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Reflexiones naturalistas

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Una de las claves del éxito evolutivo de nuestra especie ha sido su capacidad de cooperar. La cooperación para beneficio mutuo en los seres humanos ha trascendido las fronteras del parentesco genético para extenderse a grandes grupos de individuos no relacionados. El entramado institucional político supranacional y la globalización son dos ejemplos actuales de esa complejidad creciente que ha alcanzado la cooperación humana.

Hay buenas razones para apostar por una cooperación a gran escala. En primer lugar, el carácter global de algunos problemas, como el cambio climático, las desigualdades entre grandes regiones del planeta, la explotación sostenible de los recursos naturales, el control racional de las políticas demográficas o de problemas sanitarios globales como la pandemia que estamos sufriendo, exigen soluciones basadas en la cooperación sistemática y comprometida entre actores políticos distantes. En segundo lugar, la emergencia de poderes económicos y financieros globales, que escapan al control político del estado-nación, solo puede ser encarada mediante fuertes contrapesos institucionales y normativos que devuelvan el control a los actores políticos y a la ciudadanía. Por último, la búsqueda de soluciones pacíficas y dialogadas a los conflictos de intereses (territoriales, económicos, religiosos o étnicos) exige la extensión de una cultura de la cooperación sustantiva y no solo formal.

A pesar de esta necesidad, los retos a los que ha de enfrentarse una cooperación globalizada son de tal magnitud que convierten la tarea en poco menos que una misión imposible. ¿Podrían los Estados y las instituciones políticas internacionales aprender algo de la historia filogenética de nuestra especie con el propósito de alcanzar sus objetivos de paz, desarrollo y bienestar? ¿Cómo trasladar al orden social y político contemporáneos la fórmula cooperativa que nos ha permitido colonizar con notable éxito nuestro planeta? En nuestra opinión, el estudio de las condiciones que hicieron posible la cooperación no permite definir políticas concretas, pero sí ilumina las dificultades que impone nuestra estructura cognitiva y detecta las debilidades de las estrategias cooperativas frente a aquellos individuos y grupos de interés que pretenden subvertirlas.

La evolución de la cooperación.

El camino hacia la cooperación ha sido largo y complejo. El triunfo de la cooperación ha exigido un proceso de ajuste emocional, social y cognitivo capaz de compensar las desventajas de las estrategias cooperativas frente a la presencia de individuos egoístas y aprovechados. Aunque la cooperación puede reportar evidentes beneficios para los individuos y el grupo, los individuos cooperadores sufren las consecuencias de su actitud prosocial frente a aquellos otros que no lo son. Mientras la cooperación se mantuvo en el ámbito familiar los genes que promueven la cooperación no tuvieron problemas para imponerse. A medida que la cooperación se extendió a individuos no emparentados fueron necesarias estrategias de respuesta ante los que no cooperan. La observación directa del comportamiento ajeno en pequeños clanes y grupos de cazadores recolectores, en los que todos se conocen e interaccionan de manera repetida, permitió responder a las desviaciones egoístas dejando de cooperar con los que no lo hacen y escogiendo como compañeros a los que sí cooperan.  Cuando, por diversos factores materiales e históricos, los grupos crecieron en tamaño (cientos o miles de individuos), la selección natural encontró una vía de continuidad para la cooperación incorporando a nuestra psique una disposición favorable a la cooperación basada en la buena reputación. Nuestra cognición nos permite detectar engaños y modificar nuestro comportamiento rompiendo la cooperación cuando es en pareja o favoreciendo el castigo de los tramposos cuando la cooperación es en grupo. En ese escenario se desarrolló una psicología normativa, que promovió la adopción de normas que permitían castigar a los tramposos y premiar a los que castigaban. El riesgo de sufrir el rechazo y el ostracismo del grupo favoreció el compromiso con las normas de reciprocidad y permitió la cooperación a una mayor escala. La conformidad normativa facilitó la adecuación del comportamiento individual al estándar del grupo. De este modo, se consiguió armonizar las pulsiones competitivas y cooperativas de los individuos dentro del grupo. Los grupos fueron acumulando tradiciones normativas e institucionales y acentuando una identidad definida.

