiano insulso, raquítico y destemplado de Eugène Michelangeli, que veía también premiada con esta nueva invitación (como si no hubiera aquí instrumentistas capaces de hacerlo infinitamente mejor) su desafortunadísima intervención, entonces al clave, en Così fan tutte.

Søren Kierkegaard, gran admirador de nuestro Don Juan, escribió que «la música es el único medio que puede expresar esta fuerza que hay en Don Juan, esta especie de omnipotencia», porque «cuando a Don Juan se lo concibe musicalmente, entonces nunca dejamos de oír toda la infinitud del apasionamiento y, además, percibimos la acometida de su poder ilimitado, al que nada puede resistir». En flagrante contradicción con las ideas del danés, Tcherniakov convierte a su Don Giovanni en un hombre inseguro, medroso, apocado e incapaz de expresarse con un mínimo de rotundidad. Sus recitativos fueron un despropósito tras otro, sólo superados quizá por unas arias que cuesta trabajo imaginar peor cantadas e interpretadas. Su famosa «Fin ch’han dal vino» se llevó la palma, porque la batuta contribuyó lo suyo con desajustes entre orquesta y cantante de una magnitud pocas veces escuchada en un teatro de ópera. El canadiense Russell Braun se estrenaba (otro mal augurio) también en el papel: afirmar que le viene grande sería un eufemismo. Sólo cabe explicar su presencia porque la Canadian Opera Company de Toronto es una de las coproductoras de este desdichado montaje (además del Teatro Bolshoi de Moscú y el Festival de Aix-en-Provence). Inaudible en los concertantes, rezongón en los recitativos y sobrepasado en las arias, sus limitaciones son tantas que no merece la pena entrar en detalles (su abuso de la media voz acabó por resultar estomagante) y su composición psicológica y teatral del personaje –sea cual sea la imagen del burlador que le haya intentado transmitir Tcherniakov– es torpe y burda: se adivina a alguien alicaído, de perfil bajo, reconcomido por las dudas, pero no se entiende nunca ni el porqué ni el para qué. En Para una psicología del hombre interesante, Ortega y Gasset escribió que «los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron». Cámbiese el «quisieron» final por «pudieron» y esa sería la cuarta categoría ejemplificada por Russell Braun: el Don Juan omnipotente de Kierkegaard se muda aquí en el Don Giovanni de la impotencia.

Aun en los repartos menos afortunados, siempre cabe establecer distinciones entre unos y otros cantantes. En este caso, como ya se ha apuntado, es muy difícil salvar a nadie, con excepción probablemente del Masetto de David Biži?, que reemplazaba al anunciado Eduard Tsanga (uno más de los rusos que pueblan los repartos y las fichas artísticas del Teatro Real en los últimos tiempos: el «jefe de casting» se llama Boris Ignatov). El personaje no da mucho juego, pero su voz demostró tener empaque y se avino razonablemente bien a las instrucciones para componer un Masetto apático, un poco bobalicón y menos burdo que de costumbre. A partir de ahí, se suceden los fracasos. Christine Schäfer decepcionó, y mucho, el pasado mes de junio, en el Teatro Real con una interpretación intrascendente y rutinaria de Pierrot lunaire de Schönberg, que ha sido una de sus grandes especialidades (ayudó muy poco, cierto es, la dirección de Sylvain Cambreling). Sólo parecía interesada en cobrar sus honorarios y volar cuanto antes de vuelta a Berlín, y otro tanto puede predicarse de su Donna Anna, cantada sin matices, a ratos a gritos, con un rosario de desafinaciones y sin creerse una sola de las palabras que cantaba. El vestuario ideado para ella por Tcherniakov fue la puntilla para que su actuación rozara el ridículo: una pena en una cantante de su talla. El Don Ottavio de Paul Groves fue otro dechado de calamidades, especialmente notorias en sus dos grandes arias: «Dalla sua pace» (cantada muy lenta) e «Il mio tesoro» (incomprensiblemente rápida). Con una voz fea, nasal, y una línea de canto entrecortada, poco o nada puede salvarse asimismo de su actuación. La española Ainhoa Arteta, en su cuasidebut en el Real (en el Cyrano de Bergerac de Franco Alfano aterrizó de rebote), tampoco estuvo nada afortunada como Donna Elvira. Vestida alternativamente por Tcherniakov de señora burguesa y de exploradora de Alaska, no es la suya una voz para Donna Elvira y pasó muy serios apuros en sus arias, sobre todo en la temible «Mi tradì quell‘ alma ingrata». El público pareció simpatizar más con ella quizá por aquello de la solidaridad patria en medio de la debacle general, pero la soprano dio muy pocos motivos para el aplauso. ¿Qué había hecho ella para merecer esto?

