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Una paz cartaginesa

Las consecuencias económicas de la paz cien años después
The Economic Consequences of the Peace

John M. Keynes

London, MacMillan, 1919.

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El 28 de junio de 1919, exactamente cinco años después del atentado de Sarajevo que dio origen a la Primera Guerra Mundial se firmó en Versalles el acuerdo con el que, formalmente, se daba por cerrada la contienda. Una guerra terrible, que había empezado en 1914 de forma absurda, terminó con un tratado que hoy, un siglo más tarde, sólo podemos calificar de lamentable.

Las guerras dejan siempre abiertas heridas, que resulta muy difícil curar. Cuando, durante años, se ha buscado provocar en una nación entera el odio al país enemigo y han muerto cientos de miles -o incluso millones- de compatriotas, la mayor parte de las personas experimenta deseos de venganza, si su país ha triunfado, y de rencor, si forman parte del grupo que ha perdido. Es algo inevitable, seguramente; pero es responsabilidad de los gobernantes contribuir a superar esta mentalidad de enfrentamiento a muerte. Sin embargo, esto no siempre ocurre. Y el Tratado de Versalles es un buen ejemplo de cómo un comportamiento desafortunado de determinados dirigentes políticos puede sentar las bases para un nuevo enfrentamiento bélico en años posteriores. Porque lo que se firmó en Versalles en 1919 más que un acuerdo de paz duradera fue, en realidad, una tregua, que duró poco más de veinte años, ya que en septiembre de 1939 empezó la Segunda Guerra Mundial, que muchos historiadores consideran que no fue otra cosa que la continuación de la Primera.

No fueron mayoría, seguramente; pero hubo mentes lúcidas que, desde el primer momento, fueron conscientes de que las potencias vencedoras habían elegido el camino equivocado. Y no cabe duda de que la mejor crítica al Tratado fue la que presentó John Maynard Keynes en su obra Las consecuencias económicas de la paz, que apareció en las librerías el mes de diciembre de 1919.  Cuando escribió su obra, el joven economista británico conocía de primera mano las negociaciones de Versalles, ya que había formado parte de la delegación británica como alto funcionario del Tesoro; y había trabajado en algunas de las cuestiones económicas más relevantes del momento, como el suministro de alimentos a los pueblos de Centroeuropa, las deudas interaliadas y la reconstrucción financiera que habría de llevarse a cabo tras la guerra. Por entonces no era todavía el economista famoso y el personaje público en el que se convertiría con el paso del tiempo. En aquel momento sólo había publicado un libro, de carácter técnico, sobre política monetaria que llevaba el poco apasionante título de La moneda y las finanzas de la India. Pero su nueva obra sobre una cuestión de máximo interés y actualidad lo convirtió de pronto en una celebridad.

El libro fue redactado para atraer a los lectores a sus tesis y defender una posición que mucha gente no compartía en Gran Bretaña.  En él se definía, sin ambages, el Tratado como una “paz cartaginesa”, haciendo referencia a las duras condiciones que Roma impuso a Cartago tras las guerras púnicas, que parecían verse repetidas en el caso de la Alemania derrotada.  Y había razones para ello. El artículo más importante de este documento era, sin duda, el 231, que establecía que “Los gobiernos aliados y asociados afirman, y Alemania acepta, la responsabilidad de Alemania y sus aliados por causar todas las pérdidas y daños a los que los gobiernos aliados y asociados y sus ciudadanos han sido sometidos como consecuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados”. La idea principal contenida en este artículo, la responsabilidad plena de Alemania en el desencadenamiento de la guerra, era claramente falsa. Pero en él había mucho más que una condena moral. Como consecuencia del acuerdo -que los alemanes, con bastante lógica, consideraron como una auténtica imposición- se les obligó a aceptar el pago de unas indemnizaciones de guerra muy elevadas a los países vencedores. Siguiendo la consigna francesa “Le boche paiera” (los alemanes pagarán) se fijaron pagos que resultaron en la práctica imposibles de satisfacer y que llevaron al gobierno de la República de Weimar -creada tras la caída del imperio germano- a obtener créditos en el exterior, que de poco sirvieron; y contribuyeron de forma significativa a dos hechos muy graves que condicionarían la evolución del país a lo largo de los años siguientes: la ocupación militar de la cuenca del Ruhr por tropas de Francia y Bélgica y la hiperinflación de 1923. Los resultados fueron nefastos, y sin estos hechos, cuesta entender la llegada de Hitler al poder y la Segunda Guerra Mundial.

