Buscar

Noche y niebla en la Argentina de Videla

image_pdfCrear PDF de este artículo.

El teniente general Jorge Rafael Videla encabezó el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 que se conoce en Argentina como Proceso de Reorganización Nacional. El objetivo inicial era acabar con los Montoneros, una guerrilla de la izquierda peronista, y el Ejército Revolucionario del Pueblo, de tendencia marxista-guevarista, pero enseguida la represión se extendió a toda forma de oposición, disidencia o subversión. El general Saint-Jean, gobernador de la provincia de Buenos Aires, se hizo famoso por unas declaraciones que disipaban cualquier duda sobre las intenciones de la Junta Cívico-Militar: «Primero mataremos a los subversivos, después a sus cómplices, después a sus amigos, después a sus familiares, después a los indiferentes y, por último, a los tímidos». Videla fue el rostro más visible de una dictadura que –según la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación Argentina– hizo desaparecer a trece mil personas entre 1976 y 1983. Las Madres de la Plaza de Mayo aseguran que la cifra real asciende hasta treinta mil. Videla pasó sus últimos veinte años de vida en arresto domiciliario. Acusado de participar en el robo de bebés de las madres asesinadas por subversivas, nunca pidió perdón ni se arrepintió de sus crímenes. Al igual que otros generales golpistas, argumentó que se había tratado de una guerra y que la crudeza de los métodos empleados respondía a la necesidad de vencer al enemigo.

La Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) es el centro de torturas más conocido de aquella época, pero hubo otros muchos: el Garaje Olimpo, El Campito, El Vesubio, La Perla, el Pozo de Banfield, Regimiento 9, La Polaca, Campo Hípico y Santa Catalina. El famoso informe «Nunca más», elaborado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) creada por Raúl Alfonsín, presidente de Argentina entre 1983 y 1989, y presidida por el escritor Ernesto Sábato, relata que los torturadores utilizaban sistemáticamente la picana eléctrica, los simulacros de fusilamiento, las quemaduras, el «submarino» (inmersión en agua y líquidos inmundos para provocar síntomas de asfixia), las fracturas de huesos, los latigazos, los cadenazos, la suspensión de barras del techo, la privación de agua, comida y sueño, el ataque con perros. Jacobo Timerman, director del diario La Opinión, que sufrió la tortura en sus propias carnes, salvó la vida gracias a la presión internacional, plasmando su experiencia en el libro Prisionero sin nombre, celda sin número (1982). En su obra, narra que la tortura se aplicaba por igual a hombres, mujeres, ancianos, adolescentes, discapacitados, embarazadas e incluso niños. De hecho, se conservan testimonios que refieren casos de niños menores de doce años torturados en presencia de sus padres. «De todas las situaciones dramáticas que he visto en las cárceles clandestinas –escribe Timerman–, nada puede compararse a esos grupos de familiares torturados muchas veces juntos, otras por separado, a la vista de todos, o en diferentes celdas, sabiendo unos que torturaban a los otros».

En 1995, Adolfo Scilingo, oficial de la Armada argentina y extorturador de la ESMA, relató al periodista Horacio Verbitsky el procedimiento utilizado para hacer desparecer a las víctimas. Los «vuelos de la muerte», que arrojaban al Río de la Plata a los detenidos desde gran altura cuando aún se encontraban vivos, se convirtieron en la fórmula habitual, pues se consideró un método más limpio que el fusilamiento y el enterramiento en una fosa común. Horacio Verbitsky transformó la confesión de Scilingo en un libro titulado El vuelo (1995), donde salía a la luz la cooperación de sectores de la Iglesia católica, la implicación de médicos suministrado inyecciones anestésicas, el uso del Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires y, en general, la participación activa de todos los sectores de las Fuerzas Armadas argentinas. «Se consultó a la jerarquía eclesiástica –explica Scilingo– y se adoptó un método que la Iglesia consideraba cristiano, o sea, gente que despega en vuelo y no llega a destino. Ante las dudas de algunos marinos, se aclaró que “se tiraría a los subversivos en pleno vuelo”. Después de los vuelos, los capellanes nos trataban de consolar recordando un precepto bíblico que habla de “separar la hierba mala del trigal”» (entrevista realizada por Martín Castellano a Adolfo Scilingo el 4 de octubre de 1997).

