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La Biología como gnosis contemporánea

The Meaning of Human Existence

Edward O. Wilson

Nueva York, W. W. Norton, 2014

208 pp. $14.95

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Hace más de dos siglos, Kant dictaminó que se expulsara del camino seguro de la ciencia todo lo que no pudiera ser objeto de un saber estricto. Y tal ha venido haciéndose. Pero mantener esa disciplina de contención no resulta nada fácil, especialmente cuando se dan dos circunstancias muy singulares: la primera, el haber alcanzado los científicos de mucho renombre el sitial que se reserva a los auténticos sabios; la segunda, vivir en una época poco inclinada a aceptar que puedan existir preguntas que no tengan una respuesta bien fundada.

En efecto, toleramos mal la incertidumbre, sobre todo si se refiere a cuestiones importantes. ¿Cómo resistirse entonces a echar mano de viejas supercherías, hermoseadas con el brillo y aparato de saberes prestigiosos? ¿Cómo evitar la tentación de usar la ciencia, y en particular la Biología, para que nos diga más de lo que puede decirnos? El trabajo de Wilson no será, ni mucho menos, la última intentona en esa línea, ni tampoco la más desafortunada.

El caso es que Wilson comienza su ensayo sobre el significado de la existencia humana advirtiendo muy prontamente (en la página 12) que ha llegado el momento de unificar la ciencia y las humanidades. Es claro que Wilson se cree en posesión de claves sólidas, por lo común ignoradas por los humanistas, para intentar la armonización de estas dos áreas del conocimiento. La evolución orgánica ha precedido a nuestra propia evolución histórica, de modo que no resulta posible entender quiénes somos si no sabemos retroceder hasta los orígenes y atravesar todas las encrucijadas que nos separan del momento inicial. Los dos procesos evolutivos, el natural y el histórico, se anudan, y de este maridaje surge un concepto más rico de evolución. A la selección natural se añade, por tanto, otra que, sin dejar de ser natural, podría llamarse volicional (p. 14). El hombre, al comprenderse, ha de hacerlo en cuanto ente natural y, a la vez, específicamente humano. De hecho, ha llegado para él el momento en que podría convertirse en autor de su propia historia, después de haber sido sólo protagonista. Aunque Wilson no lo mencione, su obra parece obedecer al espíritu de un Hans JonasHans Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, trad. de Javier María Fernández Retnaga, Barcelona, Herder, 1995., para quien existe un supremo principio moral: actuar siempre de manera tal que los efectos de nuestra conducta resulten compatibles con una vida humana genuina. Wilson se abstiene por lo común de sermonearnos, pero es evidente que asume que las enseñanzas de la Biología evolucionista y, en especial, lo que hemos logrado saber en torno a la dialéctica entre evolución grupal y evolución individual, nos indican la forma de afrontar el futuro de manera plenamente consciente y responsable, para progresar no sólo en lo tecnológico, sino, sobre todo, en lo civilizatorio, social y moral.

Aunque la evolución nos ha hecho ser lo que somos de manera puramente casual (la indeleble marca de nuestro humilde origen a que se refirió Darwin en The Descent of Man), también nos ha puesto en condiciones de decidir qué queremos ser. Cabe, pues, considerar el alegato wilsoniano, y así lo hacen los autores que adornan la solapa del libro, desde Oliver Sacks, o Bill McKibben, al exvicepresidente estadounidense Al Gore, como un poderoso estímulo intelectual al servicio de un fin edificante: la idea es que la humanidad sea capaz de vivir en paz consigo misma y en armonía con la naturaleza entera. Tal fue, precisamente, el objetivo del gnosticismoEl término gnosticismo fue recuperado por el filósofo francés Raymond Ruyer (La Gnose de Princeton, París, Fayard, 1974) para describir un cierto espíritu soteriológico común en una serie de grupos de eminentes científicos contemporáneos., una filosofía que sostiene la necesidad, y la suficiencia, del conocimiento (de una gnosis) para alcanzar la salvación, una salvación que, en el caso de Wilson, no reviste en absoluto carácter religioso.

