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Bond por Boyd

Solo

William Boyd

Madrid, Alfaguara, 2013

Trad. de Susana Rodríguez-Vida

336 pp. 18,50 €

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Las novelas fallidas parecen estar recorridas por un extraño silencio. Uno lee y lee y no nota nada fuera de lugar, y quizás incluso puede llegar a pensar que el libro está bien, que funciona, que es interesante, pero poco a poco el silencio va diciéndonos que algo raro sucede en el mundo imaginario. No suenan las cosas, no se oye un fragor al fondo de voces y de automóviles, de viento y de insectos. Un autor con experiencia puede hacer aparecer ciertas imágenes en el ojo de la imaginación y hacernos creer que esa sucesión de desvaídas postales son, en realidad, una película. Puede hacerlo durante un cierto tiempo, y eso teniendo en cuenta que nuestro ojo imaginativo necesita relativamente poco para ser excitado y ponerse a crear entornos, sombras y rostros. Pero el sonido es otra cosa. Los perfumes, los olores, el sabor, la sensación de tacto son ya milagros al alcance de pocos. Pero el sonido es también un milagro. Los libros sólo suenan cuando tienen verdad en ellos: los que son sólo palabras pueden llegar a verse un poco, pero son terriblemente silenciosos. Como este Solo en el que William Boyd, un autor de sobrada experiencia, se ha propuesto reutilizar el héroe de Ian Fleming, el célebre James Bond, en una nueva aventura. Leemos y no se oye nada. En Londres no se oye el chirrido de los taxis, ni en África el chillido de los pájaros. Algo raro sucede aquí.

Pero, ¿por qué fracasa el James Bond de William Boyd? En principio porque da la impresión de que Boyd, al contrario que todos nosotros, no ha entendido quién es James Bond, qué tipo de cosas es capaz de hacer y por qué resulta tan rabiosamente atractivo. La aventura de Boyd sigue, más o menos, la típica estructura a la que estamos tan acostumbrados: prólogo, visita a los jefazos, diálogo con Monny Penny, conversación con M, visita a los laboratorios donde le entregan algún gadget de tecnología punta (en este caso unos polvos insípidos e indetectables que pueden ponerse en cualquier bebida y dejan en coma a quien los ingiere), misión en país exótico, mujeres bellas, villanos brutales, peligros, disparos, etc. Boyd, con muy buen criterio, no ha querido cambiar las leyes del mundo de James Bond, pero lo que sorprende es que las haya acatado todas con tanta docilidad y que haya tenido tan poco que añadir a las muchas variaciones de estos mismos motivos que ya conocíamos.

El hecho es que Boyd acata todas las reglas del juego de James Bond, pero lo hace como con desgana, sin inspiración, sin brillantez. Da la impresión de que el juego le fascinó en un principio, pero que esa fascinación desapareció enseguida para ya no volver. No es este un James Bond más literario en ningún sentido de la palabra que el que ya conocíamos, ni tampoco más existencial, ni más melancólico, ni más realista. Las últimas entregas cinematográficas, protagonizadas por Daniel Craig, ya se habían adentrado por una vertiente más dura y «realista» (digámoslo así) que las amables fantasías del más grande de los James Bond, y también el más vilipendiado y ridiculizado, Roger Moore. Un aire de tragedia y de melancolía atraviesa Casino Royale, donde Eva Green, la mujer de los bellos ojos, se transforma en sirena, y la estupenda Skyfall, con sus impresionantes ciudades derruidas y sus páramos escoceses cubiertos de líquenes dorados. Frente a estos excesos de la desolación y de la pérdida, el Solo de Boyd parece poca cosa.

James Bond es enviado a África para parar una guerra entre dos naciones, o dos mitades de una nación, que luchan por unos pozos de petróleo. Boyd ha elegido este terreno exótico por obvias razones, ya que África es el territorio que mejor conoce y aquel en el que se mueve con más comodidad. Pero el resultado no es el esperado. Su África no es vibrante y terrorífica. Boyd nació en África y vivió allí durante su infancia, por lo que el continente negro debe de resultar para él algo cotidiano y conocido. Si esperaba que el conocimiento del terreno le ayudara a crear paisajes y personajes creíbles, el resultado ha sido el contrario. Las aventuras de Bond en África son tan claras y simples como las de Tintín en el Congo. El tiroteo junto a la carretera, el paseo por la selva, el poblado lleno de seres moribundos, no resultan emocionantes y ni siquiera nos asustan un poco. James Bond se ve abandonado en mitad de la naturaleza, pero encuentra una papaya que le salva la vida. No es romántica una papaya.