Las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, algunas de las fundadoras de Madres de la Plaza de Mayo (Esther Ballestrino, Azucena Villaflor de Vicenti, María Ponce de Bianco), seis de los diez jóvenes secuestrados durante la tristemente célebre «Noche de los lápices» (septiembre de 1976) y la adolescente sueca Dagmar Hagelin son algunas de las víctimas más conocidas de los «vuelos de la muerte». El general Ramón Camps, jefe de la Policía Federal, y el capitán de fragata Alfredo Astiz participaron en estos crímenes. Jamás han manifestado pesar e incluso han defendido la tortura como la vía más rápida para intimidar, castigar u obtener información. Camps era furiosamente antisemita y no ocultaba su admiración por Hitler. En 1983, concedió una entrevista al periodista español Santiago Aroca, de la revista Tiempo, admitiendo que había eliminado al menos a cinco mil subversivos y se había involucrado en el secuestro de niños. También reconoció que había hecho desaparecer a «periodistas molestos». De hecho, torturó personalmente a Jacobo Timerman, ensañándose con él por su condición de judío.

Un sector minoritario de la Iglesia católica se opuso a la represión, soportando amenazas, secuestros y asesinatos. La masacre de San Patricio (4 de julio de 1976), que le costó la vida a tres sacerdotes y dos seminaristas, y el asesinato de monseñor Enrique Angelelli (4 de agosto de 1976) quien, como obispo de la diócesis de La Rioja, promovió las cooperativas campesinas y la organización sindical de los peones, los mineros y las empleadas domésticas, son los casos más conocidos de la violencia de la dictadura contra los religiosos acusados de subversivos. El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, basado en las tesis de la Teología de la Liberación, perdió a veinte sacerdotes, asesinados en diferentes circunstancias. Sin embargo, el sector mayoritario de la Iglesia católica miró hacia otro lado o manifestó sus simpatías hacia el régimen, consiguiendo un trato preferencial en los conciertos educativos y económicos. La oligarquía empresarial no se benefició menos y escuchó con alivio al general Alices López Aufranc, cuando le comunicó su malestar por las protestas de los delegados sindicales: «No se preocupen –respondió el militar, refiriéndose a los sindicalistas–. Están (o estarán) todos bajo tierra». Cuando, en 1979, el general Videla tuvo que enfrentarse a la presión internacional sobre los desaparecidos, contestó con cinismo: «Mientras sean desaparecidos no pueden tener ningún tratamiento especial. Es una incógnita. Es un desaparecido. No tiene entidad. No está ni muerto ni vivo. Está desaparecido».

