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La muerte de los intelectuales

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Cada cierto tiempo, se oye que han desaparecido los intelectuales, que ya no hay figuras como Sartre o Camus, Ortega o Unamuno, Simone de Beauvoir o Hannah Arendt. El compromiso ha pasado de moda. En nuestros días, ya no hay figuras de la talla de un Zola o un Bertrand Russell, cuyas opiniones ejercían una poderosa influencia, trastornando el rumbo de los acontecimientos. Desde la Ilustración, Europa ha exaltado a santos laicos como Voltaire o Víctor Hugo, filósofos o escritores a los que se reconocía una enorme autoridad moral. Los intelectuales usurparon el lugar de los clérigos, convirtiéndose en los nuevos pastores del rebaño. Esa situación se mantuvo hasta el Mayo del 68, cuando los estudiantes amotinados reivindicaron las enseñanzas de Marcuse y Sartre, partidarios de demoler el régimen capitalista. No sé si han sido los últimos intelectuales influyentes, pero lo cierto es que no se me vienen a la cabeza otros nombres con su peso. El auge de la cultura de masas, que prefiere las redes sociales y los programas audiovisuales al libro, hace que resulte francamente difícil la aparición de nuevas figuras como ellos. Ahora la opinión pública forja su criterio escuchando a periodistas y tertulianos que suelen alimentar su popularidad con grandes dosis de retórica y demagogia. ¿Debemos lamentarlo? ¿Es la hora de entonar un réquiem por los intelectuales o sería más atinado celebrar la extinción de esos mandarines, casi siempre ebrios de arrogancia y narcisismo?

No es totalmente cierto que hayan desaparecido los intelectuales. Aún quedan figuras como  Bernard-Henri Lévy, Finkielkraut, Žižek o Noam Chomsky, al que tanto apreciaba Hugo Chávez. En España, podríamos citar a Fernando Savater, Félix de Azúa, Daniel Innerarity, Gabriel Albiac o Javier Gomá. Sin embargo, carecen de la relevancia de la que disfrutaron Sartre o Russell. Conviene distinguir entre escritores e intelectuales. Los escritores trabajan para la posteridad. Su propósito es escribir libros que los sobrevivan. No todos se hacen ilusiones a ese respecto, pues saben que casi todas las obras caen antes o después en el olvido. Muchos se conforman con gozar de éxito y mejorar su cuenta corriente. Si, además, tienen varios miles de seguidores en las redes sociales pueden considerar que han cumplido el objetivo de escapar de la masa indiferenciada. Los intelectuales no piensan en la posteridad, sino en el aquí y ahora. Su intención es influir en el rumbo de la historia. No desprecian el éxito, pero entienden que su misión es básicamente moral. Javier Gomá habla de «ejemplaridad». No es un mal concepto, pero siempre estará acechado por el riesgo del mesianismo. Sartre fue «ejemplar» para sus seguidores, pero su conducta no puede estar más alejada de lo que hoy se considera éticamente irreprochable. No negó los crímenes del estalinismo, pero se alineó con la Unión Soviética y justificó la violencia revolucionaria, alentando el terrorismo. El intelectual siempre está cerca del fanatismo, pues se atribuye una clarividencia que le aleja de la duda y la prudencia. Por eso debe cultivar la humildad y el humor, eficaces antídotos contra el engreimiento.

Muchos escritores también ejercen de intelectuales. Pienso en Saramago y Vargas Llosa, situados en extremos opuestos. No está de más clarificar un poco más el significado del término «intelectual». Como es bien sabido, fue una expresión inventada por el antisemita y chovinista Maurice Barrès en 1898 al calor del caso Dreyfus. Como ha señalado Álvaro Delgado-Gal en un artículo de esta revista, «¿Dónde están los intelectuales?», se tiende a confundir al intelectual con el progresista, sin reparar en que Barrès o Maurras desempeñaron una función semejante a la de Zola, pero desde la otra orilla, defendiendo a la Francia católica y legitimista. En el terreno de las ideas liberales, han despuntado intelectuales como Raymond Aron y Karl Popper. Menos aficionados a ejercer de oráculos han pasado más desapercibidos a los ojos del gran público, siempre atento a las manifestaciones de histrionismo. Podríamos concluir que un intelectual es un «opinador» influyente. Alguien que expresa ideas que otros se apropian, con la sensación de apoyarse en algo sólido y casi irrefutable. Cuando Sartre justificó la violencia revolucionaria, muchos jóvenes asumieron la presunta legitimidad moral del uso de la fuerza contra la «hidra» capitalista. ETA no cometió sus primeros crímenes hasta que transcurrieron diez años de debates teóricos. Las ideas casi siempre preceden a los hechos. 

