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Tal como éramos

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De nuevo en Saigón después de unos días en Europa. Desde hace años me invitan a dar un curso en Croacia a principios de mayo y lo acepto con gusto, porque es lo más parecido a unas vacaciones. La Universidad de Zagreb lo organiza y reúne durante una semana a unos cien estudiantes de diversas universidades europeas para una travesía por la costa del país. Por la mañana, mientras los barcos que forman la flotilla se desplazan de un punto a otro, los profesores damos clase en la cubierta de uno de ellos ante una audiencia medio traspuesta por los efectos del sol y de la juerga de la noche anterior. Tras la arribada, por las tardes, los estudiantes siguen con distintas actividades en el lugar elegido, a las que a veces me sumo, si es que no aprovecho para pasear por mi cuenta disfrutando de paisajes urbanos que recuerdan el Mediterráneo tal como era.

Bueno, eso es lo que dice el eslogan del turismo local, aunque, en realidad, el Mediterráneo nunca ha sido lo que era, porque tal como era es una expresión polisémica, vamos, que significa cosas muy diversas. Para comparar al Mediterráneo con su pasado ideal, uno tiene que decidir con qué parte del mismo se queda. El Mediterráneo de la República de Ragusa, que en tiempos rivalizaba con Venecia por el control del comercio con Oriente, tiene poco que ver con el de los atroces bombardeos sobre Dubrovnik (nombre eslavo actual de la medieval Ragusa) durante la insensata y despiadada guerra que siguió al estallido de Yugoslavia; o con el que se divisaba desde un puerto cercano a Salona donde, en lo que hoy es Split, Diocleciano decidió construir su palacio, suntuoso y opulento. Uno comprende que, conociendo a fondo los engañosos señuelos del poder al que, tal vez por ello, había renunciado hastiado, el gran emperador se negase a la petición de una delegación de senadores romanos para que volviese a la urbe y sacase al imperio de sus apuros. Él también prefería el Mediterráneo tal como había sido.

Por lo que me toca, suelo elegir en Croacia el Mediterráneo de aquellos siglos en que, antes de la llegada del turco, Dalmacia coqueteaba con la Serenísima y se entregaba a su embrujo o se sometía a él por la fuerza. Ciudades como Zadar, Trogir, Supetar, Hvar, Šibenik y tantas otras en las que, aquí y allá, uno se topa con el León de San Marcos, inesperado y juguetón como el Simba de Pride Rock, o con las ligeras torres góticas de las iglesias locales, o los gráciles palacios y las sólidas casonas de piedra al gusto del Rivo Alto.

Antes o después de Croacia suelo recalar en Múnich unos días. Era una de mis ciudades favoritas cuando Europa aún era tal como era, pero hoy a la seducción la ha relevado una costumbre cada vez más ajada por el tiempo. Entendámonos. Habría que ser muy ignorante o muy torpe para no dejarse engatusar por Múnich. El pentágono que tiene sus vértices en Sendlinger-Tor-Platz, Viktualienmarkt, Englischer Garten, Münchner Freiheit y las pinacotecas de Maxvorstadt no tiene nada que envidiar a las mejores zonas urbanas del mundo y, académico lapso y relapso que al fin soy, pasear en bici por las calles de Schwabing me produce gran placer. Los primeros días de mayo, además, van unidos a la sazón de los Stangenspargeln y me doy a ellos con la pasión del primer amor. Suelo comerlos en el desayuno, el almuerzo y la cena. A veces, los pido también con el vashlopen Kopf de la merienda, aunque en la Konditorei en que lo hago, cortés pero firmemente, a la teutona, me recuerdan que no es costumbre mojar las hortalizas en el chocolate vienés.

¿Por qué, pues, me pregunto, me siento tan a gusto al volver a Saigón? Aquí el aire no es limpio; hace muchísimo calor; hay un régimen que se proclama socialista, pero es ante todo, y por eso mismo, una dictadura falaz y odiosa; y cuando cojo la moto, cada una de las mañanas se me convierte en la del Miércoles de Ceniza con un memento mori que puede estar a la vuelta de la esquina. En fin…

Pero la tecnología y las comodidades caseras se ocupan de lidiar con los dos primeros inconvenientes, mientras que la condición de expatriado con ordenador, Internet y televisión por cable alivia el tercero. Al cabo, no saber de la lengua local nada más que unas pocas frases para dirigir al taxista o para encargar comida en el restaurante evita enterarse a fondo de los rigores autoritarios que, por otra parte, difuminan su perfil cuando el círculo de conocidos locales se limita a unos compañeros de trabajo en apariencia satisfechos con lo que les ha tocado en suerte. Curiosamente es el último factor, la mayor tolerancia del riesgo, lo que me hace simpatizar con la gente de aquí. Así que vuelvo nuevamente a mi idea de Múnich como metáfora de mis desencuentros con los países occidentales en que he vivido durante tantos años.

Uno toma Leopoldstraße abajo, camino de la Siegestor, y los supermercados, a una, se proclaman orgánicos. Algunos restaurantes se rotulan en verde y la mayoría dejan saber de su fidelidad a los productos naturales. Hay tiendas de ropa y agencias de viaje que se anuncian partidarias del desarrollo sostenible y, de paso, como si entre ambas cosas existiera un cordón umbilical, del comercio justo. El paisaje se repite por igual en los alrededores de Marienplatz y sólo empieza a cambiar cuando uno entra en la zona de los comercios turcos de Schwanthalerstraße, cerca de la estación central. La revista de información local en la habitación del hotel está, por supuesto, impresa en papel reciclable y dedica un amplio reportaje al movimiento de esa bobada a la que llaman comida lenta (slow food). En el baño te recuerdan que uses las mismas toallas todos los días de tu estancia.

Alguna de esas cosas, como el reciclaje, tienen beneficios comprobados, pero nadie acierta a definir cabalmente qué sea lo demás: lo orgánico, lo sostenible, lo natural. Y, sin embargo, aquí en Múnich una creciente mayoría ha decidido agarrarse a esos oscuros conceptos, como los náufragos a su tabla, convertirlos en parte principal de la fe social, con la misma fe del carbonero, que ya me había tocado vivir antes e igualmente estragado, en California y en Filadelfia. Aunque a algunos de mis amigos les resulta difícil de creer, no fue sino el hartazgo con tanto melindre de catecúmeno progre lo que me impulsó a hacer las maletas y recalar en Vietnam en estos últimos años de mi vida profesional, aun a costa de renunciar a un cómodo estatus de profesor vitalicio en una, según decían, prestigiosa universidad estadounidense. Prefiero vivir en sociedades en las que la gente de a pie no tiene miedo a tener hijos; el paisaje urbano está dominado por los jóvenes y no por los ancianos; nadie, al menos en asuntos que no tengan que ver con la política, se para dos veces a pensar si lo que va a decir puede, así sea remotamente,  ofender la sensibilidad de alguno de los presentes; y los más no se sienten prisioneros de un pasado en el que no intervinieron, pero del que, entre nosotros, parece que nadie tenga permiso para librarse como si su peso hubiera de convertirse en una irremediable cadena que nos condena a la culpa colectiva por el mero hecho de ser hombres, mayores, blancos, occidentales y demás obvios rasgos del criminal nato.

Tenemos derecho a negarnos a que nos tiznen con la memoria histórica y a elegir cómo queremos ser tal como éramos.

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Ficha técnica

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