Kyle Ketelsen fue un Leporello intrascendente, descafeinado, hasta tal punto que no cosechó ni un amago de aplauso tras su aria del catálogo, lo que debe de ser un hito en la historia de las representaciones de Don Giovanni. Al anular su condición de criado, cómplice y bufón de su amo, convirtiéndolo en una especie de adolescente tardío que no para de juguetear con su flequillo oblicuo (y su yoyó), Tcherniakov lo despoja de su razón de ser y casi nunca acaba de entenderse qué está haciendo sobre el escenario, donde parece deambular sin ton ni son. Vocalmente fue también un Leporello irrelevante, desprovisto de matices y con escaso empaque, tanto por arriba como por abajo. Mojca Erdmann ha demostrado poder ser –en la estela de Christine Schäfer, una referencia insoslayable en este repertorio– una liederista de mérito, pero su Zerlina estuvo a años luz de alcanzar esas cotas de calidad. Su timbre se ha afeado notablemente, a pesar de su juventud, y en su línea de canto faltan matices e intención, amén de que su italiano (como le sucede a su compatriota) es manifiestamente mejorable. El Comendador de Anatoli Kotscherga no impone en ningún momento y es tosco más que mayestático. En la escena final, para colmo, su voz sonó amplificada por unos altavoces porque cantaba fuera de escena (mientras un sosias hacía el playback en el escenario: espantoso), la última gota que colmó el vaso del desastre, pues resulta difícil imaginar los dos finales de Don Giovanni (el original y el lieto fine impuesto por la tradición) peor dirigidos, cantados o interpretados. Alejo Pérez no pareció en ningún momento poseer los recursos necesarios para enderezar las cosas cuando se torcían, lo que sucedía a menudo en un reparto que no dio una sola muestra de empatía o complicidad: la escena del banquete fue otro pequeño caos, con múltiples desafinaciones de los músicos fuera de escena, con mención especial para el violinista situado en uno de los palcos de proscenio.

Los múltiples talentos de Dmitri Tcherniakov le hacen firmar también la referida (y única) escenografía y el vestuario. En este último hay múltiples perlas cultivadas (algunas ya referidas de pasada) y la mejor es, sin duda, el atuendo de uno de los invitados a la fiesta prenupcial de Zerlina y Masetto, ataviado con calzado deportivo, bermudas rosas y chaqueta verde esmeralda. Si Tcherniakov buscaba producir una sensación de agobio u opresión al situar la totalidad de la acción en el mismo decorado, el efecto ha sido justo el contrario. Si quería enmendar la plana a Da Ponte para reactualizar su argumento, lo único que ha conseguido es hacer pedazos el eficaz engranaje dramático urdido por el italiano. Si su deseo era brindarnos un Don Juan creíble, más acorde con estos tiempos, el producto final es, paradójicamente, rancio, inservible y con la fecha de caducidad ya pasada desde el momento mismo del estreno. Más de un espectador se frotaba los ojos, porque costaba entender que lo que se veía y escuchaba fuera real, y no una pesadilla. Para semejante naufragio –y no había un solo salvavidas al que poder agarrarse– no hacían falta instrucciones, ni inventar primas, novios ni parientes.

