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Neoliberalismo y corrupción

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Atraviesa el cine una era de plomo, así que uno hace lo que puede. Recorre la cartelera con el índice, cavila un rato, y termina apuntándose a una película que le suena de algo, o que le suena a que debería sonarle de algo, o… Bueno, el caso es que acabé sentado frente a El capital, de Costa-Gavras. A Costa-Gavras le interesa la política, y sus alrededores, y se pronuncia sobre asuntos que están en el aire, como se dice en la radio. Yo recordaba, más o menos, La confesión, en que los malos son los comunistas satelizados por la Unión Soviética. Aquí, los malos son los ricachones que desencadenaron la crisis financiera de 2008. El capital se sitúa, por tanto, en la estela de Inside Job (un documental) o Margin Call (ficción). Ambos productos estaban muy conseguidos, fuera o no su diagnóstico acertado. El capital no lo está, cuestiones ideológicas aparte. Probablemente, Costa-Gavras conoció de primera mano el debate sobre el comienzo del fin del comunismo. Presumo que, a finales de los sesenta, se hablaba de esas cosas en París, cuya clase intelectual estaba saliendo del largo invierno (mental) del estalinismo. Pero los ricos voraces le pillan al francés de lejos, y como la intención de la película es de índole polémica y moralizante, todo se resuelve en consignas edificantes, ilustradas por personajes de cartón-piedra. Dos ejemplos. A mitad de la película, el protagonista, un parvenu cínico y trepa que ha perdido el sentido del bien y del mal tras acceder por carambola a la cúspide de un banco importante, se coloca junto a una puta de lujo en un music-hall canalla. En el escenario, mujeres medio desnudas rompen las reglas del género y se embisten por los cuartos traseros; la puta se morrea con una china que pasa por ahí; la puta esparce coca sobre uno de sus muslos y el banquero la inhala como si estuviese paciendo hierba. Estamos en el Infierno, tal como lo habría representado Walt Disney si su público no hubiese estado compuesto de niños (imaginen un País de Golosinas para adultos, con sexo en vez de tartas a granel). El protagonista, de improviso, entra en una especie de delirio locuaz y lanza una soflama contra los viejos, que no son productivos y que se han convertido en una carga para la sociedad. Cuando recupera el aliento, vuelve a abismarse en la puta.

Segundo botón: al final, después de mil peripecias, el banquero triunfante se dirige a su consejo de administración y declara el principio por el que han de gobernarse en lo sucesivo: «Seremos un Robin Hood a la moderna: robaremos a los pobres para dárselo a los ricos». El consejo prorrumpe en un aplauso frenético e interminable, como el de los miembros del Politburó tras un discurso del Padre de los Pueblos.

Hubo un tiempo en que declararse liberal no equivalía a incurrir en un descrédito automático

Todo esto es bobo. Todo esto es infantil. Pero refleja un estado de opinión cuya génesis está mucho mejor contada en Inside Job o Margin Call. En Estados Unidos, epicentro del terremoto, se cerró una especie de pacto entre Wall Street, la política, y la nueva ortodoxia económica. No hay que pensar en un conventículo, formado por cómplices que se quitaban la careta antes de celebrar el aquelarre. Ni sería justo, ni sensato, incluir a todos los ricos, profesores de universidad, y miembros de la administración norteamericana, en la red de connivencias o coincidencias que rigió la conducción de las cosas durante la era Greenspan. Tampoco tendría sentido hablar de una conspiración. En realidad, circularon ideas equivocadas, algunos perdieron el oremus, y muchos hicieron caja, con las consecuencias cataclísmicas que después se han visto. Todo fue confuso: compraron seguros sobre valores personas que no poseían valores; se revendieron a terceros; se titularizaron, y pusieron de nuevo en el mercado, deudas absurdas, cuyo origen ya nadie recordaba; el apalancamiento alcanzó dimensiones pantagruélicas, mientras jóvenes de Harvard que en circunstancias distintas habrían ido para físicos o matemáticos solventes, construían modelos cabalísticos conforme a los cuales era rentable, y seguro, correr riesgos que insultaban al sentido común. El caso es que sucedió una catástrofe, de resultas de la cual nuestras sociedades han ingresado en un frangente moral muy peculiar: al tiempo que se dispara contra los gobiernos y las oligarquías con la misma metralla que usaba en tiempos la izquierda clásica, ésta tampoco termina de resucitar, ni da señales de ir a hacerlo. Lo que se observa es crisis e ira, en cantidades industriales, con pronóstico reservado para el sistema político en el que hemos crecido. En particular, ha perdido apresto el término «liberal». No es que en España haya gozado nunca de gran predicamento. Pero hubo un tiempo, tras el cul-de-sac socialdemócrata (no hablemos del proyecto comunista), en que declararse liberal no equivalía a incurrir en un descrédito automático. Ahora… vaya usted a saber. El subsuelo de nuestro país es católico, sea cual fuere el porcentaje de los que cumplen con las fiestas de guardar, y los viejos reflejos, o los viejos instintos, han salido de nuevo a flote. La «amistad fraterna» que sacó a relucir León XIII en la Rerum Novarum habla más por lo derecho a la gente que el hayekianismo o las virtudes del mercado. Esto, en buena medida, se comprende. Sería una pena, no obstante, que todo se fuera al garete en un revoltijo, o si se prefiere, y hablando en plata, sería lamentable que se confundieran las CDO, las subprime, o las CDS, con principios de data mucho más larga, y superior enjundia.

Yo quiero discutir con ustedes dos puntos. Primero de todo, me urge argumentar que no todo lo que suele llamarse «liberalismo» es, en realidad, liberalismo. En segundo lugar, tengo interés en pegar la hebra sobre algunos de los factores que han corrompido o desorientado a gente de peso en el mundo de las ideas, y también de la administración de las cosas. Se han verificado, sí, ambos fenómenos: corrupción y desorientación. Pero la causa, como iré explicando, procede, en rigor, de lo menos liberal del liberalismo. Mucho de lo que pasaba como «liberalismo» no lo era en absoluto. En especial, es muy dudoso que el soi-disant «neoliberalismo» resulte aceptable desde una perspectiva oriundamente liberal.

El liberalismo y los derechos

Abro fuego. Lo que la gente, un poco a bulto, entiende hoy como liberalismo integra el precipitado o sedimento de dos movimientos claramente distinguibles. El primero viene del Derecho Natural. Su representante clásico es Locke, el cual, a su vez, no se puede leer (ni entender) haciendo abstracción de la historia inglesa. Locke anticipa la Gloriosa Revolución, la que dio por tierra con el último monarca inglés con pujos de absoluto y sentó las bases de la monarquía constitucional que todavía se disfruta en esas tierras. Del Derecho Natural brota la idea de que el soberano no debe transgredir leyes anteriores en dignidad a las instituidas por un gobierno; y es específicamente liberal elegir, como referente social absoluto, al individuo, al cual asisten garantías que el Estado está obligado a respetar.

John Locke, por Godfrey Kneller.

Locke fue, junto a Montesquieu, la figura que más inspiró a los constitucionalistas norteamericanos. Es lógica la combinación Locke/Montesquieu, porque la división de poderes, y todo eso, está orientada a poner coto a la acción del gobernante. Existen providencias en la Constitución estadounidense, como la Bill of Rights, que enumeran, en esencia, qué líneas no puede traspasar el poder vis-à-vis del individuo. Esto es quintaesenciadamente liberal, como lo es la primera enmienda, la cual consagra la libertad de opinión y establece la separación entre Iglesia y Estado. No debe extrañar que se enuncien los dos principios en un mismo párrafo. Todavía a finales del siglo XVIII la libertad de opinión era, sobre todo, libertad de cultos, y permitir lo uno llevaba a autorizar lo otro, y viceversa. La Constitución declara, al final del artículo VI, que no será necesario, para ocupar un cargo en la administración, acreditar una confesión determinada. En esto, los norteamericanos fueron más allá que los ingleses, quienes habían saldado sus diferencias políticas y confesionales colocando el anglicanismo en lo alto de la pirámide. En el siguiente escalón se encontraban los puritanos y dissenters, quienes eran libres de acudir a sus templos, pero no de disfrutar de los derechos civiles a plenitud. Los católicos se quedaron a dos velas. Locke, que había aprobado la libertad de culto para judíos y musulmanes en la Carta sobre la tolerancia, expulsa de la comunidad nacional a los adscritos a la autoridad del papa (y a los ateos). Hasta 1829, de hecho, no se otorgó a los católicos el derecho al voto. La discriminación adquirió tonos y gradaciones diversos. A mitad del XIX, lord Acton, católico, no pudo ingresar en Cambridge. El punto tiene su aquél, ya que Cambridge y Oxford eran la antesala por la que solían pasar quienes ambicionaban un puesto en la burocracia del Imperio o un empleo sobresaliente en la Administración. Conforme se estiraba el siglo, se fue mitigando el rigor de los anglicanos: Acton fue nombrado doctor honoris causa por Cambridge en 1888, y fellow de All Souls, Oxford, dos años más tarde. Para los americanos, todo esto era agua pasada. Es cierto que, hasta mediados de los sesenta y las campañas de Martín Lutero King, se discriminó a los negros en varios estados del sur. Pero los Estados Unidos son el primer país en que el sistema liberal (y democrático) adquiere hechuras reconociblemente modernas.

