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Las dos caras de Le Corbusier

Vida y obra de Le Corbusier

Jean-Louis Cohen

Barcelona, Gustavo Gili, 2018

Trad. de Susana Landrove Bossut

240 pp. 35 €

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Italo Calvino definió lo clásico como aquello que no acaba nunca de decirlo todo, aquello que cada generación exprime para sacarle un jugo diferente. La cita vale en general para todas las disciplinas artísticas y, en particular, para Charles-Édouard Jeanneret-Gris, Le Corbusier, homme de lettres, pintor y gran clásico de la arquitectura del siglo XX.

Le Corbusier es un clásico porque el imaginario común ha llegado a asociar su imagen de hombre escurridizo con gafas redondas –«objeto móvil bajo un bombín», según lo definió en su día Fernand Léger– a la arquitectura moderna, y esto es de por sí el mayor de los triunfos para un arquitecto al que siempre le importó la opinión del público. Pero, sobre todo, Le Corbusier es un clásico porque su obra sigue estando abierta, como lo están, a su manera, la Ilíada, Guerra y paz o, sobre todo, el Quijote, el libro de cabecera que el arquitecto encuadernó con la piel de su perro preferido. A diferencia de la de otros artífices olvidados o, como mucho, cristalizados en la gloria parcial de los manuales, la obra de Le Corbusier aún importa y, si sigue importando, es porque, en lugar de agotarse en una única interpretación, se ha desplegado por los meandros que en su discurrir van dejando los contradictorios ríos de la historia.

No es sólo que cada época haya tenido su Le Corbusier: es que en cada época han llegado a convivir varios Le Corbusier muy diferentes, incluso opuestos, clonación que puede explicarse por la riqueza de la obra del maestro, pero que se debe asimismo al hecho de que Le Corbusier construyó su personaje con una calculada ambigüedad que le hacía blasonar de adalid del espíritu maquinista del siglo XX al tiempo que le llevaba a defender la primacía intemporal de la pasión sobre la razón, la primacía del arte sobre el mero cálculo funcionalista. Desde el principio, el problema fue que esta ambigüedad no quiso ser asumida –o simplemente percibida– ni por sus admiradores ni por sus detractores. Por sus admiradores, porque no encajaba bien en el relato heroico del artista comprometido con el Zeitgeist, tal y como lo presentó Sigfried Giedion en su mítico Espacio, tiempo y arquitectura. Y por sus detractores, porque desligaba a Le Corbusier de esa direccionalidad fría, aséptica y mecanicista tan detestada por sus críticos, desde historiadores sensatos como Henri Focillon –que desdeñaba la simplificación racionalista– hasta artistas desaforados como Salvador Dalí –que acuñó el adjetivo «corbuprotestante»– o Marcel Duchamp, que diagnosticó, simplemente, que el del suizo era un caso de «menopausia masculina precoz sublimada en coito mental».

El propio Le Corbusier contribuyó a los gloriosos malentendidos acerca de su obra también a través de sus numerosos cambios de intereses y estilos. Sobre todo en la década de 1950, cuando, convertido ya en un maestro indiscutible, suavizó su culto al ángulo recto para explorar las formas de la naturaleza y entregarse a la plástica exuberante de la Capilla de Ronchamp y otros edificios que descolocaron a la legión de discípulos y admiradores, afanados por entonces en copiar las villas maquinistas, rectilíneas e inmaculadamente blancas que hasta ese momento habían definido el lenguaje del maestro. Así, las décadas de 1950 y 1960 –las de mayor éxito profesional de Le Corbusier– fueron también las de mayor confusión sobre su obra, que unos seguían como modelo de la industrialización que necesitaban las ciudades europeas tras la Segunda Guerra Mundial, y que otros vieron, por el contrario, como el mejor ejemplo de la renovación organicista que pedía la arquitectura. La obra de Le Corbusier llegó así a significar cosas opuestas –la continuidad racionalista del Movimiento Moderno y su superación artística–, de modo que, a la muerte del arquitecto en 1965, su figura concitaba elogios y vituperios que, en realidad, escondían una común incomprensión.

