Raymond Aron no se equivocó al señalar que el marxismo es el opio de los intelectuales. Aunque su afirmación, que sirvió de título a uno de sus ensayos más clarividentes, se gestó en 1955, no ha perdido un ápice de vigencia. La reflexión de Aron surgió en el contexto de la Guerra Fría, cuando la perspectiva de una confrontación entre las dos grandes potencias había ensombrecido el porvenir, desacreditando parcialmente a la Unión Soviética. Sin embargo, Jean-Paul Sartre, quizás el intelectual más influyente de su época, sostenía que el realismo exigía elegir entre capitalismo y comunismo. Y, ante esa coyuntura, no cabía otra opción que apoyar a la Unión Soviética, pues era el principal baluarte de la clase trabajadora. Los campos de concentración soviéticos eran deplorables, admitía Sartre, pero no desacreditaban al marxismo. La plasmación de una idea nunca es perfecta y, a veces, produce aberraciones, pero se trata de fenómenos transitorios y, tal vez, inevitables en un proceso de largo alcance. Albert Camus respondió que la existencia de los campos de concentración soviéticos no podía deslindarse del marxismo.