El liberalismo y los órdenes espontáneos

La segunda gran corriente en el interior del liberalismo no procede de Inglaterra, sino de Escocia, y no gira en torno del constitucionalismo o los derechos sino de la economía política. Me estoy refiriendo… a Adam Smith y a algunas otras grandes cabezas que estaría de más enumerar ahora. La fermentación escocesa se produjo durante los sesenta años largos que precedieron a la Revolución Francesa. Adam Smith ha llegado hasta nosotros asociado a una larga serie de tipos desabridos, agrios y poco dados, por lo común, a expresarse con calor sobre sus semejantes. El estereotipo cuadra bastante bien a Malthus y Ricardo, ambos ingleses y nacidos dos generaciones más tarde que Adam Smith. El propio Smith escribió páginas no siempre digestibles. El lector de la Teoría de los sentimientos morales o de La riqueza de las naciones tropieza en ocasiones con un mensaje turbio y vagamente irritante. Un ejemplo: en la Teoría de los sentimientos morales, los tenientes de tierras que han aprendido a aplicar, al cultivo de sus propiedades, técnicas capitalistas, nos son retratados como unos individuos ávidos y poco recomendables desde una perspectiva ética. Pero, ¡caramba!, benefician a la Humanidad aun sin quererlo, al punto de que el reparto de los rendimientos agrícolas viene a ser, gracias a ellos, muy parecido al que había auspiciado el sospechoso y cuasi comunista Rousseau (al que Smith alude callando el nombre). Y si nos ponemos a hablar de rentabilidad, ni les cuento.

¿Por qué no se puede hablar de liberalismo sin sacar a colación el nombre de Smith?

Resultado: es mejor soportar a ricos lamentables pero eficientes que imponer la justicia revolucionaria (y cristiana) que invocaban los radicales. Esta resignación confirma cierta innegable y reiterada tendencia de la tribu liberal (en su rama económica) a ser complaciente con los de arriba. Smith era, con todo, un escritor complejo y templado, un hombre, pongamos, acogedor. En particular, no manifiesta animosidad hacia las underclasses. No pasa lo mismo con Malthus, un pastor anglicano para quien la cópula y la procreación desmedida atrae sobre los pobretes fecundos lo que se merecen, que es la hambruna y la muerte, ni con Burke, liberal furibundo en materia económica y autor de observaciones sobre los campesinos de una crudeza horripilante. No, no pasa esto con Smith. Pero voy ya a la aportación principal del escocés a la historia del pensamiento. ¿En qué consiste? ¿Por qué no se puede hablar de liberalismo, o sólo se puede hacer parcialmente, sin sacar a colación el nombre de Smith?

La clave no reside en la economía, sino en algo lógicamente anterior. El quid, el busilis, es que los hombres, abandonados a sus instintos, son capaces, punto arriba, punto abajo, de generar formas socialmente viables. Hume, amigo de Smith (y un poquito mayor que éste), vino a decir lo mismo, poco más o menos. Esta tesis contradecía de plano doctrinas enormemente influyentes dentro del pensamiento occidental. Entraba en conflicto directo, en primer lugar, con la tradición política que arranca de san Pablo, inspira a los padres de la Iglesia (sobre todo, san Agustín), y alcanza a Lutero. La tradición patrística complicaba el autoritarismo político con la teología: la premisa de que el hombre es una criatura caída y, por tanto, ingobernable o muy difícil de gobernar, llevaba a concluir de modo casi automático que la mejor manera de mantenerlo en su sitio era administrarle jarabe de palo. En las mismas seguiría estando, luego de los grandes acontecimientos revolucionarios, Joseph de Maistre, el gran lírico del verdugo y el potro de tortura.

No sólo la tradición patrística era poco propicia a la libertad. En los tiempos de Smith, había cobrado también fuerza una forma de autoritarismo anticristiano y de raíz clasicista. Su representante más sonado es Rousseau. Éste no clama por un magistrado severo, y hasta cruel cuando las circunstancias lo exigen. Sobre el papel, ocurre más bien lo contrario: en el mundo de Rousseau, el buen gobierno se basa en la unanimidad de todos y es, por lo mismo, rabiosamente popular. Sucede, no obstante, que «todos», en Rousseau, significa, en realidad, «uno», o mejor, «Uno», con mayúscula. La voluntad de todos colapsa en una voluntad común, la voluntad general, la cual excluye la disidencia individual y, por consiguiente, la libertad. Más aún que autoritario, el modelo rousseauniano es totalitario. Por supuesto, la tradición republicana (la llamo así por llamarla de alguna manera) no se resume en Rousseau. La cultivaron otros muchos pensadores, desde ángulos diversos. Pero es común a casi todas las variedades de gusto republicano una ética de tono levantado, el deliquio patriótico y la apelación al ciudadano, cuya vida se ha puesto al servicio del interés común. De ahí viene el género dramático de las «libertades espartanas» –empleo una expresión acuñada por Marcelino Menéndez Pelayo en la Historia de los heterodoxos españoles–, o los lienzos de tamaño panorámico que se ponen de moda durante el reinado de Luis XVI y siguen adornando los edificios públicos durante el período napoleónico (Leónidas en las Termópilas, o El juramento de los Horacios, de David, me vienen en este momento a las mientes). Los hombres, dentro de esta repristinación republicana de la Arcadia en armas, se pasan las horas muertas apretando los dientes y en estado de tensión, como perseguidos por el deseo acuciante de entregarse en holocausto a una causa grande. Son reflejo elocuente de la retórica sacrificial republicana unos versos que Ugo Foscolo, patriota italiano y uno de los grandes representantes del romanticismo, escribió en Dei sepolcri (hacia 1807). En referencia a los restos de Vittorio Alfieri, otro patriota y gran escritor, escribe Foscolo: e l’ossa fremono amor di patria (y sus huesos palpitan con el amor hacia la patria: versos 196-197).

La filosofía smithiana alberga material de sobra para oponerse tanto al autoritarismo político de prosapia patrística como a la soteriología revolucionaria

En una atmósfera moral como la foscoliana, en que el patriota ha de estar sobre las armas aun después de muerto, no es concebible, ni por ensueño, que nadie se retraiga a la esfera de la vida privada. El hombre independiente es un hombre cimarrón, un no-ciudadano. Durante el Terror, entre septiembre de 1793 y julio de 1794, el frenesí republicano, la invocación de unanimidades absolutas y a la vez ilocalizables, provocó mortandades para las que existen pocos precedentes en la historia de Europa, si se quitan las guerras de religión. Saint-Just decía cosas como las siguientes: «Una república se constituye por la destrucción absoluta de todo lo que se le opone». El misticismo mortífero de los patriotas generaría veintincinco años más tarde, por antífrasis, uno de los documentos capitales del pensamiento liberal: Sobre la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos, de Benjamin Constant. Frente a la movilización de la masa ciudadana alrededor de consignas que exaltan el bien común, Constant canta las bellezas más pedestres, y más humanas, de la libertad individual. Constant no había conocido, de primera mano, el Terror. Pero fue amante, durante largo tiempo, de madame de Staël, a quien había faltado el canto de un duro para no palmarla durante las émeutes parisinas de septiembre del 92.

Adam Smith murió en 1790, cuando parecía que Francia se encaminaba hacia una monarquía constitucional. No solemos asociar, por tanto, el nombre de Smith, ni en sentido positivo, ni negativo, a los hechos revolucionarios franceses (ocurre lo contrario con Edmund Burke, quien ya se dio cuenta de la que se avecinaba en 1789). Pero la filosofía smithiana alberga material de sobra para oponerse tanto al autoritarismo político de prosapia patrística como a la soteriología revolucionaria. Cabe decir, resumiendo hasta casi el absurdo, que el liberalismo smithiano se apoya sobre dos patas: una psicología y una economía política. No sólo se trata de dos patas, sino que una no apunta en la misma dirección que la otra. Pero el que se sostenga sobre ambas, aunque tenga que hacer de tarde en tarde equilibrios, se las compondrá bastante bien para avanzar hacia la libertad. Veamos por qué.

