El comportamiento moral es, en sentido estricto, un rasgo exclusivo de la especie humana. Es cierto que compartimos con otras especies de primates emociones de empatía, afecto y altruismo dirigidas hacia hijos, parientes y otros individuos con los que convivimos de manera intensa, y que dichos sentimientos están en la raíz de nuestra conducta moral. Pero la moralidad supone algo más. Por una parte, los seres humanos somos capaces de categorizar la conducta propia y ajena en términos de valor –buena o mala, justa o injusta– y formulamos juicios de esta naturaleza que confieren relieves morales al mundo, genuinas asimetrías valorativas. Tales juicios se sustentan en valores y normas adquiridos culturalmente, pero también, probablemente, en ciertas intuiciones morales cuya identidad y alcance se discute a menudo. Además, las normas y valores morales que regulan la vida de las sociedades humanas difieren en ocasiones de manera notable de unas culturas a otras, dotando a la moralidad humana de una sorprendente diversidad. Por otra parte, los humanos sentimos ira e indignación y deseo de castigar a otros individuos cuando actúan de manera que consideramos incorrecta y, al tiempo, culpa y vergüenza cuando somos nosotros quienes lo hacemos así, incorporando a nuestra experiencia moral una intensa dimensión emocional de extraordinarias consecuencias para la vida en común.