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La Internacional

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«¿Te gustaría conocer Huhhot?». Como mi ignorancia es enciclopédica y no sabía de qué me estaba hablando opté por la salida más prudente. «Claro, claro. Si tuviese la oportunidad…», tratando de poner tantos puntos suspensivos como fuera posible en mi respuesta. «Es mi casa y me encantaría llevarte allí», resumió ella.

«Esta película ya le he visto», me dije. Hace años, en mis primeros bolos de profesor en China, acababa de terminar un proyecto con una colega local, bastante más joven que yo, y nos fuimos a cenar para celebrarlo. Al acabar, por cortesía, le pregunté si quería hacer alguna cosa más, una copa y eso. «Sí. Vamos a tu apartamento». Su inglés era bueno, su respuesta nítida y mi disonancia cognitiva grandiosa. Insistí por si había oído mal, acentuando cada sílaba, como si yo también fuera chino. «¿Dices que quieres venir a mi apartamento?» «Eso he dicho». De niño había visto películas de Fu Manchú y tendría que haber aprendido que en China siempre hay trampa. Nada es lo que aparenta. Y tanto. Una vez que aterrizamos en mi casa, lo curioseó todo, desde los armarios hasta la fruta de la nevera, pasando por el papel higiénico. Diez minutos de revista cuartelera y se despidió. «Está esperándome mi chico». Lo que ella quería era fisgar la guarida de un diablo blanco para poder contarlo, y ese deseo ya estaba saciado. Ahora se iba a darle la novedad a su pollo.

«Oye, y eso de Huhhot, ¿qué es? Imagino que un edificio de apartamentos, pero los nombres de aquí suelen ser más grandiosos y siempre en inglés. Lion’s Mansion, Oriental Xanadu, Dalian Delight, Sweet Santa Anita, West Nowhere, Heavenly Bullshit. Claro que, en traducción, Huhhot tal vez será Puerta del Cielo o Sol de Otoño». «Qué va. Huhhot es donde vivo, pero no es una casa y no está aquí. Es la capital de Mongolia, bueno, de Mongolia Interior. La otra, la Mongolia a secas, se independizó en una jugada imperialista». Mi anfitriona en ciernes es algo mayor que mis otros estudiantes de doctorado, anda sobre los treinta y cinco. Es una mujer bonita y pizpireta, pero sin el menor atisbo de coquetería. No es una adolescente, pero va siempre a la última, como ellas, con esas falditas mínimas sobre unos leotardos gruesos y tupidos que hacen aquí furor este año o en minishorts someramente cubiertos por unos tules que llegan hasta las rodillas o los tobillos, depende de lo que se propongan no tapar. Lleva el pelo corto para chinchar a la mayoría de las mujeres chinas, que prefieren parecerse a Rapunzel, con esas melenas lacias e infinitas que se dejan. A veces aparece con un chándal de deportista olímpico y playeras doradas o plateadas o rojas. Todo ello –falditas, leotardos, minishorts, tules, chándals, playeras o lo que se tercie– con el logo de alguna marca de lujo. «Mi nombre inglés es Dafne», me dijo la primera vez que la vi. Iba, claro, vestida de mujer anuncio. «Y un cuerno. En adelante te vas a llamar Remarque. Era un buen escritor. Mejor que Dafne».

Remarque cumplió su palabra. A los pocos días de la propuesta inicial hizo pública una invitación a todo el grupo de doctorandos (cinco amén de ella), a otro colega y a mí para ir a Huhhot, a gastos pagados. Ahí tuvimos un pequeño rifirrafe, porque me dio el repulgo del conflicto de intereses que había mamado en Estados Unidos. «Por lo menos, el avión y el hotel me los pago yo». «Pero eso es despreciar mi hospitalidad. En China no está mal visto invitar a un profesor». «Pues date por despreciada. Si quieres pagar la cuenta de los restaurantes, no puedo evitarlo. Pero ni un céntimo más». Y nos fuimos a Huhhot.

Huhhot es una ciudad de tamaño medio para China. Tres millones de habitantes según el censo de 2010, pero, según me decían allí, en estos cinco últimos años ha añadido un millón más. Algo así como Madrid o Barcelona para un territorio que es el doble de la extensión de España, pero con la mitad de nuestra población. El crecimiento rápido ha traído consigo un urbanismo posmoderno de enormes avenidas que se entrecruzan y gigantescos bloques de apartamentos con espacios ajardinados entre medias, todos ellos de reciente construcción. Sólo en la parte norte de la ciudad quedan escasos restos de antiguas viviendas, muy pobres. Desde el coche que nos llevaba al hotel daba la impresión de que habían desaparecido las tiendas y los pequeños negocios para no dejar más espacio que el ocupado por bancos, constructoras y organismos oficiales. China puede presumir de ser el país más antiguo del mundo, pero en realidad es el más nuevo, porque prácticamente destruyó casi todos los restos de su historia durante la Revolución Cultural y ha completado los efectos de aquella plaga de langosta durante su rápido crecimiento económico desde 1979. Como en los barrios suburbanos de Estados Unidos, aquí hace falta el coche para ir al supermercado o al centro comercial aunque uno no viva en una casa unifamiliar, sino en el trigésimo séptimo piso de la torre 3 en la urbanización Estrella Suntuosa de la avenida Bohai Oeste. Qué desolación la de estas barriadas sin raíces. Recuerdo una imagen que se me quedó grabada en Chengdu. Estaban construyendo, por excepción, un barrio de casas bajas y callejas estrechas a imitación de los hutongs de antaño, hoy casi completamente desaparecidos, y el anuncio para venderlas, sólo en inglés, rezaba: «Futura zona tradicional».