En la Teoría de los sentimientos morales, Smith cifra la intrínseca sociabilidad del hombre en la capacidad de éste para proyectarse en los demás hombres. Un hombre es capaz de adoptar el punto de vista de quienes no son él, y, desde allí, examinarse a sí mismo. Al Pepito Grillo que nos recuerda permanentemente cómo nos juzgan nuestros semejantes, Smith lo denominó the man within the breast, «el hombre que llevamos escondido en el pecho». Es interesante observar que the man within the breast smithiano constituye una réplica interior del «espectador imparcial», una figura que los economistas políticos utilizaban para resaltar la posición epistemológicamente privilegiada de quien pondera las cuestiones sociales situándose, por así decirlo, au-dessus de la mêlée. La transposición puede leerse en un pasaje curiosísimo de la Teoría de los sentimientos morales (III. 2. 32). Literalmente, el hombre que se oculta en nuestro pecho es el espectador imparcial… homunculizado.

Es obvio en qué sentido la psicología moral smithiana explica por qué no es necesario que exista un Leviatán a fin de que los hombres se comporten civilizadamente. En efecto, según Smith, los hombres llevan la civilización en las entretelas del alma. Esta idea es acorde con la línea mainstream del Derecho Natural, el cual, a su vez, ha hecho mucho más por la libertad que las teorías que entienden que el hombre es una alimaña asocial (principio en que confluyen los teólogos tenebrosos, Hobbes y… Rousseau). Todo esto, digo, es bueno para la libertad. Pero no es todavía estrictamente original. Smith comunica cosas mucho más nuevas cuando se apoya en la segunda de sus patas: la economía política.

El Smith-economista saca mucho partido al hecho de que los egoísmos humanos pueden entrar en interferencia constructiva

Se ha hecho famosa la metáfora de la mano invisible: la gente intercambia servicios y mercancías con el propósito de estar mejor de lo que estaba antes de efectuado el trueque. El resultado, sin embargo, no es un logro para A en perjuicio de B (o viceversa), sino el provecho mutuo de A y de B. Expresado lo mismo en el lenguaje de los diarios económicos: el spillover de muchas conductas interesadas genera, siempre que se respeten ciertas reglas (cumplimiento de contratos, et alia), un saldo neto positivo para la sociedad. El origen de la frase «la mano invisible» es religioso: viene de la teología natural y alude a la providencia divina, la cual vela porque el drama cósmico salga, ejem, bien. En el contexto smithiano, lo que esto significa es que los hombres están diseñados para tenerse en pie de consuno y aun progresar, por mucho que tiren más a mirar por lo propio que por el procomún. La teoría, sin embargo, puede enunciarse sin complicar a Dios y sus diseños providentes: mire usted, somos como somos, tirando a egocéntricos y un poquito avarientos, pero, aun así, la experiencia demuestra que podemos medrar mediante el trato económico, por mucho que éste no se verifique a impulsos de una pasión altruista. De esta reflexión brota la justificación del mercado. El individualismo smithiano no tiene, al revés que en Locke, una base normativa y constitucional. Smith sabía mucho de leyes, y un montón de historia, pero cuando pasa revista a las distintas formas de organización política que se ha dado sucesivamente la Humanidad, no suele hacer las apelaciones a los derechos individuales típicas de Locke y la tradición whig. Su tono es más bien descriptivo, y sus objetivos, prácticos. Tasa muy positivamente las sociedades capaces de generar opulencia y aprecia el mecanismo que más la asegura, que es la libertad económica. Por descontado, una sociedad que nos deja ganarnos la vida como se nos antoje hace mucho por la libertad individual, la cual le gusta igualmente a Smith. Pero hay que añadir que el gusto de Smith por la libertad individual corre parejo al disgusto que le inspira el radicalismo político. No le placen las ideas metafísicas, las exaltaciones del pensamiento, ni se mete en dibujos sobre los derechos inalienables o sobre un presunto estado de libertad original en el que, de alguna manera, se fundarían las libertades políticas. Se desentiende, en fin, del mundo moral de Locke. Prefiere representarse la buena sociedad como una sociedad próspera, formada por ciudadanos industriosos y poco dados a volar con la fantasía, ya retrospectiva, ya prospectiva.

Adam Smith

La filosofía smithiana, resumiendo, no es monolítica, ni impresiona por sus virtudes sistemáticas. El Smith-economista saca mucho partido al hecho de que los egoísmos humanos pueden entrar en interferencia constructiva. El Smith-psicólogo se ocupa más de la tendencia del hombre a identificarse con sus semejantes. Este contraste corre en paralelo a un segundo contraste, tan importante o más aún que el anterior. El Smith-psicólogo fía el orden social a las operaciones de un mecanismo interno: la conciencia. El Smith-economista hace depender ese orden de un mecanismo externo: el mercado. Los muchos años que se interpusieron entre la redacción de los Sentimientos y la Riqueza de las naciones no sirven, además, para entender este doblez, o este descoyuntamiento. La frase «la mano invisible» aparece, de hecho, en ambos libros. Sea como fuere, el collage funciona: la libertad encuentra un claro aval tanto en un libro como en otro, y sale aún más fortalecida cuando se toman los dos libros a la vez.

Resumo rápidamente, o devano la madeja, o lo que sea: lo que ahora se entiende como «liberalismo» recoge, amalgama y, claro está, pone al día, los legados lockiano y smithiano. Los liberales afirman los derechos individuales y reconocen que es legítimo levantarse contra el soberano injusto. Y, por supuesto, aceptan el aparato de cautelas constitucionales que atan las manos a aquél y le vedan el ingreso en la esfera de la libertad individual. Al tiempo, en la línea de Smith, invocan los méritos del mercado y defienden la propiedadLocke, por cierto, defendió la propiedad con más energía aún que Smith. As a matter of fact, fue uno de los primeros en identificar el valor de una cosa con el trabajo invertido en producirla. Esto no es aceptable, sin más, para la teoría económica contemporánea, infinitamente más elaborada, pero aloja una consecuencia crucial: la propiedad (estate en el lenguaje de Locke) forma parte, por así decirlo, de la propia persona, la cual rebosa de sus límites físicos convencionales hasta comprender, metafóricamente, lo que genera su actividad física (y mental). Recortarle a Fulano su propiedad viene a ser lo mismo para Locke que amputarle una pierna, o taparle la boca para que no diga lo que piensa. Admitido esto, es preciso añadir que Locke no desarrolló una teoría económica full-blown, completa y de verdad. En particular, Locke no explica a satisfacción cómo las acciones económicas de agentes distintos urden o tejen un orden colectivo satisfactorio. Esta intuición… hay que atribuírsela a Smith.. Todos estos puntos dibujan un campo de fuerzas complejo, una especie de puzzle. En ocasiones, las lógicas múltiples que inspiran el discurso liberal se combinan entre sí sin hacerse violencia alguna. Un ejemplo: tanto el mercado como el constitucionalismo lockiano presuponen que el orden colectivo se construye de abajo arriba, desde los individuos hasta lo que éstos, al relacionarse, socialmente generan. No importa que un liberal a lo Smith no asuma un contrato original entre átomos humanos, y Locke, sí, bien en clave metafórica, bien literal. Lo que cuenta es que ni los adscritos a la tradición de Locke ni los economistas postulan entes intermedios (iglesias, sindicatos, corporaciones) o un superente (el Estado) dotados de un grado de realidad, de un espesor ontológico, comparable al de los individuos. En rigor, los liberales entienden que todas las realidades son posteriores, están montadas, y al cabo resultan resolubles, en la realidad constituida por el individuo. Impugnan, por tanto, el Estado Corporativo (un bibelot fascista), o se resisten a divinizar el poder a la manera de los nazisEn esto, por cierto, Hobbes acusa rasgos parcialmente liberales, puesto que Leviatán no pasa de ser un autómata legal, puesto en pie por sujetos reales y finitos cuyo propósito es que no se alborote el corral humano.. ¿Han de prevalecer los derechos, por sistema y sin entrar en distingos, sobre consideraciones prudenciales en torno al bienestar? Las respuestas varían, según el humor o formación del liberal. Los libertarios tienden a sostener los derechos incondicionalmente (en esas está Nozick); otros, los más, señalan que el funcionamiento de la economía presupone garantías legales y el respeto de los derechos, y no se meten en detalles, o sólo descienden a estos cuando las circunstancias lo exigen. Ser liberal práctico aconseja, por lo común, no plantearse dilemas dramáticos, salvo que el drama esté a la altura de la cuestión que se suscita. Implica, si se quiere expresarlo así, navegar por las lógicas del liberalismo con cierta soltura de manos, con un mínimo de ligereza (aunque sin dar saltos mortales).

¿Se siguen, de la libertad económica, todas las libertades? ¿Es posible ser libre en ausencia de mercado? ¿Podría coexistir la libertad con una economía centralizada?

