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Miguel de Unamuno: la pasión de San Manuel Bueno, mártir (y II)

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4.

La caridad está asociada a la alegría. En su interior, don Manuel soporta un sentimiento trágico de la vida, pero hacia fuera lucha por inculcar el optimismo: «¡Ay, si pudiese cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, en un vinillo que, por mucho que de él se bebiera, alegrara siempre, sin emborrachar nunca… o por lo menos con una borrachera alegre!» Cuando acude al pueblo una compañía de titiriteros, la mujer de un payaso –ya enferma– se retira en mitad de una función y muere en una posada, asistida por don Manuel. El payaso finaliza su número devorado por la angustia y solloza al contemplar el cuerpo sin vida de su esposa, agradeciendo al sacerdote su intervención y manifestando que sólo un santo puede obrar con tanto amor y delicadeza. Don Manuel le contesta: «El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar, y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus hijos, sino también para dar alegría a los otros». Al recrear la escena con la perspectiva del tiempo, Ángela observa: «La alegría imperturbable de don Manuel era la forma temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y a los oídos de los demás». Es inevitable pensar en el gay saber de Nietzsche, que dice sí a la vida y reivindica la alegría, pero en el párroco de Valverde de Lucerna no se trata de una exaltación trágica de la finitud, sino de un gesto de fraternidad: «¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?» Don Manuel no espera salvarse, pues no cree en la vida eterna, pero sí desea salvar a su parroquia de la angustia y la desesperanza. El pueblo necesita su consuelo espiritual y él necesita al pueblo para sobrellevar su aflicción: «Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. […] Yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento». Don Manuel no puede estar más alejado del recogimiento del monje de clausura, pues necesita el calor y el afecto de su rebaño. El rebaño se extravía sin un pastor, pero el pastor no sabe hacia dónde encaminar sus pasos cuando se queda solo.

Ángela nunca llegará a casarse, pues preferirá dedicarse a colaborar con don Manuel, por el que siente un «afecto maternal»: «quería aliviarle del peso de su cruz del nacimiento». Es indudable que Unamuno piensa en su esposa, Concha Lizárraga, que le ayudó a sobrellevar su famosa crisis espiritual de 1897, cuando a mitad de noche rompió a llorar desconsoladamente, torturado por su incapacidad para creer en Dios. Concha le abrazó y le preguntó: «¿Qué tienes, hijo mío?» El escritor pasó los tres días siguientes en un convento de dominicos, rezando con la esperanza de recobrar la fe. Poco después, escribiría su ensayo «Nicodemo el fariseo», que aboga por alejarse de la razón y recobrar la fe de la infancia, algo que no logró jamás y que le provocaría un hondo y sincero desasosiego, aligerado tan solo por al afecto maternal de su esposa. No es extraño que don Manuel pida a Ángela la absolución, después de confesarle su falta de fe:

– Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me absuelves?

Me sentí como penetrada de un misterioso sacerdocio y le dije:

– En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.
Y salimos de la iglesia, y al salir se me estremecían las entrañas maternales.

Poco antes, don Manuel le había suplicado: «Reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida». Movido por esa convicción, que no se basa en creencias religiosas, sino vitales y filosóficas, el párroco logra que Lázaro se convierta públicamente, abandonando sus ideas liberales y anticlericales. Al principio, el indiano se limita a acudir a misa, pero finalmente comulga en presencia del resto de los feligreses. Cuando le acerca la sagrada forma, el párroco no puede reprimir las lágrimas y el temblor de manos, que causa un desgraciado accidente. La hostia cae al suelo y Lázaro la recoge, llevándosela a la boca. Todo el pueblo llora conmovido, pero esa madrugada canta un gallo. Unamuno advierte al lector sobre el verdadero significado de la emotiva escena. No se ha consumado una conversión, sino un sacrilegio. Lázaro no ha vencido su escepticismo. Simplemente, se ha implicado en la impostura de don Manuel, pues éste le ha enseñando que «la verdad es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella». Es mejor fingir para que los otros hallen el consuelo «de haber tenido que nacer para morir». El sacerdote admite que sólo tiene una religión: «consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Más adelante, afirma: «No hay más vida eterna que ésta…, que la sueñen eterna…, eterna de unos pocos años…» Don Manuel no es un farsante, sino un Jesús de Nazaret que sufre terriblemente porque no cree ser el Mesías, pero que ha asumido la necesidad de mantener la ilusión de su rebaño: «¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!» Cuando, en una ocasión, Ángela le pregunta cuál es el pecado del ser humano, don Manuel contesta: «¿Cuál? […] Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que “el delito mayor del hombre es haber nacido”. Ese es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido».