El problema es visible ya al principio del libro. Comienza con James Bond soñando. «James Bond estaba soñando», dice la primera frase. Está soñando con la Guerra Mundial, con el desembarco de Normandía en que él mismo participó. Bond se encuentra en la habitación de un lujoso hotel de Londres. Se ducha, se viste y se prepara para bajar a desayunar. En el ascensor coincide con una mujer bella y elegante que le da los buenos días. Él contesta «buenos días», nos dice Boyd, «automáticamente». A continuación, la mujer le felicita por su cumpleaños. Bond le pregunta sobresaltado, e intentando que la sorpresa no se le note en la voz, que cómo sabe que es su cumpleaños. La mujer le dice que le ha observado la noche anterior y que le pareció evidente que estaba celebrando algo.

Pero, ¿es éste realmente James Bond? ¿Este hombrecillo asustado e inseguro que contesta «automáticamente» al «buenos días» de una mujer hermosa, y que en vez de hacer observaciones ingeniosas y fascinantes se deja sorprender como un niño por las dotes de observación de la mujer, cuyos senos «turgentes» mira apreciativamente, es realmente 007? Nunca me ha parecido James Bond de los que hacen las cosas automáticamente, de los que se dejan sorprender, de los que son tan previsibles que cualquiera que esté en un bar se imagina qué está haciendo allí y de los que lanzan miraditas a los escotes de las mujeres.

Lo cierto es que la falta de encanto, de malicia, de ingenio, de simpatía y de glamour del personaje resultan casi llamativas. Cuando conoce a una muchacha llamada Blessing, la boca de Bond se abre y suelta esta inmensa chorrada: «Espero que no seas una blessing in disguise» (una «bendición disfrazada», expresión inglesa que podríamos traducir por «no hay mal que por bien no venga»). Ella, como era de esperar, le dice que ha oído mil veces el chiste. Pero ¿qué es lo que pretende Boyd? ¿Hacer que su personaje sea un poco tonto al estilo Roger Moore? James Bond se hace pasar por un periodista de France Presse, pero prepara tan mal y tan chapuceramente su personalidad falsa que en cuanto se encuentra con los otros periodistas y le hacen preguntas sobre colegas de su agencia, no sabe cómo salir del paso. ¿Cómo un agente secreto experimentado no conoce ni siquiera el nombre del director de la agencia de noticias en la que finge trabajar? ¡Este hombre parece tonto!

La misión de Bond consiste en eliminar, de algún modo, a un líder africano que está creando una guerra civil en un país imaginario. Le dicen que el líder no concede entrevistas y que se pasa el día encerrado en su cuartel general, y Bond se dice desalentado que tendrá que abandonar la misión, ya que el cuartel general está muy vigilado y es imposible burlar las medidas de seguridad. Sí, todo esto suena muy lógico y es lo que pensaríamos usted y yo si estuviéramos en su situación. Pero ¿no debería James Bond, precisamente James Bond, realizar hazañas arriesgadas, peligrosas y casi imposibles? ¿Qué son unos cuantos mercenarios con Kaláshnikovs y unos muros con alambre espinoso para el legendario 007?

La novela se lee bien. William Boyd es un autor con experiencia, y no dudo de que habrá lectores que incluso encuentren en las páginas de esta novela una moderada cantidad de entretenimiento. Pero creo que una cantidad bastante moderada.

Andrés Ibáñez es escritor. Sus últimos libros son El perfume del cardamomo (Madrid, Impedimenta, 2008), Memorias de un hombre de madera (Palencia, Menoscuarto, 2009), La lluvia de los inocentes (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012) y Brilla, mar del Edén (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014).

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Ficha técnica

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