Buscar

Uso y abuso de Henry Purcell

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Esta, como poco, libérrima recreación de The Indian Queen, de Henry Purcell, está concebida como la segunda mitad de un díptico que dio comienzo el pasado mes de octubre con Die Eroberung von Mexico, la pieza de «teatro musical» de Wolfgang Rihm que la ha precedido en la programación de esta temporada del Teatro Real. No sabemos si el objetivo de esta secuencia bimembre era agitar nuestras conciencias de antiguos y crueles conquistadores o tender puentes entre músicas emparentadas por un tema más o menos común, si bien separadas por más de tres siglos. Lo primero, muy probablemente, no se ha conseguido: ni el escueto libreto del compositor alemán aspiraba a tanto ni la fantasía dramatúrgica ideada por Peter Sellars parece capaz de despertar otra cosa que un indomeñable sentimiento de tedio. En cuanto a lo segundo, el puente más visible y evidente es que, por paradójico que resulte, ninguna de las dos propuestas que hemos visto y escuchado puede, ni aun con la mejor predisposición, calificarse de ópera.

The Indian Queen quedó incompleta tras la prematura muerte de su autor en 1695 y lo que ha llegado hasta nosotros es un torso tan fragmentario y problemático como pueda serlo el Requiem de Mozart. Como tantas obras truncadas por la súbita desaparición de su autor, fueran muchas las manos que acudieron, para desfigurarlo, al rico panal pergeñado por Purcell. Entre ellos, el hermano pequeño del compositor, Daniel, que añadió una amable masque que forma parte de los tres manuscritos más antiguos que nos han llegado de la ópera, uno de los cuales indica lacónicamente: «Additional Act by Mr Daniel Purcell (Mr Henry Purcell being dead)». El talento, como se sabe, se halla muy desigualmente repartido, aun entre hermanos de sangre, y no hace falta ser un sagaz musicólogo ni un experto detective para percibir hasta dónde llega la honda música de Henry y dónde empieza la banal de Daniel: las notas hablan por sí solas.

Al igual que sucedió también en la gestación del Requiem de Mozart, la cercanía de la muerte, y las prisas por completar el encargo a tiempo (entre otras cosas, cuestión nada baladí, para cobrarlo), hicieron que Purcell recurriera a varias piezas propias ya compuestas para rellenar los momentos que requerían música en la tragedia de John Dryden y Robert Howard. La primera interpretación documentada de The Indian Queen, caracterizada en su momento como semiópera, que es el nombre técnico con que se conocía en la época este género híbrido de teatro hablado salpicado de números bailados y cantados, data del 29 de abril de 1696, pero tenemos sospechas más que razonables de que debió de haber representaciones anteriores, ya que parte de la música se encontraba editada en marzo de ese año, e incluso cabe la posibilidad de que se llevaran a cabo una o varias interpretaciones parciales incluso en vida del compositor, antes de su muerte el 21 de noviembre. En la trama original, dos imperios ficcionalmente vecinos, el inca y el azteca, guerrean entre sí. La reina azteca Zempoalla siente un amor no correspondido por Montezuma, un guerrero de origen desconocido que lidera a los incas hasta la victoria. Al cortejar éste, también sin éxito, a la princesa inca Orazia, decide finalmente cambiar de bando.

Esto es, claro, un resumen exiguo de la trama ideada por Dryden y Howard, sin el más mínimo vestigio de conquistadores ni personajes europeos: el tema no pasaba de ser un triángulo amoroso convencional en medio de una ambientación lejana y exótica. De haberse respetado este argumento original, nos encontraríamos con que Montezuma, uno de los dos personajes de La conquista de México, serviría de gozne natural entre las obras de Rihm y Purcell, presentadas y publicitadas en Madrid –hay que volver a insistir en ello– como anverso y reverso de una misma moneda. Pero nada de ello queda en esta The Indian Queen remozada, y mucho, por Peter Sellars. No hay restos de Montezuma y los protagonistas se llaman ahora Hunahpú (un héroe maya), Teculihuatzin (una reina indígena), Don Pedro de Alvarado (un conquistador), Don Pedrarias Dávila (capitán general y gobernador de Tierra Firme), su esposa Doña Isabel e Ixbalanqué (otro héroe maya). ¿Por qué? Evidentemente, porque los cincuenta minutos escasos que nos han llegado de música de Purcell eran poco bagaje para presentarlos como una ópera en la temporada de un gran teatro y porque el texto original hablado de Dryden y Howard haría hoy cualquier cosa menos las delicias de los modernos espectadores (con excepción, quizá, de los británicos, fieles y tenaces consumidores de sus antiguos dramas).

