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Charles Krauthammer (1950-2018)

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Hacía tiempo que lo echaba de menos. Su columna de los viernes en The Washington Post había dejado de aparecer. La última que yo había leído estaba fechada el 3 de agosto de 2017, hace casi un año.

El pasado 8 de junio reapareció, es un decir, con una Nota para los lectores. Escuetamente, anunciaba la reciente operación de un tumor canceroso en el abdomen que inicialmente no había provocado especial ansiedad: «Pero en una serie de pruebas recientes se ha comprobado que el cáncer está de vuelta […]. Los médicos más optimistas dicen que me quedan unas pocas semanas de vida. Es la sentencia final. Mi lucha ha terminado». No llegaron ni a dos las semanas. El 21 de junio, su diario, The Washington Post, y otros muchos anunciaban la muerte de Charles Krauthammer.

Sus roces con la adversidad venían de antiguo. Al comienzo de sus estudios de medicina tuvo un percance mientras se entrenaba en una piscina y se dañó la médula espinal. Tenía veintidós años y el resto de sus días lo pasó atado a una silla de ruedas, totalmente paralizado de cintura para abajo. Sabía que la medicina no tenía remedio para su mal pero se enfrentó al abatimiento: «Hay que saber adaptarse», repetía a quienes le confortaban con nuevas esperanzadoras.   

Era un gran periodista. Desde 1985 había publicado unas mil seiscientas columnas en el WaPo y en 1987 recibió un premio Pulitzer, el Oscar de los periodistas estadounidenses, por sus columnas de opinión. Para The New York Times, con él desaparecía «una prominente voz conservadora». Tal vez porque en casa le conocían mejor, The Washington Post le despedía como «un provocador intelectual», algo mucho más ajustado. Era Krauthammer mucho más que una voz y no precisamente la de un conservador.

Su carrera recuerda la de tantos intelectuales judíos estadounidenses de la generación boomer (1946-1964). Por tradición o convicción, muchos de ellos y ellas –Gertrude Himmelfarb, sin ir más lejos– fueron decididos partidarios del New Deal y apoyaron su continuación con John Kennedy y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson. Característicamente, Krauthammer comenzó a escribir en 1981 en The New Republic, una revista intelectual y política más que centenaria –su primer número apareció en 1914– y defensora de lo que en Estados Unidos se conoce como liberalismo y los europeos llamamos progresismo. De allí pasó a Time y de allí a The Washington Post. Pero su presencia en The New Republic se mantuvo durante muchos años y fue un conversador infatigable en el círculo versátil y liberal –a la europea– de  Inside Washington, uno de los grandes éxitos televisivos de la emisora PBS.

Antes de pasarse al periodismo, Krauthammer había ejercido de psiquiatra, la especialidad con que se había graduado en Harvard, y en 1978 se mudó a Washington para trabajar en ese campo con la administración Carter. En esa parte de su carrera también destacó por su contribución al estudio del síndrome bipolar. Pero la política le tiraba y en 1980 empezó a escribir discursos para Walter Mondale, a la sazón el vicepresidente de Carter y, en 1984,  candidato del Partido Demócrata frente a Ronald Reagan. No sabría dar una explicación detallada de su giro ideológico. Él tampoco fue muy preciso: «Cuando me preguntan cómo se llega desde Mondale hasta Fox News respondo que “yo también fui joven”». Parece que, a Krauthammer, la realidad «le había dado el tirón», por utilizar el dicho de Irving Kristol. Pronto se convirtió en otro de los muchos demócratas de Reagan, en su caso por su visión de la política internacional de Estados Unidos. 

En 1985, Krauthammer formuló lo que acabaría por conocerse como doctrina Reagan: había llegado el momento de apuntillar a la Guerra Fría aprovechando la debilidad de la Unión Soviética. La doctrina Brézhnev, consentida por Nixon y Carter, había consistido en quedarse con todo lo que caía en sus manos, así fuera de refilón: Nicaragua, El Salvador, Angola, Afganistán. Pero aunque adolecían de debilidad, no estaban sobrados de recursos y se enfrentaban con resistencias internas y rebeliones, los rusos seguían marcando puntos en su partido con Estados Unidos. «Había que responder sencillamente: no; no vamos a tolerarlo». El genio de Reagan, más instintivo que racional según Krauthammer, radicó en golpear a la Unión Soviética indirectamente: en sus secuaces, en sus aliados, en los países ocupados. Del apoyo a la resistencia en Afganistán hasta el derribo del imperio soviético entre 1989 y 1991, Krauthammer contribuyó a diseñar la apuesta ganadora. 

No era un teórico, menos un académico. Donde se lucía era en el lance en corto, en sus columnas  punzantes como dagas florentinas, en sus rápidas síntesis que forzaban a la reflexión. Pero cuando se veía en el trance de argumentar en profundidad, su inteligencia tampoco fallaba. Ahí está su discurso de 2004 («Democratic Realism», recogido en su libro Things that Matter) ante el American Enterprise Institute, uno de los bancos de ideas conservadoras más influyentes del país. Justo en medio de la invasión de Irak, cuando las cosas aún no habían empezado a ir rematadamente mal.