Wilson es un especialista mundialmente reconocido en insectos y, especialmente, en hormigas, un campo en el que él afirma haber descubierto unos centenares de nuevas especies sobradamente peculiares. No es, por tanto, raro que su pensamiento esté afectado por una tensión continua entre el elemento comunal e instintivo, que favorece la socialización y el progreso, el bien y la virtud, y la creación inteligente, la cual, pudiendo emanciparnos de la adscripción inerte al grupo e iluminarnos con el conocimiento verdadero, se halla abierta, sin embargo, al enorme riesgo del mal, si por tal hemos de entender, digamos, la individualidad excesiva. Wilson ha popularizado en la terminología científica la idea de que existen comunidades eusociales, aquellas que son capaces de sacrificar sistemáticamente a parte de sus individuos en aras del bien de la comunidad, un poco a la manera espartana. El estudio de esas sociedades ha permitido comprender algo mejor ciertos rasgos del comportamiento social humano, efecto de una peculiar competencia entre la selección individual, que promovería el pecado, y la selección de grupo, favorecedora de la virtud. Según nuestro autor (p. 29), la competencia entre grupos en un sistema de selección natural que opera en múltiples niveles, ha generado formas de conducta social avanzadas, específicamente aquellas que consideramos más propiamente humanas. Somos quimeras genéticas, perfectamente capaces de lo mejor y lo peor. La fuerza que nos ha emancipado de la conducta prehumana y nos ha llevado a lo que consideramos humano es la evolución multinivel y la preponderancia de la evolución de grupo, auténtico sujeto de esta aventura. Discutiendo estas cuestiones, Wilson rechaza con convicción las teorías pretenciosas con que autores como Richard Dawkins, que no sale bien parado en estas páginas, han pretendido explicar mejor lo que, según nuestro autor, está suficientemente claro.

Esta historia natural de nuestra condición social y moral está centrada, por tanto, en el conflicto. La tendencia instintivamente individual a disolver la sociedad ha sido rectificada por la tendencia contraria: un impulso generado por la selección de grupo que nos convertiría, si operara en solitario, en robots angélicos, el equivalente de una superhormiga (p. 33). No nos enfrentamos, por tanto, ni a un plan providencial, ni a una maquinación satánica. Se trata sólo de la tensión entre dos fuerzas selectivas contrapuestas, que han actuado sobre nuestra historia biológica. ¿Entonces? Lo que necesitamos es un esfuerzo por recuperar la unidad de inspiración racional que dio lugar a la Ilustración, aunque aspirando ahora a una nueva Ilustración, algo menos ingenua, aunque igualmente ambiciosa. La Ilustración nos hizo creer en la capacidad del conocimiento para enfilar una vida digna y mejor, para vivir más sabiamente. Hay que reanudar esa tradición, tratando de suturar el cisma que se ha abierto entre las dos culturas, un cisma basado en equívocos y que puede ser resuelto profundizando en la comprensión de nuestros orígenes. Esta comprensión nos hará valorar con más justeza nuestra historia cultural y biológica.

Wilson no se recata de usar la expresión especie escogida para referirse a la humanidad. Ahora bien, ¿escogida para qué? En una de las primeras páginas de este libro establece un paralelo entre la tela cazadora de la araña y el cerebro humano. ¿Cuál es la función última de éste? ¿Cómo puede saberse aquello de que es capaz? Aparece aquí con toda claridad la idea de que es la evolución cultural, enteramente dirigida por nuestros cerebros, la que puede obrar sobre la evolución natural (la cual, a su vez, influye sobre la cultural). Este es nuestro principal tesoro y nuestra marca más distintiva: vemos la realidad a través de símbolos, y, al representárnosla, también la cambiamos o, si se prefiere, la humanizamos. Wilson llega a sugerir, incluso, que el crecimiento de la ciencia, precisamente por lo que tiene de automático, está a punto de dejar de ser un factor decisivo de progreso. Pesarán más las humanidades, capaces de proporcionar un potencial de cambio y de mejora prácticamente infinito.

No quiere decir esto que hayamos llegado a fronteras insuperables en nuestro conocimiento. En absoluto. Wilson da por hecho que en las próximas décadas conoceremos con cierta precisión la naturaleza física de la conciencia, determinaremos con exactitud cómo ha sido el origen de la vida y podremos modificar el genoma cuando pensemos que deba hacerse por razones médicas, además de que tengamos robots eficaces y limpios que nos releven de muchas obligaciones tediosas. No es poco, pues, lo que sabremos y todavía no sabemos, y lo que queda por conseguir. Lo decisivo, sin embargo, es que tendremos que tomar decisiones frente a dilemas que nuestros pensadores políticos apenas se atreven a imaginar. Wilson atisba riesgos nada pequeños de ruptura con la condición humana que hemos heredado y apuesta por lo que llama un conservadurismo existencial (existential conservatism, p. 60). Para esclarecer un poco estas cuestiones a la luz de lo que nos enseña la biología evolutiva, Wilson se pregunta cuál es la fuerza que ha determinado el origen de la sociabilidad humana. Su respuesta es la que ya se ha dicho: esa fuerza es la que está detrás de grupos que comparten un conocimiento personal e íntimo. En ello reside el ápice de la condición humana, lo que nos ha permitido convertirnos en la primera especie dominante en la historia de la Tierra. Wilson afirma que esa cohesión grupal no se debe simplemente a nuestra superioridad intelectual. Y, para que entendamos mejor su punto de vista, nos propone comparar nuestra especie con el resto de las que pueblan nuestro mundo, y también con las que, concebiblemente, puedan habitar otros.