¿Y qué se ha hecho entonces para alargar la música y reinventar la acción? Por un lado, recurrir, en mucho mayor medida de lo que ya había hecho el propio compositor, apremiado doblemente por los plazos y por la Parca, a piezas suyas anteriores, muchas de ellas sin la más remota conexión, por supuesto, no sólo con The Indian Queen sino con la música teatral en general. De hecho, los añadidos que más abundan son anthems, himnos o motetes sacros concebidos para interpretarse en los servicios litúrgicos anglicanos, aunque no faltan tampoco canciones y danzas. Por otro, se ha elegido como sustento literario la novela de la escritora nicaragüense Rosario Fiallos Oyanguren (que firma con el seudónimo de Rosario Aguilar) La niña blanca y los pájaros sin pies, publicada originalmente en 1992. De ella se extraen fragmentos que sirven para situar al espectador ante lo que ve en escena (la música de Purcell, como cabe colegir de este inmenso mélange, avanza por otros derroteros) y que recita en primera persona la actriz puertorriqueña Maritxell Carrero. En su papel de narradora da vida a Leonor, la hija de la indígena Teculihuatzin y el español Don Pedro de Alvarado.

Todo el peso dramático se fía, por tanto, a este relato, y por aquí empiezan a asomar en este barco frágil e inventado un tropel de vías de agua que acabarán por hacerlo naufragar antes casi de que ice las velas. El texto original de Rosario Aguilar se ha traducido al inglés y así lo recita, con un tono innecesariamente enfático, a ratos melodramático, cual sonsonete casi siempre enojado, Maritxell Carrero. Su lengua materna es, sin duda, el español, como queda sobradamente de manifiesto cada vez que pronuncia un nombre propio. Es difícil entender por qué, al menos en el Teatro Real, el texto no se ha dejado en el español original, más aún cuando Carrero se expresa con más naturalidad, y con mejor acento, en nuestro idioma que en inglés. Sólo cabe una explicación: si la música de Purcell –espigada de aquí y de allá– la cantan mayas y conquistadores en inglés (todo un alarde de transferencia lingüística), ¿cómo iba a expresarse el narrador en otro idioma, con unos y otros sobre el mismo escenario? Cosas mucho peores y disparatadas se han visto, desde luego, pero a esta pregunta cabe replicar de inmediato con otra: en medio de semejante batiburrillo músico-textual como el que está intentando describirse aquí, ¿a quién le importa este bilingüismo, que al menos ayudaría a dar algo de verosimilitud a las intervenciones de la narradora? El espectáculo es una coproducción de la Ópera de Perm, la English National Opera y el Teatro Real, y resulta comprensible que Carrero recurra al inglés en Perm y en Londres. Pero, ¿por qué en Madrid, más aún cuando, conviene de nuevo recalcarlo, el texto original está en español y los hechos los protagonizan hispanoparlantes?

