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Dos escritores simbióticos

El motel del voyeur

Gay Talese

Barcelona, Alfaguara, 2017

Trad. de Damià Alou

232 pp. 19,90 €

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El motel del voyeur (The Voyeur’s Motel, 2016), de Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932) cuenta la historia de un hostelero que, a través de unas aparentes rejillas de ventilación abiertas en el techo de las habitaciones, se dedica a observar a los huéspedes de su establecimiento. El hotelero mirón, casado y con dos hijos, se llama Gerald Foos y, cuando el periodista Talese se encontró con él por primera y penúltima vez el 23 de enero de 1980, tenía unos cuarenta y cinco años, pinta de viajero en clase preferente y, siempre según el periodista e investigador, la «expresión invariablemente amistosa digna de un posadero» (la traducción del inglés plano, económico y preciso de Talese, muy buena, es de Damià Alou).

A través de una carta anónima, el Voyeur había elegido a Gay Talese como cronista de sus hazañas. El motel del voyeur existe porque su personaje principal llevó, a partir de 1966, «un diario escrupuloso de la mayoría de individuos que he observado, compilando interesantes estadísticas». Con ojos policíaco-clínico-pornográficos anotaba «características individuales; edad y complexión; región de procedencia, y comportamiento sexual» (lo sexual es lo esencial) de los sujetos observados, desde lo que el Voyeur denomina torre de vigilancia, observatorio, plataforma o pasarela de observación: «el mejor laboratorio del mundo para observar a los demás en su estado natural» o, como dice Gay Talese, «para el estudio del comportamiento humano secreto». Según el periodista, Foos se consideraba, más que «un simple mirón morboso», un «investigador pionero», equiparable a los sexólogos del Instituto Kinsey o del Instituto Masters & Johnson, aunque superior: estudiaba a individuos que no se sabían observados.

Yo diría que El motel del voyeur es el punto de confluencia de dos escritores: el periodista Talese y el hotelero mirón Gerald Foos. Foos es un personaje de Talese, pero Talese también se convierte en personaje de Foos. No sólo llegará a definirse como el «amigo por correspondencia del Voyeur», confesor y confidente con quien compartir pesares y preocupaciones: Talese participa en la historia como único espectador y encarna la promesa de multiplicar en un futuro el número de admiradores de los atrevimientos de Foos. El hotelero había escrito una memoria de cientos de páginas, fruto de quince años de «cronista clandestino», y desde 1980 fue mandándosela al periodista por entregas, como un folletín del que Talese seleccionaría fragmentos para insertarlos en su libro.

¿Puede uno fiarse de lo que cuenta Foos?, se pregunta en algún momento Talese. Por lo pronto, el periodista se reconoce en los métodos indagatorios del Voyeur. No diferían mucho de los que el propio periodista había empleado para escribir La mujer de tu prójimo, publicado en 1980, ocasión de que Foos lo buscara para contarle sus secretos: Foos, entonces anónimo autor de una carta al periodista, definía ese libro como un «estudio sobre el sexo a lo largo y ancho del país». Para The Neighbour’s Wife, Talese había investigado durante nueve años los cambios en las costumbres sexuales estadounidenses durante la década de los sesenta, dirigiendo dos salones de masaje en Nueva York e integrándose en una comunidad nudista de California. A propósito de ese libro, un crítico de la época comentó que se ganaba más dinero escribiendo sobre pornografía que escribiendo pornografía.

Según Talese, Foos compartía con él la voluntad de retratar las tendencias sexuales de los Estados Unidos de América, la revolución sexual de los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuando se imponía un nuevo sentido de lo que era o no era normal: el sexo en grupo, interracial, homosexual, adúltero. Eran cambios que al hotelero Foos le planteaban cuestiones comerciales: ¿debía cobrarles a los tríos o a los cuartetos que utilizaban una habitación más que a las parejas? El aspecto moral lo resolvió gracias a su «ilimitada curiosidad» acerca de los seres humanos: «Hay gente que observa los pájaros, gente que observa las estrellas, y hay gente que, como yo, observa a los demás». De la observación directa de la realidad nacen los principios de este moralista mirón, defensor de «un código que acepte todas las prácticas sexuales». Lo que se califica como «desviaciones sexuales –dice– deberían clasificarse como inclinaciones sexuales», en tanto que mucha gente las practica de modo habitual.