Antes del Macbeth de Tcherniakov, Gerard Mortier, su gran valedor, declaró que se trataba de un «montaje para personas inteligentes». En este caso, la perla cultivada ha sido otra, pues el director belga advirtió que la «fascinante» propuesta del ruso iba a exigir «una gran concentración por parte del público». Visto lo visto, es imposible no preguntarse para qué era necesaria tanta concentración. ¿Para no aburrirse? ¿Para morderse la boca y no abuchear cada escena? Eso es contención, no concentración. A fin de evitar el trago de tener que recibir las protestas uno tras otro, y probablemente in crescendo, cantantes y director decidieron salir a saludar fugazmente todos juntos. Primaron con mucho las pitas sobre los aplausos y no pareció en absoluto, como ha declarado luego Mortier, que existiera una confabulación perfectamente amañada para tumbar el espectáculo, que se derrumba por sí solo. A tenor de lo visto, la gente expresó airada y espontáneamente su desacuerdo porque Tcherniakov y Pérez, bien secundados por los cantantes, cometieron el pecado imperdonable de conseguir hacer de una representación de Don Giovanni una experiencia casi insoportable.

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La recuperación de la música antigua en un intento de emular las prácticas interpretativas que la vieron nacer fue cosa, con las consabidas excepciones, de británicos y holandeses. Un buen número de intérpretes (Alfred Deller, David Munrow, Bruno Turner, Anthony Rooley o Christopher Hogwood entre los primeros, Gustav Leonhardt, Frans Brüggen o Anner Bylsma entre los segundos) crearon escuela e indicaron claramente cuál era el camino a seguir.

El testigo lo tomaron alemanes, franceses y, algo más rezagados, italianos. La llegada de estos últimos se antojaba imprescindible, porque una parte esencial del repertorio había nacido en su país. O, lo que tampoco era cuestión baladí, muchos puntales de la música vocal contaban con textos en italiano. Fue una revelación, por ejemplo, escuchar por fin los Madrigales de Monteverdi a cantantes italianos, que pronunciaban nítidamente sus dobles consonantes, que insuflaban vida y luz a sus vocales, que sabían transmitir los más pequeños matices del texto. Italia se incorporó al tren de la revolución a comienzos de los años ochenta, con cuatro jóvenes talentos que apuntaban las mejores maneras para abordar la renovación del repertorio: el clavecinista y organista romano Rinaldo Alessandrini, el violonchelista de Bari Antonio Florio, el flautista de pico milanés Giovanni Antonini y el violinista palermitano Fabio Biondi.

Cada uno de ellos fundó su propio grupo y pronto primó en los cuatro la dirección sobre la ejecución de sus respectivos instrumentos (Antonini frecuenta incluso las grandes orquestas sinfónicas). Sus repertorios eran complementarios y casi nunca coincidentes, lo que les permitió triunfar en paralelo, situando por fin a Italia en lo más alto del mapa de las interpretaciones «con una consciencia histórica», como eran bautizadas aún por entonces. Biondi creó su conjunto, Europa Galante, en 1990 y se centró fundamentalmente en la música instrumental italiana del siglo XVIII, con el epicentro situado en el catálogo aún en gran medida desconocido de Antonio Vivaldi, con frecuentes incursiones posteriores en oratorios y óperas barrocos.

En los cuatro –en menor medida en Florio– se ha producido también una evolución paralela y, desgraciadamente, no a mejor. Ya se ha apuntado que ninguno de ellos fue exactamente un pionero, como sí lo fueron Wanda Landowska (a su peculiar manera), Nikolaus Harnoncourt o Jaap Schröder, por citar nuevos nombres de los que abanderaron las primeras trincheras. Ellos fueron una segunda –o tercera– remesa y, por tanto, se encontraron el campo abonado y las primeras cosechas ya recogidas. Viene esto a cuento porque en los últimos conciertos de Alessandrini, Antonini y Biondi no resulta difícil percibir que han decidido instalarse en la rutina más conformista. A Gustav Leonhardt, por ejemplo, jamás se le vio dar hasta su muerte, ya octogenario, el pasado año un concierto que tuviera el más mínimo viso de repetición idéntica del anterior: el holandés se reinventaba en cada ocasión y todas y cada una de las notas parecían igualmente importantes, hasta la última que toco en París un mes antes de morir. Pero Leonhardt sí que había partido prácticamente desde cero, haciendo frente a la incomprensión y el rechazo inicial de un público que desconocía casi por completo el instrumento que tocaba –el clave– y al que había que conquistar y convencer concierto a concierto. Bregado en mil batallas, ni él ni muchos de los verdaderos precursores daban nada por sentado.

