Italo Calvino definió lo clásico como aquello que no acaba nunca de decirlo todo, aquello que cada generación exprime para sacarle un jugo diferente. La cita vale en general para todas las disciplinas artísticas y, en particular, para Charles-Édouard Jeanneret-Gris, Le Corbusier, homme de lettres, pintor y gran clásico de la arquitectura del siglo XX.
Le Corbusier es un clásico porque el imaginario común ha llegado a asociar su imagen de hombre escurridizo con gafas redondas –«objeto móvil bajo un bombín», según lo definió en su día Fernand Léger– a la arquitectura moderna, y esto es de por sí el mayor de los triunfos para un arquitecto al que siempre le importó la opinión del público. Pero, sobre todo, Le Corbusier es un clásico porque su obra sigue estando abierta, como lo están, a su manera, la Ilíada, Guerra y paz o, sobre todo, el Quijote, el libro de cabecera que el arquitecto encuadernó con la piel de su perro preferido. A diferencia de la de otros artífices olvidados o, como mucho, cristalizados en la gloria parcial de los manuales, la obra de Le Corbusier aún importa y, si sigue importando, es porque, en lugar de agotarse en una única interpretación, se ha desplegado por los meandros que en su discurrir van dejando los contradictorios ríos de la historia.