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¡Qué difícil es hacer reír!

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Hacer humor es una tarea muy difícil. ¿Por qué? Supongo que, entre otros muchos motivos, estará relacionado con determinadas actitudes e inclinaciones con que nos asomamos a la vida y nos enfrentamos al mundo, culturalmente hablando. De todos es sabido, por ejemplo, que en nuestro ámbito occidental –y más en nuestro país?, el pesimista tiene un plus de atención y un prestigio inmerecido, mientras que el optimista y el risueño pasan la mayoría de las veces por ingenuos, cuando no simplemente por tontos de baba. El pesimista es el profeta y el optimista representa el candor. Es lo mismo que sucede con la palabra y el silencio: el callado suele beneficiarse de una predisposición a su favor, como si fuese un sabio siempre en potencia, mientras que el locuaz nos despierta un recelo instantáneo. Es frecuente oír a personas graves y circunspectas decir que valoran mucho el sentido del humor. La experiencia me ha hecho desconfiar inmediatamente de ellas. A la menor broma sobre sus personas, pongo por caso, te lanzan una mirada que hace dos siglos nos hubiera llevado a retarnos en duelo. Lo cómico es sinónimo de liviano y, casi me atrevería a decir, un punto pueril. Lo establecido en nuestro medio es que todo lo relacionado con la risa se inserte en el apartado de inevitable prolegómeno, como cuando se trata de romper el hielo en una cita o en una conversación.

Todo esto que estoy señalando es cualquier cosa menos original. Se ha dicho innumerables veces, pero es así y seguirá siendo así por muchas veces que se diga. Y, sin embargo, como he advertido al comienzo, provocar la risa o la sonrisa es una ardua labor. Creo haber confesado en esta sección ya alguna vez que una de las cosas que me parecen más patéticas es el personaje del cómico que se esfuerza inútilmente por extraer unas risas de un público frío o desganado. Una variante de esa triste impotencia la representa el comediante que, fuera ya de las tablas, se empeña en ser ocurrente y genial a cada segundo, generando un cansancio infinito en su interlocutor. En mi tierra tenemos una palabra muy apropiada para designar a ese que se cree gracioso en todo momento o que nos apremia a que riamos sus presuntas gracias: malaje. Según la Real Academia, viene de «mal ángel» y significa «desagradable, que tiene mala sombra», pero en mi entorno siempre lo hemos utilizado en un tono menor, como saborío o, ya con otro matiz, sieso. En cualquier caso, personas sin gracia, sin salero. Y si encima quieren aparentar tener lo que no tienen, mucho peor.

Pensaba yo todo esto mientras pasaba las páginas de la Historia cómica de España que ha escrito Enrique Gallud Jardiel (Madrid, Verbum, 2016). El autor, como delata su apellido, es nieto del gran Jardiel y, aunque sus publicaciones son de índole muy diversa, parece que le tienta continuar la estela de su abuelo. En la contraportada se nos informa que esta «Historia cómica de España es una visión panorámica y divertidísima de las tonterías que los españoles venimos haciendo desde tiempo inmemorial». Bueno. Se acepta como declaración de intenciones. La siguiente frase, sin embargo, empieza a despertar las alarmas, no ya solo del historiador, sino del lector medianamente informado: «Esta crónica paródica de los tropecientos mil reyes de España y de sus chapuceros reinados presenta una imagen certera de las razones históricas que hacen a nuestro país tan diferente, como reza el lema publicitario». Equiparar o confundir a estas alturas la historia de España con la crónica de sus reyes y sus reinados ya pinta francamente mal, pero aspirar a dar «una imagen certera de las razones históricas» de la diferencia española echa patrás a cualquiera, sin necesidad de ser Menéndez Pidal.

Se dirá que me tomo muy en serio esa declaración de intenciones, que esto es sólo un divertimento. Entonces carecen de sentido tantas ínfulas sobre razones históricas y especificidad hispana. Máxime cuando el párrafo se completa con otra frase poco afortunada: «¿Cómo no vamos a ser el hazmerreír del mundo, con el pasado que hemos tenido y las meteduras de pata de nuestros gobernantes, desde Viriato hasta la fecha?» Parece que el autor confunde nuevamente la perspectiva humorística de nuestro pasado –empeño legítimo y encomiable? con la obligada inserción de España en el cuadro de deshonor de los patanes de la historia: España, hazmerreír del mundo. ¡Menuda trayectoria histórica la nuestra! Una sucesión ininterrumpida de meteduras de pata. ¡Ja, ja, ja! Cualquiera que nos observe se partirá de la risa. ¡No es para menos! España como «merienda de negros», como textualmente se dice más adelante.