¿Por qué han desaparecido los intelectuales? O, más exactamente, ¿por qué han pasado a segundo plano? ¿Se han acabado los debates? ¿Se ha impuesto un discurso único? Hasta hace unos años parecía que sí, pues liberalismo y socialdemocracia se alternaban en el poder, realizando políticas semejantes. Las discrepancias se limitaban a cuestiones «menores», como el matrimonio gay o el reciclaje de basura. El hábito consumista y la búsqueda de entretenimiento habían desplazado a la reflexión moral y política, propagando una abulia generalizada y una banalidad creciente. La cultura –hablo de las artes y las letras- había sido degradada a un producto más sobre el que sobrevolaban etiquetas poco halagadoras: elitismo, tedio, vanidad. Nada de eso ha cambiado. Gracias a una interpretación demagógica de la democracia como un sistema de igualación que no acepta jerarquías, se atribuye el mismo valor a todas las opiniones, menospreciando el criterio de los cerebros mejor amueblados. Tampoco se acepta que existan instituciones o realidades superiores, fuera de toda discusión. Dios, la familia o incluso la orientación sexual ya no son más que opciones de mercado, mercancías que se pueden comprar o rechazar.  En una sociedad donde todo se vende, se consume y se desecha, el intelectual ya solo puede ser un «influencer» que avala ciertos productos. Álvaro Delgado-Gal lo explica muy bien: «Lo que parece claro es que, en el mundo del presente, no pinta nada el intelectual. Observen sus trazas, miren sus pretensiones pontificales, por mucho que vayan vestidos de pana. No encajan, se despegan como una calcomanía mal adherida a la pared».  

¿No volverán los intelectuales? Quizás no como los conocimos, pero las situaciones de crisis que sacuden al mundo no cesan de demandar voces capaces de trazar itinerarios razonables frente a los problemas. ¿Hasta cuándo durará la dictadura China, formalmente comunista, pero en lo económico ferozmente capitalista? ¿Cuándo empezará la sociedad china a demandar masivamente libertades democráticas, movida por un creciente bienestar que difícilmente podrá convivir con estructuras políticas casi medievales? ¿Qué sucederá con el capitalismo de amiguetes del oso ruso? ¿Volverá a desestabilizarse Oriente Medio con nuevas guerras regionales? ¿Se reeditará la «primavera árabe»? ¿Cómo será la era Biden? ¿Se acabará alguna vez la inestabilidad crónica de América Latina? En el caso de España, los problemas son particularmente preocupantes. Los separatismos regionales se han fortalecido con el nuevo gobierno y no disimulan su intención de sustituir la monarquía parlamentaria por un mosaico de repúblicas independientes. Ese desafío es profundamente desestabilizador y ha propiciado el crecimiento del populismo de derechas. Ningún país se rompe pacíficamente. Ninguna economía nacional soporta una disgregación territorial sin sufrir un descalabro económico. El populismo de izquierdas, decreciente pero con plaza en el gobierno, no cesa de atacar el «régimen» del 78, avivando rencores que parecían superados. Exhumar los restos de las víctimas del franquismo es un imperativo moral, pero no debe servir de pretexto para reescribir el pasado, ocultando que la violencia anidó en los dos lados. Durante la Guerra Civil, unos soñaban con la revolución del proletariado; otros, con implantar una dictadura militar basada en los valores tradicionales. La democracia se quedó sin valedores. Mentir sobre el pasado no ayuda a mejorar el presente y suele ser altamente perjudicial para el futuro, pues se desperdicia la posibilidad de aprender de los errores.

Tal vez no nos hacen faltan sumos sacerdotes que hablen con solemnidad, pero sí voces que llamen a la cordura. ¿Acaso no sería deseable disponer de inteligencias como las de Octavio Paz o Julián Marías? Puede que el regreso de intelectuales serios y sensatos sea una quimera, pero lo cierto es que yo siempre he sentido un invencible aprecio por las causas perdidas.

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