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La transmutación de las almas franquistas al nacionalismo

Catalanes todos

Javier Pérez Andújar

Barcelona, Tusquets, 2014

336 pp. 19 €

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Desde hace muchos años he oído hablar de la Gran Novela de Barcelona, esa construcción narrativa en la que la ciudad debía mostrar los conflictos de su tiempo: la lucha entre clases sociales por conquistar el poder, la hipocresía de determinadas conductas inmorales aceptadas como correctas y la integridad de unos valores –honestidad, honradez, humildad– que nos hacen sentir orgullosos de unos cuantos héroes. La novela, para entendernos, del siglo XIX. En Cataluña, a pesar de ofrecer a lo largo de su historia moderna material para desarrollar esos conflictos, no ha sido capaz de darles vida. Este es un viejo tema que algunos han resuelto de la siguiente manera: el mal crónico de la literatura catalana moderna es el catalanismo. Esta opinión se sustenta en lo que Gabriel Ferrater escribió en un texto de 1967 (recopilado en Tres prosistes) y al que en los últimos tiempos se ha recurrido por su visionaria percepción: «Interpretar las discordias sociales intracatalanas como una discordia entre Cataluña y el resto de España».

La Gran Novela de Barcelona se ha vivido como una carencia –y ha permitido la ironía, como en los cuentos reunidos por Sergi Pàmies en La gran novela sobre Barcelona (1998)–, que no ha quitado el sueño a nadie, aunque  los conflictos sociales queden siempre envueltos por una nebulosa melancólica e intimista, probablemente porque no existe un poder político real como escenario en el que desarrollarse la trama. Félix de Azúa lo expresa de la siguiente manera: «No hay nunca vencedores, ni de uno ni de otro bando, en las novelas barcelonesas; todas ellas producen una notable sensación de que la lucha es inútil y que el juego social se reduce a una inmensa mentira, ya que ni siquiera es posible alzarse con el poder y la gloria» (Lecturas compulsivas, 1998).

País petit e impenetrable, un territorio de poetas que sólo puede ser asediado extramuros, de ahí que fuese Juan Marsé a través de un marginado e impostor (quería hacerse pasar por un joven de izquierdas) oculto en las montañas de El Carmelo, el Pijoaparte, un charnego deseado por una joven burguesa resentida con su propia clase, decadente y ociosa, quien acabase construyendo la imagen de esa ciudad que sólo es en su trampantojo, como aquellos poetas del medio siglo que buscaban los arrabales y el puerto para airear el confortable hogar familiar y dar sentido a aquellos versos de Jaime Gil de Biedma: «Que la ciudad les pertenezca un día. / Como les pertenece esta montaña, / este despedazado anfiteatro / de las nostalgias de una burguesía».

Desde esta misma periferia, que no es sólo geográfica, sino un punto de vista moral, es desde donde Javier Pérez Andújar narra las historias de unos cuantos perdedores y los vencedores de siempre. Pero, cuidado, perdedores que son los vencedores, o vencedores que son los perdedores. ¿Moralina? Sí, mucha. Pero como en los tebeos justicieros que leíamos y que, sin pretenderlo, nos educaron en la idea de que la unanimidad siempre es sospechosa.

Catalanes todos, de evocativa resonancia franquista, es la recuperación de unos relatos escritos hace más de una década, quizás hechos para ponerles bocadillo y ocupar el humilde anaquel de las historietas populares, pero que, pasados los años, y en la circunstancia en que Cataluña afronta su propia identidad en el camerino de la historia, por decirlo de alguna manera, han recobrado un significado especial, y es que, cuando se construye la Historia, ajustar el maniquí a las medidas del traje deseado siempre comporta cortar por lo sano, sangre o no sangre.

El Juanito Oliva de Pérez de Andújar no es un héroe sin reconocimiento –un héroe, en resumidas cuentas–, sino un franquista sin saberlo –un franquista pobre, que ya es el colmo de la heroicidad–, un desclasado, como se decía antes, alguien que luchó por una Cataluña en orden y católica. Después de todo, nada que se alejase del ideario de Cambó, de Pujol, incluso de Mas. Pero tuvo la desgracia de entrar cojo por la Diagonal en enero de 1939 con las tropas nacionales, sin acreditar méritos de guerra, sino un accidente de pedicura, amputación que pudo paliar solicitando una pata de palo al Generalísimo, que le concedió, aunque luego tuviese que venderla porque, antes que la estética –para que luego digan de los catalanes–, está el estómago. Picaresca  y esperpento que Pérez Andújar domina y administra entre la carcajada y la emoción sincera por un mundo devastado por los pijos y la gauche divine que vendrían luego.

Desde ese milagro ortopédico, la admiración de Franco por Cataluña fue en aumento, hasta convertirla en patria de promisión, casi mítica –Barça, Seat, Montserrat, Club de Polo, desfiles ante una población devota de lo multitudinario y el aplec, que sigue bordándolo–, reserva espiritual de una España empobrecida, cetrina e inculta. Es la Barcelona alegre y confiada, ciudad de ferias y congresos.

Es el Juanito Oliva que asiste perplejo y con amargo resentimiento a la conversión veloz de las almas franquistas en nacionalistas de orden convergente, sin haber pasado antes por el purgatorio del arrepentimiento ni del perdón, sin ni siquiera cambiarse de camisa o sacudirse la caspa. Hay mucho de vodevil, de cabaret, de farsa. Ganas de reírse para rebajar el drama. «Para esto hice yo una guerra», se lamentará Juanito con su muñón de requeté. Nos invitará a repasar algunos de los apellidos de aquellos discretos vencedores y a encontrar su concomitancia con las clases gobernantes actuales, incluso emergentes, las que asoman la cabeza sin hacerse cargo del pasado de sus padres, aunque redoblando su fe patriótica, y sin duda es inevitable creer en la unidad de destino en lo nominativo.

Pero, desde mi punto de vista, Catalanes todos recobra un interés especial, emocionante para quien escribe, tras la lectura de Paseos con mi madre (2011), un libro íntimo, casi susurrado, muy contenido, que quizá por ese tono que sólo puede transmitirse desde la experiencia de quien sabe de lo que habla, dignifica la anónima existencia de todas las periferias urbanas. Leía hace unos días que un arquitecto se lamentaba de que, en esos barrios atravesados por autopistas, era imposible que creciese la vida. Pero la vida crece en cualquier lugar. Ese es el milagro. Vida desenraizada, como la maleza en los descampados, y siguiendo un código primitivo y universal: el de la supervivencia. No he podido evitar leer  Catalanes todos desde esa mirada, la que, llegada la noche, tiene que volver a alejarse de la ciudad en los autobuses nocturnos y guardar en los silencios del trayecto un montón de vidas inconfesables.

Manuel Calderón es periodista.

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