«A los fundamentalistas políticos no les gustará este libro», se dice más adelante. A mí tampoco, pero no por nada que tenga que ver con el fundamentalismo, sino con la distancia entre aspiraciones y resultados. No discuto las buenas intenciones del autor, pero un empeño tan ambicioso como este requiere de dos cualidades básicas: un buen conocimiento de la historia y, quizás aún en mayor medida, unas grandes dosis de ingenio y mordacidad. No es la primera vez ni mucho menos que se intenta un acercamiento a la historia de nuestro país en clave de humor. Para no remontarme en el tiempo ni incurrir en las citas pedantes, me limitaré a dar cuenta de algunas obras relativamente recientes que deben estar en la mente de todos: Una historia de España a través de los Pérez, de Antonio Mingote (Barcelona, Crítica, 2014) e Historia de aquí (Madrid, Espejo de tinta, 2006) y Lo más de la Historia de aquí (Barcelona, Espasa, 2015), ambas de Forges. A ellas podría añadirse, aunque desde mi punto de vista a bastante distancia de las anteriores, Lo que vendría a ser la historia de España (Barcelona, Planeta, 2010), de Andreu Buenafuente y El Terrat.

Todas ellas tienen en común –me refiero sobre todo a las de Mingote y Forges? que vienen marcadas por la fuerte personalidad humorística de sus autores. Podrán gustar más o menos, pero nadie puede discutir que presentan un sello característico. Uno de los problemas –no el único? de esta Historia cómica de España es que parece improvisada a partir de las ocurrencias del autor, sin un hilo conductor y sin un carácter definido. A veces suena la flauta con algún golpe simpático, pero por lo general mantiene un tono plano y, lo que es peor, previsible. Esto último –no hace falta subrayarlo? es letal para una obra de esta índole. El humor es lo contrario de lo predecible: si no nos coge desprevenidos, si lo vemos venir a distancia, si no nos sorprende, el chiste (o lo que sea) queda neutralizado.

El libro se compone de veinticinco capítulos de corta extensión (en conjunto es una obra bastante breve, de poco más de un centenar de páginas). Después de una cronología deliberadamente arbitraria –si se cita, por ejemplo, el año 1492, es para decir que se inventa el morteruelo?, empieza por «Protoiberia y sus simpáticos moradores»: «Este Homo erectus, de hace 600.000 años, presentaba ya rasgos típicamente humanos: se metía los dedos en la nariz cuando nadie le veía, se ponía los calzoncillos con los que estaba más cómodo hasta desgastarlos completamente, usaba instrumentos contundentes para cazar y protestaba continuamente del clima» (p. 17). Siguen «invasiones a montones»: por poner un ejemplo, «en el año 600 a. C., más o menos por Navidad, llegaron los turones y se establecieron en Teruel a pensión completa» (p. 22). «Romanízate, romanízalo» es el siguiente capítulo, que da cuenta de lo que ya pueden imaginarse por el título, con especificaciones como la que sigue: «Se crearon algunas calzadas para poder llevar las mantecadas de Astorga de un sitio a otro de la península. Esto se hizo en un periquete, expropiando los terrenos, limpiándolos de conejos y elaborando las vías propiamente dichas con varias capas de distintos materiales (principalmente una mezcla de arcilla, grava y restos de presos políticos)» (p. 28).

La Hispania gotizada es la siguiente fase: «La sociedad de la península (que ya hemos dicho que era una sociedad limitada) quedó compuesta por hispanorromanos, visigodos, judíos, Adventistas del Séptimo Día y miembros del Círculo de Lectores» (p. 34). Así las cosas, llegó el «moro Muza y sus compinches» (p. 43): «Los invasores, a guantazo limpio, convirtieron al islam a las antiguas ubres romanas (no, perdón: “ubres” no, “urbes” romanas; ha sido un lapsus calami)». La Reconquista empieza con Pelayo, «que construyó el reino de Asturias, ladrillo a ladrillo. Era una monarquía teocrática, a semejanza de la visigoda, pero llevando el pelo más largo» (p. 49). El reino de Castilla empieza a llevar la voz cantante en la península, con continuas luchas intestinas, pero también con acuerdos importantes: «se restablecieron las relaciones entre Castilla y Aragón, que estaban más bien frías y distantes, y se reducían al intercambio ocasional de algún christmas por Navidad» (p. 54). Aragón, a su vez, tiene una historia complicada que se cuenta en estos términos: «A partir de aquí la historia se complica, porque hablan los textos del afeminamiento de la dinastía condal de Aragón por culpa de Andregoto Galíndez. Pero que nadie se alarme, pues no es lo que parece. Andregoto, pese a su nombre de fontanero griego, era la hija hembra de Galindo II Aznárez (¿ven qué lío?) y lo que sucedió fue que, por ser mujer, no podía ostentar el título. Así es que la buena moza (porque estaba buena, según fuentes fidedignas) se casó bien casada con el rey de Pamplona, García Sánchez I (que tenía nombre de oficinista), y todo fue de cine durante una temporada» (p. 57-58).

