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Un viaje por la música

Sobre la música. Ensayos completos y conferencias

Alfred Brendel

Barcelona, Acantilado, 2017

Trad. de Juan Luis Milán

544 pp. 29 €

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¿Es posible escribir sobre música sin incurrir en inaceptables analogías? La música es un lenguaje formal que no puede reducirse a conceptos. Kant situaba la música en el escalón más bajo de la expresión artística, observando que sólo producía sensaciones agradables. Es una apreciación injusta, pero que nace de una interpretación del conocimiento como algo claro, objetivo y contrastable. La música produce sensaciones, sí. A primera vista se trata de un fenómeno subjetivo cuya valoración varía de un sujeto a otro, de acuerdo con la época, el canon estético y las peculiaridades individuales. El pianista, poeta y escritor Alfred Brendel (Wiesenberg, Moravia, 1931) combate este planteamiento relativista, adentrándose en un conjunto de obras que han suscitado distintos juicios, pero que –en su opinión? poseen un valor palpable, real, accesible. Los Conciertos para piano de Mozart son extraordinarios por su dinámica, su colorido y su fuerza expresiva, no porque agraden y complazcan al oído. Brendel apunta que a veces la mejor forma de comprender a un autor es comparándolo con otro. Por ejemplo, si buscamos las diferencias entre Haydn y Mozart, descubriremos que caminan en direcciones opuestas: «Desde la calma, Haydn penetra profundamente en la agitación, mientras que Mozart, desde la excitación, apunta hacia la tranquilidad». Mozart logra este efecto con cambios de tempo que expresan intensidad, pálpito, vida, pero sin deslizarse hacia el sentimentalismo o el lamento autocomplaciente. La perspectiva apolínea, que ha identificado la música de Mozart con lo alegre, fresco y ligero, ha rebajado inadmisiblemente su fuerza dramática, olvidando sus arriesgadas innovaciones y sus conflictos interiores. Brendel recuerda que el desarrollo contrapuntístico del Andante de la Sonata en Fa mayor, K. 533, desencadena de forma inesperada «una disonante agitación interior que casi desencaja la forma». Mozart no es el adalid de la belleza y la armonía, sino el explorador de lo sublime e inexorable. En la Misa en Do menor, el Réquiem o en ciertos coros de Idomeneo, atisbamos «lo otro, ese poder inmenso ante el que no podemos sino enmudecer. Lo “extrahumano” es lo que se ha alcanzado aquí, no sólo en su perfección formal, sino también en su fuerza emocional».

Al comentar su primera grabación integral de las obras para piano de Beethoven, Brendel reivindica el piano moderno, cuestionado la corriente historicista que aboga por el uso de instrumentos originales: «El piano de concierto moderno […] hace mejor justicia que el Hammerklavier a la mayor parte de las obras pianísticas de Beethoven: su sonido es mucho más contrastado, coloreado y orquestal». Sin embargo, la fidelidad a un autor no depende sólo de instrumentos, sino de admitir la necesidad de interpretar sus obras de forma personal. Escribe Brendel: «Lo que el compositor haya querido decir con su partitura sólo se puede determinar con ayuda del propio sentimiento vivo, de la propia sensibilidad, de las propias facultades intelectuales y de la finura del propio oído. Esto está tan lejos de la “fidelidad” estéril como de la transcripción a cualquier precio. Es tan cuestionable forzar el “toque personal” como evitarlo; si no se ajusta por sí mismo, todo esfuerzo es vano». Una obra puede expresar estupor, estremecimiento o misterio. Esos sentimientos no pueden reflejarse con una frialdad mecánica, sino con una sensibilidad que comprende el sentido último de la composición. Las notas fluyen concertadas con el espíritu. La exactitud no es tan importante como una escucha creativa y flexible. Schumann no se equivoca al señalar que la música «sería un arte ínfimo si sólo tuviera sonidos, si no tuviera ni lenguaje ni signos para los estados del alma». Al igual que todas las artes, la música estudia y recrea nuestros procesos psicológicos, con sus oscilaciones entre el orden y el caos, la claridad y la ensoñación, la armonía y la disonancia. Las sonatas de Beethoven y Schubert brotan de sensibilidades distintas: «En la música de Beethoven no perdemos nunca la orientación, sabemos siempre dónde estamos. Schubert, por el contrario, nos sitúa en un estado onírico. Beethoven componía como un arquitecto; Schubert, como un sonámbulo». Schubert se deja llevar por la inmediatez de sus emociones, limitándose a proporcionarles una estructura formal ligera; Beethoven prefiere meditar sus emociones y expresarlas mediante una estructura sólida y precisa. Schönberg señaló que la solidez de una obra musical procede de una motivación psicológica convenientemente definida y organizada. «Una de las tareas más atractivas del intérprete –apunta Brendel? consiste en percibir al menos esas motivaciones psicológicas, aunque no las exprese en palabras».

