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Afluentes de distintos ríos

QUIJOTE E HIJOS

Julián Ríos

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona

198 pp.

18 €

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Desde su publicación, el Quijote no ha dejado de fascinar a lectores, provocar a escritores y agitar el espíritu aguerrido de los críticos. La bibliografía sobre la novela –¿y de qué clase de novela hablamos, para empezar, cuando hablamos del Quijote?– es poco menos que inabarcable. El péndulo de la atención crítica ha oscilado desde la seriedad a la sátira, pasando por todos los puntos intermedios. Las interpretaciones se han sucedido en diversas lenguas y a lo largo de las épocas. El Quijote burlesco de novelistas ingleses del siglo XVIII como Fielding y Smollet (uno de sus traductores) no es el mismo que el de Unamuno, que lo consideraba una «épica cristiana». Hay un Quijote romántico, como el de Schelling, y uno posmoderno, como el de Paul Auster. Borges habló de las «magias parciales del Quijote», pero a la luz de la historia la frase suena mezquina. El libro se ha vuelto universalmente mágico. Incluso quienes lo denuestan (Nabokov, Amis) reconocen sus hechizos.

La recopilación de artículos bajo el título de Quijote e hijos exalta la seminalidad de la obra, desde una perspectiva similar a la de Milan Kundera: Cervantes aparece como un autor proteicamente irónico y desbordante que, junto con Rabelais, se sitúa en la raíz misma de la novela europea e internacional. Como novelista, Ríos se reconoce descendiente lejano del gran libro, y estos ensayos delinean parte de un «árbol genealógico» que contiene la «filiación cervantina de algunos autores mayores de la modernidad». El primero, por orden de aparición, es Thomas Mann, a quien encontramos en 1934 a bordo del paquebote holandés Volendam, en dirección a Norteamérica, donde ha de presentar la traducción al inglés de José y sus hermanos. Mann se ha reservado la lectura de Cervantes para los largos días en cubierta, lo que más tarde rememorará en el libro Travesía marítima con Don Quijote. Este es un «texto literario –informa Ríos– en el que hechos y datos biográficos […] a veces se cambian de orden o modifican y se funden con una mayor eficacia o economía narrativa». Pero el libro de Mann interesa a Ríos menos como documento que como excusa para iniciar una «travesía a través del océano de historias». El Volendam zarpa, apropiadamente, de un lugar de la Mancha, del canal de la Mancha, en Boulogne-sur-mer, para hacer escala en la costa inglesa. Ríos anota: «Es pertinente este comienzo de viaje hacia Inglaterra, porque fue allá […] donde el Quijote va a encontrar su genuina descendencia […] en las obras de Fielding, Goldsmith, Smollet y Sterne».

El resto del ensayo establece conexiones entre varios autores internacionales y Cervantes. Es posible, por ejemplo, que Shakespeare leyera la traducción del Quijote de Thomas Shelton (1612). Y dado que su colaborador John Fletcher era un «gran admirador de Cervantes», cabe suponer que Cardenio, la obra teatral de ambos, esté basada en el delirio de amor de Cardenio, «otro loco intermitente» que se topa con don Quijote. Algunas de las conexiones, sin embargo, son en el mejor de los casos retóricas y, en el peor, imaginarias. «Lo que primero llama la atención de Mann en el Quijote es que se presente como la traducción de un manuscrito árabe […]. No deja de ser curioso que el autor de Muerte en Venecia, cuyo protagonista se llama Aschenbach, no hubiese reparado en su casi homófono Eschenbach, el gran poeta medieval Wolfram von Eschenbach, cuyo Perceval […] también finge ser una traducción». Curioso, quizá, pero de ninguna manera pertinente. O tomemos lo siguiente: «¿Sabía Mann que la película favorita de Hitler era King Kong, ese Quijote de los simios?». La pregunta es tan improductiva como dudosa. ¿King Kong, un Quijote? Estamos en el terreno de lo que, en otra parte, Ríos llama «crítica-ficción».