Llegan «Los Reyes Caóticos» y el descubrimiento de América, que se atribuye, en contra de todas las estimaciones de los historiadores, a Fernando y no a Isabel (p. 70). Arribó luego por «carambola del destino» Carlos, «un príncipe hispano-borgoñón» al que se le sublevan los comuneros, «unos revoltosos castellanos que llevaban muy mal que el Emperador mandase, más que nada porque querían mandar ellos» (p. 72). Le sucede su hijo Felipe, «conocido en todas partes por un sombrero horroroso que no se quitaba ni para bañarse y que tenía la forma de una maceta puesta del revés» (p. 73). El «llamado Siglo de Oro por algunos optimistas […] vio el estreno de las primeras zarzuelas» (p. 77). El país se despeña en el abismo: «A esto se sumaron los altos impuestos, que restaron poder económico a los aragoneses, multiplicando sus motivos de queja y dividiendo a los burgueses. Cuando quiso darse cuenta de la operación, el pueblo estaba quebrado de manera integral y con cara de primo; y la raíz del problema en su conjunto era que, en adición a los impuestos habituales, tuvo que hacer las funciones de patrocinador para resolver la ecuación de la operación militar contra la otra potencia, que, según el cálculo, costó más que aprenderse de memoria la tabla de logaritmos» (p. 77).

El siguiente capítulo se titula «Sucesos sucedidos sucesivamente en la Guerra de Sucesión». El siglo XVIII «tremendamente soso e insustancial» nos trae a monarcas como Fernando VI: «Dicen las crónicas peloteras que este melancólico soberano fue un hombre bonacho y justón (justo y bonachón, queríamos decir)». Le sigue Carlos III, «llamado “el Rey Albañil” por lo mucho que le gustaba lanzarles piropos soeces a las chicas guapas» (p. 82). A comienzos del siglo XIX, con la invasión napoleónica, se desata la «guerra de la Independoncia», llamada así por una errata no corregida. La expulsión de los franceses lleva al trono a Fernando VII, «feo de narices». «España, por aquellos tiempos, estaba hecha un asco» (p. 89). «En 1854 tiene lugar la Revolución de 1854, llamada así debido a una evidentísima falta de imaginación de los historiadores» (p. 93). Y un experimento más, el gobierno republicano (p. 96): «La República tuvo cuatro presidentes: Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón, Emilio Castelar y… (¡Anda! ¡Nos falta uno! Pues no nos acordamos de él en este momento. Luego lo miramos en una enciclopedia y se lo decimos.)».

Con el pronunciamiento del general «Arsénico Martínez-Campos» se abre la Restauración. Contradiciendo nuevamente todas las evaluaciones historiográficas, se afirma que España «se empobreció en esos años, debido a hambrunas y epidemias, y la desigualdad social se agravó en la mayor parte del territorio» (p. 98). El título de «Dos dictaduraciones de distintas duraciones» se emplea sólo –incomprensiblemente? como epígrafe para describir de modo muy sucinto el período de Primo de Rivera. «El republicismo» se ocupa de la Segunda República y empieza así: «La Segunda República se llamó de esa forma porque vino después de la Primera. Si se hubiese llamado, por ejemplo, la Cuarta República, las gentes se habrían mofado de los prohombres del tiempo por no saber contar y, además, se habrían hecho un lío tremendo» (p. 107). Su fracaso conduce al golpe militar y la contienda fratricida: «La Guerra Civil destrozó España y los juegos de café de bastantes familias» (p. 113).

«El francisquismo» es el título del capítulo siguiente, que se interrumpe bruscamente porque, como advierte una nota al pie (p. 117), «en un imperdonable momento de descuido, hemos utilizado distraídamente una página del manuscrito original de este libro para envolver un bocadillo de sobrasada, por lo que el lector se va a quedar sin saber cómo acabó el régimen franquista». Los dos últimos capítulos, «La juancar(l)adura» y «El neofelipismo» trazan un panorama muy crítico de la época en que vivimos. Cito un fragmento: «¿En qué época vivimos? En una época en la que lo que se roba a los pobres se les da a los ricos (bueno, esto no es nuevo: ha sucedido siempre). En una época en la que los historiadores cuentan mentiras en los libros (y no nos referimos a éste) para moldear las mentes de los jóvenes a su conveniencia. En una época en la que la misma empresa es dueña de medios de comunicación de ideologías opuestas entre sí y los hace pelearse ficticiamente para poder vender su producto a los clientes de los dos sesgos. En una época en la que se ha implantado el juego de “el mundo del revés”, en el que los criminales prosperan y se castiga a los jueces» (pp. 123-124).

He procurado ser respetuoso con el contenido del libro transcribiendo términos, frases y hasta párrafos para que sean ellos los que hablen y no yo. Creo que es suficiente para que se formen una idea. Y, bueno, por lo que a mí respecta, espero que a estas alturas me comprendan si les digo que no quiero añadir nada más a lo ya expresado en los párrafos que anteceden.

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