No deja de resultar paradójico, en este sentido, que la primera monografía que supo dar cuenta de la complejidad y riqueza del personaje (Le Corbusier. Elemente einer Synthese, de Stanislaus von Moos) se publicara muy tarde, en 1968, durante los años de oro del tecnomaquinismo pop y a las puertas de la posmodernidad, es decir, justo en el período de la mayor declinación del Le Corbusier purista y blanco, que fue atacado por igual por los jipis tecnocráticos y los conservadores nostálgicos. Los primeros porque, como Reyner Banham, creían que Le Corbusier, en su culto a la composición y al arte, no había sido lo suficientemente maquinista; los segundos, porque lo había sido demasiado, en cuanto vocero de la tabula rasa y la negación de la historia. Así y todo, ni siquiera durante los años de plomo de la década de 1970, Le Corbusier dejó de tener seguidores: en Estados Unidos lo reivindicaron los Five Architects liderados por Richard Meier y Peter Eisenman, que vieron en el purismo geométrico una ocasión para defender la autonomía formal de la arquitectura; y en Europa lo reinterpretaron Álvaro Siza y quienes, como él, hicieron del purismo el detonante de su pasión por las formas refinadas y escultóricas.

La figura de Le Corbusier salió de esta última crisis convertido en un objeto de culto. Se lo han rendido no sólo los profesionales y una parte del público general, sino, sobre todo, los historiadores, que han hallado en el legado del arquitecto y pintor una cantera inagotable de materiales. El mérito de este culto historiográfico es, por supuesto, de la Fundación Le Corbusier y su exitosa política de divulgación y propaganda, aunque en último término nos vemos remitidos, una vez más, al propio maestro, que de una manera en verdad maníaca fue atesorando a lo largo de su vida todo aquello que, de un modo u otro, tuviera que ver con su persona y obra. Así, las pilas de croquis, fotografías, recortes, facturas, billetes de ferrocarril, barco y avión, recibos de lavandería, cartas, telegramas, separatas, memorias, revistas y libros atesorados en la Fundación Le Corbusier han sido la base de los muchos artículos, reseñas, ponencias, estudios y monografías que se han publicado en los últimos años sobre un arquitecto devenido ya en verdadera industrial cultural.

La industria historiográfica ha mitificado a Le Corbusier, pero a cambio ha sido capaz de hacer aflorar importantes facetas de su obra, antes desconocidas. Muchos han sido los protagonistas de este empeño: H. Allen Brooks exploró la educación sentimental del maestro en Le Corbusier’s Formative Years; Beatriz Colomina, en Privacy and Publicity. Modern Architecture as Mass Media, comenzó a indagar en su relación fructífera con los medios de comunicación; Tim Benton continuó en esta línea, y en Le Corbusier, Secret Photographer y The Rhetoric of Modernism. Le Corbusier as a Lecturer, presentó a un artista de ojo infalible y a un gran conferenciante. Perspectiva que amplió M. Christine Boyer en su Le Corbusier, homme de lettres, dedicado a la faceta intelectual del autor de Vers une architecture. A todo ello cabe sumar otras aproximaciones complementarias, desde las más formalistas, como la de William J. R. Curtis y su clásico Le Corbusier. Ideas and Forms, hasta la materialista de Roberto Gargiani y su Le Corbusier. Béton Brut and Ineffable Space, 1940-1965. Surface Materials and Psychophysiology of Vision, pasando por la miríada de monografías que en todo el mundo se han publicado sobre los edificios más emblemáticos del autor de la Villa Savoye, así como por las recurrentes traducciones y ediciones críticas de los muchos libros a cuya escritura se dedicó compulsivamente el arquitecto.