Ello no evita siempre tensiones. En Estados Unidos ha cobrado cuerpo, fundamentalmente desde los años sesenta, una cultura de los derechos acre, litigiosa, abogadesca. La inspiración de este fenómeno es liberal, aunque no está claro que esté siéndolo su desarrollo: no sólo recetas como la de la «discriminación positiva» vinculan los derechos a la pertenencia a una etnia o minoría (asociación intrínsecamente iliberal), sino que se interpela de modo permanente al Estado para que tercie en la redefinición de lo que se puede o no se puede hacer (que es lo mismo que darle la vuelta a la Bill of Rights). James Buchanan deploró, en el primer capítulo de The Limits of Liberty (1975), este fenómeno. Su solución es la ordered anarchy, la anarquía ordenada. La anarquía ordenada adopta como modelo o matriz el mercado: en las sociedades en que impera la anarquía ordenada, cada individuo puede hacer lo que le venga en gana siempre y cuando no vulnere una lista, a ser posible escasa, de reglas generales. Buchanan es economista, a más abundamiento, Nóbel de Economía. ¿Se ha corrido Buchanan hacia posiciones smithianas? ¡No! Buchanan es, a la vez que economista, libertario: opina que algo está bien si el sujeto lo hace voluntariamente… y sin causar perjuicio a terceros. Todo el tinglado y juego de poleas de la Teoría de los sentimientos morales desaparece en Buchanan por escotillón. Lo que demuestra el caso de Buchanan es que se puede apelar al mercado adjuntándolo a concepciones morales muy distintas, con el doble efecto de que el mercado no significa siempre lo mismo, ni los derechos, si bien se mira, tampoco. Pero seguimos teniendo derechos, y seguimos teniendo mercado, y el individuo continúa siendo el punto de referencia. No nos hemos salido, en fin, del territorio liberal, aunque no resulte fácil colocar los mojones que señalan la frontera calculando las distancias al milímetro.

Una pregunta de cajón: ¿se siguen, de la libertad económica, todas las libertades? Otra pregunta, orientada en sentido contrario: ¿es posible ser libre en ausencia de mercado? ¿Podría coexistir la libertad con una economía centralizada? Me ocupo antes la segunda cuestión. En pura teoría, muchos derechos –sin ir más lejos, el derecho a la intimidad, o el derecho a decir uno lo que quiera– no tienen por qué correr parejos con la libertad económica. Pero estoy haciendo un distingo puramente analítico. En realidad, no parece probable que las libertades, tal como las imaginamos ahora, pudieran sobrevivir en sociedades que no sean de mercado. El que depende del arbitrio de una administración para no palmarla de hambre termina siendo obediente a esa administración. Ningún experimento político moderno ha desmentido hasta la fecha que una administración que lo puede todo en el orden material no haya intentado, también, poderlo todo en el moral. Es más interesante formularse la primera pregunta: ¿consagra la libertad económica los restantes derechos?

Los doctrinarios del día contestan que sí, como un coro de gallos enloquecidos por el sol naciente. Sin embargo, conviene no usar el tiralíneas cuando los bordes de la realidad son fuzzy, borrosos. Durante la segunda mitad del XVIII, un oligarca whig no percibía como incompatibles la libertad económica irrestricta y la opresión de los católicos. Podemos explicar este hecho sosteniendo que el oligarca no había sabido sacar las consecuencias que trae consigo la libertad económica. Y podemos también decir que el sesgo anticatólico de la Gloriosa Revolución, o, lo que es lo mismo, de la constitución inglesa de la época, obligaba a hacer excepción de los católicos en el reconocimiento de las libertades. Se trata de dos afirmaciones muy distintas, de las cuales la segunda encuentra un apoyo objetivo en los hechos, y la primera se apoya en conjeturas altamente contenciosas. No es en absoluto evidente que la extensión progresiva de las libertades políticas inglesas haya sido el resultado mecánico de la libertad económica. Locke, con las excepciones que sabemos, o los liberales contemporáneos, asumen las dos. Hume, sin embargo, no fue hostil a la monarquía absoluta. Todavía no sabemos, en referencia ahora al futuro, si los regímenes autoritarios de Asia estallarán bajo la presión del mercado, o no. Una cosa, por lo menos, está clara: y es que no son pocos los que han defendido la libertad económica, y censurado o puesto coto a la política. El caso más a mano nos viene dispensado por los fisiócratas, que Smith trató en Francia y que ejercieron sobre él una influencia cierta. El lema laissez-faire, laissez-passer es fisiocrático. Pero el esquema político de los fisiócratas era absolutista, al extremo de que Quesnay, en Maximes générales du gouvernement, rechaza explícitamente, yendo en línea recta contra Montesquieu, la división de poderes (maxime première). Los fisiócratas preferían confiar la administración de un país al criterio infalible de un déspota que estuviese impuesto en las leyes que rigen el metabolismo de la sociedad. A este sabelotodo benemérito lo apellidaban «déspota legal».

No son pocos los que han defendido la libertad económica, y censurado o puesto coto a la política

Esta tesis divide inequívocamente a un liberal, en la acepción moderna de la palabra, de un fisiócrata. Y, en el fondo, divide también a los fisiócratas de Adam Smith o de Hume. Ya que, pese a no ser los últimos constitucionalistas militantes, u opiniâtres, u opinionated, o como prefiramos llamarlos, la impresión inconfundible, cuando se lee a uno u a otro, es que la armonía social se construye, por así decirlo, desde la base, gracias a una superposición multitudinaria de acciones individuales. Formulado con mayor precisión: esas acciones generan armonía sin necesidad de que un Solón o un Licurgo, o sus equivalentes, echen su cuarto a espadas y aprieten a la sociedad indócil dentro de un molde preconcebido. El orden smithiano (empleo una expresión hayekiana) constituye un orden espontáneo. El orden postulado por los fisiócratas, por el contrario, transpira arbitrismo. Alguien, no sujeto a límites, tiene que ocuparse de que las cosas se encadenen como deben. Que el truco esté en dejar las cosas a su aire no quita para que ese alguien no se vea precisado a estar en el puente de mando, vigilante y muy sobre sí. Bastará que se relaje la presa del déspota sobre la sociedad para que el personal se exceda y se ponga a hacer más de lo que debe, que es impulsar la circulación de los excedentes que produce la tierra. La fe en una ley económica natural no proyecta la libertad fisiocrática más allá de la economía.

El neoliberalismo

Paso a la segunda parte de este blog. Aunque el término «neoliberalismo» se acuñó en los años treinta, el concepto adquirió su significado actual en la era Thatcher/Reagan. No existe una doctrina económica, o una teoría sobre cómo funciona el mercado en tanto que asignador de recursos, que responda a la etiqueta de «neoliberalismo». Los lemas «neoliberales» no proceden de la ciencia sino que reflejan, más bien, un estado de opinión. Un neoliberal suele entender que un mercado mínimamente interferido por el gobierno genera más riqueza que cualquier otro mecanismo alternativo. Este el mensaje determinante, la línea melódica principal del neoliberalismo. Los neoliberales, de acuerdo, hablan también de libertad, aunque precisando mucho menos que cuando se explayan sobre la eficiencia, la productividad o la generación de empleo a través de la flexibilización del mercado laboral. Se aprecia, por tanto, una especie de diglosia o de asimetría en el discurso de los neoliberales. «Diglosia», porque usan dos idiomas: el liberal clásico y el económico; «asimetría», porque el último domina sobre el primero. Esto es importante para comprender lo que ha ocurrido con el neoliberalismo, como se tendrá ocasión de comprobar. Sea como fuere, el discurso neoliberal es indisociable del clima moral y político que caracteriza a los años setenta y ochenta del siglo pasado. Thatcher había derrotado a los laboristas y a los sindicatos en Gran Bretaña; el esfuerzo por sostener con los norteamericanos el pulso por la hegemonía mundial dio en tierra, aparatosamente, con los soviéticos (en 1989 cae el muro de Berlín); y concluye a principios de los noventa, incruentamente por suerte, pero concluye, el experimento sueco, buque insignia y punta de lanza de la socialdemocracia avanzada (la carga tributaria llegó a representar en Suecia el 56% del PIB; el gasto público, el 60%; no se creaba empleo, salvo en el sector público, y la renta per cápita sueca, en tiempos la más alta de Europa, se puso por debajo de la alemana, la belga, la austríaca o la británica). Se tuvo la sensación, perfectamente justificada, de que unos habían ganado, y otros perdido, y de que la victoria de los primeros sobre los segundos no era sólo económica y tecnológica, sino, a la vez, por emplear una palabra en desuso, espiritual: las sociedades de Occidente, que no eran sin más capitalistas, pero en las que el capitalismo desempeñaba un papel inexcusable, generaban más riqueza, libertad y bienestar que las socialistas. Se atribuyó al caso sueco un valor probatorio especial. La nación de Olof Palme, cuya base productiva era capitalista, había dado, a partir de los sesenta, pasos hacia formas de administración de la economía cuyo desenlace natural era una igualación de la renta a través de la redistribución. Pero la máquina, después de rodar un rato, hizo «¡puf!» y se encasquilló. De modo que podía hablarse de una derrota del socialismo, tanto en su encarnación comunista como en su expresión socialdemócrata. En muchos sentidos, la euforia neoliberal fue el retentissement, el eco, que en la parte de acá del muro produjo el final de la guerra fría, saldada, no con un armisticio, sino con una victoria, por mucho que no se disparara un solo tiro ni los ejércitos se estiraran a plantar su bandera en territorio enemigo.