Don Manuel enferma de perlesía y, cuando se aproxima su muerte, pide ser trasladado a la iglesia para expirar en compañía de su parroquia. Se despide con sencillez y humildad: «Vivid en paz y contentos. […] Sed buenos, que esto basta». Poco antes, ha encomendado a Lázaro y Ángela que continúen su tarea: «Cuidad de estas pobres ovejas, que se consuelen de vivir, que crean lo que yo no he podido creer». Don Manuel expira y Blasillo el bobo, que le había agarrado la mano, muere al mismo tiempo. No hay sufrimiento en sus rostros, sino paz. Conviene señalar que el párroco muere mientras reza el Credo, poco antes de llegar a la «resurrección de la carne y la vida perdurable», el fragmento que jamás logró pronunciar desde el altar. Ricardo Gullón especula que el sacerdote representa la conciencia y Blasillo el inconsciente. Es probable, pero su proximidad en la vida y en la muerte redunda en una de las tesis principales de la novela: la virtud es caridad y siempre busca al débil y enfermo. Blasillo ha encontrado cariño y aceptación en don Manuel y no soportará la posibilidad de sobrevivirle en un mundo que excluye y menosprecia a los «tullidos» de cuerpo o espíritu. Lázaro no tardará en seguir el mismo camino, no sin manifestar su honda gratitud hacia el párroco: «Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado». No le aflige dejar el mundo, salvo porque con él se muere «otro pedazo del alma de don Manuel». Ángela envejece, sin olvidar la lección del sacerdote: «¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas». Ángela opina que don Manuel y su hermano fueron dos santos, que «se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada». Sería un error creer que el párroco de Valverde de Lucerna se limitó a proporcionar consuelo espiritual, pues también predicó que la dicha sólo es posible en comunidad. Ángela escribe: «Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea […]. No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí». Sin embargo, el legado de don Manuel también incluye la duda: «¿Es que sé algo? ¿Es que creo algo? ¿Es que esto que estoy aquí contando ha pasado y ha pasado tal y como lo cuento? […] ¿Es que todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño?» Tal vez el único pecado de don Manuel ha sido sincerarse y compartir su congoja. Ángela finaliza sus notas con sencillez teresiana, pero con la desazón del que guarda un profundo secreto: «aquí queda esto, y sea de su suerte lo que fuere». Unamuno reserva el último capítulo para comentar el supuesto hallazgo del manuscrito de Ángela Carballino. Es un ardid literario, pero también una reflexión ontológica, pues el escritor se plantea una vez más si sus personajes son más reales que su creador: «De la realidad de este San Manuel Bueno, mártir, tal como me lo ha revelado su discípula e hija espiritual Ángela Carballino, de esta realidad no se me ocurre dudar. […] creo en ella más que creo en mi propia realidad». Unamuno finaliza su novela reivindicando la capacidad de la novela para expresar una verdad profunda e inaccesible al saber empírico: «la novela es la más íntima historia, la más verdadera, por lo que no me explico que haya quién se indigne de que se llame novela al Evangelio, lo que es elevarlo, en realidad, sobre un cronicón cualquiera».

¿Se ha convertido San Manuel Bueno, mártir en un texto anacrónico y con escasas posibilidades de suscitar el interés en la sensibilidad moderna? ¿Dios está muerto para el español contemporáneo? Cioran escribió: «Si Dios fuera un cíclope, España le serviría de ojo». ¿Sólo es una frase de otra época, dictada por una visión romántica y trasnochada? ¿Ha triunfado el nihilismo, que describe la vida como algo absurdo y sin finalidad? El resto es silencio… Puede ser, pero el silencio no es una casa habitable, al menos para la conciencia humana, que sólo puede desplegarse como lenguaje y anhela perseverar en el ser. Es cierto que San Manuel Bueno, mártir, pertenece a otra época, pero –al igual que Platero y yo (1914)– expresa una visión depurada y elemental del cristianismo que no ha perdido vigencia. Al igual que Juan Ramón Jiménez, Unamuno exalta el amor, la bondad y la ternura hacia niños, pobres y enfermos. Cuando una muchacha que se había marchado a la ciudad regresa convertida en madre soltera, el párroco convence a Perote, su antiguo novio, de que se case con ella. «¡Pero, don Manuel, si no es mía la culpa…!», protesta el joven. A lo que le responde: «¡Quién lo sabe, hijo mío, quién lo sabe…! Y, sobre todo, no se trata de culpa». Años más tarde, ya desaparecido el párroco, el niño adoptado honrará a su padre adoptivo, cuidándole en una vejez desventurada: «Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de don Manuel, reconoció por suyo no siéndolo». Es evidente que esta historia refleja fielmente el mensaje de una de las más célebres bienaventuranzas del Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mateo 5:7). En San Manuel Bueno, mártir, se advierte la influencia de la «pedagogía lírica» de Francisco Giner de los Ríos, que opone a la hipocresía y corrupción de la España de la Restauración la fraternidad, la compasión y la dulzura del mensaje evangélico. No es pedagogía al uso, sino enseñanza en el sentido socrático.