Peter Sellars es un idealista, un corazón puro, con la emotividad siempre a flor de piel, entrañablemente naíf, y no hay más que verlo, siempre sonriente, engalanado con sus collares de gruesas cuentas, con sus coloridas camisas, y luciendo orgulloso la enhiesta cresta de su pelo, para darse cuenta. Pero pocos le discutirán, con los altibajos de cualquier carrera ya dilatada en el tiempo como la suya, que se trata de un director de escena de talento, por más que en su última visita a Madrid tuviera que lidiar con un hueso tan incomible como Ainadamar, un engendro pseudooperístico de Osvaldo Golijov que intentó hacer lo más digerible posible. Ha firmado propuestas escénicas memorables (como la «ritualización» de la Pasión según san Mateo de Bach que presentó en la Philharmonie de Berlín en 2010 y que es un dechado de empatía, discreción y sensibilidad de principio a fin) y pronto veremos, también en el Teatro Real, su interesantísima propuesta escénica para Tristan und Isolde, ahí es nada, con una decisiva presencia de los vídeos de Bill Viola. Pero esta The Indian Queen que se ha sacado de la manga para dar voz por una vez a las mujeres que también protagonizaron, y padecieron, la conquista española de América es, dramatúrgicamente, un completo desatino de principio a fin. El punto de partida es loable, pero el resultado es disparatado, y The Indian Queen puede servir para este propósito tanto como The Fairy Queen, por citar otra obra, también con protagonista regia, del propio Purcell. Ni los textos de Aguilar –cursis, hinchados, previsibles– son literariamente buenos, ni la recitación de Carrero es eficaz teatralmente, ni funciona la introducción con calzador aquí y allá de joyas purcellianas como las canciones profanas O Solitude, If grief has any pow’r to kill, Sweeter than roses (originalmente parte de la música incidental para Pausanias, the Betrayer of his Country), Music for a while (de Oedipus, King of Thebes), la canción sacra With sick and famish’d eyes o, como ya se apuntó, diversos anthems confiados a cappella al coro. Purcell forma parte probablemente, junto con Mozart y Schubert, de la tríada de los más inspirados melodistas que ha dado la música occidental, de modo que no es empresa difícil encontrar gemas impactantes en su catálogo. Sus anthems, por otro lado, llevaron este género intrínsecamente inglés a su esplendor: Hear my prayer, O Lord, Remember not, Lord, our offences, O Lord, rebuke me not o Blow up the trumpet in Sion, algunos de los incluidos en estas representaciones de The Indian Queen, son miniaturas musicales tan perfectas que, bien interpretadas, impactan en el oyente aun fuera del marco eclesiástico para el que nacieron y en el que cobran todo su sentido.

Ello nos lleva, sentadas ya las premisas del espectáculo, a la interpretación propiamente dicha. En pocos teatros se atreven a programar hoy día una ópera barroca sin situar en el foso a un grupo especializado en este repertorio, lo que implica necesariamente el uso de prácticas e instrumentos históricos. En este caso se ha recurrido a MusicAeterna, un conjunto formado en la Ópera de Perm por Teodor Currentzis, el director griego al que Gerard Mortier ha confiado la parte musical de varias de sus propuestas de mayor peso: el magnífico doblete Chaikovski/Stravinsky (Iolanta/Perséphone) de hace dos temporadas, el terrible Macbeth verdiano de hace ahora un año, este Purcell experimental o el citado Tristan und Isolde, que se estrenará el 12 de enero. Hay que tener mucho talento para dirigir bien repertorios tan dispares y no hay duda de que Currentzis, además de audaz e impetuoso, es un buen músico, con ideas propias y autoridad sobrada en el podio. Pero aquí ha sido víctima de esa tentación posmoderna a la que sucumben tantos intérpretes del Barroco procedentes de otros repertorios, víctimas de la incongruencia de servirse de un paradigma histórico (cuerdas de tripa, trompetas naturales, oboes barrocos, etc.) para luego desfigurarlo tomando decisiones interpretativas caprichosas y, lo que es peor, tramposas, pues deforman la música hasta volverla a ratos irreconocible con el solo fin de apelar, una y otra vez, a las emociones más primarias de los oyentes.

De entre las varias argucias efectistas, el principal recurso del que se vale Currentzis para que la música suene lo más bonita posible es el empleo de unos tempi obstinadamente lentos, como si la lentitud añadiera per se trascendencia o belleza a una música que no necesita ser estirada hasta el límite de lo posible. Antes al contrario, se resiente, y mucho, de semejante maltrato. Pueden decirse cosas profundas y perturbadoras bajo una hipotética indicación Presto, al igual que pueden verbalizarse banalidades por más que se sitúen bajo el epígrafe Grave o Molto adagio. El director griego, no sabemos si animado o no a ello por el propio Sellars, abusa hasta tal punto de los tiempos lentos o lentísimos (un recurso muy característico de cierta música posmoderna) que al final acaba por desvirtuar la partitura, llamada a emocionar sin ambages en su configuración original, pero que termina por aburrir de resultas de la tremenda rémora con que Currentzis le hace cargar. Es doloroso que, para una vez que llega la música barroca al Teatro Real, presente un aspecto tan desfigurado, tan poco fiel a su fisonomía original. Otro tanto sucedió con los silencios, que son un elemento expresivo trascendental de cualquier música, tanto y en ocasiones incluso más que las propias notas, pero cuando estos silencios se magnifican no una, sino dos, tres, cuatro, cinco veces, acaban por resultar incómodos e indiferentes. En Blow up the trumpet in Sion, por ejemplo, se abrieron auténticos abismos de silencio entre los distintos “Where?” de la pregunta “Where is their God?”. En la partitura original son meros silencios de negra, pero aquí sextuplicaron, como poco, su valor. Y lo mismo puede predicarse de los silencios inflados artificialmente de otros números a solo, como I love and I must, que canta Doña Luisa, cuya eficacia dramática se resiente también por las constantes interrupciones.