La existencia en un mismo espacio geográfico de grupos humanos que competían entre sí por los recursos, provistos de diferentes normas e instituciones, puso en marcha un proceso de selección cultural entre  grupos que favoreció el desarrollo de un cierto instinto tribal. Nos referimos a la aparición de predisposiciones innatas prosociales en los seres humanos basadas en una fuerte identificación grupal. Se consiguió así tender un puente que permite transitar del individuo  (Yo) al grupo (Nosotros). Las señales identitarias de cada colectivo (como la lengua, las prácticas sociales y religiosas, y cualesquiera otros marcadores étnicos) se convirtieron en señales facilitadoras de la cooperación dentro del mismo. Sin embargo, eso se hizo a costa de agrandar y enfatizar los recelos ante lo extraño y diferente. Los mecanismos psicológicos que permiten resolver la cooperación dentro del grupo han creado un problema importante al incrementar la competencia entre colectivos. Este hecho, entre otros factores, está en la raíz de la interminable secuencia de conflictos, dominación y crueldad que jalonan la historia del género humano. El éxito en esa competencia intergrupal ha contribuido a dar forma a las prácticas culturales, normas, instituciones y creencias que son comunes en el mundo actual.

Las dificultades de la cooperación.

La cooperación convive en cada individuo y en cada grupo con las tensiones derivadas de esa compleja y contradictoria arquitectura cognitiva y moral. Es más, la cooperación es el resultado de esa paradójica naturaleza moral, no una alternativa a ella, ni el patrimonio de unos pocos frente a otros. Estas tensiones internas acentúan las dificultades para coordinar acciones e intereses de individuos y grupos cuando crece la diversidad y complejidad de los escenarios sociales, sean estos nacionales o internacionales (diversidad de grupos sociales, políticos, territoriales o culturales). En tales casos, la cooperación necesita reforzar los mecanismos que la hacen posible. ¿Cuáles son? 

  • Beneficio: el beneficio mutuo equitativo es el motor de la cooperación.
  • Reputación: la cooperación descansa en las expectativas de reciprocidad y confianza entre los cooperantes y estas dependen de la calidad y la transparencia de la información con que se construye la reputación de los distintos actores.
  • Normas e instituciones eficaces: En el seno de grandes grupos, los marcos normativos y las instituciones sociales y políticas deben extender eficazmente la amenaza del castigo y el ostracismo al conjunto del grupo, sin excepciones.
  • Identidad compartida: la cooperación a gran escala es tanto más fácil cuanto mayores sean los lazos emocionales e identitarios compartidos por los individuos y los grupos.

¿Resultan eficaces estos mecanismos en las sociedades contemporáneas? Los mecanismos que promueven la cooperación evolucionaron en contextos demográficos y sociales muy diferentes al nuestro. Cuanto mayores son las distancias culturales, políticas e históricas entre los individuos y grupos que interaccionan, más ventajas obtienen las estrategias competitivas egoístas y los grupos de interés estratégico que parasitan la cooperación. Cada una de estas condiciones es explotada sistemáticamente por ellos, generando una profunda distorsión del fenómeno cooperativo.

En sociedades complejas, a menudo los beneficios y los perjuicios son poco accesibles y equitativos a la mirada de sentido común de los ciudadanos. Muchos de esos beneficios, además, lo son a medio y largo plazo, lo que constituye una seria dificultad para nuestra economía intuitiva, o promueven mejoras a nivel agregado, no individual. Este hecho desata la indignación, un sentimiento movilizador muy útil pero fácilmente instrumentalizable por quienes tratan de imponer, mediante relatos sesgados, una imagen interesada de las transacciones y del orden social (y político).

Cuando el tamaño poblacional crece y se diversifica, la reputación se construye mediante estereotipos y prejuicios que promueven la confianza o el recelo hacia los individuos por su adscripción social, cultural o su posición económica. La construcción social de la reputación puede distorsionar gravemente el proceso cooperativo. En tales condiciones, la manipulación de la información resulta sencilla y muy afín a la economía cognitiva y emocional de nuestro cerebro, y puede servir para fomentar conflictos entre grupos.

Los marcos institucionales y normativos que regulan la cooperación a gran escala son de gran complejidad y la implementación de las sanciones es lenta, oscura y costosa. Muchos individuos carecen de los recursos necesarios para recurrir a ellos y estas dificultades promueven mecanismos de compensación alternativos, fuera del circuito normativo común, institucionalizando la transgresión normativa. Además, nuevos actores colectivos poderosos tienen la capacidad de intervenir a su favor en la construcción de esos marcos institucionales y normativos, pervirtiendo su sentido de equidad.