San Manuel Bueno, mártir, es –además– una reivindicación del humanismo clásico. La labor pastoral del párroco renueva la vieja creencia de que el hombre lleva en su interior la imagen de Dios conforme a la cual fue creado. Don Manuel duda de la existencia de la vida eterna, pero no cuestiona que su misión es formar al ser humano para convertirlo en un ser espiritual. Desdeña la política, pero no por insolidaridad o intransigencia. Simplemente, entiende que lo esencial no se halla en municipios o parlamentos, sino en el corazón. Mientras éste no aprenda a amar a sus semejantes, no habrá paz en la tierra ni alegría en las mentes. Hace falta amar a los otros para amarse a uno mismo. El viaje del espíritu consiste en una apertura hacia los semejantes que posibilita el crecimiento interno. La mirada no adquiere nitidez hasta que se encuentra con otros ojos y contempla el mundo desde su perspectiva. El humanismo es inseparable del cristianismo, pues sitúa al hombre en el centro de su discurso, asumiendo sus miserias y su capacidad de trascenderlas. El famoso «¡Que inventen ellos!» de Unamuno es el viejo grito humanista, rebelándose contra la arrogancia de la ciencia moderna, que excluye de la realidad todo lo que no puede ser contrastado empíricamente. Kant nos enseñó que el tiempo y el espacio son formas puras de la sensibilidad que se combinan con los conceptos del entendimiento para urdir nuestra representación del mundo. Eso no significa que, más allá de esa representación, no existan ideas tan inverificables como la libertad, la inmortalidad, el alma o Dios. Kant afirmó que mostró los límites de la metafísica para salvar la fe, pero la posteridad concedió una atención prioritaria a su labor de demolición, pensando que arrojaba a Dios al desván de la historia, reducido a mera superstición.

El Dios cristiano no es un vestigio arqueológico de un pasado felizmente superado por la ciencia. La utopía cristiana contiene un mensaje de liberación. Por el contrario, la utopía científica desemboca en escenarios como los de Un mundo feliz, 1984 o Fahrenheit 451. Es decir, en la banalidad, la guerra y la trivialización de las emociones. El mundo actual, con su violencia ininterrumpida, su consumo compulsivo de fruslerías y su implacable destrucción de los vínculos comunitarios y familiares, es un ejemplo de las contrautopías atisbadas por Huxley, Orwell y Bradbury. Pensadores como Hannah Arendt y Slavoj Žižek, escépticos en materia religiosa, han señalado el hondo potencial liberador de las ideas centrales del cristianismo. En La condición humana (1951), Hannah Arendt escribe: «Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo. […] El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular». En El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano? (2000), Slavoj Žižek apunta que las enseñanzas de Cristo rompen la lógica circular de la venganza: «en lugar del “¡ojo por ojo!”, encontramos “si uno te abofetea la mejilla derecha, preséntale también la otra”. No se trata aquí, por supuesto, de un estúpido masoquismo o de la humilde aceptación de la humillación propia, sino, sencillamente, de interrumpir la lógica circular del establecimiento del equilibrio». Dicho de otro modo: se establece como precepto la prohibición de continuar la escalada de violencia, propiciando la superación del odio y la reconciliación. Lejos de imponernos una obligación, el cristianismo nos invita a una reflexión. El Dios que aceptó la tortura y la humillación nos incita a vivir sin aguardar su intervención. Su Encarnación y Pasión dejan muy claro que no se trata del deus ex machina de la tragedia antigua: «Dios nos hace saber –escribe el teólogo y pastor luterano Dietrich Bonhoeffer, ahorcado el 9 de abril de 1944 en el campo de concentración de Flossenbürg por oponerse a la dictadura nazi– que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios». La vida de Manuel Bueno es la realización de esa máxima, pues el párroco actúa como un cristiano que no espera nada de Dios, salvo su inspiración. No creo que a Unamuno le hubiera desagradado esta analogía.