La lógica del mercado, sin otras lógicas que la moderen, arrolla costumbres, instituciones, formas de vida

La euforia es como el alcohol: el que es presa de la euforia lo ve todo en colores vivos y lujuriantes, sin sombra de sombra. Y esto ocurrió también con el neoliberalismo, cuya incoherencia interna no supieron apreciar, no ya sólo las izquierdas, erráticas y ofuscadas, sino, tan siquiera, los propios neoliberales. ¿Por qué digo que es incoherente el neoliberalismo? Porque lo mismo la Thatcher que Reagan eran políticamente conservadores, y no se puede ser conservador y partidario al tiempo, sin matices ni fisuras, del mercado, o mejor, de sus virtudes de «destrucción creadora» (la frase es de Schumpeter). La lógica del mercado, sin otras lógicas que la moderen, arrolla costumbres, instituciones, formas de vida. Mueve los recursos conforme a la ley de la oferta y la demanda, impone el cortoplacismo, y debilita y, finalmente, margina a las elites que desde dentro imprimen ritmo y medida a las sociedades, las democráticas incluidas. El mercado como referente casi total no puede orientar, de verdad, a un conservador genuino. Durante los años setenta y principios de los ochenta gozó de predicamento un lema o mote que ya hemos echado en olvido: «liberalconservadurismo». El progenitor presunto del concepto era Hayek, un pensador serio. Subrayo lo de «presunto» porque Hayek negó, expresamente, ser conservadorEl post scriptum a The Constitution of Liberty, su gran libro, se titula precisamente «Why I am not a conservative»: «Por qué no soy un conservador».. Bueno, da lo mismo: Hayek desarrolló una visión de la libertad en clave evolucionista que ofrecía concomitancias con la filosofía conservadora de Burke y que intentaba conciliar el mercado con el mantenimiento o cauta transformación de las instituciones y estructuras legales. El Hayek de los últimos años terminó refugiándose, de hecho, en una idealización casi mística de la common law, el depósito jurisprudencial que los jueces británicos han ido acumulando, sentencia tras sentencia, a lo largo de los siglos. Hay que decir que el invento no cuaja: la recuperación del burkeanismo no es compatible con el dinamismo social que Hayek valora en las sociedades capitalistasEl propio Burke se las arregló muy mal para conciliar su conservadurismo con la economía política liberal. En realidad, existe un Burke que todavía recordamos, el de las Reflexiones sobre la Revolución Francesa, y, adjunto y como escondido detrás del primero, el economista político de rompe y rasga al que he hecho alusión antes. Filosóficamente, Burke fue un centauro, con un busto humano que no concordaba con el cuerpo de caballo, o viceversa. . Tampoco se aprecia, sea dicho en passant, una afinidad profunda entre la filosofía hayekiana y el neoliberalismo, por mucho que sigan publicándose libros en que la efigie de un Hayek valetudinario y sonriente aparece junto a las de Thatcher y Reagan. Pero esto era lo de menos. Lo de más consistió en que «conservador», yuxtapuesto a «liberal», parecía resumir, aunque fuera sólo de modo epidérmico y por la fuerza del consonante, lo que estaba haciendo una clase política muy arriscada en materia económica y al tiempo apegada a valores como la patria, la religión o los mores sexuales de nuestros mayores. Entre una cosa y otra, y en nombre del liberalconservadurismo, la Thatcher dejó a la Gran Bretaña que no la reconocería ni la madre que la parió: Reagan obtuvo éxitos por el estilo congregando bajo las siglas republicanas a libertarios económicos, a patriotas ganosos de implantar la democracia a lo largo de todo el globo, y a los evangélicos y fundamentalistas cristianos de la Bible Belt. Un lío, un totum revolutum de fuerzas que mantenía unidas, más que una comunidad de ideas, el propósito de derrotar a los demócratas en las urnas.

Ronald Reagan y Margaret Thatcher en la Casa Blanca, 1982.

Cuando dos teorías desacordes se ven asistidas por el éxito, al menos en el corto plazo, lo que suele pasar es que se deja que cada una crezca y se desarrolle a su manera. Se prefiere trampear y dar largas antes que indagar avenimientos que a lo mejor no son posibles y que, en todo caso, distraen de la tarea más urgente de triunfar en la vida pública. La dimensión económica del neoliberalismo, desagregada de un cuadro mental comprehensivo, dio lugar a un discurso monótono y reduccionista: en definitiva, el fuerte de los neoliberales consistió en instar el crecimiento del PIB mediante la aplicación de políticas liberalizadoras. Los derechos, o la vinculación entre el orden social y la libertad individual, no hicieron mutis por el foro de modo absoluto. Pero se defendieron bajo formas crecientemente inspiradas en el lenguaje de la eficiencia económica, un lenguaje también tentador para la prensa económica, la cual, por razones obvias, se ocupa más de la coyuntura que de la filosofía. Esto tuvo consecuencias, morales y conceptuales, de calado indiscutible. Entre Adam Smith, a quienes no tenían empacho en acogerse muchos neoliberales que no se habían tomado la molestia de leerlo, y lo que realmente había escrito aquél, se observan diferencias muy significativas:

1) La primera de ellas se refiere al poder explicativo que en uno y otro caso se atribuye a las leyes económicas. En ningún momento incurrió Smith en la simpleza de suponer que basta la economía para construir una sociedad. La visión neoliberal es mucho más simple, con los daños colaterales que ello entraña. No extraña, vista a redropelo, la presteza con que algunos neoliberales se ofrecieron a echar una mano, en los setenta y ochenta, a las dictaduras sudamericanas. Detrás de esta obsequiosidad estaba la convicción de que existían recetas sencillas, de índole económica, para resolver problemas complejos. Se entendía que las libertades civiles no eran lo más importante, o que, siendo importantes, volverían por sus fueros tras un oportuno tratamiento de las cosas en clave económica. Esto es por completo incompatible con el liberalismo de los derechos y, a la postre, poco compatible con la composición de lugar más fina, más historicista, de Smith. Pero nuestros neoliberales no estaban de humor para demorarse en semejantes lindezas.

2) El numen auténtico de la mayor parte de los neoliberales no fue Smith, o tan siquiera Quesnay, que había escrito en francés y despedía un tufo a Ancien Régime que cortaba el aliento. Su oráculo, lo supieran ellos o no, fue Bentham, el utilitarista. A lo largo, sobre todo, de su primera etapa filosófica, Bentham (un hombre que llegó a vivir muchos años) apoyó políticas económicas rabiosamente liberales. Su perspectiva, sin embargo, era por completo distinta a la de los escoceses, por mucho que profesase a los últimos una devoción intensa (su héroe fue Hume). Cabe formular el contraste entre utilitaristas y economistas políticos a lo Hume (o a lo Adam Smith) en los mismos términos que he empleado hace un rato para contrastar a los segundos con los fisiócratas: mientras la sociedad libre, según se la representaron los escoceses, surge de las relaciones entre innúmeros agentes perfectamente ignaros del orden que están tejiendo sin proponérselo, para Bentham, por el contrario, el orden económico liberal es fruto (virtual) de un ucase. Coincide con el que decretaría un legislador absoluto al objeto de promover la mayor felicidad entre el mayor número posible de individuos dentro de una sociedad dada. Bentham –no está de más recordarlo– se ofreció a quien se le pusiera a tiro para poner en marcha su cálculo felicífico (no me he inventado el adjetivo). Hizo aproximaciones, no sólo al presidente Madison, o a Simón Bolívar, sino, también, a Catalina la Grande de Rusia. Repudiaba el Derecho Natural y, por tanto, inevitablemente, los derechos individuales tales como habían sido concebidos por los americanos o por Locke. Abominaba, valga la redundancia, del derecho a tener derechos. Los derechos estaban bien mientras constituyeran un expediente eficaz para proporcionar bienestar social. Lo demás eran zarandajas y metafísica.