Remarque me había ayudado en una ocasión a comprar algunos regalos para mis colegas universitario –una de las pocas tradiciones, ésta del regalo, que perviven en China sin riesgo de desaparición– y había aprovechado la ocasión para hacerse con un par de cosas de marca para sí misma. Ni se molestaba en mirarles el precio. Esto y esto y a pasar por caja, como si los guarismos de la etiqueta fueran información redundante. No lo hacía por presumir, creo yo. Ya he dicho que no es coqueta. En su mundo, las necesidades carecen de dimensión económica. Se tienen y se satisfacen. Punto. «¿No lo hace todo el mundo?», me preguntaba con una candidez inigualable.

La cena de bienvenida se celebró en un lujoso restaurante a invitación de la familia de Remarque y allí, en el inglés entrecortado de uno de sus miembros que me servía de intérprete, empecé a atar cabos. Huhhot no era Lübeck, pero los Buddenbrook se habían reencarnado junto al río Amarillo. El suegro de Remarque era un hombre inquieto. Había nacido al mismo tiempo que la Nueva China y allá por los años ochenta había cambiado su puesto de profesor de matemáticas por un cargo en la comisaría de urbanismo de la ciudad que empezaba entonces un despegue meteórico. Diez años más tarde, bien desarrollados sus contactos económicos y con las espaldas políticas cubiertas, había fundado la empresa de ingeniería más importante de la región. Su hijo, el marido de Remarque, había contribuido a consolidarla y ahora estaba tomando en sus manos las riendas del negocio. La tercera generación sólo tiene seis años y no se sabe si se perderá o no en el arte como Hanno, pero Remarque, que proviene de otra familia del patriciado comunista local, le ha tomado la delantera. Harta de las labores caseras que le imponía su cuarta esclavitud –en Asia suele decirse que las mujeres son cuatro veces esclavas: de sus padres, de sus maridos, de sus hijos y, lo peor, de sus suegras– se plantó. O un doctorado o el divorcio. Ganó.

La cena siguió el patrón tradicional de las celebraciones chinas con incontables brindis, esta vez de maotai, un aguardiente brutal y carísimo, en honor de todo lo que se terciase. Dicen que es para mostrar respeto, pero a medida que beben, los comensales empiezan a perdérselo a sí mismos, especialmente en banquetes como este, libres de las bridas académicas. Uno de los amigos de la familia se arrancó con unas coplas locales. Tenía un chorro de voz, potente pero desagradable, y se acompañaba de palmas y contorsiones que arrancaban las risas de la audiencia. En una de ésas, me pregunta cuál es mi equipo de fútbol favorito. Hay señas de identidad tan sedimentadas que se dirían congénitas y, sin pedir permiso, salta al campo mi merengue interior y nombro al Real Madrid. Un montón de aplausos. También es su equipo. Y con la euforia del maotai pasan del fútbol a celebrar la hermandad del deporte internacional y la amistad entre los pueblos del mundo. Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. «¿Sabes el himno del Madrid? Anda, cántalo». Llevo cincuenta años sin preocuparme por el deporte, nunca sé quién ha ganado la liga o qué es la Champions y en la última delantera del Madrid que recuerdo se alineaba Di Stéfano, pero el himno, ¡ah!, el himno, cómo voy a haberlo olvidado. «De las glorias deportivas…», me arranco, y cuando llego al estribillo, cuatro o cinco chinos, que no saben una palabra de español, corean «¡Hala Madrid!» Grandes aplausos. Puedo ser un profesor pero, ante todo, me dicen, ya soy un amigo, más aún, un hermano.

La noche no iba a decaer después de la cena. En China, estas cosas acaban en un karaoke. Si hay algo que odio es el karaoke, con sus baladas de mandopop azucarado y los pinitos canoros de gente que estaría mejor callada, pero todo sea por agradecer la hospitalidad. Fue un alivio que esa noche les diera por bailar, lo que me distraía del aburrimiento. Una de mis estudiantes, a la que tengo por una monja comunista, casi se fractura la pelvis en un paso inverosímil que repetía como atacada de un calambrillo. Llevábamos ya media hora de cabriolas cuando, de improviso, arranca una melodía que me suena. Llevo tantos años sin cantarla que me hacen falta dos o tres compases para reconocerla. Es La Internacional. Ha sido el marido de Remarque quien la ha elegido y en el monitor de la sala aparecen imágenes de los parias de la tierra. «Habrá llegado el momento solemne. Por fin nos vamos», me digo con alivio y me pongo en pie para no dar la nota. Pero la monjita del Partido me agarra de un brazo y me suma a la conga que acaba de formarse, que es la del Jalisco y se sigue caminando. Comprendo el pitorreo del empresario que se ha hecho millonario a sus acordes, pero, ¿el de mis estudiantes? El Partido sabe dónde elegir y seguramente casi todos estos doctores en agraz son ya miembros de esa cofradía de futuros mandarines. Recurro a Isaiah Berlin y a sus valores inconmensurables. Tal vez lo sean.

En China, por lo que veo, son incomprensibles.

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Ficha técnica

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