La fe no es una experiencia sencilla, sino una tensión permanente entre la razón y la sed de eternidad. Don Manuel recuerda la advertencia del Antiguo Testamento, cuando Yahvé previene a Moisés: «No puedes ver mi rostro; porque nadie puede verme y vivir» (Éxodo 33:20). «Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada», exclama el párroco ante Ángela, que le escucha con tristeza. Unamuno no anhelaba una inmortalidad impersonal, sino radicalmente subjetiva. Quería perdurar con su yo, conservando todas sus peculiaridades y menudencias. No quería ser una gota en el océano de la conciencia divina. Hay algo de egolatría en esa ambición, pero también una reivindicación de la persona como forma de existencia, constituida a partir de una relación dinámica entre el pasado, el presente y el futuro. En la eternidad, hay vida, y esa vida sería inconcebible sin una dialéctica entre lo finito y lo Infinito, lo cual implica la interacción entre dos polos tan asimétricos como semejantes. Ser eternamente como persona presupone que Dios es una realidad personal. Dicho con términos filosóficos: no puede haber Identidad sin Diferencia. Dios y el hombre no pueden confundirse en una conciencia oceánica, sin perder Esencia y Existencia. En lo indiferenciado sólo hay ruido y confusión, no armonía. Don Manuel carece de fe, pero se prepara para la muerte. Cuando se seca el «nogal matriarcal» que le proporcionó sombra durante sus juegos infantiles, labra seis tablas y las guarda bajo su lecho. Al sentir la proximidad de la muerte, pide a Lázaro y Ángela que las utilicen para su ataúd. Serán su morada, donde al fin podrá «dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar». La perspectiva del no ser, de la nada absoluta que presuntamente aguarda a todos los seres vivientes, no excluye la nostalgia de su niñez, cuando no dudaba de la eternidad: «¡Y entonces sí creía en la vida perdurable! Es decir, me figuro ahora que creía entonces. Para un niño, creer no es más que soñar. Y para un pueblo». Al filo de la muerte, don Manuel convoca su infancia, medita sobre su destino sobrenatural y no descuida la salud espiritual de Valverde de Lucerna, que depende de la firmeza de su esperanza. El nogal parece ser la escalera que posibilita recorrer la distancia entre las entrañas de la tierra y la vida eterna. Aunque la incredulidad ha arraigado en su conciencia, su intimidad más recóndita aún alienta la expectativa de un más allá. Lázaro intuye esa paradoja y lo comenta con su hermana, utilizando una parábola: «Creo […] que en el fondo del alma de nuestro don Manuel hay también sumergida, ahogada, una villa y que alguna vez se oyen sus campanadas». Ángela asiente: «Sí, […] esa villa sumergida en el alma de don Manuel, ¿y por qué no también en la tuya?, es el cementerio de las almas de nuestros abuelos, los de esta nuestra Valverde de Lucerna…, ¡feudal y medieval!» Sólo con esta perspectiva podemos comprender la cita de San Pablo que encabeza San Manuel Bueno, mártir: «Si sólo en esta vida esperamos en Cristo somos los más miserables de los hombres todos» (1 Cor., 15:19). La muerte no es el fin de la esperanza, sino el umbral donde la esperanza afronta su prueba definitiva. Sería absurdo intentar racionalizar esta afirmación, pues no pertenece al ámbito conceptual, sino al terreno de lo incondicionado, que –según Kant– sólo puede presuponerse, nunca probarse.

Se ha destacado el carácter agónico de San Manuel Bueno, mártir, pero yo quiero finalizar este pequeño ensayo mencionando una página particularmente hermosa, donde lo contemplativo prevalece sobre cualquier pulsión trágica. Habla Lázaro, comentando a su hermana las vicisitudes de sus paseos con el párroco: «cuando volvíamos acá, vimos a una zagala, una cabrera, que enhiesta sobre un picacho de la falda de la montaña, a la vista del lago, estaba cantando con una voz más fresca que las aguas de éste. Don Manuel me detuvo, y señalándomela, dijo: “Mira, parece como si se hubiese acabado el tiempo, como si esa zagala hubiese estado ahí siempre, y como está, cantando como está, y como si hubiera de seguir estando así siempre, como estuvo cuando empezó mi conciencia, como estará cuando se me acabe. Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la Naturaleza y no de la Historia”. ¡Cómo siente, cómo anima don Manuel a la Naturaleza! Nunca olvidaré el día de la nevada, en que me dijo: “¿Has visto Lázaro, misterio mayor que él de la nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras cubre con su toca a la montaña?”»

Unamuno siempre soñó con desnacer para librarse de la Historia, un imparable devenir hacia la muerte. Su conciencia atestada de conocimiento anhelaba la inmediatez de un alma sencilla, semioculta en la Naturaleza y libre de dudas. Cuanto más pequeño y humilde es el yo, menos le aflige la perspectiva de la muerte. No es el caso de don Manuel, con una personalidad tan acusada como la de Unamuno. Por eso, su meditación sobre la cabrera se diluye en el asombro que le produce la materia, con sus cambios y mudanzas. La nieve es un fenómeno con una explicación científica, pero el ser que posibilita y soporta su existencia es un misterio. No saber produce angustia. En cambio, contemplar la belleza proporciona cierta paz interior. San Manuel Bueno, mártir, no despeja ninguna incógnita, pero nos hace sentir que la vida puede ser un yugo suave cuando interviene la caridad y obedecemos su mandato de ser el guardián de nuestros hermanos.

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