La conciencia de las desigualdades económicas, lingüísticas, territoriales, religiosas, históricas, culturales, etc., incrementa la complejidad de las sociedades nacionales contemporáneas, y, más si cabe, de la sociedad internacional (si tal cosa existe). Estas diferencias, convenientemente presentadas, actúan como poderosos frenos a la cooperación en manos de aquellos que defienden intereses locales o grupales, al margen de la comunidad política nacional o internacional.

El lector no encontrará difícil dar contenido político e ideológico a las dificultades que hemos descrito. Los ejemplos son inagotables, tanto a nivel doméstico como internacional.

¿Hacia dónde ir?

La respuesta no es sencilla y solo puede ser tentativa. Nos preguntábamos si las instituciones políticas pueden aprender algo de nuestra historia evolutiva y, en nuestra opinión, así es. El recurso a la historia natural no pretende consagrar la naturaleza como modelo ético sino conocer la naturaleza humana y su plasticidad como paso previo a la articulación de cualquier política o estrategia. No somos una tabla rasa ni nos movemos con la misma soltura en cualquier escenario social. A nuestra economía cognitiva no le basta con cambiar las palabras que usamos, ni puede fiar todo progreso a los poderes de la educación. Tampoco es suficiente a largo plazo una lucha de relatos que, al ocultar una parte de la verdad, impulse el retorno de lo reprimido como pulsión populista. Sirvan las siguientes reflexiones como orientación del camino a seguir.

La cooperación sostenida es imposible si no se cumplen eficazmente las cuatro condiciones descritas y se limita el alcance de las distorsiones causadas por los grupos de interés que explotan sus debilidades.

La cooperación es un medio, no un fin en sí. No debe sacrificarse cualquier objetivo o estrategia competitiva en favor de una cooperación globalizada, sino reservar ésta para aquellos objetivos que exigen ineludiblemente su intervención. Al principio de estas páginas, enunciábamos algunos de los grandes problemas globales que no podrán abordarse si no es desde una perspectiva de consenso y cooperación para beneficio mutuo.

La diversidad cultural es un hecho, como lo son también las diferentes identidades colectivas dentro y fuera de los estados nación, o cualesquiera otras diferencias nacidas de la historia de cada pueblo o comunidad humana. La uniformidad no parece una alternativa plausible para nuestra psicología folk, ni siquiera bajo los poderosos efectos homogeneizadores que promueve la globalización. El escenario político mundial ha virado hacia un modelo multipolar complejo en el que la globalización es compatible, curiosamente, con el cultivo y la sacralización de las singularidades locales. En este escenario, hay buenas razones morales, fácticas y estratégicas para aceptar la diversidad cultural y protegerla, pero también las hay, y muy poderosas, para mantener esas diferencias dentro de los límites prácticos de la cooperación para beneficio mutuo, limitando sus oportunidades y estrategias políticas.

Dado que la filogénesis de la cooperación nos ha conducido por el sendero de las identidades colectivas, parece razonable aprovechar esta circunstancia para construir una identidad colectiva transversal que rebase las señas identitarias nacionales o étnicas. En otras palabras, apostar por la idea de meta-grupos humanos lo más amplios posibles, promoviendo una identidad colectiva sobrepuesta y compatible (problemáticamente, sin duda) con las diferencias nacionales y étnicas. En ese camino, como bien saben los expertos en relaciones internacionales, será necesario promover y facilitar el intercambio simbiótico (económico, cultural, humano, etc.) entre poblaciones diversas, incrementando el mestizaje y el (re)conocimiento mutuo, reducir los prejuicios que distorsionan la imagen y la reputación de los otros y ofrecer señas y símbolos de identidad compartida. Pero también resultará imprescindible fortalecer el marco normativo e institucional de modo que haya garantías de equidad y de un reparto justo de los beneficios y los sacrificios individuales y colectivos.

La empresa es muy compleja, pero la urgencia y la magnitud global de las tareas pendientes pueden jugar a nuestro favor para movilizar las energías y compromisos necesarios.

 

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