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Los tremendistas

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En las últimas semanas, varios representantes del así llamado mundo de la cultura han sido entrevistados en diversos medios de comunicación nacionales, con el curioso resultado de que la diversidad de sus orígenes y ocupaciones no impedía su convergencia en un aspecto definitorio de su discurso: el disgusto radical con la sociedad existente, seguido del correspondiente pesimismo sobre su futuro. ¡Todo va mal! A decir verdad, esto no es una novedad. Sin embargo, el estallido de la crisis ha multiplicado la frecuencia con la que aparecen en nuestros medios afirmaciones de esta índole, sin que los medios mismos, por otro lado, dejen de contribuir poderosamente a su legitimación: bad news is good news. Pero, más que sobre la amplificación mediada del estilo tremendista, me interesa reflexionar sobre sus portavoces y las razones que los mueven.

¿Quiénes han dicho qué? Para Ernesto Caballero, director del Centro Dramático Nacional, asistimos a un «proceso de descivilización» más o menos acelerado; según el director de orquesta alemán Christoph Eschenbach, estamos «a las puertas del colapso» por no otorgar prioridad a la educación y la cultura; algo más moderada, la escritora británica Zadie Smith sostiene que los privilegios de la clase media están desapareciendo a toda velocidad, si es que no lo han hecho ya por completo. Es fácil encontrar un buen número de ejemplos parangonables; basta abrir las hemerotecas al azar. Lo significativo, por lo tanto, reside en las categorías. Quiénes: artistas, escritores, humanistas. Qué: un diagnóstico radicalmente pesimista del estado de la sociedad contemporánea.

Habrá quien piense que ese diagnóstico está justificado; pero no lo está. Nuestras sociedades desarrolladas han alcanzado unos estándares de bienestar y justicia que distan de ser completos ni perfectos, pero que, exceptuando acaso períodos dorados como las dos décadas que siguen a la Segunda Guerra Mundial, no tienen comparación en el pasado; salvo que nos dejemos puestas las lentes distorsionadoras de la nostalgia. Eso no quiere decir que el pesimismo no encuentre razones en las que fundamentarse: hay una crisis todavía en marcha, la desigualdad ha crecido, los salarios se estancan. Hasta cierto punto, pues, todo esto puede discutirse; pero sólo hasta cierto punto. Al borde del colapso estábamos en 1913, 1939, 1962; procesos de descivilización, en sentido estricto, ha habido pocos; por su parte, la clase media subsiste e incluso los pensionistas siguen yéndose de cruceros.

Sucede que los diagnósticos citados, igual que otros similares, carecen de matices. Tal es precisamente el signo de todas estas afirmaciones: la exageración. Pero así como la hipérbole es un instrumento retórico que refuerza el sentido de lo que quiere enunciarse, no hay motivos para dudar de que los humanistas –por darles una denominación de conjunto– creen lo que dicen. A diferencia de los representantes de un partido político o de un grupo de interés, que exageran deliberadamente un argumento a fin de defender sus intereses en una contienda pública, nuestros humanistas no parecen ganar nada con su exageración, que, por lo tanto, sería genuina. Salvo que pueda considerarse que la defensa del pesimismo cultural comporte beneficios corporativos para un gremio desorganizado y oblicuamente especializado en la consolación de las miserias humanas.

¿Dicen, pues, verdad, o dicen mentira? William Faulkner dijo una vez que la verdad nada tiene que ver con los hechos. Por supuesto, se trata de otra exageración, ya que si bien el sentido de los hechos no se deduce naturalmente de estos, es en ellos donde nace. ¿De dónde si no? ¡Algo tendrán que ver! Pero su afirmación apunta en una dirección interesante: la posibilidad de que existan distintos tipos de verdades asociadas a un mismo conjunto de hechos. Va de suyo que la percepción de estos no está exenta de contaminaciones valorativas, pero si dejamos de creer en la posibilidad de arrancar de la realidad –y de la intrincada red de proposiciones verbales que de ella se ocupan– conclusiones objetivas, bueno, que el último que salga apague la luz. Hay, sin duda, aspectos mensurables de la realidad; como los hay que no se dejan medir ni comparar. Más o menos imperfectamente, la desigualdad socioeconómica, los rendimientos educativos y los niveles de violencia pueden medirse y compararse.