3) La mentalidad de Bentham, en una palabra, es tecnocrática, como lo es, analizado el asunto a fondo, la de no pocos neoliberales. La índole tecnocrática de Bentham se aprecia bien tan pronto se repara en el papel que, dentro de su filosofía, desempeña el espectador imparcial (Bentham lo llama de otras maneras, que ahora no viene al caso inventariar). En Smith, la figura del espectador imparcial sirve, entre otras cosas, para establecer un contraste entre las pasiones en bruto del individuo, y su momento social. Las funciones del espectador imparcial se reducen, sin embargo, en el caso de Bentham, a contar inputs de satisfacción. Como Bentham no cree en los derechos individuales en sentido fuerte, y atribuye, además, al observador imparcial la capacidad demiúrgica de comparar interindividualmente las satisfacciones de unos y otros, lo que resulta al cabo es que el espectador opera como un escáner y, a la vez, como una máquina de sumar y restar: registra satisfacciones, las agrega, y elige las políticas que arrojan, en promedio, un saldo mayor de felicidad. No importa que, en el trance, puedan verificarse transferencias que espíritus timoratos o adheridos a viejas supersticiones éticas calificarían de injustas. Es lícito que se le quite algo a A para dárselo a B, si, a consecuencia de la permuta, la satisfacción que pierde A es menor que la que obtiene B.

Un liberal que haya inyectado en su filosofía dosis grandes de benthamismo habrá cambiado de ADN filosófico sin saberlo. Y esto es, exactamente, lo que ha venido ocurriendo en medida apreciable, por aquí y por allá. La mayor parte de los diarios económicos, o los ministros de economía que se autotitulan «liberales», o sus asesores, los órganos, en fin, al servicio del liberalismo oficial, no son, en realidad, liberales de cuerpo entero. Su objetivo, su idée fixe, es que mejoren las cuentas, sin descender a consideraciones sobre el precio que con frecuencia hay que pagar cuando se impulsa el crecimiento sin más. Se ha producido, además, una colusión casi espontánea con formas socialdemócratas de última generación. Los neoliberales son poco partidarios –salta a la vista– de introducir políticas que perjudiquen al establishment económico. Pero eso no quita para que compartan con los socialdemócratas puntos de vista sobre cómo estimular la riqueza. En efecto, los socialdemócratas han pasado de mirar con reservas el mercado a percibirlo como la gallina de los huevos de oro: el mercado es el hontanar de que surten los excedentes que tocará repartir a la clase política, después de la recaudación vía impuestos. El resultado es que socialdemócratas y neoliberales convergen y divergen. Divergen sobre la escala impositiva, y cosas así. Pero convergen en su estimación de cómo hay que inyectar euforizantes en la economía. Al liberal de raza le preocupan otras cosas. O, para ser más exactos, no le preocupa sólo esa.

Cómo puede corromperse un neoliberal

Voy a la parte última del blog: intentaré comprender el proceso mental que descarrió a hombres de negocios, expertos y meros espectadores durante los años de vino y rosas en que se incubó la crisis. Primero de nada, es justo advertir que mucho de lo que dicen los neoliberales es verdad. Es por entero cierto que el Estado ha distorsionado innecesariamente el mecanismo del mercado. Lo es que los emprendedores, en el trance de maximizar su beneficio, impulsan por lo común la producción, que el aumento de ésta va acompañado de un aumento de trabajo, y que la gente que trabaja es más feliz, en general, que la que no lo hace. Ahora bien, el neoliberalismo, como visión integral de las cosas, como Weltanschauung, está afectado de desequilibrios fatales. Dichos desequilibrios despliegan su aspecto más destructivo en aquellos casos en que el neoliberal siente que la ley es un dogal que le corta el resuello y reduce intolerablemente su capacidad de maniobra. Como el neoliberal ha amortiguado el lenguaje lockiano de los derechos con consideraciones y urgencias de inspiración utilitarista, y tiende en consecuencia a identificar el valor de un derecho con la contribución que éste hace al estado de la economía, no será infrecuente que, irritado o impacientado por las dilaciones y cautelas que interponen los tribunales, atropelle por todo y sacrifique intereses legítimos y principios en nombre de la eficiencia. No le importarán los perjuicios que se causa a personas o comunidades concretas en tanto se alcancen los objetivos que los equipos económicos han incluido en su agenda. Será, en fin, un infractor –un infractor ejemplar– de la máxima kantiana por excelencia, la que asevera que hay que tratar a los hombres como fines, no como medios.

El neoliberal tiende
a identificar el valor de un derecho con la contribución que éste hace al estado
de la economía

Como, además, sabe mucha menos historia y jurisprudencia que Smith (lee sobre todo diarios económicos o libros vinculados a su especialidad), ignora que las instituciones son el precipitado de actitudes colectivas que se han ido asentando con el tiempo y que no cabe corregir de un plumazo. Lo que le interesa de una acción cualquiera es su cash value, su rendimiento en el corto plazo. Será, por ende, proclive a la brutalidad también en materia política: no le arredrarán las innovaciones imprudentes, ni la derogación de costumbres inveteradas cuya utilidad no salta a la vista, ni arrugará la nariz llegado el instante de meter el bisturí allí donde otros preferirían rezagarse, o por temor supersticioso o por respeto o por mero sentido común. En todo esto, el neoliberal desorbitado baila al mismo compás que el revolucionario. La lírica neoliberal, de hecho, es revolucionaria, a la manera en que lo es cierta izquierda, pero, todavía más, al modo en que fueron revolucionarios Marinetti y los futuristas en Italia. Ambos, revolucionarios de derechas y neoliberales, detestan el pasado, el cual se opone, con su peso, con su gravedad de cosa ya hecha y, por tanto, inamovible, a la voluntad humana y su ambición de volverle los forros al mundo en un santiamén.

Intentaré expresar esto con mayor exactitud. Formularé tres preguntas distintas, cada una de las cuales debe contestarse de modo asimismo distinto. La primera es si la ciencia económica tiene algo que ver con el modo específico en que puede estropearse una persona. La respuesta… es que sí. Acostumbramos a representarnos al individuo que pierde el rumbo como presa de instintos primarios: la codicia, la envidia, la soberbia, la ira, y así hasta completar la lista de los pecados capitales. Los elementos de la lista están bien escogidos, pero no hay que olvidar que el hombre es una criatura especulativa, y no sólo instintiva. La consecuencia de esto, de esta complicación o pliegue, es que la codicia, la soberbia, la envidia, etc., no aparecen nunca en bruto, sino en combinación con ideas. Precisando: el instinto encuentra en la idea un formato en que expresarse, e, igualmente, al revés: la idea despierta el instinto y le confiere una coloración peculiar. La teoría económica neoclásica, en sí misma, es eso, una teoría, un esquema y una abstracción. Vivimos rodeados de teorías, en las que no llegamos a creer del todo precisamente porque, empujadas más allá de ciertos límites, son inverosímiles. Ello rige incluso para la física, exactísima dentro de su rango habitual de predicciones. Nadie, no obstante, cree sin excepción en la física, si por la última hemos de entender una teoría con fuerza bastante a explicar todos los objetos que pueden resultarnos potencialmente interesantes. Si un físico creyera de verdad en una física omnicomprensiva, tendría que creer también que el estado del universo, en el momento actual, y en particular, su propia persona en el momento actual, se encuentran estrictamente determinados por cómo era el universo en un instante anterior (olvídense de la Mecánica Cuántica: no estoy siendo literal). ¿Llega el físico a ese punto? No, nunca. Si por ventura se encuentra al borde de una calzada por donde circula un coche a gran velocidad, procederá como si fuese libre de cruzar o no cruzar, esto es, como si él pudiese decidir si cruzará o no, por mucho que, conforme a su teoría, no se halle en grado de «decidir» nada, ya que los sucesos están encadenados en secuencias que no admiten alteración. En resumen: el físico, separado de la física, se echa la teoría y la profesión a las espaldas y se comporta como un ser humano cualquiera.

Con las ciencias cuyo objeto es el comportamiento humano (las llamo «ciencias» por cortesía: en rigor, no son ciencias siquiera), no sucede lo mismo. Esas ciencias, precisamente porque describen hechos morales, o contiguos a la moral, influyen de modo mucho más efectivo en nuestra concepción de la vida diaria. Por eso abrigan, cuando se interpretan sin las reservas de rigor, un poder corruptor potencialmente mayor. Señalo esto porque la corrupción neoliberal, en lo que tiene de específico, es una corrupción de origen ideológico y, en particular, es una corrupción vinculada a la teoría económica. No sería injusto retratar al neoliberal como un economista neoclásico que, además de hallarse contaminado o contagiado por el utilitarismo, ha dado en no advertir que su teoría es un modelo muy tosco, tosco por genérico, de los motivos que mueven al hombre. Sólo así se explica que muchos profesores, ajenos a los negocios, y capaces de grandes sacrificios por la patria, la familia y, si a mano viene, la supervivencia del oso blanco, parezcan complacerse, cuando discursean sobre la sociedad, en menudear groserías perfectamente innecesarias (no me invento ninguna): verbigracia, que el valor de una obra de arte coincide con su precio; que todo el mundo trabaja por dinero; o que un artista cambia de estilo porque las utilidades marginales de cualquier producto son decrecientes y es preciso variar la oferta cuando el mercado está saturado, o, dicho lo mismo de otra manera, cuando el precio de la mercancía se coloca por debajo de lo que cuesta producirla.