La música brota del interior de la naturaleza humana, pero muchas veces actúa como un espejo de los aspectos del mundo exterior, como el espacio, la luz o la profundidad: «Los movimientos extremos de la Sonata Waldstein llegan hasta la claridad lejana: en ella nos salimos de nosotros mismos, mientras que el Adagio nos conduce hacia adentro (a la oscuridad de la propia naturaleza)». La estructura musical y el espíritu de la obra mantienen una relación de «fructífera tensión». En el caso de Beethoven, la dimensión estética siempre está vinculada al aliento moral. El encuentro entre esas dos esferas constituye la meta del intérprete. Sólo buscando ese punto de convergencia puede entenderse la evolución de un estilo, que no implica tan solo un devenir formal, sino un itinerario espiritual. La polifonía del último período de Beethoven manifiesta una mezcla de desesperación y plenitud. La fusión de lo trágico y lo esperanzador alumbra una creatividad exasperada y feraz, que representa el momento más alto de una trayectoria marcada por la búsqueda incansable de la perfección y la verdad. Del mismo modo en que detectamos en la música la excelencia estética y moral, podemos descubrir lo cómico y lo grotesco, que representa un absoluto al revés. En la obra de Haydn, la insolencia y el descaro se conjugan para producir hilaridad. En el último Beethoven también apreciamos comicidad: «Las Variaciones Diabelli, por mucho que tengan de seriedad y lirismo, de aire misterioso y depresivo, de hosquedad y virtuosismo obsesivo, son un compendio de comicidad musical».

Brendel reivindica las Sonatas para piano de Schubert, menospreciadas durante mucho tiempo. Se dijo que imitaban torpemente las Sonatas de Beethoven, que se sucedían monótonamente, sin experimentar ninguna clase de evolución, que eran poco pianísticas y demasiado descriptivas, casi provincianas. Brendel afirma que Schubert sólo adopta el esquema formal de Beethoven para desarrollar un estilo intuitivo e imprevisible, extático y expansivo, que muchas veces supera las posibilidades del fortepiano. Sólo el piano moderno logró mostrar la riqueza de unas composiciones innovadoras y altamente dramáticas. «Schubert es un viajero», escribe Brendel. No se refiere a la pasión por conocer nuevos lugares, sino al tránsito por los paisajes interiores, particularmente por las zonas más trágicas y umbrías: «Los abismos lo atraen, y los atraviesa con la seguridad de un sonámbulo». Para Brendel, Schubert es el «más conmovedor de todos», pues «nos da […], junto al horror de sus danzas de la muerte, la sensación de seguridad ante la muerte, la ternura, la atracción, el canto de las sirenas y la armonía esférica de la muerte». Liszt también ha soportado la incomprensión de la posteridad, que lo ha despachado en muchas ocasiones como un simple virtuoso del teclado y un mediocre compositor impregnado de sentimentalismo. Brendel opina que no se puede juzgar la música de Liszt, con la expectativa de hallar la perfección clásica, pues su inspiración pertenece a otra época. «Para Liszt tiene valor constitutivo lo inacabado, lo que sale a modo de esbozo, lo fragmentario. ¿No es el fragmento la forma artística más pura y legítima del romanticismo? Cuando la utopía, el intento de abarcar lo infinito, se convierte en el objetivo principal, la forma ha de permanecer abierta para acoger lo ilimitado». Brendel destaca dos obras: los Années de pèlerinage y la Sonata en Si menor. Ambas despuntan por su frescura, claridad, erudición y cuidadosa conducción melódica. Por otro lado, la manera del tocar el piano experimentó un giro con la forma de interpretar de Liszt, donde predominaba la voluntad de fundirse con la pieza, de comprenderla desde dentro, desterrando el automatismo académico: «Creó el tipo de intérprete universal de gran estilo, y nuestra concepción del sonido y nuestra técnica también se las debemos a él. Sería un detalle por su parte, admirados colegas, que lo admitieran. Y también sería un detalle por parte del público que abandonara ciertos prejuicios. Ya es hora de rehabilitar a Liszt».

Brendel homenajea al compositor, pianista, profesor y director de orquesta italiano Ferruccio Busoni, cuyas obras tardías discurren con una tonalidad indeterminada, como las del último Liszt. Su talento musical era una prolongación de su extraordinaria personalidad: «el lado fáustico de su intelecto, que lo familiariza con la melancolía del aislamiento, encuentra su correspondencia en la superioridad serena, en la ironía noble y en la devoción al misterio de la gracia como la cualidad espiritual más insólita». Brendel expresa una admiración semejante por Wilhelm Furtwängler: «Si no hubiera existido, habríamos tenido que inventarlo». Su maestría como director le permitía presentar «una pieza musical como algo íntegro, algo vivo en todos sus niveles, donde cada detalle, cada voz, cada impulso se justifica en relación con el todo». Brendel también dedica elogios al pianista y director de orquesta Edwin Fischer, en sus mejores momentos «niño y maestro en una unidad indivisible». En cuanto al piano, afirma que «cada instrumento es una experiencia nueva» y aclara que los conciertos en directo poseen alma, mientras que las grabaciones en estudio destacan por su exactitud. Eso sí, señala que el aura mística que surge entre el intérprete y el oyente, propiciando arrebatos de inspiración y clarividencia, sólo son posibles en una sala de conciertos, donde todo es irrepetible y hay una atmósfera altamente emocional. Brendel admite que en esas ocasiones ha sentido que una mano invisible lo guiaba, plasmando una perfecta concordancia entre la idea y la forma.

Sobre la música no es un libro tristemente erudito, plagado de tecnicismos y observaciones inaccesibles para el simple aficionado, sino una declaración de amor a ese universo mágico que Cernuda definió como «la fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas».

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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