Krauthammer no tomaba el olivo en política exterior. En el mundo unipolar que había seguido al derrumbamiento de la Unión Soviética, Estados Unidos no podía volver al aislacionismo anterior a la Segunda Guerra Mundial: «Los aislacionistas quieren acabar con el comercio y la inmigración y que nos retiremos de nuestros compromisos militares y estratégicos. Los aislacionistas, por supuesto, no se opusieron a la guerra de Afganistán, que se trataba de un caso de legítima defensa: sólo un loco, un golfo o Susan Sontag podían hacerlo».

Para Bill Clinton, el intervencionismo estadounidense sólo podía legitimarse por razones humanitarias y cuando lo hubiera sancionado una coalición multilateral. En los años noventa, los demócratas «sometieron la libertad de acción estadounidense y la constriñeron a la voluntad –y a los intereses– de otras naciones». En un mundo unipolar, sin embargo, el realismo tiene que imponerse al humanitarismo. ¿Quién, si no es Estados Unidos, puede mantener unido el sistema internacional y evitar que degenere hacia la anarquía?

Sin embargo, para muchos estadounidenses, aun conservadores, la voluntad de poder en que se funda el realismo, aunque describe adecuadamente cómo funciona el mundo, no es una respuesta satisfactoria. Realismo tiene que significar algo más que la defensa del interés nacional: la generalización de los valores liberales. Así surgió la opción neocon de George Bush Jr., que no tenía nada de neo, y de Tony Blair, que nunca había sido con. Era una rosa globalista y democrática, pero plagada de espinas: «universalismo; una ingenua devoción por la libertad humana; la ilusión de plantar la bandera de la democracia por doquier». Los neocon no sabían decir no.

Precisamente ahí radica su diferencia  con el realismo democrático, abierto a dar síes, pero no descriteriado. Sus partidarios «mantendremos nuestro compromiso con la democracia; pero, cuando se trate de sangre y tesorería, sólo las gastaremos allí donde exista una necesidad estratégica, es decir, en los lugares clave para la guerra contra el enemigo existencial, un enemigo  que suponga una amenaza mortal y global para la libertad». El terrorismo islámico había tomado el relevo del marxismo totalitario. No son las palabras de un conservador de carril.

Lógicamente, sus críticas al presidente Barack Obama fueron múltiples y feroces; también convincentes.  Pocos días antes de las elecciones de 2016, Krauthammer sentenciaba: «A falta de sólo cuatro meses en su mandato, los dos pilares de su presidencia se hunden a ojos vista: en casa, la radical reforma del sistema de salud conocido como Obamacare; y fuera, su reorientación radical de la política exterior –una retirada marcada por la diplomacia y el multilateralismo. [A lo primero], si ganan, los demócratas presionarán para quitarse de encima el Obamacare e instituir un sistema controlado por el gobierno; los republicanos lo descartarán a favor de una alternativa de mercado como la que existía anteriormente. De una forma u otra, el mayor éxito doméstico de su presidencia fenecerá. [En política exterior], Obama quiso evitar bravuconadas de cowboy, unilateralismos, Guantánamos. Al principio de la guerra [de Siria] podía haber bombardeado los aeropuertos de Assad y haber acabado con su aviación, eliminando su mayor ventaja estratégica: el control del aire. Cinco años después no podemos hacerlo. Rusia está allí […]. ¿Cuál es su herencia? Hasta los demócratas huyen del Obamacare. ¿Y quién defenderá su política exterior, esa mescolanza de discursos pomposos y cínicas retiradas?» (The Washington Post, 6 octubre 2016).

Krauthammer era republicano, ¿no? Ya se ha dicho: lo era.

Hillary Clinton no contaba, pues, con sus simpatías. No sólo representaba una reedición de Obama; la candidata demócrata llegaba, además, con un abultado fardo de escándalos a las espaldas (Fundación Clinton; uso de su ordenador personal para correspondencia oficial y secreta; manejos contra Bernie Sanders, el otro aspirante demócrata, revelados por Wikileaks; investigada por el FBI).

Pero enfrente: «Yo solía pensar que Trump tenía la edad mental de  un niño de once años, un matón de patio de colegio que no había conseguido hacerse mayor. Me equivoqué en diez años. Sus necesidades son aún más elementales: un deseo pueril de aprobación y elogios, un ansia perennemente insatisfecha. Vive en un cascarón de solipsismo donde el mundo exterior sólo vale –más aún, sólo existe– en la medida en que sostiene e hincha su ego […]. En una elección normal, FBI y Wikileaks hubieran tumbado a cualquier candidato. Pero la prueba evidente de lo perverso de nuestras opciones en 2016 es que el pasivo de Trump, especialmente en política exterior, es aún mayor que el de Clinton» (The Washington Post, 3 de noviembre de 2016).

Es normal que un personaje como Charles Krauthammer sea un desconocido en España. Nuestros medios globales ven a Estados Unidos a través de sus corresponsales en Washington, es decir, se satisfacen con las noticias y las opiniones que dominan en The New York Times, The Washington Post y entre sus colegas del National Press Club. Su libro, por supuesto, no se ha traducido. Da igual, porque ahí quedan para siempre su admirable audacia intelectual, la fidelidad a los propios ideales y el coraje de decir lo que pensaba sin dar un ochavo por las opiniones ajenas. Charles Krauthammer sabía ponerse al mundo por montera.

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Ficha técnica

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