Al igual que Pinochet, Videla contó con el apoyo de un sector importante de la sociedad, que contempló con satisfacción el fin de la agitación social. Los Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) habían asesinado a 547 militares y policías, y a 230 civiles, casi siempre políticos, empresarios, diplomáticos, sindicalistas o jueces, pero también habían liquidado a supuestos traidores, que pretendían abandonar la lucha armada. Entre las víctimas, hay que citar al teólogo Carlos Alberto Sacheri, que había manifestado su oposición al modernismo religioso y a la Teología de la Liberación. Un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo-22 de Agosto –una escisión del ERP– lo ametralló delante de su familia cuando regresaba de asistir a misa. El mismo grupo guerrillero asesinó a Jordán Bruno Genta, un filósofo conservador con ideas similares. Los tiros y las bombas no discriminaban entre «objetivos» y «daños colaterales». La bomba que mató al comisario Alberto Vilar también segó la vida de su esposa. El general Jorge Esteban Cáceres fue tiroteado con su mujer. El capitán Humberto Viola murió con su hija de tres años. Otra hija de cinco resultó gravemente herida. El general Juan Carlos Sánchez estaba comprando la prensa en un quiosco cuando recibió varios disparos. La mujer que lo atendía murió con él. Laura Ferrari, estudiante de dieciocho años, quedó destrozada por un coche bomba estacionado enfrente de la Universidad de Belgrano. El ERP fue especialmente audaz, asaltando cuarteles, gendarmerías y polvorines. Cada acción costó vidas, lo que creaba una sensación de alarma e inseguridad. En el prólogo de «Nunca Más» se consideró «inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas». Es inobjetable, pero no es menos cierto que la violencia terrorista actuó como detonante del golpe de Estado y la represión posterior. Es probable que España hubiera sufrido un destino similar si el 23-F no hubiera fracasado.

Henry Kissinger aconsejó que las represalias se extendieran a los sindicatos, periódicos y partidos de izquierdas. Cuando sus asesores le advirtieron que existía el riesgo de un baño de sangre, respondió que Estados Unidos debía apoyar y no hostigar a la Junta Cívico-Militar. Una de las primeras medidas de los golpistas consistió en restablecer la pena de muerte y los consejos de guerra. Su proximidad ideológica al nazismo se manifestó en una persecución implacable contra judíos, homosexuales y testigos de Jehová. Asimismo, hostigaron y desplazaron a las comunidades amerindias, especialmente durante el Mundial de Fútbol de 1978. Entre los desaparecidos más célebres, cabe citar a los escritores Héctor Germán Oesterheld y Rodolfo Walsh. Documentos secretos del Gobierno de los Estados Unidos desclasificados en 2002 prueban que Henry Kissinger aconsejó a los militares argentinos liquidar a los opositores de toda índole antes de que Jimmy Carter ocupara la presidencia. Asimismo, revelan que el embajador estadounidense en Buenos Aires informó al secretario de Estado que los cuerpos de las monjas francesas y de las Madres de Plaza de Mayo habían aparecido en la playa atlántica cerca de Mar del Plata. El embajador solicita que su «Informe sobre monjas muertas», con fecha 30 de marzo de 1978, sea clasificado como confidencial y secreto para no comprometer a la fuente de información. De hecho, así se hizo, archivándose como Documento nº 1978-BUENOS-02346.