Para completar la trilogía de elementos posmodernos, a los tempi lentos y a los silencios se unieron los pianissimi más exagerados que quepa imaginar. Se llevaron al límite en el anthem –que representa la supuesta conversión de los mayas– I will sing unto the Lord as long as I live y se acompañaron de inverosímiles calderones en el final de Hear my prayer, O Lord, el anthem con que se cierra la primera parte del espectáculo (de una hora y cuarenta minutos de duración; luego aguardaba hora y media más). Como perla final, Currentzis alargó canciones y anthems con numerosas repeticiones, un arma de doble filo que en muchos casos se le volvió también en contra. ¿Por qué empañar el encomiable empleo de instrumentos barrocos con el recurso constante a prácticas interpretativas posmodernas? ¿Acaso no se confía en la capacidad expresiva de la música? En una reciente entrevista, y aquí pueden verse respondidas de algún modo estas preguntas, Currentzis ha afirmado que «Purcell está más cerca de la música sufí que de la común percepción que se tiene del Barroco inglés de los ochenta». Y, por si esto no fuera suficiente, remata su reflexión con esta otra perla: «Purcell no tiene esa rigidez característica de la música inglesa, está mucho más cerca de nosotros, quiero decir, de nuestros países del sur, mediterráneos y árabes, que de la tradición británica». No sé qué pensarán los ingleses si Currentzis plantea en voz alta estas tesis cuando presente esta The Indian Queen en el Coliseum de Londres, en cuya Abadía de Westminster reposan, junto a lo más granado de la historia del país, los restos de Henry Purcell.

Al frente de una abultada sección de continuo, integrada por nada menos que diez instrumentistas, se encontraba el arpista británico Andrew Lawrence-King, que no se privó de acentuar esa presunta y disparatada conexión sufí de Purcell con introducciones instrumentales étnicas, arabizantes y con un inequívoco dejo new age en With sick and famish’d eyes, Ye twice ten hundred deities y Oh Lord, rebuke me not, por ejemplo. Eran perfectamente prescindibles, por supuesto, pero en medio de este batiburrillo multicultural parecía haber cabida para todo y Lawrence-King es persona muy ducha en estas lides. A fuer de ser justos, sin embargo, hay que dejar constancia de que la ejecución propiamente dicha –tanto de MusicAeterna como del eficacísimo Coro de la Ópera de Perm– de los presupuestos musicales de Currentzis/Sellars fue de un excelente nivel. En la primera asomaron ocasionales desafinaciones (sobre todo en algunos pasajes solistas), pero en general es un grupo compacto, disciplinado y con una clara personalidad estilística. El coro, al que Sellars confiere un extraordinario protagonismo, cantó muy bien, con un sonido propio, una buena dicción inglesa y un empaste admirable, a pesar de tener que hacerlo en ocasiones tumbados, a oscuras y sin visión directa del foso. Se nota que han ensayado muchas, muchas horas, que la obra venía muy rodada de Perm (donde se estrenó antes de recalar en Madrid) y que creen a pie juntillas en lo que hacen.