Lo primero que llama la atención es que no nos valemos del sistema de comunicación común a la mayoría de las especies terrestres, lo que Wilson llama el mundo de las feromonas. Nosotros nos hemos visto confinados a un mundo visual y auditivo, pero eso, y unos cuantos detalles más, nuestro buen tamaño entre otros, nos ha ayudado a desarrollar el cerebro intelectual, a crear el universo simbólico que nos ha traído el progreso. Las hormigas son, por el contrario, los organismos mejor adaptados a la orientación feromonal. Tal es el motivo de que de que sea inútil buscar en ellas y en las bases instintivas de su sociabilidad una orientación moral.

Wilson dedica un par de capítulos a explicar cómo puede imaginarse la vida en los exosistemas y cuáles son las razones por las que no habría que temer una invasión mortífera desde el exterior, basándose en el biempensante supuesto de que quienes hayan tenido la capacidad de atravesar las galaxias habrán desarrollado la moralidad y la tecnología suficientes para evitar la destrucción de un biosistema planetario. Esperemos que así sea, aunque esa idea no sea la más común en los relatos de ciencia ficción con que tratamos de apuntalar nuestra debilitada identidad humana. Estas reflexiones conducen a Wilson a considerar el riesgo de que se produzca un colapso de la biodiversidad terrenal. No es demasiado difícil anticipar que nuestro autor acabará encontrando en el empeño por preservar esa biodiversidad el más noble de los fines de la criatura humana. En efecto, los humanos estamos en condiciones de evitar los efectos destructores de los agentes HIPPO (Hábitats deteriorados, especies Invasivas, Polución, crecimiento de la Población, sObreexplotación). La cuestión estaría no sólo en neutralizarlos, por la cuenta que nos trae, sino, dando un salto hacia arriba, proceder también a la preservación del mundo natural en su integridad.

A renglón seguido, Wilson da un paso atrás para combatir los errores intelectuales (los ídolos falsos, en el sentido baconiano) que pueden poner su propuesta en peligro. Primer error: el intento de explicarse la conducta humana mediante razones meramente culturales, ignorando el peso de nuestro origen biológico. Se trata de una tendencia que ha conocido momentos de mayor predominio que los actuales, pero mientras no quede suficientemente claro cuál es el fundamento evolutivo de nuestras preferencias y cómo han ido formándose estas, siempre cabrá un cierto retorno a especulaciones arbitrarias y confusas sobre nuestro comportamiento. Al culturalismo excesivo y mal entendido se añade la amenaza potencial de la religión. Wilson considera que el origen de las emociones religiosas está relacionado con el de los ritos y melodías primitivos; todos responden a las características más hondas de nuestro cableado cerebral, o al menos eso afirma una disciplina relativamente joven que Wilson describe como la neurociencia de la religión, la cual investiga, entre otras cosas, por qué el instinto religioso ha sobrevivido sin problemas al transcurso de los milenios. No puede negarse, intima Wilson, que la religión se ha hecho al tiempo que nuestro cerebro, y que hay algo profundamente enraizado en nuestra naturaleza biológica que nos mueve a preguntarnos por lo Absoluto y por nuestra relación con lo divino. El problema surge al constatar que la religiosidad conlleva dos clases de dificultades aparentemente insuperables. En primer lugar, la religiosidad ha estado frecuentemente unida al sufrimiento y a la violencia, cosa que, como es obvio, sigue ocurriendo incluso hoy día. La religiosidad le parece a Wilson difícilmente separable del tribalismo, una especie de eje del mal de nuestra evolución biológica. Pero, en segundo lugar, la religión da lugar a paradojas insolubles que nos remiten a la reflexión de Kierkegaard sobre la Paradoja Absoluta, una paradoja que no tiene solución porque, según Wilson, no hay nada que resolver. En consecuencia, no hay que preocuparse ni de Dios ni de nuestra relación con Él. Hemos de limitarnos a admitir el papel que la creencia religiosa ha desempeñado en nuestra evolución cultural para hacernos llegar al pináculo de la biosfera, así como el consuelo que ha procurado a muchos; pero ello no ha de hacernos olvidar que aquí estamos solos, que podemos actuar con libertad, y que lo mejor es que nos desprendamos de los tribalismos y demonios que tanto nos han dado que hacer.

