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El ateo oficial del mundo árabe

CES INTERDITS QUI NOUS HANTENT. ISLAM, CENSURE, ORIENTALISME

Sadik Jalal al-Azm

Parenthèses, París

Trad. de Jalel El Gharbi (árabe) y Jean-Pierre Dahdah (inglés)

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Si la revolución iraní de 1979 que instauró la república islámica supuso la comprobación de la impresionante capacidad movilizadora y política del islamismo militante (algo que luego se extendería con rapidez por el conjunto de los países musulmanes), no es menos cierto que la nueva dirección que por entonces comenzaban a tomar los estudios árabes en Occidente contribuyó, asimismo, a reafirmar la omnipresencia que desde entonces ha tenido el islam –dejémoslo por el momento así, en términos generales– tanto en los foros políticos como en los medios de comunicación o en la academia.

En efecto, sobre los años ochenta del pasado siglo (algo más tarde en España) las disciplinas históricas o filológicas que históricamente habían estructurado el saber orientalista europeo comenzaron a perder su protagonismo cuasi absoluto en favor de las aproximaciones sociológicas o sociopolíticas al mundo del islam. El cultural turn que también por entonces se producía en materias como la propia sociología, la traductología o los estudios de género terminó por elevar al islam al rango de elemento principal para la necesaria y correcta comprensión –así se enfatizaba– de todo lo que acontecía en aquella parte convulsa del universo. Y también en la nuestra, porque, por supuesto, cualquier cuestión relacionada con la presencia árabe en Europa tenía por fuerza que analizarse, entenderse y solucionarse –llegado el caso– dentro de categorías islámicas. Y hay que decir que una amplia porción de la izquierda europea aceptó de muy buen grado, y con muy escaso cuestionamiento, la idea de que el islam político significaba una fuerza de cambio y terminó admitiendo la existencia natural de la categoría casi ontológica de homo islamicus. Idea, esta última, a la que la derecha o la extrema derecha se sumaría con fervor.

Pero todo ello no representó sólo un ejemplo peculiar del fenómeno de la vuelta de las religiones (que en distinta medida vivía gran parte del planeta), sino algo a la postre más peligroso: el derrumbe de gran parte de lo conseguido durante el movimiento de renacimiento del mundo árabe contemporáneo conocido como Nahda. Entendiendo, con alto grado de verdad, que tal modernización –acontecida en un contexto colonial, sí– fue fundamentalmente un proceso de occidentalización que, dicho en pocas palabras, dotó al mundo árabe de lo mejor que fue y que aún conserva (la aspiración a la democracia, el garantismo jurídico, el constitucionalismo, el Estado-nación, la modernización de la lengua, una nueva literatura y un nuevo arte, las universidades, la idea de individuo o el feminismo teórico y práctico que hizo del desvelamiento femenino una de sus más fervientes –y ganadas– batallas), lo que se oía entonces –y se oye hoy– cada vez con más fuerza, tanto en el propio mundo árabo-islámico como en amplios sectores del orientalismo europeo y norteamericano, es que dicha modernización no fue más que un movimiento elitista, con aspiraciones colonialistas o neocolonialistas, impostado y en alta medida atentatorio contra la auténtica identidad colectiva que, naturalmente, era calificada principal o únicamente de «islámica».

El altísimo déficit democrático imperante en el mundo árabe no contribuyó, sin duda, a dar la razón a los sectores más ilustrados, más críticos con la ola creciente de islamización, más occidentalizados (término que no suponía para ellos baldón alguno) o, digámoslo sin ambages, más abiertamente laicistas, agnósticos o ateos que también había. Y, por fortuna, hay. Porque una cosa es constatar o denunciar la falta de democracia o la corrupción más o menos generalizada de regímenes o partidos políticos y otra, bien distinta, concluir que el islam es la solución para corregir tales desmanes. Y tal cosa se ha dicho no sólo desde foros islamistas –lo cual sería natural y lógico–, sino en publicaciones académicas del orientalismo europeo, cuyos autores procedían de la izquierda ideológica.

