Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Una paz cartaginesa

El 28 de junio de 1919, exactamente cinco años después del atentado de Sarajevo que dio origen a la Primera Guerra Mundial se firmó en Versalles el acuerdo con el que, formalmente, se daba por cerrada la contienda. Una guerra terrible, que había empezado en 1914 de forma absurda, terminó con un tratado que hoy, un siglo más tarde, sólo podemos calificar de lamentable.

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La fundación nacional del mal

Sabemos el final de esta historia, por lo que revelarlo no borra el misterio: solo le da sentido. Cojamos cualquier crónica, la de la aséptica Agencia EFE, 19 de diciembre de 2016: “El periodista Alfons Quintà, de 73 años, dejó una nota antes de matar supuestamente a su pareja, de 57, y suicidarse con su escopeta, en la que lamentaba que la mujer se quisiera separar de él”.

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Agitación y aventura

En una de sus conocidas afirmaciones, esas que el difunto Sánchez Ferlosio llamaba despectivamente «ortegajos», dejó dicho Ortega y Gasset que lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa. Se refería el filósofo madrileño a lo que pasaba entonces, pero no cabe duda de que siempre está pasando algo y a menudo ignoramos lo que es; de ahí que sea una tarea permanente del pensamiento la eludicación de qué sea eso que nos pasa sin que acertemos a nombrarlo. 

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Reflexiones naturalistas

Una de las claves del éxito evolutivo de nuestra especie ha sido su capacidad de cooperar. La cooperación para beneficio mutuo en los seres humanos ha trascendido las fronteras del parentesco genético para extenderse a grandes grupos de individuos no relacionados. El entramado institucional político supranacional y la globalización son dos ejemplos actuales de esa complejidad creciente que ha alcanzado la cooperación humana.

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Ventajas y riesgos de la edición de genes

Las técnicas de ingeniería genética se introdujeron en los años setenta del siglo pasado. Su objetivo es la manipulación del ADN con el fin de seleccionar un gen e introducirlo en un organismo de manera que se integre y funcione en su genoma. De ese modo puede conseguirse que dicho organismo produzca una proteína para la que no poseía información genética. Por ejemplo, casi toda la insulina utilizada con fines médicos es fabricada hoy día por bacterias a las que se ha proporcionado el gen correspondiente. No es de extrañar por ello que, de todas las propuestas que desarrolla la moderna biotecnología, sea la producción de transgénicos –organismos que han incorporado en su genoma material genético exógeno– la que ha tenido más impacto económico y repercusión mediática. El éxito en agricultura ha sido muy notable. Los cultivos de plantas transgénicas, principalmente soja, algodón, maíz y colza, se extienden sobre unos ciento noventa millones de hectáreas, de los que en España hay ciento veinte mil. Menor ha sido el impacto en producción animal. Los primeros animales domésticos transgénicos (cerdos) se produjeron en 1998. Desde entonces, su empleo para consumo humano ha sido poco importante. Hasta la fecha, sólo en Canadá y Estados Unidos se ha autorizado un salmón transgénico con dicha finalidad. Sí que se han utilizado, aunque en una escala pequeña, para producir productos farmacéuticos. Mayor interés han tenido los ratones transgénicos, que se emplean en gran medida para estudiar la base genética de caracteres de interés para el hombre, especialmente enfermedades.

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De genes, planos, adivinos y psicología

Aparentemente no queda nadie científicamente relevante que defienda el determinismo genético. Nadie con los suficientes conocimientos de biología cree que, al menos en lo que se refiere a los rasgos complejos del ser humano o de otros primates, particularmente los que tienen que ver con la conducta social, con la inteligencia y con aspectos psicológicos y de la personalidad, los genes lo sean todo y el ambiente no importe nada. De hecho, nadie bien informado ha mantenido nunca una postura tan insensata, y si hubiera habido alguien en el pasado, hoy todos los investigadores se adhieren al consenso científico acerca de la interacción entre genes y ambiente para explicar cualquier rasgo fenotípico en cualquier organismo. Eso sí, una vez aceptado dicho consenso, se supone que a nadie debería escandalizarle que la ciencia descubra mediante rigurosa investigación empírica que para unos rasgos los genes importan más que para otros.

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La genealogía del Homo sapiens

En 1900, año que marca el inicio de la moderna genética, la antropología al uso seguía recurriendo a los preceptos establecidos en 1735 por Linneo para encasillar a la humanidad en razas, esto es, en poblaciones de distinto origen geográfico caracterizadas por una dotación hereditaria esencial que diferenciaba a unas de otras, determinante tanto de las cualidades físicas, intelectuales y morales de sus miembros como de los rasgos externos utilizados a modo de indicadores de éstas, entre los que el más conspicuo era el color de la piel. Aunque el número de esas razas variaba de acuerdo con las múltiples preferencias taxonómicas de los investigadores en cada momento, todos ellos coincidían en situar a la suya, invariablemente blanca, en la cúspide de la jerarquía racial.

