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¿Madre de todas las Rusias?

Reinventing Russia. Russian Nationalism and the Soviet State, 1953-1991

YITZHAK M. BRUDNY

Havard University Press, Boston

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El sentimiento antioccidental ha alcanzado hoy en Rusia su punto más alto en los últimos cuarenta años. Cuando visité la Unión Soviética por primera vez en la década de los sesenta, la OTAN era el enemigo oficial, pero pocos rusos odiaban de verdad a la Alianza occidental. Por el contrario, empezaban a mirar hacia Occidente en busca tanto de bienes materiales como de libertad de expresión. El gran coco en aquel entonces era China: el «peligro amarillo» todavía encontraba un poderoso eco entre los intelectuales rusos.

Hoy día, el crash financiero de 1998 y los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia han cambiado todo aquello. Los amigos, incluso los bien dispuestos hacia Occidente, me llaman para preguntar qué demonios creemos estar haciendo en Kosovo. Ahora la mayoría de los rusos creen que las reformas liberalizadoras del mercado han sido un desastre y que la preocupación por los derechos humanos ha resultado ser poco más que una fachada para la agresión militar. Es probable que el próximo presidente sea un nacionalista ruso, mucho menos inclinado que Yeltsin a cooperar con la Unión Europea, la OTAN y las instituciones financieras dominadas por los americanos. El libro de Yitzhak M. Brudny, Reinventing Russia: Russian Nationalism and the Soviet State, 1953-1991, debería ayudar a orientarnos sobre lo que podemos esperar de semejante líder.

Según Brudny, el nacionalismo ruso surgió como movimiento coherente en los últimos años de Jruschev, es decir, a comienzos de los años sesenta. Después de su «discurso secreto» denunciando a Stalin, la ideología marxista internacionalista ya no convencía, y los intelectuales estaban dispuestos a buscar una alternativa más cerca de casa.

El régimen de Brezhnev, desde 1964, fue bastante tolerante con los nacionalistas. En cierto sentido sucedió así porque el nacionalismo imperial ruso era lo que podría llamarse la «ideología de trabajo» de los funcionarios soviéticos, especialmente en las fuerzas armadas, donde los puntos más sutiles del materialismo dialéctico no eran ampliamente apreciados. Además, Brezhnev quería aumentar sustancialmente la inversión estatal en la agricultura, y por ello estaba dispuesto a tolerar unos textos que mostraban el atraso de la vida rural, la miseria de los habitantes del campo y la supervivencia de un modo de vida campesino premoderno.

Este fue el trasfondo del florecimiento de la «prosa de aldea», cuya fortuna política forma el núcleo del estudio de Brudny. Desde mediados de los años sesenta hasta comienzos de los ochenta, las obras más solicitadas en la literatura soviética eran novelas que describían la vida de aldea, con cariño y a menudo con detalles antropológicos precisos. Sus autores solían ser antiguos chicos campesinos, nacidos a finales de los veinte o en los treinta, venidos a las ciudades después de la guerra, bien educados y graduados en el Instituto Literario. Formaban una generación singular, culta y en muchos aspectos urbanizada, pero también capaz de describir la vida campesina desde dentro. Los que habían venido antes no tenían la educación necesaria, los que llegaron después habían perdido los vínculos directos con la aldea.

La fascinación del público no era meramente antropológica. La «prosa de aldea» les recordaba lo que los rusos habían perdido durante el proceso acelerado para transformar la Unión Soviética en una sociedad urbana e industrial. Cada novela provocó una controversia, ligeramente disfrazada de crítica literaria, sobre lo que el Estado soviético había hecho al pueblo ruso. Ciertas revistas literarias se ocupaban de cuestiones específicas, como la destrucción de la arquitectura, la despoblación de las aldeas, la polución de la naturaleza, el aumento del alcoholismo o el descenso de la tasa de natalidad rusa (comparada con los pueblos musulmanes y caucasianos de la URSS).