El pasado 3 de abril, sin embargo, y no es ni mucho menos la primera vez que sucedía, Fabio Biondi salió al escenario de la Sala de Cámara del Auditorio Nacional con la actitud del que tiene que cumplir con una obligación tediosa, funcionarial, y decide dejarla atrás a fuerza de oficio y experiencia, pero poco más. El siciliano centró su programa en Arcangelo Corelli, uno de los músicos más admirados e imitados de su tiempo, que sentó cátedra con las seis colecciones de obras instrumentales que publicó, convertidas en espejo y modelo para decenas de compositores esparcidos por toda Europa (aquí, por ejemplo, Francisco José de Castro y sus Trattenimenti armonici, que firmó como «Accademico Formato»). Biondi alteró el repertorio inicialmente anunciado y nos privó de escuchar la Sonata op. 5 núm. 12 del italiano, una de sus piezas más justamente difundidas, la excepcional serie de variaciones sobre la follia.

Pero este capricho de última hora no fue lo más grave, sino la actitud de que aquello no iba con él, que tocaba porque las obras no presentaban especiales dificultades técnicas, pero que lo hacía con desgana, invirtiendo las energías justas. En las sonatas para dos violines, los desajustes entre él y Andrea Rognoni –dos instrumentistas de técnica muy diferente– fueron palmarios y en muchos casos la muy consistente sección del bajo continuo (el violonchelista Alessandro Andriani, el tiorbista Giangiacomo Pinardi y la clavecinista Paola Poncet) tapaba de manera ostensible a las voces agudas. Así las cosas, las diferentes obras del programa fueron sucediéndose sin pena ni gloria, aunque Biondi intentaba disimular el tedio que parece haberse apoderado de él dando sistemáticamente un respingo con el arco en la última nota del último movimiento de cada una de las piezas, buscando salir así él mismo de su modorra y, de paso, sacar al público de su letargo y provocar el aplauso fácil.

Fabio Biondi puede tocar mucho mejor el violín (y desafinar mucho menos), puede hacer concertar mucho mejor a su grupo, puede confeccionar programas más congruentes (su arreglo de las Partite sopra l’aria della Follia de Alessandro Scarlatti es muy desafortunado y, sobre todo, carece de razón de ser cuando el repertorio es virtualmente inagotable), puede –o debería– volver a sus raíces y tocar de nuevo con el entusiasmo de los primeros años, como si todavía hubiera oyentes a los que persuadir de que esta, y no otra, es la manera de interpretar esta música, tan maltratada durante décadas. Pero no parecen avistarse tantos cambios, del mismo modo que los últimos conciertos de Rinaldo Alessandrini nos han mostrado a un músico hastiado que, al menos en apariencia, ha dejado de disfrutar de su profesión y de lo que, en otro tiempo, sin el menor género de dudas, fue su pasión. En este último concierto de Fabio Biondi en Madrid, los aplausos fueron de cortesía, porque los oyentes tampoco son ya los que eran, y saben discernir cuándo están ante un concierto excepcional y cuándo se les da gato por liebre. Quien asistiera también en esos mismos días a alguna de las representaciones mozartianas del Teatro Real debió de establecer más de un paralelismo, ya que Fabio Biondi parecía igualmente presa de ese mismo aburrimiento crónico, ese ennui de su –quizá– compatriota Don Giovanni.

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