En el apartado vocal, la homogeneidad fue mucho menor. Brillaron con luz propia Julia Bullock (como Teculihuatzin) y Nadine Koutcher (como Doña Isabel), pero la primera unió a la calidad innegable de su voz y a su tersa línea de canto unas dotes actorales realmente infrecuentes en un cantante. Ya fuera en escenas eróticas (algunas de voltaje considerable) o en cualesquiera de sus movimientos por el escenario, Bullock irradiaba convicción, ejerciendo sobre la mirada del espectador la fuerza de un imán: ella ha sido, sin lugar a dudas, el gran descubrimiento de esta producción y momentos como su interpretación de I love and I must o Not all my torments can your pity move permanecen felizmente anclados en el recuerdo. Koutcher es una cantante elegante, algo hierática, pero que dejó destellos de musicalidad y de gran clase, sobre todo en See, even night herself is here. El resto de los solistas se situaron ostensiblemente por debajo de ellas: el contratenor coreano Vince Yi tiene una voz incomprensiblemente blanca, casi de eunuco, a ratos estridente, y su dicción inglesa es impeorable; la voz del otro contratenor, Christophe Dumaux, no es mucho más grata, y se las vio y las deseó para sacar adelante Music for a while al tempo tan moroso impuesto por Currentzis; flojísimo Noah Stewart, poco creíble además, con ese cuerpo y esa piel bruna, como el conquistador Don Pedro de Alvarado: destrozó literalmente With sick and famish’d eyes; intrascendente el tenor Markus Brutsche y bajo mínimos el barítono, de voz estrangulada, Luthando Qave, incapaz de llegar a las notas más graves.

Eficacísima la escenografía de Gronk, cuyos diseños originales podían verse en el intermedio en la sexta planta del teatro, aunque funcionan muchísimo mejor magnificados en el escenario. Dentro de la inacción que anima el espectáculo, Sellars mueve a cantantes y figurantes con la eficacia que se supone a un director de su experiencia, aunque a veces cae en ingenuidades más propias de una función escolar de fin de curso y se ven detalles difíciles de comprender: ¿cómo es posible que canten a la vez idéntico texto los opresores, metralleta en mano, y sus agonizantes víctimas? Algunos bailes bordean el ridículo, como la Danza de la conquista de la primera parte, y Sellars tiende a cargar inocentemente las tintas a la hora de distinguir visualmente entre buenos y malos. Él es, al parecer, el verdadero factótum de este espectáculo (es el último en salir a saludar), que acariciaba hacer realidad desde hace años. Por fin lo ha conseguido, entrando a saco en el exquisito catálogo de Henry Purcell, lo que se antoja casi una mera excusa para contar una historia que nada tiene que ver con él ni con su música. Visto lo visto, no está claro que el fin justificara los medios, pero esta The Indian Queen (aunque se produjo una huida significativa de espectadores en el intermedio) fue muy aplaudida por un público cuyo gusto irrenunciablemente contemporáneo y cuya capacidad para digerir con facilidad y entusiasmo platos precocinados ad hoc han pesado sin duda muy mucho en su configuración tan efectista y, si queremos llevar la crítica un paso más allá, embaucadora. Que la música de Purcell salga realmente reivindicada con sus nuevos ropajes, más aún cuando se ha interpretado bajo premisas tan diferentes de las que la vieron nacer, parece harina de otro costal. Pero eso no parece importarle a nadie.