No debe sorprender que, en este contexto, se quemaran libros, igual que en la Alemania nazi, el Chile de Pinochet o la España de Franco. Sería un error creer que se quemó al azar o por simples rumores. El investigador Hernán Invernizzi señala que el proceso era sistemático y minucioso: «Primero había una evaluación política del libro, y luego venía la censura, que era una herramienta de control político en manos del Estado. No había ninguna improvisación, ningún capricho. Sabían muy bien lo que hacían». Todo se dirigía desde el Ministerio del Interior, donde se hallaba la Dirección Nacional de Publicaciones, un gran edificio situado en la calle Moreno 711, en el cruce de Moreno y Diagonal. Invernizzi afirma que «el funcionamiento de la censura era extremadamente simple, eficiente y prolijo. El criterio era: no se censura porque sí; porque fulano cae mal o porque es zurdo, porque es comunista o peronista combativo. Detrás de todo acto de censura de libros había una investigación del libro. Muchas de esas investigaciones las encontramos. A veces el informe sobre el libro son tres carillas, y a veces hasta cuarenta. Esos informes eran escritos por intelectuales, por profesionales, profesores de letras, abogados, sociólogos, antropólogos. Gente inteligente, capaz y preparada. Y más de uno de estos estudios les sorprendería porque es más que aceptable el nivel intelectual. Es más: en líneas generales, deberíamos decir que tenían razón en lo que decían, no se equivocaban. Desde el punto de vista de los intereses de clase de la dictadura y de su proyecto ideológico, los libros que ellos identificaban como “peligrosos” o como representantes del pensamiento crítico, por decirlo de alguna manera, estaban correctamente identificados, no se equivocaban». Los comités de profesores e intelectuales adictos al Proceso no se limitaban a censurar, pues intentaban reemplazar las obras prohibidas por otras que justificaran las políticas neoliberales, el autoritarismo y los valores de la Iglesia católica: «La dictadura tuvo una política cultural basada en un plan sistemático de persecución a cierto tipo de cultura, y de sustitución de un tipo de cultura por otro –apunta Invernizzi–. Hay documentos que explicaban cómo censurar, cómo controlar, cómo prohibir, y también cómo elaborar y desarrollar una política de sustitución cultural». Desde esta perspectiva, es perfectamente comprensible que se prestara una especial atención a las escuelas, los maestros y los manuales didácticos. En 1977, el Ministerio de Cultura y Educación envía una circular a los directores de los centros: «Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo)». En la circular se advierte que «el accionar subversivo se desarrolla a través de maestros ideológicamente captados que inciden sobre las mentes de los pequeños alumnos, fomentando el desarrollo de ideas o conductas rebeldes, aptas para la acción que se desarrollará en niveles superiores. La comunicación se realiza en forma directa, a través de charlas informales y mediante la lectura y comentario de cuentos tendenciosos editados para tal fin. En este sentido, se ha advertido en los últimos tiempos una notoria ofensiva marxista en el área de la literatura infantil».

Durante la presidencia del general Roberto Viola, se envía una nueva circular («Operación Claridad») para detectar y secuestrar los libros subversivos e identificar a los docentes que los recomiendan. Se consideran inaceptables las obras que cuestionan la organización del trabajo, la propiedad privada o el principio de autoridad. Cualquier agravio a la Iglesia católica y su moralidad será motivo suficiente para prohibir y destruir el libro. La quema de libros más grande se produjo el 30 de agosto de 1980, cuando la policía de Buenos Aires hizo arder en un baldío de Sarandí un millón y medio de ejemplares del Centro Editor de América Latina, fundado por Boris Spivacow. Los libros del depósito ardieron durante tres días. La mentalidad del escritor argentino se transformó al calor de esa hoguera. Los libros de autoayuda, ocultismo y espiritualismo reemplazaron a las novelas, cuentos o ensayos que abordaban los problemas de la realidad política y social. El mercado editorial se hizo conservador y se subordinó al afán de lucro, completando el trabajo de las Juntas Cívico-Militares. Un público conformista e infantilizado dio la espalda a la verdadera literatura y se inició una decadencia de las letras argentinas.

En el terreno económico, se aplicó el plan diseñado y ejecutado por José Martínez de la Hoz, ministro de Economía hasta 1981. Su modelo fue el neoliberalismo de la Escuela de Chicago, que ya se había aplicado en el Chile de Pinochet. La prioridad fue contener la inflación y estimular la inversión extranjera. Se aprobó una drástica reducción arancelaria para aumentar la competitividad de la economía argentina. Las consecuencias fueron nefastas. Las importaciones masivas afectaron a la industria nacional, provocando el cierre de pequeñas, medianas y grandes empresas. El sector del automóvil quedó desmantelado. Se cerraron las plantas de Peugeot, Citroën, General Motors y Chrysler. Olivetti quebró. En 1980, la producción industrial redujo un 10% su aportación al PBI y la industrial textil un 15%. Se prohibió el derecho de huelga y se sometió a los sindicatos a control militar. Se congelaron los salarios y el poder adquisitivo de la clase media se desplomó. En 1974, el índice de pobreza era de un 5,8%. En 1982, había crecido hasta un 37,4%. La devaluación del peso en 1978 no impidió la quiebra de veinticinco entidades crediticias y un crecimiento del 100% de las tasas de interés, provocando que muchas familias perdieran sus viviendas al no poder asumir el incremento de los créditos hipotecarios. El Estado socializó las pérdidas de los bancos, asumiendo su capitalización, lo cual disparó la deuda externa. De 7.875 millones de dólares en 1975 se pasó a 45.087 a finales de 1983.