Talese y Foos son los dos autores simbióticos de este libro. Sus métodos de trabajo son semejantes, si nos atenemos al procedimiento literario que el periodista ha descrito en más de una ocasión: contar cómo se hace el reportaje a la vez que se desarrolla el asunto del que se ocupa el reportaje. Talese explicó a Katie Roiphe en la Paris Review del verano de 2009 cómo no sólo anota lo visto y oído, sino que también transcribe lo que piensa y siente en el curso de sus investigaciones. De la misma manera actúa Foos en sus apuntes de observador social educado en la contemplación de la revista Playboy: añade a sus fichas antropométricas de los individuos observados descripciones de sus maniobras íntimas (las del objeto mirado y, a veces, también las del mirón) y reflexiones caracterológicas y psicológicas: «No son un matrimonio feliz», concluye uno de sus protocolos de estudioso sociosexual. Augura, desde su torre de vigilancia, el futuro de las parejas a las que ofrece hospedaje, o juzga a los individuos por su comportamiento en la cama y fuera de la cama, su higiene y educación: «Los individuos varían por cómo se sientan en el retrete», dice y, después de haber observado «todas las posturas imaginables», incluso propone un diseño de inodoro doméstico.

Se queja del estado corrupto de la humanidad: «Ésta es la vida real. ¡Ésta es la gente real!» Vive la misión del Voyeur como una carga moral que lo llena de insatisfacciones. Invita a Gay Talese, en su primer encuentro con él, a acompañarlo mientras «observa a la gente». «¿Qué estaba yo haciendo allí arriba? […] ¿Me había convertido en cómplice de su extraño y desagradable proyecto?», se pregunta el periodista, que no duda en acompañar a su personaje: al fin y al cabo, los dos comparten el designio de estudiar la realidad. Los pocos días que Talese espió desde la falsa rejilla de ventilación a los clientes del motel no vio nada fuera de lo normal: gente infeliz frente a la televisión, quejándose de algún achaque físico menor y de la falta de dinero. «Un tedio interminable», dice Talese. En algún momento, Foos le da la razón en lo que respecta al aburrimiento oceánico de los cuartos de hotel. ¿Qué ve muchos días antes de quedarse dormido en su torre de vigilancia? «Lo vulgar, gente defecando, haciendo zapping, roncando, afeitándose […] cosas demasiado tediosas para los reality shows de la actualidad».

Gerald Foos otorga al voyeur la categoría de psicólogo social, autorizado a llegar a conclusiones universales a partir de sus particulares observaciones. Por ejemplo: «La mayoría de la gente que va de vacaciones se pasa el día amargada […]. Las vacaciones sacan a la luz todas las angustias del ser humano y perpetúan las peores emociones». Nadie que se limite a observar la vida pública de la gente, sostiene Foos, pensaría que «su vida privada es un infierno de desdicha». Esta cara de las actividades del mirón lo deprime, lo vuelve misántropo, «incómodo en el mundo y la sociedad actuales». Pero sus aventuras de espía erotómano lo exaltan. De narrador en primera persona pasa a hablar de sí mismo en tercera persona, «el Voyeur», «Gerald», o los dos, «el Voyeur y Gerald», como si fueran dos, el hombre de negocios y el mirón: «Me sentía como si fuera dos personas distintas». Si el hotelero moralista se deprime, «el Voyeur se siente fuerte y valiente en el laboratorio de observación», dice Foos, que en su escondrijo disfruta de una «sensación de tremendo poder y euforia», y se carga de valor y energía para la vida diaria.

La lectura de los apuntes histórico-sexológicos de Gerald Foos me sugiere más un repertorio de clichés pornográficos que el registro fidedigno de experiencias reales. Creo que su diario-memoria trata menos de la vida sexual real que de las fantasías sexuales de una época. Empujado quizá por los momentos depresivos de su misión, se decidió alguna vez a intervenir en la vida íntima de sus personajes (de sus huéspedes, quiero decir), a la manera de un practicante del periodismo gonzo, ese tipo de periodista que, metiéndose en la historia que debe escribir, influye en su transcurso, evita, retarda o dispara los acontecimientos. Prueba a comunicarse por telepatía con una huésped, deja en un cajón una revista porno o un consolador (lo utilizarán el cincuenta por ciento de sus clientes, entre ellas una monja), corre la voz de que alguien cree haber olvidado en la habitación un maletín con mil dólares.