Durante mucho tiempo, el aparato ideológico del Partido Comunista toleró sus críticas en interés de lo que Brudny llama una «política inclusiva», captando a los nacionalistas rusos como aliados para aumentar el atractivo del marxismoleninismo. Sin embargo, la alianza era frágil, pues lo que decían los nacionalistas implicaba que el Partido había cometido graves errores y había perpetrado incluso crímenes atroces: la precipitada e irreflexiva industrialización, la colectivización de la agricultura que expropió a los granjeros más productivos, la profanación y clausura de iglesias, los arrestos, las sentencias a campos de trabajo y los asesinatos judiciales. Aunque casi nunca se mencionaran directamente, estas cuestiones latían bajo la superficie de las controversias críticas, generando un poderoso oleaje. La Unión de Escritores, la Glavlit (la censura oficial), el departamento ideológico del Partido, los diversos comités editoriales, se convirtieron en escenarios de conflicto agudo. Aprovechando el material de archivo recientemente desclasificado, Brudny expone las controversias con detalles fascinantes. Ahora descubro cómo obras que conocía y admiraba desde hace veinte años –y que me parecían atrevidas para su tiempo– habían sido recortadas por Glavlit o por los editores por su excesiva franqueza al describir, digamos, la hambruna de 1932-1934 o la brutal «deskulakización».

A comienzos de la década de 1980, los nacionalistas habían elaborado una ideología alternativa completa, que proclamaba la primacía de los procesos étnicos (en vez de la lucha de clases), afirmaba con orgullo el carácter colectivista y autoritario de la cultura política rusa, y rechazaba Occidente como el mundo del consumismo, la música pop, la pornografía y el individualismo sin alma. Los nacionalistas estaban divididos con respecto a Stalin: si unos le admiraban por haber construido el estado ruso más poderoso de la historia, otros le vilipendiaban por haber minado lo que era más esencialmente ruso, la comuna campesina y la Iglesia ortodoxa. Pero todos ellos estaban de acuerdo en que Rusia era una supernación, que tenía el derecho a regir los destinos de las nacionalidades menores incluidas en la Unión Soviética y el deber de liderar a los países no occidentales en la lucha mundial contra la globalización económica impulsada por América.

Naturalmente, los nacionalistas rechazaban la perestroika occidentalista de Gorbachev, y en eso coincidían con muchos miembros descontentos del Partido Comunista, horrorizados ante la ruptura del Pacto de Varsovia y menos ágiles que algunos de sus camaradas a la hora de subirse al tren de la economía de mercado. El resultado de esta nueva alianza fue la creación en 1990 del Partido Comunista Ruso, teóricamente parte del Partido Comunista de la Unión Soviética, pero en realidad en oposición a él. El hacha de guerra de las viejas discordias entre marxistas y nacionalistas fue enterrada apresuradamente. Por ejemplo, Ivan Polozkov, secretario del nuevo partido, llamó a la Iglesia ortodoxa su «aliado natural en la lucha para reforzar la moralidad y prevenir el conflicto interétnico» con una pasmosa indiferencia hacia décadas de hostilidad mortal entre las dos instituciones. Inexpertos en política electoral, los incongruentes aliados sufrieron un revés en las elecciones de comienzos de los noventa, cediendo el campo a un recién llegado mucho más tramposo y más firme, Vladimir Zhirinovsky, que ofrecía a su público un nacionalismo imperial ruso sin relación con el Partido Comunista. No obstante, a medida que aumentaban los desastres de la presidencia de Yeltsin, el mensaje proyectado por el Bloque de Fuerzas Nacional-Patrióticas de Rusia (con el PC ruso en su centro) empezó a sonar más convincente. En las elecciones presidenciales de 1996, el candidato del Bloque, Gennady Ziuganov, obtuvo el 40% de los votos en la segunda vuelta de desempate contra Yeltsin. Este próximo mes de junio, parece probable que sea más.

Brudny echa la culpa de esta situación a los liberales rusos, que nunca llegaron a entender la importancia de las cuestiones étnicas y nacionales. Supusieron que los ideales de la libertad civil y económica eran suficientes para garantizar la cohesión social en la era poscomunista. Así había sucedido en países donde dichos ideales podían formar parte de un programa nacionalista, como Polonia, Hungría o las repúblicas bálticas. Pero en Rusia, donde esos ideales estaban asociados con la pérdida del poder nacional, no podían cumplir esta función, y llegaron a sonar falsos e hipócritas.

Es difícil ver hacia dónde va Rusia. Los rusos no desean en realidad perder las libertades civiles y económicas, y todavía dependen de Occidente para ayudar a revivir su economía. La alianza nacionalistacomunista no tiene todo a su favor. Pero parece verosímil que le llegue el turno, a partir de este año, de cometer sus propios errores a su propio modo, quizá con graves consecuencias. Brudny nos ofrece una buena guía sobre los orígenes de lo que probablemente nos espera.

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