Argentina celebró juicios contra los militares implicados en crímenes contra la humanidad, pero la Ley de Punto Final (1986) y la de Obediencia Debida (1987) promulgaba la extinción de las causas penales abiertas contra los militares por los casos de opositores desaparecidos. La Ley de Punto Final establecía un plazo de prescripción de dos años y sesenta días desde 1983 (se exoneraba a todo el que no había sido llamado a declarar en ese período) y la de Obediencia Final eximía de toda responsabilidad a los militares con una graduación inferior a la de coronel, lo cual significaba paralizar los procesos de conocidos torturadores y asesinos, como el capitán de fragata Alfredo Astiz, responsable de la muerte de las monjas francesas y de las primeras dirigentes de las Madres de la Plaza de Mayo, o el gobernador de Tucumán y general de brigada Antonio Domingo Bussi, que participó personalmente en las sesiones de tortura y asesinó con sus propias manos a varios detenidos. Los indultos promulgados por Carlos Menem en 1989 y 1990 dejaron en libertad a los jefes militares de las Juntas, con lo cual la impunidad se hizo total. Esta situación acabó cuando el Congreso Nacional anuló en 2003 las leyes y los indultos y la Corte Suprema de Justicia estimó inconstitucionales las medidas de gracia o exención de responsabilidad penal en 2005.

¿Puede extraerse alguna lección moral e histórica de esta tragedia? En primer lugar, una condena sin paliativos contra cualquier dictadura. Ningún régimen autoritario merece unas palabras de justificación o indulgencia. En segundo, una condena igualmente contundente contra la violencia revolucionaria. En los años sesenta, el marxismo-leninismo y el maoísmo se propagaron como alternativas de gobierno, justificando el uso de la lucha armada para conquistar el poder. No aprecio muchas diferencias entre los tiros y los coches bombas de los movimientos guerrilleros europeos o norteamericanos y los de Latinoamérica. Es cierto que la pobreza y las desigualdades eran mucho mayores en países como Guatemala, Nicaragua o El Salvador, pero la revolución cubana, lejos de crear una sociedad más humana, sólo alumbró una dictadura y, como tal, sólo puede ser condenada. Es curioso que los fusilamientos y las violaciones de los derechos humanos en la isla todavía susciten palabras de comprensión en un sector de la izquierda, con dudosas convicciones democráticas. El culto al Che no puede ser menos desconcertante. Su apología del odio como motivación política encarna la esencia del pensamiento totalitario: «El odio implacable hacia el enemigo nos impulsa por encima y más allá de las limitaciones naturales del hombre y nos transforma en efectivas, violentas, selectivas y frías máquinas de matar».

Por último, el drama argentino debería servir para revalorizar la democracia como modelo de convivencia. La libertad no es un invento burgués, sino la base de la prosperidad material y espiritual. Los países que garantizan las libertades democráticas son los que han conseguido mejores niveles de vida y mayor respeto a los derechos humanos. La economía de mercado no funciona sin salarios justos, derechos laborales y un grado razonable de intervención pública. Se olvida que una de las causas de la actual crisis económica ha sido la expansión irracional del crédito, lo cual refleja la necesidad de instituciones reguladoras. Octavio Paz afirmó que «la democracia es el régimen de las opiniones relativas». Cuando una opinión se convierte en dogma y no acepta la controversia, comienza la barbarie.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

11 '
0

Compartir

También de interés.

Distancias cortas

Los agitados años sesenta

Tumulto se publica en España un año después de su edición original en lengua alemana.…