Mann es caracterizado como quijotesco, o cervantino, por sus enormes ambiciones, y el siguiente escritor que merece una evaluación similar es James Joyce. Ríos le dedica dos ensayos de muy distinta índole: uno es una rememoración de lectura, el otro un acendrado encomio del Ulises. Como sobre Proust, sobre Joyce suele decirse que cierra la tradición iniciada por Cervantes, pero Ríos ve en él una renovadora continuidad (Joyce es una influencia fundamental en sus novelas). El ensayo, aunque traza admirablemente la estructura del Ulises, sucumbe a menudo a la verborrea crítica: el Ulises, «descendiente de la tragicomedia humana de Cervantes», contiene «multitud de niveles casi dantescos y hasta pedantescos» y personajes que son «el alfa y el omega de una megalópolis polisémica». Pero cuando Ríos, menos exaltadamente, nota que «el principio de incertidumbre, fundado por Cervantes en el Quijote, se lleva en Ulises a sus últimas consecuencias», identifica una verdadera continuidad ético-técnica entre las dos grandes obras. Así, concluye que «la duda, para Joyce, era lo propio del hombre», dando a entender que aquélla se expresa en la forma misma del libro.

La volubilidad lingüística es un problema permanente en el discurso crítico de Ríos. Recordando que la divisa de Stephen Dedalus era «exilio, astucia y silencio», Ríos dice: «Los juegos de palabras son la astucia hecha verbo». Pero poco aquí sustenta la afirmación. Los juegos de palabras de Ríos, más bien, parecerían ser del orden de la incontinencia. Joyce es «un príncipe de astucias»; Mann «le pone un pero franco a su amigo Frank»; Humbert Humbert es «insensible a los dolores de su Dolores»; al hablar de Rayuela, Ríos dice haber «releído este raído reído ejemplar». Uno recuerda los reparos de, por ejemplo, Martin Amis sobre Joyce: «el juego de palabras es la forma más baja del ingenio» («baja» en el sentido de fácil, simplista, ramplona). Y a veces el juego de palabras acaba en un tremendo embrollo. Joyce, dice Ríos, sabía que «no hay prosa sin espinas y deja que su majestad el lector escoja entre el clavel en clave y el nombre de la rosa que no es una rosa». Los claveles, reales o en clave, no tienen espinas. Pero Ríos no puede resistir la asonancia, como tampoco los guiños hacia Borges (vía Eco) y Shakespeare. Y todo esto para decir que Joyce le da vía libre al lector, lo cual ni siquiera es cierto: Joyce se jactaba de tener un fundamento para «cada coma» del laberinto lingüístico que es Finnegans Wake.
 

Quijote e hijos se completa con ensayos sobre Machado de Assis, Arno Schmidt, Julio Cortázar y Vladimir Nabokov. La selección tiene mucho de aleatoria. Y por más que Ríos pretenda, en la nota preliminar del libro, que los artículos fueron escritos «con el designio de unirlos al fin con el mismo hilo conductor», el carácter circunstancial de cada encargo significa que no todos estos escritores son cabalmente cervantinos, o que lo son de un modo tan tenue que la afirmación de un parentesco conduce a la generalidad de que todos los novelistas modernos descienden de Cervantes. Lo cierto es que el distanciamiento (voluntario o no) de algunos es más significativo que la consanguinidad, como en los hijos que acaban desheredados por sus desmanes. El ensayo sobre Rayuela, por ejemplo, encontraría mejor cabida en otra colección. Un caso más complicado aún es el de Nabokov. Como recuerda Ríos, Nabokov dictó un curso entero –que luego se publicó como Lectures on Don Quixote– en contra del libro, al que consideraba torpe y excesivamente cruel. Está por escribirse un ensayo muy interesante sobre el rechazo virulento de Nabokov, pero Ríos no se ha ocupado estrictamente del tema. Tampoco, para ser justos, se vio en la obligación. Los dos textos sobre Nabokov fueron escritos, respectivamente, con motivo del cincuentenario de Lolita y como introducción a uno de los volúmenes de las obras completas publicadas por Galaxia Gutenberg. Entrelazados de citas oportunas, atentos al fino entramado de la ficción, son lo mejor de este volumen desparejo, que se hubiera beneficiado de un título menos quijotesco y más exacto. Quijote e hijos y otros ensayos, por ejemplo.

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Ficha técnica

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