La ciencia económica no obliga a decir ninguna de estas cosas; el lenguaje permite distinguir entre valor y precio, y así sucesivamente. Nada de esto corrige o alerta al que piensa demasiado deprisa. Determinadas semiverdades de índole doméstica (por ejemplo, que se trabaja por dinero), salpimentadas con el Hocus Pocus de la culta latiniparla economicista, provocan que el no avisado se deslice, casi sin notarlo, hacia una interpretación perfectamente sórdida del mundo humano.

Los neoliberales han adoptado la teoría de la mano invisible a pelo y no templada ni corregida por otras teorías

La segunda pregunta suscita una cuestión más complicada y, de alguna manera, nos devuelve a Adam Smith. En Smith, la figura del espectador imparcial sirve, entre otras cosas, para explicar cómo se inserta el individuo en una comunidad de sujetos moralizados o en trance de moralizarse: lo que A hace, impulsado por sus pasiones, tiene consecuencias para B y C y D, consecuencias que B y C y D no evalúan, necesariamente, del mismo modo que A. Existe, por tanto, una incongruencia potencial entre la perspectiva de A y la de sus congéneres, incongruencia que A debe salvar o, al menos, atenuar adoptando la perspectiva de aquéllos. Gracias a esta operación, una operación de importe eminentemente ético, A logra situarse en el punto de vista del espectador imparcial. No otro es el motivo de que educarse moralmente venga a ser lo mismo que socializarse, y socializarse, signifique integrar la perspectiva ajena en la propia: un hombre se moraliza (o socializa) convirtiendo al espectador imparcial en the man within the breast, en el Pepito Grillo que se esconde en su pecho. En esto, Smith es prekantiano (Kant leyó con mucho provecho la Teoría de los sentimientos morales, según está objetivamente documentado). Además tenemos la teoría de la mano invisible, cuyo asunto es explicarse cómo es posible que colaboren sujetos egoístas y, a fuer de egoístas, exentos de las emociones que convierten al hombre, en la acepción anterior, en una criatura social. La doctrina ético/social de Smith incluye, como se ha dicho, ingredientes distintos, ninguno de los cuales hombrea definitivamente sobre los restantes: es una doctrina vasta, heteróclita, no ordenada conforme a una jerarquía estricta. Por desgracia, los neoliberales han adoptado la teoría de la mano invisible a pelo y no templada ni corregida por otras teorías, y de aquí se origina una composición de lugar muy peligrosa: no es infrecuente que el neoliberal estime que habrá hecho todo lo que debe hacer (o es exigible que haga, o la sociedad está autorizada a exigirle que haga: cabe elegir distintas fórmulas) en tanto se haya volcado, sin más, en la promoción de sus propios intereses, o hablando a la pata la llana, en la buena marcha de sus negocios. La resulta es una suerte de difracción moral: es el mercado el que, al funcionar conforme a las leyes que lo convierten en un asignador de recursos eficiente, moraliza al agente económico. Éste no tiene por qué ocuparse demasiado de moral, porque, para eso, ya está el mercado. Por efecto de esta transferencia (empleo el término de los psicoanalistas adrede), el agente se sustrae a las interpelaciones que le hacen las cosas cuando debe decidir, a título personal, entre el bien y el mal. Antes aduje una dimensión específicamente económica para entender los extravíos neoliberales. Ahora me veo en la precisión de matizar, ya que, pese a que el mercado siga siendo el vehículo o marco en que se produce el extravío, la segunda clase de trastorno aflige a quienquiera que haya depositado el remedio de las cosas en un mecanismo exterior que rebasa a todos, él mismo incluido. Tal ocurrió a muchos revolucionarios marxistas de prima hora, y a los comunistas que les sucedieron. Tanto unos como otros creían en la necesidad histórica: existía un desarrollo necesario de la historia, y la necesaria revolución que pondría al mundo en su sitio. Y no sólo eso. La lógica histórica, y la lógica revolucionaria, al revés que la lógica mecánica de las bolas de billar, estaban imbuidas de un significado moral, o si «moral» suena demasiado pequeñoburgués, demasiado Biedermeier y demasiado kantiano, de un significado, pongamos, filosófico, el tipo de significado que aprehende y percibe y finalmente aprueba el que ha llegado a dominar las claves por las que se rige el funcionamiento de las sociedades. Bien, el drama de la Historia, con su planteamiento, nudo y desenlace, estaba ya escrito y no quedaba otra que representarlo, ateniéndose cada cual a su papel. El revolucionario se adjudicó el de turbocompresor. Lo suyo consistía en agilizar la cosa, en ejercer las artes de la partería para que saliera pronto el niño. La impedimenta de prejuicios, resabios, escrúpulos, afectos, inclinaciones, que informan la moral cotidiana, debían arrumbarse o arrojarse por la borda. La moral auténtica era una moral mediúmnica: el agente revolucionario tenía que ser el órgano a través del cual se expresaba una verdad mayor, una verdad no sujeta a los criterios que sirven para separar en la vida corriente lo decente de lo que no lo es, lo digno de lo indigno, lo generoso de lo que es obviamente mezquino o cruel pero no importa que lo sea porque está autorizado por razones más decisivas e inobjetables que las que impresionan o conmueven al agente convencional. Por descontado, los revolucionarios mesiánicos provocaron desastres gigantescos, infinitamente superiores a los que, incluso en el más pesimista de los escenarios, pudieran venirnos de las bubbles, o burbujas, o excesos especulativos, que se denuncian en Inside Job. Por supuesto, la parusía secularizada en que depositaron su fe los marxistas no guarda proporción, en sus efectos, con las pedestres brutalidades de los especuladores de Wall Street. Pero la estructura del hecho es la misma. En ambos casos, el agente se irresponsabiliza. Admite que una cosa delibere y actúe por él.

¿Por qué el neoliberalismo ha producido gente bárbara, gente enteramente ayuna en las virtudes que en tiempos se asociaron a la cultura liberal?

La tercera pregunta podría formularse así: ¿qué ha propiciado que el neoliberalismo, aun en sus aplicaciones más destructivas, sentara plaza de respetable? ¿Qué infundió en él un prestigio nunca arrollador, pero sí considerable? Estas interrogaciones aluden a un fenómeno social, o, si prefieren, ambiental. Suscitan la cuestión de por qué no se supo ver con claridad que determinadas nociones, y las conductas anejas, eran excesivas, y, en definitiva, dañinas. Yo no tengo una explicación contundente, clear-cut. Como he notado ya antes, el liberalismo es una doctrina compuesta: esgrime los derechos y esgrime las bondades de la libertad económica, y no contiene un algoritmo, un procedimiento, para establecer con exactitud qué equilibrio debe existir entre los dos. Ser liberal fructuoso supone, ante todo, no desplazarse hacia ninguno de los dos polos hasta el punto de que tales y cuales valores queden en posición demasiado precaria. Es liberal en la mejor acepción de la palabra el que consigue conjugar las diversas reclamaciones del liberalismo en una visión dúctil y rica del hombre y la sociedad. Cuando se produce esa integración, toma cuerpo la auténtica cultura liberal. ¿Por qué el neoliberalismo ha producido gente bárbara, gente enteramente ayuna en las virtudes que en tiempos se asociaron a la cultura liberal? Un motivo probable es que algunos liberales genuinos sobrerreaccionaron a la larga, agobiante, hegemonía socialista o socializante que se adueña del pensamiento y la política tras la Gran Depresión. Nos brinda un ejemplo revelador Hayek, cuyos libros, por lo común, resultan altamente recomendables. Pero Hayek sufrió un exilio intelectual que alcanzó casi las dimensiones de un exilio civil, y, en el trance, no se resistió a la tentación de radicalizarse. Una de las cosas que más sorprenden al lector de Camino de servidumbre, escrito cuando no se sabía aún quién iba a ganar la Segunda Guerra, es que Hitler aparece casi como una réplica de Stalin, y viceversa. Es verdad que los dos eran enemigos del mercado, y de las libertades que éste procura. Tenían, por tanto, mucho en común. Pero eran a la vez muy diferentes. Stalin no fue racista y, aunque fue nacionalista, fue un nacionalista de circunstancias, no el nacionalista esencial que fue Hitler. No apreciar debidamente esas diferencias implica haberse vuelto ciego a las maldades específicas del nacionalismo y del racismo. Hayek, válgame Dios, no fue ni lo uno ni lo otro. Pero sí un maniático, un hombre cuya sensibilidad se embotó o endureció al contacto con una idea fija. Vino luego la caída del muro, y la depauperación de la socialdemocracia, y un sabor de revancha, y muchas cosas más. Y algunos estimaron que todo el monte era orégano.