Pero, ¿podemos actuar con libertad? ¿Es que acaso somos libres, en el sentido que sea? Wilson consagra todo un capítulo a esta cuestión y, de nuevo, se siente eximido de escuchar los argumentos de los filósofos, ya que piensa que su inocencia biológica les ha condenado a una cierta irrelevancia, a no llegar a ninguna parte (condescendencias intermitentes atenúan la dureza de este fallo). Daniel Dennett y Patricia Churchland salen mejor parados. Wilson los eleva a los altares por su supuesta habilidad para aprender de la neurociencia el modo de evitar los trabalenguas que habían estragado la filosofía de la mente.

¿En qué consiste, volviendo a la pregunta anterior, la libertad wilsoniana? ¿Y para qué sirve? Wilson recuerda que ya Darwin advirtió que la mente no es una fortaleza que pueda ser tomada por asalto y a la primera, de forma que procede de manera bastante circunspecta, aunque sin renunciar a su objetivo final. Cree que la capacidad para explicar la conciencia, y, por tanto, la libertad, que tendrá seguramente la misma base material, seguirá siendo limitado, aunque avanzará de manera significativa en el corto plazo. El asalto directo a la fortaleza mental que Darwin consideraba imprudente está llevándose a cabo mediante el proyecto BAM (Brain Activity Map), fuertemente impulsado por Obama. Por mucho que el BAM no termine de convencer a los neurocientíficos, Wilson identifica varios motivos para ser optimista. El primero es que la emergencia de la conciencia ha sido gradual durante la evolución; el segundo es que podemos identificar fenómenos biológicos emergentes que son concomitantes con la actividad de la conciencia; el tercero es la notable estrechez de los márgenes físicos entre los que se mueve la capacidad de percepción humana, consistiendo el cuarto motivo para el optimismo en el hecho de que las mentes humanas necesitan un fuerte nivel de confabulación, contarse historias, compartir un alto volumen de información, para poder funcionar en sus niveles más exigentes de capacidad. Se supone que investigar estos supuestos acabará por arrojar suficiente luz sobre el hecho innegable de que el yo, por más que se imagine independiente de los escenarios en que se mueve, es parte inseparable de la anatomía y la fisiología del cuerpo.

Edward O. Wilson no se ha visto llevado a estas ideas como consecuencia de los progresos en el BAM o por cualquier otra clase de novedades más o menos recientes. Se trata de viejas convicciones que ya aparecían con toda nitidez en un libro suyo de hace más de treinta años: «la mente será explicada, con precisión creciente, como un epifenómeno de la máquina neuronal del cerebro. Esta maquinaria a su vez es un producto de la evolución genética a través de la acción de la selección natural» (Sobre la naturaleza humana, trad. de Mayo Antonio Sánchez, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, p. 271). Lo que añade ahora es que el hecho de que la mente individual no sea completamente descriptible constituye «una afortunada circunstancia darwiniana». La libertad existe no tanto porque sea una realidad bien constatable como por el hecho de que creer en ella es necesario para sentirse bien y para lograr una perpetuación de la especie a la altura de nuestras posibilidades.

Volvemos, pues, al futuro del hombre y al significado de nuestra existencia. Wilson consagra las últimas quince páginas de este libro a sus más inspiradas pretensiones. El comienzo es en Do mayor: la historia de nuestra especie nos muestra que la ciencia nos permite prescindir de las arcaicas visiones empapadas de religión y de ideología. Ahora sabemos que estamos solos y también que somos libres, que hemos podido liberarnos de tutelas inexistentes. Podemos, por tanto, analizar la etiología de las creencias irracionales que nos han hecho dividirnos, pelear, morir sin necesidad, y estamos en condiciones de afrontar el verdadero objetivo de nuestra existencia, lograr la unidad de la especie humana. Se trata de una epopeya que comenzó con la evolución biológica y con la prehistoria y que ahora estamos en condiciones de completar no sólo para la felicidad de nuestra especie, sino para la armonía de la vida sobre la Tierra en su conjunto.