Esa «prueba de honestidad» sólo la superan un hombre y una mujer. El maletín, efectivamente en la habitación (lo ha puesto el mirón), cerrado, lo fuerzan todos los demás que pasan por el experimento: un teniente coronel del ejército, un clérigo, un abogado, un hombre de negocios, una pareja de trabajadores, un parado. Mi sensación de incredulidad aumenta cuando me cuentan que el 10 de noviembre de 1977, desde su plataforma de vigilancia, el Voyeur fue testigo del estrangulamiento de una mujer por un asunto de drogas desaparecidas (las había tirado al váter el doble moralista del mirón, que, sin embargo, no confesó haber presenciado el asesinato de la mujer, un enigma para la policía). Gay Talese aclara al final que la policía no tiene constancia de ningún crimen en el motel de Gerald Foos, pero sí del estrangulamiento de una mujer el 3 de noviembre, en un hotel a pocos kilómetros del motel del Voyeur, en circunstancias muy parecidas a las que Foos registró el 10 de noviembre. El caso apareció en la prensa. Así funcionan las fantasías.

En contradicción con el aburrimiento deprimente y la pasividad ante el televisor de sus huéspedes, o quizá para contrarrestarlos, el Voyeur alimenta la máquina sensacionalista de sus relatos con un suicidio con pistola, el fatal ataque cardíaco de un huésped de más de doscientos veinte kilos, cuyo cadáver hinchado post mortem no cabe por la puerta y hay que sacar por una ventana, y otro ataque mortal más, el de un masturbador en plena acción (recalcando los efectos de la rigidez cadavérica en el desgraciado), lo que el estudioso Foos llama «instancias de comportamiento humano desagradables o aterradoras», a las que suma la mención o descripción de otras posibles visiones fantásticas, que incluyen robo, incesto, bestialismo y violación.

El problema de El motel del voyeur es que Talese, desde el principio, y a lo largo de casi todo su libro-reportaje, cuenta el cuento de Gerald Foos sin percibir ningún síntoma de fantasía fabricada a partir de otras fantasías prefabricadas por la industria del entretenimiento. Si tachaba a Foos de «narrador inexacto y poco fiable» (como lo son los cazadores, diría yo), no dudaba en legitimarlo, citándose a sí mismo: «Casi todos los periodistas son incansables voyeurs que ven los defectos del mundo». Sólo cuando The Washington Post detectó incoherencias flagrantes en el relato de Foos, Talese reforzó la caracterización del protagonista de su relato-reportaje como «maestro del engaño», sin desmontar nunca la equiparación establecida desde el principio entre el periodista y el mirón.

La diferencia entre Talese y Foos sería moral: «La gente que yo observaba me había dado su consentimiento», dice Talese. Pero también es moral el argumento con que Foos se defiende: estaba en su motel y lo que hacía no afectaba a las personas que espiaba desde su mirador secreto. Foos parece atenerse a una interpretación peculiar del derecho a la intimidad: «Nunca había hecho daño a ninguno de sus huéspedes, puesto que ninguno había sido consciente de que los observaba», explica el propio Talese. Foos defendía a su manera la intimidad del prójimo: «Un huésped tiene derecho a la intimidad y jamás ha de saber que ha sido invadida». El veredicto de Gay Talese es rotundo: «Lo que estaba haciendo aquel hombre era completamente ilegal».

Se me ocurre que podría utilizarse un argumento kantiano para descalificar moralmente al protagonista de El hotel del voyeur: ¿no decía Kant que la potencia del deseo sexual hace que se trate a las personas, perversamente, como si fueran cosas, medios o instrumentos para la satisfacción de los propios deseos? El deseo primordial del mirón –satisfacer el gusto de espiar– prescindía radicalmente de lo que pudiera pensar o sentir la persona espiada. Pero, en defensa de Foos, yo alegaría que no trataba con personas, sino con sus propias fantasías.

Justo Navarro ha traducido a autores como F. Scott Fitzgerald, Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).

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