Sadik Jalal al-Azm es uno de los miembros más notables de aquel grupo de laicistas y uno de los intelectuales árabes más destacados e influyentes. Nacido en Damasco en 1934, en el seno de una familia musulmana sunní, estudió Filosofía en la prestigiosísima Universidad Americana de Beirut (UAB) –institución de la que después sería docente– y obtuvo su doctorado en Yale con una tesis sobre la filosofía moral de Bergson (1961). Educado en un ambiente burgués en el que la religión no representaba nada («en mi casa ni se rezaba ni se ayunaba», confiesa en la entrevista contenida en el libro), su derrotero intelectual recorrió apaciblemente el trayecto que lo condujo desde el nacionalismo árabe naserista (en ebullición en los años cincuenta) al marxismo, aunque el único partido de tal ideología en el que militó un tiempo fue en el Frente Democrático para la Liberación de Palestina. Sus relaciones con el movimiento nacional palestino encarnado en la OLP fueron conflictivas: sus críticas directas a la dirección de Arafat y a los derroteros que iba tomando su discurso –cada vez más «sionizado» en sus palabras– le valieron la expulsión del Centro de Investigaciones Palestinas, radicado en Beirut, donde estuvo trabajando un tiempo.

En la actualidad, sus relaciones con el régimen sirio son de mutua suspicacia, aunque respetuosas. Sólo a cambio de que sus críticas no se transformen en hechos, Al-Azm puede seguir residiendo en su país con relativa tranquilidad. Algo también garantizado por su gran prestigio internacional, pues es miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes, además de haber recibido en 2004 el prestigioso Premio Erasmus y el Premio Leopold Lucas que otorga la Universidad de Tubinga.

En el ámbito meramente intelectual, Al-Azm saltó a la fama con dos controvertidas obras, publicadas ambas tras el demoledor impacto que supuso la derrota árabe frente a Israel en 1967. Fueron La autocrítica de la derrota (1968) –en cuyo título renunció a usar el eufemismo habitualmente empleado para referirse al hecho (naksa, es decir, «recaída, revés, contratiempo») y decidió con rotundidad llamar a las cosas por su nombre–, texto en el que responsabilizaba de la debacle al subdesarrollo social, cultural, político y económico de las sociedades árabes, y Crítica del pensamiento religioso (1969), una obra por la que llegó a entrar en prisión tras una campaña emprendida por asociaciones islámicas, de la que saldría pronto debido a la rápida movilización en su favor de las fuerzas de izquierda. En ambos ensayos, el intelectual sirio arremetía contra la pervivencia de una mentalidad medievalizante, dominada por un islam que día a día iba replegándose a posiciones cada vez más tradicionales y antimodernas y que, además, sólo contribuía al mantenimiento de ideologías y regímenes no democráticos.

Un nuevo problema que le enfrentó a las autoridades de la UAB lo apartó definitivamente del centro y tuvo que volverse a Damasco, una ciudad para él tan querida como Beirut, siguiendo el camino opuesto –así lo narra él con cierta sorna– al de tantos intelectuales árabes que siempre encontraron en la capital libanesa el ambiente de libertad creativa y personal que se les negaba en otras ciudades árabes más adustas y menos liberales.

Ces interdits qui nous hantent es un libro misceláneo, una recopilación de textos ya publicados con anterioridad, bien en árabe, bien en inglés, que permite al lector no especialmente versado en los meandros de la cultura árabe contemporánea pero ávido de aproximarse a un pensamiento verdaderamente crítico y laicista, asomarse a uno de sus más radicales y valientes representantes. La extensa entrevista (pp. 17-77) con la que se abre el libro resulta particularmente interesante, pues a través de una amplia batería de preguntas, muy bien pnanteadas, y de las respuestas claras, directas y excelentemente argumentadas de Al-Azm –sólo en lo referido a un asunto amoroso se muestra algo más remiso a entrar en detalles–, el lector recorre gran parte de la biografía de un intelectual árabe contemporáneo –¿cuántas otras biografías de este tipo conocemos?– y de las principales cuestiones que afectan a la política y a la cultura árabes de la actualidad. Casi nada se deja sin tratar: la ilustración árabe, la laicidad, el islamismo, la vida universitaria, la cultura literaria, la política internacional o la cuestión palestina, para la que defiende con rotundidad la solución del Estado binacional.

Ya de su propia autoría es el también largo artículo «Les versets sataniques. Post festum. Le mondial, le local, le littéraire», en el que aborda la novela de Salman Rushdie desde diversos ángulos, al final todos complementarios. Al-Azm lee la novela como epítome de la narrativa globalizada y moderna y, lógicamente, entra luego en el análisis de la fatwa (fetua) emitida por Jomeini contra el libro y el autor, considerando, como muchos otros –incluso juristas–, que aquello no fue en puridad una fetua. Recurriendo a las fuentes históricas árabes primitivas, demuestra también que –al igual que tantas otras veces y en tantos otros contextos– la conjunción de incultura e inhumanidad sólo puede acarrear desastres. Tal vez Jomeini desconocía que lo que hizo Rushdie no fue sino novelar un pasaje coránico bien conocido por historiadores musulmanes tan reputados como Al-Tabari (siglo IX), esto es, los «versículos satánicos» que fueron inspirados al profeta del islam por el mismísimo Satán. El lector interesado puede ir a la azora 53 del Corán y conocer de primera mano el sorprendente hecho. Jalal al-Azm dedicó al tema y a la defensa de Rushdie otra de sus obras más conocidas, La mentalidad prohibicionista (1992), que ha seguido reeditándose hasta el momento.