Coda

Me olvido ya del neoliberalismo y remato este blog pantagruélico con una reflexión que me importa más por cuanto no va dirigida a las lecturas equivocadas del liberalismo sino al liberalismo mismo o, mejor, a su dinámica interna y a las situaciones que ésta podría provocar o ha provocado ya. La metáfora smithiana del hombre dentro del pecho resultará tanto más rica, ofrecerá tanto más juego, cuanto más de acuerdo se esté sobre el contenido de la moral. Ahora bien, el crecimiento de la libertad tiende, de modo casi mecánico, a reducir o empobrecer ese contenido: no se pueden sentar demasiados puntos de doctrina a la vez que se persigue elevar al máximo el derecho del individuo a elegir lo que le dicte su voluntad. Los liberales contemporáneos prefieren, por tanto, reducir lo moralmente obligatorio a la aceptación de unas cuantas reglas: las que se desprenden del mercado y la ley y el voto, entendido éste no como la expresión de una voluntad soberana, sino, más bien, como un procedimiento para nombrar gobiernos sin tirarse antes los trastos a la cabeza. El mercado, el voto y el imperio de la ley son excelentes por cuanto evitan la depredación de unos sobre otros y generan sinergias sociales provechosas. No sirven, sin embargo, para que el individuo sepa cómo conducirse en los pasos que más han preocupado tradicionalmente a los moralistas, desde los relativos al sexo y sus transgresiones hasta las obligaciones familiares, o la actitud que procede adoptar frente a la muerte. Se supone que discernir estos asuntos ha de correr a cargo del propio individuo, al cual toca manejarse discrecionalmente dentro de los amplísimos márgenes autorizados por la ley. Pues bien, esta indefinición es nueva, o ha tenido precedentes escasos y de duración por lo común breve. Está la excepción del veranillo de san Martín pericleo, y no mucho más. Y, probablemente, tan siquiera, porque una cosa son los mensajes modernos que el liberal Popper quiso descubrir en el Discurso Fúnebre Tucídides recoge el Discurso Fúnebre de Pericles en Historia de la Guerra del Peloponeso. A él se refiere Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, una obra escrita por las mismas calendas que Camino de servidumbre. y otras piezas de la época, y otra distinta lo que realmente sentían o pensaban los atenienses durante la segunda mitad del siglo V a. C. Quedamos, pues, en que la moral voluntaria que predican los liberales integra una primicia de curso recientísimo: tanto que, haciendo abstracción de las anticipaciones de los filósofos, los hombres no la asumen en masa hasta bien avanzado el siglo XX. Ahora, dirijamos la mirada a las morales viejas, es decir, en términos estadísticos, a casi todas las morales registradas. ¿Cuál es su marca común? ¿Qué proporcionan, cada una a su manera? Pues la posibilidad de que el sujeto se construya por dentro conforme a un patrón social. Es verdad que la libertad no impide a nadie albergar convicciones profundas, y publicarlas y difundirlas con objeto de que los demás las abracen también. Por esto no va al corazón del problema. Esta es una manera liberal de no comprender la cuestión. Cicerón la enunció muchísimo mejor en De officiis. Aludiendo a una opinión que Jenofonte atribuye a Sócrates en Memorabilia, sugiere la receta siguiente para asegurarse la gloria: haz de modo que seas lo que quieres parecer. La gloria es un bien objetivo, algo que nos conceden desde fuera. Basta poner «virtud» donde se lee «gloria» para extraer un sistema moral tejido de emulaciones especulares: el virtuoso confirma que ha triunfado en la virtud, espiando el gesto de aprobación de los circunstantes. Cicerón no vertió siempre las mismas especies sobre la gloria, ni identificó a ésta, sin más, con la virtud. Pero éstos son detalles eruditos que no nos conciernen ahora. Lo significativo es que la pintura que se extrae del pasaje ciceroniano cuadra a maravilla con lo que habitualmente se ha entendido como moral. Encaja a la perfección, por ejemplo, con la moral arcaica griega, según se trasunta en el Áyax de Sófocles: alucinado por Atenea, Áyax mata una punta de carneros confundiéndolos con Odiseo y los jefes griegos que lo han ofendido y tiene entonces que suicidarse, ya que ha incurrido en un ridículo indigno de un rey y un héroe, y los reyes y los héroes pueden ser atroces, pero nunca ridículos.

El mercado, el voto y el imperio de la ley son excelentes por cuanto evitan la depredación de unos sobre otros y generan sinergias sociales provechosas

En el mundo antiguo, en efecto, no existían cesuras entre moral y estatus: el que se descolocaba frente a sus pares (y, por lo mismo, perdía o vulneraba su estatus), sufría también una fractura interior incurable (alifafe moral por excelencia). Después ocurrieron otras cosas: ocurrió, verbigracia, el cristianismo, que no es un accidente menor. Permanecía, sin embargo, en alguna medida, la estructura primordial, la tendencia a verse uno en los demás. Todavía en 1900, aparece una novela corta que es una suerte de Áyax puesto al día: El teniente Gustl, de Arthur Schnitzler. Gustl, un oficial del ejército y un caballero, permite, en un momento de desconcierto, que un plebeyo lo humille en público. La resulta es que tiene que darse matarile (aunque al final no se lo dé): no ha sabido responder a lo que reclamaban sus galones y su clase y su posición social, y está obligado a confirmar, con su desaparición física, una previa desaparición moral. La moral del teniente es una moral aristocrática, por tanto, una moral en retroceso frente a los valores burgueses, lo cuales se levantaban, a su vez, sobre los cristianos: dos pleamares por las que el teniente navega como un pez proveniente del Cretácico. Me reafirmo, aun así, en lo que he dicho hace un momento: lo propio ha sido vivir en una superposición o confusión o difícil conciliación de momentos morales, no en lo que llamamos ahora «moral democrática», o «liberal», o «liberal-democrática», o como ustedes gusten designar la disciplina por la que se rigen de poco acá las sociedades occidentales. Esta moral es única, y asombrosa en su pureza: deja suelto al hombre para que se desenvuelva a su manera, desasido de las estructuras y ritos y tácitos automatismos que lo habían estabilizado a lo largo de los siglos. Devuelve el hombre al hombre, y le dice: «Componte como puedas: sé tu propio Pigmalión». Se trata de una moral durísima, de una moral para atletas de la libertad. De un reto que reclama el temple y la vocación de un Hayek o un Popper. Pero Hayek, Popper, son un poco como el sabio epicúreo que persevera en ser feliz aunque haya sido arrojado en el vientre metálico y al rojo vivo del toro de Fálaris. Nos tropezamos, en fin, con pocos Hayeks o Poppers dentro de la grey humana. Es comprensible, en consecuencia, que mucha gente no acierte a estar a la altura de la gran apuesta agonal y se aturda, o saque los pies del tiesto, o, lejos de aprovechar la ocasión para echar de sí, como quería Mill, maravillosas prendas del pensamiento y del espíritu, flores originales y aromáticas y raras, emplee el tiempo, más bien, en maleducarse: fructifique en falso copiando las formas de vida que le ofrece una cultura comercial tontuela y con frecuencia soez. ¿Son estos modelos, movidos en la práctica por los publicitarios, comparables en potencia, en eficacia, a las tecnologías sentimentales del pasado? En un sentido penosamente obvio, no. A la vez, es cierto que nuestras sociedades son las más prósperas, y en varios aspectos las más justas, de que tenemos noticia. En realidad, no estamos en grado de hacer un diagnóstico inteligente sobre el cruce de caminos en que tenemos plantados los pies. Los varones tonsurados y los conservadores insisten en apreciar señales de anomia, de desarreglo profundo, en la sociedad contemporánea. Quizás estén equivocados. O, a lo mejor, no, a lo mejor no lo están. No lo sabemos. Ahí está, si quieren, el punto, la gran cuestión contemporánea. Los desafueros que se denuncian en el filme de Costa-Gavras constituyen un hecho indignante, pero que se ha repetido mil veces a lo largo la historia. Aunque adopte formas cambiantes, la codicia viene de tan lejos como el propio hombre. Lo importante está sucediendo a otra altura. Por descontado, nadie controla las reglas de juego. Esto deberían saberlo, mejor que nadie, los liberales.

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