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Sobre la hipótesis socialista en el momento de su posible regreso

Decíamos la semana pasada que el apoyo al socialismo había experimentado un notable crecimiento en las encuestas de opinión tras la Gran Recesión, apoyo que ha encontrado también eco en una intelligentsia que aquí y allá expresa su deseo de desplazar el centro político hacia la izquierda. ¡Hasta Fukuyama pide el regreso del socialismo para combatir los excesos del turbocapitalismo globalizado! Lo cierto es que esta preferencia por el socialismo parece compatible con el ascenso global del populismo, que ha tenido en la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil su último episodio. La coincidencia en el tiempo de ambos fenómenos debiera, en principio, sorprendernos. O quizá no tanto.

Si atendemos a las proclamas electorales de los líderes populistas, nada hay de extraño en esa coincidencia; al menos, a aquellas que se refieren a la necesidad de derribar al establishment y a poner en marcha medidas económicas proteccionistas. 

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Desde el púlpito

En 2014, muy al final de su carrera, James Salter dictó tres conferencias sobre el oficio de escribir de la Universidad de Virginia, donde había sido contratado en calidad de escritor residente. Salter murió poco tiempo después, y las charlas se recogieron en un librito más o menos conmemorativo publicado por University of Virginia Press, con un prólogo de John Casey ?amigo del autor, novelista y miembro de la universidad? que ponía las cosas en contexto y abultaba el texto hasta las ciento veinte páginas. El arte de la ficción reproduce esa edición póstuma, aunque, con buen juicio, los editores españoles han descartado el prólogo, y han incluido a modo de introducción un artículo de Antonio Muñoz Molina publicado originalmente en Babelia: «Leyendo las conferencias ?apunta este último? uno no puede creerse que esas palabras hayan sido escritas y dichas por un hombre de ochenta y nueve años». (Yo sí me lo creo.) Y lo interesante no sería sólo «el grado de lucidez que muestran y la agudeza de sus observaciones, sino el aire de asombro y de tanteo que irradia de ellas, de entusiasmo a la vez sobrio y romántico hacia el oficio de escribir y las posibilidades de la literatura».

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Vargas Llosa, el erizo que se convirtió en zorro

Raymond Aron no se equivocó al señalar que el marxismo es el opio de los intelectuales. Aunque su afirmación, que sirvió de título a uno de sus ensayos más clarividentes, se gestó en 1955, no ha perdido un ápice de vigencia. La reflexión de Aron surgió en el contexto de la Guerra Fría, cuando la perspectiva de una confrontación entre las dos grandes potencias había ensombrecido el porvenir, desacreditando parcialmente a la Unión Soviética. Sin embargo, Jean-Paul Sartre, quizás el intelectual más influyente de su época, sostenía que el realismo exigía elegir entre capitalismo y comunismo. Y, ante esa coyuntura, no cabía otra opción que apoyar a la Unión Soviética, pues era el principal baluarte de la clase trabajadora. Los campos de concentración soviéticos eran deplorables, admitía Sartre, pero no desacreditaban al marxismo. La plasmación de una idea nunca es perfecta y, a veces, produce aberraciones, pero se trata de fenómenos transitorios y, tal vez, inevitables en un proceso de largo alcance. Albert Camus respondió que la existencia de los campos de concentración soviéticos no podía deslindarse del marxismo.

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¿Qué está en nuestro ADN?

En 1942 se publicó Evolution. The Modern Synthesis, la obra de Julian Huxley que suele tomarse como el manifiesto de la integración de distintas disciplinas biológicas, previamente inconexas, en torno al principio darwinista de evolución por selección natural especificado en los modelos matemáticos de la genética de poblaciones. Esta proclamación del flamante neodarwinismo suscribía tácitamente el pacto de dejar a un lado cualquier referencia a una posible base hereditaria de la naturaleza humana, en atención a las atrocidades cometidas por la aplicación de programas eugenésicos, en especial las perpetradas por el nacionalsocialismo. La aparición en 1975 del libro de Edward O. Wilson, cuyo título Sociobiology. The New Synthesis era palpablemente intencionado, rompió con el convenio previo en su último capítulo, al proponer una interpretación de la condición humana inspirada en un ultradarwinismo reduccionista apoyado en un modelo genético rígido. La sociobiología contó desde su inicio con la militante oposición de muchos, pero Wilson aceptó decididamente el reto. Primero, ampliando y defendiendo su tesis en On Human Nature (1978), texto galardonado con el premio Pulitzer. Segundo, reforzando los fundamentos teóricos de su proyecto (en colaboración con Charles J. Lumsden) en Genes, Mind and Culture. The coevolutionary process (1981) y Promethean Fire. Reflections on the Origin of Mind (1983). 

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Los telómeros. Una interesante aventura

En mis tiempos de formación como biólogo aprendí que los telómeros, unas estructuras que ocupan los extremos de los cromosomas, habían sido descubiertos por Hermann Joseph Muller (premio Nobel en 1946) y que Barbara McClintock (premio Nobel en 1993) había deducido que estas estructuras eran esenciales para la distribución equitativa del material genético de una célula entre sus descendientes, ya que los cromosomas que carecían de ellos se adherían unos a otros y hacían descarrilar el proceso de distribución.

Posteriormente, Elizabeth H. Blackburn, Carol W. Greider y Jack W. Szostak describieron la estructura molecular de los telómeros, que resultó consistir en cortas secuencias de ADN repetidas en tándem y protegidas por ciertas proteínas, y descubrieron una enzima, denominada telomerasa, que es la pieza central de la maquinaria responsable de su síntesis. Estos científicos recibieron por ello el premio Nobel en 2009. 

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