Wilson distingue entre la existencia humana, que puede ser esclarecida por la ciencia, y la condición humana, que estamos en condiciones de modificar, mejorar y consagrar. Hemos venido al mundo por un azar, pero podemos convertirnos en el alma del planeta, aunque también estamos en condiciones de destruirlo mediante una guerra nuclear o el deterioro indefinido del clima y el ambiente natural. Estamos ahora en condiciones de escoger y debemos hacerlo, porque podemos hacer con la Tierra lo que se nos antoje. Para conseguirlo plenamente hemos de acabar con mitos deletéreos, con el creacionismo y con otros parásitos culturales similares que pretenden que prefiramos la fe en lo que no vemos a la evidencia innegable y aun así negada, pero para conseguir eso de manera plenamente satisfactoria tenemos que esforzarnos por lograr la preterida unión entre las humanidades y la ciencia. Estas representan el alma de nuestra especie, pero precisan de aquella, o, si se prefiere, deben ser compatibles con la ciencia. Sólo entonces nos daremos formas de vida cultural eficaces. ¿Y si conseguir esto exigiese acogerse a una nueva especie de fascismo, cientificista y autoritario? Wilson no contempla esta posibilidad, o, mejor, la excluye.

Wilson ha desplegado en este libro un discurso atractivo, brillante y con pretensiones de equilibrio, con esa sabiduría que sólo dan los muchos años de polémica y búsqueda. Hay un dicho que afirma que las buenas novelas nos dicen mucho acerca de nosotros, mientras que las malas nos dicen mucho acerca de su autor. En el caso de este libro, el dicho rige sólo a medias. Aunque Wilson ha escrito un buen ensayo, dice en él mucho sobre sí mismo, y no sólo sobre sí mismo, sino sobre ese amplio grupo de pensadores que llevan tiempo intentando conciliar cuanto les parece bueno y atractivo. Se trata, a mi parecer, del empeño progresista de los liberales norteamericanos por lograr una síntesis entre la democracia política, la buena ciencia, el progresismo moral, el liberalismo religioso, el monismo metafísico, el ambientalismo y cuanto etcétera pueda añadirse a esta lista de piadosos y sofisticados deseos. La viabilidad de la síntesis no se examina con escrúpulo, o, sencillamente, se da por supuesta.

La cuestión está en cuáles hayan de ser exactamente los muertos que se alancean, pues muchos de ellos gozan, fuera de esos exquisitos ambientes, de una salud excelente. Tal ocurre, y es sólo un caso, con expresiones contemporáneas de la religión que nada tienen que ver con los tribalismos. Recurrir a la Biología, ciencia de la vida, para resolver las grandes cuestiones de la vida, entra, si se quiere, dentro de lo razonable. El punctum dolens, una duda de fondo que sospecho preocupará menos a los bioquímicos pero que molesta bastante a los biólogos evolucionistas como Wilson, está precisamente en la desproporción entre las aspiraciones y el utillaje utilizado. Hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que sospecha tu filosofía, le dijo Hamlet a Horacio, y esa es la crítica de fondo que puede hacerse a una gnosis como la wilsoniana, la cual, frecuentemente, es poco respetuosa con las logical niceties de las que hablaba William Kneale a propósito de los filósofos materialistas. La Biología evolucionista tiene la lógica pretensión de extender su capacidad explicativa a un buen número de cuestiones y Wilson hace buen uso de esa prerrogativa, pero quienes no estén conformes con la suficiencia de este tipo de explicaciones pueden recurrir a dos tipos de objeciones obvias. Uno: no siempre que se parte de la ciencia se llega a la verdad completa, por mucho que ello pese a algunos, Wilson entre otros. Cabe, en otras palabras, distinguir la ciencia de la gnosis. En segundo lugar, y sin discrepar de la intención de fondo, pueden localizarse, en diversas etapas del argumento wilsoniano, saltos injustificados en la trama fina del discurso. La ciencia da mucho de sí. Wilson, sin duda, es un biólogo importante, pero su prontuario de verdades llega menos lejos de lo que pretende.

José Luis González Quirós es profesor de Filosofía en la Universidad Rey Juan Carlos. Su último libro publicado es La comprensión de la vida humana. Historia, ciencia y libertad (Madrid, Noesis, 2014).

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