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MARIO VARGAS LLOSA. Los cuadernos de don Rigoberto

Los cuadernos de don Rigoberto

MARIO VARGAS LLOSA

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De lo escrito por Kundera me he quedado con un aviso –o acaso lamentación– que dice: «¡Pobre del novelista más lúcido que sus novelas!», que supongo una advertencia contra el exceso técnico, ya exhibido en la propia obra o fuera de ella. No digo incorporado, que dejaría de ser exceso. Digo exhibido, tal y como nos han acostumbrado algunas novelistas francesas de moda en los sesenta que, como viandas congeladas, cuando conseguíamos hincarles el diente notábamos la textura acorchada y el sabor de lo poco fresco.

Se podrá discutir el mayor o menor acierto de algunas novelas de Mario Vargas Llosa, pero jamás su dominio del arte de la narración. En sus obras más tempranas mostraba ya una admirable variedad de recursos que surgían precisamente del propio relato para potenciarlo. La técnica ha de brotar de la narración como las ramas y las frutas brotan del árbol y no como los adornos y abalorios que se le añaden por Navidad.

De esta su última novela, Los cuadernosde don Rigoberto, me atrae precisamente eso. Y no me importan demasiado ni el argumento, leve para tanto desarrollo, ni la ambientación tan desrealizada, esa localización andina, por ejemplo, que se correspondería mejor con ambientes muy específicos de clases altas europeas cultivadoras del hedonismo más decadente; porque el ámbito verdadero en el que transcurre la acción es el de la fábula, un territorio que Vargas Llosa domina a la perfección.

Estamos ante la continuación de aquella novelita erótica Elogio de la madrastra. Y la figura del «voyeur» es, creo yo, uno de los ejes de este tipo de literatura. Es el «voyeur» quien multiplica el placer de los amantes y lo expande, sin que la intimidad de lo amatorio pierda su naturaleza, pues su conducta se desarrolla en el secreto. Que un marido, sin estar en la situación física del «voyeur», persiga y logre los placeres del «voyeur», y que, como tal, rompa –exclusivamente para los lectores– la ley de incomunicación que rige sus relaciones con los otros, sólo es posible en la buena literatura.

Bastan, pues, muy pocas páginas para disfrutar de Los cuadernos… La novela, ya lo he apuntado, es tal vez excesivamente larga y sin demasiada intensidad argumental. Pero el modo de contarla hace de ella algo grato siempre, con cimas muy particulares de gozo, lo que se corresponde bien con la curva de la mecánica erótica. Así, por ejemplo, en las páginas tituladas «La semana ideal», en las que precisamente don Rigoberto vive su relación amorosa desde esas singularísimas emociones de «voyeur».

Estas páginas pueden servir de modelo de esa ruptura de las barreras de tiempo y espacio que constituyen una de las especificidades más prodigiosas de lo narrativo, al poner en comunicación aquello que es incomunicable como si el lector, por seguir a los personajes, entrase a través de uno de esos agujeros de gusano de que hablan los físicos. Claro que ésta no es física cuántica sino física literaria.

Doña Lucrecia, la mujer de don Rigoberto, ha recibido una carta de un antiguo condiscípulo del colegio, Modesto, a quien se conoce por el remoquete de Pluto, que la amaba en silencio. Ahora millonario vive en los Estados Unidos y, aunque casado, le propone que se sume a cumplir el sueño de su vida: una semana juntos en París. Para ello Pluto ha reservado una importante cantidad de dinero, ha realizado las reservas de restaurantes, hotel, ópera, etc., y ha puesto a disposición de doña Lucrecia los billetes de avión.

Doña Lucrecia, sin secretos para don Rigoberto, se lo hace saber y éste, algo más que modelo de marido tolerante, la anima a que se vaya. Así lo hace y, a su regreso, doña Lucrecia le cuenta las impresiones del primer día: el encuentro, la llegada al hotel, la salida al baile. Don Rigoberto aventura: «Te besaría en el cuello, en la orejita». Y no se trata de llamar la atención sobre ese diminutivo, la orejita, tan cargado de deseo o de celos disimulados o de afán posesivo apenas reprimido, sino de que quien responda sea precisamente el propio narrador, que dice a continuación: «Nada de eso. No había intentado cogerle la mano».

Tal entretejido de voces es continuo y, lo que es más importante, sólo se percibe por el lector como luminosidad narrativa. En un momento, pródigo de excitaciones, doña Lucrecia cuenta que dijo:

«–Tengo sueño y creo que tú también, Pluto. Es hora de dormir.
»–Buenas noches –repuso al instante aquella voz, en el ápice de la dicha o la agonía. Modesto retrocedió, tropezando; segundos después la puerta se cerró.
»–Fue capaz de contenerse, no se echó sobre ti como una fiera hambrienta –exclamó don Rigoberto, hechizado–. Lo manejabas con el meñique.»

Pero hay más. Porque casi enseguida don Rigoberto se queja de que doña Lucrecia se compadezca de Pluto. Y es entonces Pluto quien se encarga de darle la razón. Es decir una voz que se emite en el presente recibe respuesta en una voz que se emitió en el pasado. Veámoslo:

«–¿El pobre? –reflexionó don Rigoberto, después del amor, mientras convalecían, fatigados y dichosos–. ¿Por qué, pobre?
»–El hombre más feliz del mundo, Lucre –afirmó Modesto…»

La interacción entre unos y otros llega a ser tan íntima que hay un momento en que lo narrado por doña Lucrecia interesa de tal manera a sus dos acompañantes, el del pasado, Modesto-Pluto, y el del presente, don Rigoberto, que ambos acucian con sus preguntas a la narradora.

«–¿Cuál? –preguntó Modesto.
»–¿Qué remedio? –hizo eco don Rigoberto.»

Y cuando don Rigoberto pide una aclaración a doña Lucrecia, ella al contestar, le contesta también a Pluto en el pasado:

«–¿Comenzó a cantar Torna a Surriento? –se enderezó violentamente don Rigoberto–. ¿En ese instante?
»–Eso mismo –doña Lucrecia volvió a soltar la carcajada y a pedir perdón–. Me dejas pasmada, Pluto. ¿Cantas porque te gusta o porque no te gusta?»

Espléndido.

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