Es probable que esta pléyade de enfoques, mirada con cierta perspectiva, componga una imagen ajustada de Le Corbusier, pero el riesgo es que, con la concurrencia de tantos eruditos, la figura del artífice de Ronchamp pueda acabar resultando inasequible al público no especializado. Evitarlo es precisamente el propósito de Vida y obra de Le Corbusier, publicado en español por Gustavo Gili, y que se presenta como un libro manejable y bellamente editado en el que fotografías y textos se combinan para dibujar un mosaico cuyas teselas son breves episodios lecorbusieranos. Su autor, Jean-Louis Cohen, mandarín de la cultura francesa, es uno de los mayores especialistas en el maestro, a quien ha consagrado libros importantes como Le Corbusier Le Grand (una enciclopedia visual que compendió lo mejor del archivo de la Fundación Le Corbusier) o Le Corbusier. An Atlas of Modern Landscapes (una aproximación a la mirada contextual del arquitecto), aunque en este volumen haya evitado el enfoque detallado del especialista para ofrecer un ajustado panorama general.

No por previsible, la estructura del libro resulta menos eficaz. Dedicados a temas diversos (lugares, personas, obras, conceptos), setenta y cinco textos, acompañados por fotografías y planos originales, se agrupan en ocho períodos dispuestos en un riguroso orden cronológico que permite hacerse una idea cabal de la sucesión de intereses y peripecias que jalonaron la vida de Le Corbusier. Acotada, de un lado, por La Chaux-de-Fonds (la ciudad relojera donde el protagonista nació el 6 de octubre de 1887), y, del otro, por el mar Mediterráneo (donde se ahogó el 27 de agosto de 1965), la historia describe las primeras influencias del joven Jeanneret; narra el grand tour de Occidente a Oriente que cambiaría su modo de entender la arquitectura; dibuja el París de la década de 1920 en el que Jeanneret pasaría a ser, ya para siempre, Le Corbusier, y donde construiría sus primeras obras maestras; esclarece la red de contactos que el maestro supo crear en Europa y Latinoamérica; ilustra su primer período de gloria en la década de 1940, cuando le encargan la Unidad de Habitación de Marsella y fracasa en la ONU de Nueva York; analiza sus grandes obras en la India y su viraje hacia el organicismo en Ronchamp; y, finalmente, presenta sus últimos proyectos en Firminy, Cambridge y Venecia, convertido ya en una especie de mito viviente.

Apenas nada se queda fuera de la perspectiva precisa de Cohen, que, por otro lado, y buscando evitar malentendidos, cede la palabra a Le Corbusier a través de citas profusas y cuidadosamente elegidas. Así y todo, no deja de haber aspectos en los que la información dada al lector, sin ser en ningún momento inadecuada, resulta incompleta. Por ejemplo: es poco probable que alguien que no haya leído con detalle un libro capital como Vers une architecture pueda hacerse una idea cabal de las tesis, fundamentales en su época, que Le Corbusier dedicó a las máquinas. Al lector tampoco le quedarán demasiado claras las ideas políticas del arquitecto, una cuestión espinosa y quizá anecdótica, pero que resulta extraño no ver recogida en este libro si se tienen en cuenta las polémicas casi sangrientas que, a raíz de la publicación de algunos libros en Francia con ocasión del quincuagésimo aniversario de la muerte de Le Corbusier, enfrentaron a quienes ven en el maestro un antisemita y un fascista más o menos solapado con quienes, como el propio Cohen, hacen de su presunto totalitarismo un asunto oportunista, contradictorio y, por tanto, menor.

Más allá de estos detalles, Vida y obra de Le Corbusier es un libro solvente y ameno, cuyo principal mérito está en ofrecer una mirada panóptica del personaje sin caer en la hagiografía, urdiendo para ello una trama de referencias diversas y cruzadas que, en último término, hacen justicia al rasgo más singular del arquitecto: la tensión tozuda y fructífera entre el gusto por el examen subjetivo y el compromiso de entender y cambiar el mundo que nos rodea.

Eduardo Prieto es arquitecto y filósofo. Sus últimos libros son La arquitectura de la ciudad global. Redes, no-lugares, naturaleza (Madrid, Biblioteca Nueva/Siglo XXI, 2011), La ley del reloj. Arquitectura, máquinas y cultura moderna (Madrid, Cátedra, 2016) y La vida de la materia. Ensayo sobre el inconsciente del arte y la arquitectura (Madrid, Ediciones Asimétricas, 2017).

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