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Alta Filosofía Natural

Si seguimos soportando algunas taras ideológicas, es porque funcionan como prejuicios queridos que merman nuestra agudeza, pero tal vez nos ayudan a vivir. Entre estas taras, una de las más llevaderas es el «naturalismo», es decir, la creencia en que «eso-verde-que-está-ahí-fuera» resulta ser radicalmente distinto de nosotros y mejor que nosotros: un mundo armónico y sometido a sus propias leyes, pero que hace las veces de pantalla donde proyectamos nuestros deseos insatisfechos y nuestros delirios.

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El aura del tiempo

El historiador del arte Alois Riegl ya lo supo ver hace cien años: el culto a los monumentos es un rasgo moderno, y quizás el más paradójico. Alimentado en la fascinación por el futuro, el siglo xx no ha sabido sustraerse al ensalmo del pasado, y la consecuencia es la actitud esquizofrénica de nuestro tiempo, que, por un lado, se entrega a la devoción de los fetiches tecnológicos y, por el otro, venera, quizá como ninguna otra época, la memoria. Esta esquizofrenia afecta también al modo en que nos enfrentamos al propio pasado: la conservación respetuosa, a veces supersticiosa, de los objetos, los edificios y las ciudades legados por el tiempo no parece tener empacho en convivir con la destrucción de aquella parte de la historia que resulta indecorosa en términos ideológicos, como si la historia pudiera ser unas veces madre y otras madrastra.

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Las dos caras de Le Corbusier

Italo Calvino definió lo clásico como aquello que no acaba nunca de decirlo todo, aquello que cada generación exprime para sacarle un jugo diferente. La cita vale en general para todas las disciplinas artísticas y, en particular, para Charles-Édouard Jeanneret-Gris, Le Corbusier, homme de lettres, pintor y gran clásico de la arquitectura del siglo XX.

Le Corbusier es un clásico porque el imaginario común ha llegado a asociar su imagen de hombre escurridizo con gafas redondas –«objeto móvil bajo un bombín», según lo definió en su día Fernand Léger– a la arquitectura moderna, y esto es de por sí el mayor de los triunfos para un arquitecto al que siempre le importó la opinión del público. Pero, sobre todo, Le Corbusier es un clásico porque su obra sigue estando abierta, como lo están, a su manera, la Ilíada, Guerra y paz o, sobre todo, el Quijote, el libro de cabecera que el arquitecto encuadernó con la piel de su perro preferido. A diferencia de la de otros artífices olvidados o, como mucho, cristalizados en la gloria parcial de los manuales, la obra de Le Corbusier aún importa y, si sigue importando, es porque, en lugar de agotarse en una única interpretación, se ha desplegado por los meandros que en su discurrir van dejando los contradictorios ríos de la historia.

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La segunda vida de las ciudades

Victor Hugo sentenció que la historia se escribe en las alcantarillas. Es probable que con ello quisiera decir, simplemente, que los hechos fundamentales son los más anónimos y sucios, y que, al contrario de lo que proclaman las narraciones asépticas de los académicos profesionales, las cosas importantes se dirimen allá abajo, en las cloacas. Pero la sentencia puede interpretarse de otra manera, más literal si se quiere, en la medida en que lo que mejor define nuestras ciudades son quizá las propias alcantarillas: esas infraestructuras ocultas y malolientes que mantienen el decoro del espacio que está arriba, la superestructura urbana. No hubo ciudad moderna hasta que no hubo limpieza, y la limpieza ?sanitaria pero también visual? se fio a las cloacas; de ahí que la historia del urbanismo también tenga que acabar escribiéndose en las alcantarillas.

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