     *      *      *

En este año conmemorativo del bicentenario de los nacimientos de Wagner y Verdi en 1813 no está de más recordar que, a tenor de todos los indicios, no llegaron nunca a conocerse personalmente. Cuando más cerca estuvieron de poder hacerlo fue, probablemente, en la primavera de 1875, cuando ambos coincidieron en períodos contiguos en Viena: Wagner para dirigir tres conciertos sinfónicos con fragmentos orquestales de sus óperas y Verdi para dirigir Aida y el estreno vienés de su Messa da Requiem. En octubre de ese mismo año, y bajo la dirección de Hans Richter, Richard y Cosima Wagner escucharon la Messa de Requiem y no cabe comentario más displicente que el anotado por Cosima en su diario: «Por la tarde el “Requiem” de Verdi, sobre el que decidimos que lo mejor era no decir nada»«Abends das “Requiem” von Verdi, worüber nicht zu sprechen entschieden das beste ist» (Cosima Wagner, Die Tagebücher, vol. 1, p. 946).. Tras la muerte de Wagner en Venecia, en una carta al psiquiatra Cesare Vigna, gran amigo de Verdi desde los tiempos de La traviata, Giuseppina Strepponi escribía: «Verdi […] no conoció jamás a Wagner, ni siquiera de vista. Wagner, esta gran personalidad ahora desaparecida, no adoleció jamás del pequeño prurito de la vanidad, sino que lo devoraba un orgullo incandescente, desmesurado, como Satanás o Lucifer, ¡el más hermoso de los ángeles caídos del cielo!»«Verdi […] non conobbe mai Wagner, neppure di vista. Wagner, questa granda individualità ora scomparve, non fu mai afflitto dalla piccola prurigine della vanità, ma divorato da un orgoglio incandescente, smisurato, come Satana o Lucifero il più bello degli angeli caduti del cielo!».. No nos equivocamos si pensamos que Giuseppina está expresando la opinión del propio Verdi, quien en la famosa carta que escribió a su editor Giulio Ricordi el 15 de febrero de 1883, fijó su posición de una manera mucho más neutra: «¡Triste! ¡Triste! ¡Triste! ¡¡¡Vagner [sic] ha muerto!!! ¡Al leer ayer la noticia me quedé, estoy por decir, aterrado! No discutamos. ¡Es una gran personalidad que desaparece! ¡¡¡Un nombre que deja una impronta potentísima en la Historia del Arte!!!»«Triste! Triste! Triste! Vagner è morto!!! Leggendone jeri il dispaccio, ne fui, stò per dire, atterrito! Non discutiamo. – È una grande individualità che sparisce! Un nome che lascia un’impronta potentissima nella Storia dell’Arte!!!» (carta fechada el 15 de febrero de 1883).. El borrador de la carta conservado en Sant’Agata revela que Verdi cambió leve y significativamente de opinión, ya que tachó la palabra «potente» y decidió sustituirla, sabedor quizá de que el contenido de la misiva trascendería los límites de su destinatario, por «potentissima».

Lo que resulta incontestable es que Verdi no vio nunca representadas las grandes óperas de madurez de Wagner (sólo pudo ver, y le produjeron impresiones encontradas, influidas quizá por prejuicios y por interpretaciones poco afortunadas, Rienzi, Tannhäuser y Lohengrin). El alemán no supo siquiera de la existencia de Otello y Falstaff, compuestas tras su muerte, y es dudoso que escuchara las grandes obras maestras del que todos se empeñaban en presentar como su rival. En sus escritos, Verdi aparece citado siempre junto a Donizetti o Bellini como un compositor italiano más y en los diarios de Cosima los músicos italianos –o, para ser exactos, sus espectros– aparecen metidos en el mismo saco que los judíos«So spricht R. noch lange, und die italienischen und jüdischen Gespenster sind verscheucht, allein das Unwohlsein blieb» (Cosima Wagner, Die Tagebücher, vol. 1, p. 356)., lo que, viniendo de su amado «R.», supone cualquier cosa menos un elogio.

Los homenajes en este año del bicentenario proliferan también por separado: artículos sobre uno u otro, óperas de uno u otro, pero raramente reflexiones o conciertos protagonizados por uno y otro. El recital ofrecido por Uri Caine en la sala de cámara del Auditorio Nacional se encuadra en este apartado de las excepciones y revistió un interés infinitamente mayor que esos conciertos-popurrí de oberturas y coros de Wagner y Verdi metidos con calzador. Caine es un pianista estadounidense que, entre sus muchos talentos, posee el de plantear personalísimos acercamientos jazzísticos a los compositores clásicos. No parece animarle a ello ni un espíritu comercial ni, lo que es más habitual en los últimos tiempos, un afán de buscar petróleo donde no lo hay. Desde sus pioneras aproximaciones en 1997 a Wagner y Mahler se han sucedido sus recreaciones de Bach (unas memorables Variaciones Goldberg), Schumann (Dichterliebe), Mozart, Beethoven (Variaciones Diabelli), Verdi (Otello) o Schoenberg (Pierrot lunaire). Algunos puristas se han rasgado las vestiduras, como era de esperar, pero ha predominado el reconocimiento de los méritos –cuando no abiertamente la genialidad– de Caine para insuflar con naturalidad un espíritu contemporáneo en estas relecturas jazzísticas de grandes clásicos.