Si una tesis tiene el libro de Keynes, en la que se fundamenta su crítica a los acuerdos de paz, es la idea de que quienes impusieron tan duras condiciones a Alemania -especialmente el gobierno francés- tenían una mentalidad propia de otra época, en la que los territorios y las fronteras eran las cuestiones fundamentales que determinaban las guerras y las negociaciones de paz subsiguientes. En este caso, Francia deseaba debilitar a Alemania para evitar que en el futuro volviera a convertirse en un peligro para su seguridad y sus estrategias políticas. Y para ello era preciso reducir su territorio y su población e impedir la recuperación de su economía. Pero, como señalaba Keynes, éste no era el problema más relevante. Las cuestiones realmente importantes, que los vencedores parecían no entender, eran, en su opinión, las financieras y las económicas. Y por ello insistía en que lo que habría que resolver en el futuro no serían tanto las disputas sobre las fronteras o la soberanía de determinados territorios, como la producción de alimentos y de carbón y el transporte de mercancías en los países afectados por la guerra ¡Qué diferente sería el futuro de Europa- concluía -si los norteamericanos y los británicos hubieran sido conscientes de esto!

En su ensayo Keynes ofrece un estudio sobre la economía europea anterior a la guerra y sobre el papel que había desempeñado la industrialización alemana, en un mundo en el que las fronteras, los aranceles de aduanas y los sistemas monetarios no constituían obstáculos serios al desarrollo económico. Y señala que no tendría sentido hacer tabla rasa de todo esto y tratar de volver a la situación anterior a 1870, como si la economía no hubiera cambiado sustancialmente en los cuarenta y cinco años siguientes. Afirmaba, además, que las reparaciones de guerra fijadas en los acuerdos exigían a Alemania unas transferencias imposibles de realizar. Y todo ello le llevaba a concluir que el Tratado no sólo era equivocado, sino también suicida, ya que crearía unas condiciones económicas y sociales insostenibles, no muy diferentes a las que habían llevado al triunfo de los bolcheviques en Rusia. Y señalaba que la revolución soviética serviría de modelo a los espartaquistas alemanes si la situación se deterioraba de forma grave en su país.

El tema de las reparaciones de guerra alemanas sería, de hecho, una cuestión muy relevante a lo largo de toda la década de 1920. Por sus implicaciones políticas, en primer lugar, sin duda. Pero también por los debates económicos que suscitaron, cuando algunos economistas -Bertil Ohlin, el más destacado- consideraron que Keynes había minusvalorado la capacidad de la economía alemana para generar un excedente que permitiera realizar transferencias superiores a las que éste había calculado. Es una cuestión que nunca se ha resuelto definitivamente desde la teoría económica; y aún hoy se siguen publicando artículos académicos sobre el tema. Pero no cabe duda de que los efectos políticos de estas cláusulas del Tratado fueron terribles, primero para Alemania; e, indirectamente, para toda Europa más tarde.

Junto al análisis de las cuestiones económicas, una de las partes más destacadas de Las consecuencias económicas de la paz es la dedicada a explicar el carácter y la personalidad de los protagonistas del drama. Estos formaban lo que el autor denominaba “El Consejo de los cuatro”, que, con el tiempo, quedarían reducidos realmente a tres, cuando el primer ministro italiano Orlando quedó, en la práctica, fuera de las negociaciones al ver rechazadas las principales reivindicaciones de su país con respecto a los territorios de Dalmacia, así como su propuesta de que Italia se hiciera con el control de algunas de las colonias alemanas. Los actores principales eran -y uso los términos que empleó Kenes en un escrito posterior sobre el tema- “El Presidente” (Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos), “El Tigre” (Georges Clemenceau, presidente del consejo de ministros francés) y “La Hechicera Galesa” (David Lloyd George, primer ministro de Gran Bretaña). A lo largo del libro Keynes disecciona a estos personajes; y, desde luego, no es especialmente amable con ninguno de ellos.