Pensemos, por ejemplo, en el problema de los desahucios. Si el humanista centra su atención en el drama que padece una familia obligada a dejar su hogar, está evaluando moralmente el resultado final de un proceso más amplio que se sitúa, a su vez, en el marco de una delicada estructura jurídica y económica. Y el fin moralmente deseable (que todos los ciudadanos tengan acceso a una vivienda) puede no ya chocar con otros bienes (el derecho del arrendador a cobrar su mensualidad, el respeto a los derechos de propiedad), sino incluso comprometer las soluciones que el problema demanda (porque se reducirá a medio plazo el parque de viviendas disponibles para el arriendo o se endurecerán las condiciones hipotecarias).

Pudiera ser entonces que los apocalípticos expresen no ya una percepción diferente de las cosas, porque eso es evidente, sino una verdad distinta: una verdad moral o, mejor aún, una verdad poética desentendida de los datos y las estadísticas. La mirada del artista se habría emancipado de la tiranía de los indicadores; aquél no reconocería la soberanía de los hechos, porque le parece que los hechos no lo dicen todo. Y no lo dicen. Pero dicen muchas cosas.

Puede indagarse un poco más en el triunfante pesimismo del humanista. He sugerido antes que tal vez haya un interés gremial en el mantenimiento de este discurso crepuscular. La vigencia de la cultura culta es la que permite que los humanistas puedan vivir de sus competencias artísticas; sus carreras, por añadidura, están sometidas a no poca incertidumbre futura. En este contexto, el capitalismo es percibido como una amenaza; dicho de otra manera, una sensibilidad artística tiende a sospechar que su cultura no puede florecer en un sistema económico basado en el juego de la oferta y la demanda. El capitalismo sería entonces percibido como agente descivilizador, en comparación con una edad de oro situada en algún lugar inespecífico del pasado. Pero también es posible que estas convicciones sean ideas recibidas cuyo uso dentro de la tradición humanista se haya convertido en una costumbre no sometida a escrutinio crítico.

Ahora bien, quizás el tremendismo de los humanistas no sea más que el resultado natural de su visión del mundo. Para una sensibilidad artística –un poeta, un novelista, un pintor– es difícil estar a gusto en el mundo; tanto más difícil lo será estarlo en uno donde las cosas que le preocupan no parecen preocupar a mucha más gente.

Podemos, por tanto, comprender al artista. Pero una verdad poética que deja los hechos a un lado tampoco constituye la mejor guía para el conocimiento de la realidad social, ni es la contribución más útil para el consiguiente debate público: hacer política con la poesía tiene sus peligros. Una sociedad compleja parece requerir de sus elites juicios también complejos, matizados, desprovistos en la mayor medida posible de contaminaciones ideológicas. En un texto dedicado aproximadamente a este asunto, planteaba Ramón González Férriz una pregunta incómoda: ¿quién tiene o debería tener autoridad para hablar de asuntos públicos? Y respondía:

El problema no es quién tiene derecho a hablar –estamos de acuerdo en que todos lo tenemos–, sino quién merece ser escuchado. […] Pero aunque sea poco menos que pedir un superhombre sintetizado, quizá valdría la pena aspirar a un opinador con un pie en la ciencia y otro en las humanidades, con una mano en las estadísticas y otro en la tradición cultural.

Mientras ese centauro cultural llega, o, mejor dicho, a la espera de que se conceda voz a los especímenes existentes, subsiste el problema de la influencia del tremendismo humanista en la esfera pública, al modo de una patología vírica que se contagia con facilidad. Tanta más facilidad, cabría añadir, dado el sesgo hacia el pesimismo que caracteriza a nuestra psicología individual, inclinada a ver lo malo de lo bueno antes que lo bueno de lo malo. La mera existencia de este mecanismo psicológico quizá sea indicio de su utilidad, a modo de una alerta contra la complacencia, que es, dicho sea de paso, el sentido en que Voltaire escribiera en su Cándido aquello de que no vivimos en el mejor de los mundos posibles: porque hacerlo bueno exige de nuestro esfuerzo.

Así las cosas, es al público a quien corresponde filtrar el tremendismo y ponerlo en su lugar –poético, moral– a la hora de formar sus propios juicios. A no ser que el público sea el primer seducido por la tentación apocalíptica y quienes la encarnan no hagan, en fin, más que responder a sus demandas.

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