A Madrid llegó en solitario procedente de Bayreuth, el templo del wagnerismo, donde acababa de tocar dos días antes un programa monográfico dedicado al autor de Parsifal con una formación de trío clásico de jazz (con el bajista Mark Helias y el batería Clarence Penn), y salió al escenario pertrechado con un montón de partituras que dejó esparcidas por el suelo, quizá para no dejar que su irrefrenable capacidad improvisatoria alargara más de lo debido un programa ya de por sí ambicioso: el Preludio y la Muerte de amor de Tristán e Isolda, la obertura de Tannhäuser, los cinco Wessendonck-Lieder, diversos fragmentos del Otello de Verdi y, para concluir, los Preludios de los actos primero y tercero de Lohengrin y la Cabalgata de las valquirias. Caine detecta lo esencial de todas estas músicas, lo introduce en su alambique y le da salida transformado, pero perfectamente reconocible (algo no muy diferente hizo en su tiempo, mutatis mutandis, Franz Liszt en sus transcripciones y paráfrasis de las óperas de ambos compositores). Sus improvisaciones sobre Tristán fueron tan inestables armónicamente como el original, su arranque de Tannhäuser fue frenético, impetuoso, una música casi «a merced de una corriente salvaje», mientras que los Wessendonck-Lieder conocieron quizá la recreación más libre y original del concierto: especialmente memorable fue el comienzo de «Im Triebhaus», un magma sonoro del que fue emergiendo imperceptiblemente el Lied original, y «Schmerzen», con varios enlaces armónicos visionarios.

Con Verdi, el piano de Caine (a ratos un auténtico stride piano, con esos bajos prominentes de una hiperactiva mano izquierda tocados a contratiempo respecto al trasiego no menos febril de la mano derecha) ganó en irreverencia, en cercanía y, al igual que en Wagner, nada sonaba huero o caprichoso, sino con el grado de espontaneidad que sólo puede abrirse camino después de buenas dosis de reflexión previa. El Preludio del Acto I de Lohengrin desapareció del mapa (Caine miró de reojo su reloj y decidió tirar la partitura bruscamente al suelo sin tocar una sola nota), pero no así el del Acto III, que fue un nuevo alarde de energía e imaginación desbordante, marcha nupcial incluida, por parte del pianista. La Cabalgata de las valquirias fue, quizás, una concesión innecesaria para cerrar un programa tan bien construido, pero quedó compensada por un nuevo alarde de creatividad con dos pinceladas humorísticas ofrecidas fuera de programa (procedentes de El Holandés errante y de la Sonata en Do mayor de Mozart). Después de noventa minutos tocando ininterrumpidamente, Caine parecía capaz de volver a empezar como si tal cosa: si paró fue porque sabía que tenía que hacerlo. Hace gala de una inventiva, una energía y una generosidad que no parecen conocer límites. Y hace pocos meses, el 19 de enero, pudimos verlo en la Fundación Juan March improvisando magistralmente (en algún caso, sobre melodías propuestas sobre la marcha por el público) sin una sola partitura en el atril del piano. Tiene toda la música interiorizada en su cabeza y en sus dedos, y sólo así es posible operar las metamorfosis que nos propone, que suenen siempre frescas y jamás precocinadas.

Uri Caine se expresa con idéntica convicción con músicas propias (es un prolífico compositor) y ajenas. En este concierto volvió a sentar cátedra en el espinoso ámbito de cómo puede alterarse la fisonomía de una obra precedente sin modificar su sustancia. Es un terreno, también éste, en el que se han cometido infinitos abusos en nombre muchas veces de una modernidad mal entendida. No es el caso del estadounidense, que ha usado la música de Wagner y Verdi para revelar sus semillas de modernidad y para, sin las cartas marcadas, y en igualdad de condiciones, presentarlos, de verdad, hermanados. Por fin.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
SONY DSC

Ficha técnica

16 '
0

Compartir

También de interés.

Maldito Mayo del 68

El Mayo del 68 constituyó una verdadera revolución. Dejó una huella perdurable en la…

Doce hombres airados

Sidney Lumet (Filadelfia, 1924-Nueva York, 2011) empleó el lenguaje cinematográfico para explorar los sótanos…