El último ensayo contenido en el libro que reseñamos, «Orientalisme et Orientalisme à l’envers», es la traducción francesa de un artículo escrito originalmente en inglés («Orientalism and Orientalism in Reverse») en 1981, todo un clásico dentro de la polémica que suscitó el libro de Edward Said y que, como tal, figura en las más reputadas antologías consagradas al tema. Dicho en pocas palabras, Al-Azm es uno de los más destacados críticos árabes marxistas del Orientalism de Said, y sus principales objeciones quedan perfectamente argumentadas en el artículo al que hacemos referencia. No es sólo el malestar de ver a Karl Marx incluido en la nómina de orientalistas en el sentido peyorativo que otorga Said al término (arguye Al-Azm que el historicismo de Marx le excluiría de compartir el esencialismo ahistoricista propio del orientalismo), sino la acusación que Al-Azm dirige contra un paralelo esencialismo del que hace gala Said en su conceptualización tanto del orientalismo como del propio mundo occidental. Defendiendo la idea de que el orientalismo es disciplina moderna, se niega Al-Azm –creemos que con razón– a ver en todo ejemplo de controversia doctrinal, religiosa o bélica sucedida en tiempos pasados un precedente de lo sucedido a partir del siglo XIX. El dominio colonial europeo del mundo árabe se habría producido de todas maneras, incluso si en la Edad Media el cristianismo y el islam no hubieran estado enfrentados, resume Al-Azm.

Con todo, el artículo tiene una segunda parte no menos interesante. Al-Azm demuestra que la tendencia al esencialismo y a la visión dualista propia del orientalismo saidiano –que, por supuesto, existe y al que el filósofo sirio prefiere calificar de «ontológico»– no es sólo una característica propia del saber occidental sobre Oriente, sino que también en el seno del pensamiento árabe se producen actitudes semejantes. Este «orientalismo a la inversa» lo observa tanto en el nacionalismo árabe laico (tan obsesionado por la lengua y los textos como el orientalismo ontológico criticado por Said; tan orgulloso de la pureza de los árabes y de su heroísmo frente a un Occidente decadente y perverso, como orgulloso podría estar un orientalista francés o británico –o español, ¿por qué no?– de la superioridad de su civilización frente a la de aquel otro cuya cultura estudiaba y difundía) como en un grupo menos unitario de intelectuales de izquierda –bien conocidos suyos, por cierto– que, en un cierto momento, coincidiendo con la revolución iraní de 1979, comenzaron a mostrar una sorprendente simpatía hacia las supuestas posibilidades populistas y transformadoras del islam. La fuerza de ese islam militante y movilizador empujó a muchos a adoptar la idea de que el motor esencial de la historia árabe había sido siempre la religión y que, por ello, había que apoyar ese islam verdaderamente popular y revolucionario. La bête-noire de Al-Azm en este particular fue el conocido poeta Adonis –cuyas opiniones en aquellos días en nada diferían de lo que podría haber dicho un orientalista clásico como Gibb– y cuyas «homilías metafísicas» [sic] lo sacaban de quicio. El artículo concluye con estas claras palabras: «El orientalismo ontológico a la inversa [el del nacionalismo árabe o el de los conversos izquierdistas al islam político, aclaro] no resulta al final menos reaccionario, místico, ahistórico y antihumano que el orientalismo ontológico clásico» (p. 176).

Una última consideración: un libro como éste será leído en círculos altamente restringidos y, si esta reseña despierta cierta curiosidad, el círculo podría ampliarse en alguna pequeña medida. Tal vez sea ahora el momento de dar a conocer como se merece este tipo de pensamiento crítico y valiente, heredero directo de aquellos valores que la Nahda árabe contribuyó a implantar y que están lejos de haber desaparecido de las sociedades árabes contemporáneas, como tantos –y desde tantos frentes– se empeñan en asegurar.

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Ficha técnica

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