Clemenceau representaba en este trío la postura más radical, obsesionado por conseguir ventajas para su propio país y garantizar la seguridad futura de Francia. Keynes dice que Francia era para él lo que Atenas era para Pericles; pero su política era, en realidad, la de Bismarck. Hombre prudente, era consciente de que tenía que aparentar al menos un cierto respeto a los ideales de los locos americanos y de los hipócritas ingleses; pero su único objetivo era conseguir que la balanza del poder se inclinara hacia sus propios intereses.

Lloyd George, a quien el autor del libro conocía personalmente y para quien había trabajado, aparece en sus páginas como un hombre inteligente y sutil; y como un político moderado, que debería haber apoyado al presidente norteamericano a fijar unas condiciones más razonables que la que se alcanzaron. Pero no fue capaz. En palabras de Keynes, no era hombre con raíces, sino una persona vacía que se alimentaba intelectualmente de lo que le rodeaba; que se encontraba en Versalles, como representante de una de las potencias vencedoras, lo que lo situaba claramente del lado de Clemenceau; y que no supo resistir tampoco las presiones de sus propios conciudadanos más nacionalistas

Pero el retrato más patético de todos es, seguramente, el de Wilson, el presidente norteamericano. Keynes lo consideraba un buen hombre, que podría pasar por un clérigo inconformista, probablemente presbiteriano. Sus famosos catorce puntos estaban basados en ideas nobles y realmente tenían como objetivo lograr una paz justa y dar un trato digno a los vencidos. Pero, aunque era en aquellos momentos el hombre más poderoso del mundo, tenía un enorme prestigio y era capaz de ejercer una gran influencia moral, no supo hacer prevalecer sus principios, que el Tratado finalmente no respetó. En algún caso de una forma tan burda como cuando el texto de los acuerdos incluyó la prohibición de facto de una unión futura de Austria con Alemania, disposición que violaba de forma evidente el tantas veces proclamado derecho de autodeterminación de los pueblos. Y en el libro puede leerse la dura afirmación de que pocas veces ha habido un estadista de primera fila más incompetente que Wilson en una negociación. La conclusión es triste para un personaje que parecía ser el símbolo de la concordia. En opinión de Keynes, al aceptar que se impusiera a Alemania un Tratado que estaba muy lejos de las promesas que se le habían hecho, el presidente, en el último momento, aceptó la obstinación y olvidó la conciliación.

El libro, que apareció apenas medio año después de la firma del Tratado, triunfó en Gran Bretaña desde el momento mismo de su publicación. Casi tres décadas más tarde, en una nota necrológica dedicada a Keynes, Schumpeter afirmó que decir que esta obra fue un “éxito editorial” hace que estas palabras resulten insípidas y vulgares. También fue un texto influyente en los Estados Unidos, siendo ampliamente citado en los debates sobre la política exterior norteamericana en los años que siguieron a la guerra; y no es aventurado suponer que, en el diseño de la política de ocupación y reconstrucción de la zona occidental de Alemania a partir de 1945, sus análisis contribuyeron a lograr unas condiciones mucho más sensatas que las establecidas en 1919. Como era de esperar, la recepción fue mucho menos favorable en Francia. Pero lo que casi nadie discute es la calidad de la obra. Por ejemplo, el principal biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky piensa que hay buenas razones para considerar que éste fue el mejor de sus libros. Muchos economistas, que no somos precisamente keynesianos en el sentido que este término adquirió tras la publicación de la Teoría general, admiramos este ensayo; como en general admiramos al primer Keynes, al economista que, tras escribir este libro y una amplia serie de trabajos sobre el mismo tema, dio a la imprenta en 1923 su Breve tratado sobre la reforma monetaria. El hecho de que tengamos serias objeciones con respecto a la macroeconomía fundamentada en su obra posterior es otra historia.

Lo que, en mi opinión, hace de Las consecuencias económicas de la paz un alegato digno de pasar a la posteridad es, por una parte, la mente lúcida de su autor al analizar los problemas económicos de la posguerra; y, por otra, la ecuanimidad de un hombre que, perteneciendo a uno de los países vencedores, no dudó en defender los derechos del vencido, que tan injustamente había sido tratado. Y, por fin -y no es ésta una cuestión menor- el libro es una obra literaria de primer nivel. Sus planteamientos y sus conclusiones pueden ser criticados en algunos puntos, sin duda. Pero están muy bien argumentados y defendidos desde una dignidad moral encomiable. Ha transcurrido un siglo. Pero les aseguro que releer hoy Las consecuencias económicas de la paz sigue mereciendo la pena.

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