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Nada

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Detrás de mi casa hay una dehesa con un camino rojo que desemboca en tres pequeñas lagunas, con patos, ocas y gansos. Hace dos décadas, el ayuntamiento repobló el paisaje con pinos diminutos, que han crecido de forma desigual. Los más afortunados son árboles jóvenes que apenas superan los tres metros. A veces, las copas se tocan, produciendo una ilusoria sensación de continuidad. Otros pinos se han quedado rezagados y sólo despuntan tímidamente por encima de las jaras. No son fruto de la siembra, sino de la polinización, que sólo necesita unos cuantos ejemplares adultos para garantizar la propagación de la vida. Los claros cada vez son más escasos. La dehesa empieza a parecer un bosque encantado, casi un paisaje de El mago de Oz, con sus cielos granates y sus adoquines amarillos, pero en este caso el camino es rojo y no hay un arcoíris al fondo, sino la sierra de Guadarrama, que se alza con sus picos desnudos, pelados, místicos. Aún es otoño y la nieve no ha cubierto las cumbres, pero las nubes dibujan crestas blancas, invernales, que impiden apreciar con nitidez los contornos. Algunas tardes las nubes parecen laderas de los Pirineos o de los Alpes, con sus enormes moles desplomándose como aludes silenciosos. El horizonte se parece a la mesa de un ilusionista. Nada es lo que aparenta. Todo se transforma. Es imposible saber dónde acaban las cosas. La materia se desdibuja en manchas y pinceladas; el aire gime como una grieta; la luz parpadea como un faro en la lejanía y, de repente, la lluvia irrumpe violentamente, borrando nuestras impresiones y apagando los sonidos del campo. Pasear es una experiencia estética, pero también un ejercicio cívico, pues la belleza suele ser un poderoso argumento contra el dogmatismo y la intolerancia. Pasear no consiste simplemente en desplazarse, sino en observar lo que nos rodea, sin ignorar que cada momento es irrepetible. Nuestros ojos son los testigos de los prodigios que salen a nuestro paso. No se limitan a mirar. Acumulan recuerdos que nos ayudarán más tarde a percibir el pasado como algo vivo. Escribir sobre esas vivencias es intentar capturar el latido que palpita en nuestra memoria, mostrándonos que nuestro yo se difumina cuando olvida sus experiencias anteriores. Atisbamos el porvenir con incertidumbre, sin reparar en que la vida se sostiene sobre el pasado y adquiere un sentido con la reflexión de lo vivido.

Suelo recorrer el camino rojo cada tarde. La expectativa de contemplar las ocas sobre la laguna me produce un especial regocijo. No son cisnes, pero despiertan igualmente mi nostalgia por la poesía modernista, una de las pasiones de mi juventud. El cisne siempre estará ligado a la melancolía y el ensueño. Simboliza el ideal, pero también la decadencia y el desengaño. Presumo que los niños que arrojan pan a las ocas no piensan nada semejante. Heidegger, con su prosa petulante, sostenía que la verdad acontece en el arte, pero yo me pregunto si el arte no es una verdad diferente, una forma de interpretar la realidad, pero en ningún caso una mirada privilegiada que descubre y expresa la esencia de lo real. El lenguaje duplica el ser. No es un bisturí, sino un espejo que deforma o idealiza. Las palabras a veces se liberan de cualquier atadura e inventan, creando otra realidad. En esa esfera intangible, el ingenio humano actúa como un pequeño demiurgo, ensanchando el universo con nuevos objetos, que inciden sobre el mundo empírico o incluso lo modifican. Si no fuera por los cisnes de Rubén Darío, yo no habría establecido una analogía con las ocas de las lagunas, mucho menos elegantes y estilizadas.

Cuando me alejo de las lagunas, abandono el camino rojo y camino por un sendero de tierra. El bosque de pinos convive con fresnos, chopos, olmos, arces, álamos. Para mí, cada árbol esconde una promesa de felicidad. Los árboles son objeciones definitivas contra cualquier forma de pesimismo. Es imposible afirmar que el mundo está mal hecho mientras paseas bajo su sombra o contemplas su desnudez, recortándose contra un cielo que clarea. Una hilera de árboles destacándose entre la niebla de un amanecer es un milagro que espanta los pensamientos más sombríos. El camino de tierra culmina en un cerro precedido por una cuesta que exige cierto esfuerzo. No consigo llegar hasta arriba sin jadear. Merece la pena fatigarse un poco. Desde lo alto se vislumbran los pueblos más cercanos, con sus casitas agrupadas alrededor de una iglesia. Una carretera divide extensas llanuras de trigo y cebada, con la tierra cultivada o en barbecho. La sierra de Guadarrama parece una muralla almenada, con las paredes levemente curvadas por barbacanas defensivas. Aunque atardece, un cernícalo planea con sus alas, buscando alguna presa. Su vuelo es majestuoso. Sé que puede alcanzar velocidades vertiginosas, pero me asombra más su forma de flotar en el aire, casi como la flecha de Zenón de Elea, atrapada en una quietud inverosímil. Se escucha la campana de la iglesia más cercana. Me preguntó qué ha retrasado su migración a África, pues a mediados de octubre casi todas las rapaces han cambiado de hábitat, buscando una geografía más templada. El cielo adquiere una tonalidad cárdena, fundiéndose con unas nubes negras que presagian lluvias y tormentas.

Al regresar a casa, leo unas páginas de Gabriel Miró. Me indigno moderadamente al recordar los injustos comentarios de Ortega y Gasset sobre el escritor alicantino, quizás el mejor prosista de la literatura española del siglo XX. Azorín siempre me ha parecido inferior y Valle-Inclán, con su punto de locura, a veces me resulta estridente, si bien admiro profundamente a los dos. No me parece menos deslumbrante la prosa de Cernuda en Ocnos, pero su desgarro me resulta doloroso, desalentador. El pesimismo es el pecado capital de los escritores. Pocos han asimilado que la mortalidad, lejos de ser una maldición, constituye una gracia que nos exime de una eternidad semejante a la de los desdichados inmortales de Jonathan Swift. Quizás he incurrido en la misma lacra que Miró. No he contado nada, pero… ¿realmente es así? Una página es como un paseo. Siempre representa una aventura. Mañana volveré a caminar por el camino rojo, subiré al cerro y otearé el horizonte, fijando la mirada en la Sierra de Guadarrama. Aparentemente, repetiré mi itinerario, pero sé que no será igual. Nunca es igual. A semejanza de los seres humanos, la naturaleza cambia sin cesar. Y a veces la literatura se atreve a imitarla, creando su propio paisaje de palabras.

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