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La Europa febril

El éxito nunca es definitivo. Imperialismo, guerra y fe en la Europa moderna

GEOFFREY PARKER

Taurus, Madrid, 420 págs.

Trad. de Marco Aurelio Galmarini y Josefa Linares

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Hacia Geoffrey Parker tenemos los historiadores españoles una deuda que no ha menguado un ápice en los últimos veinticinco años. Sin ir más lejos, ahora mismo nuestro debe acaba de verse incrementado merced a su edición en castellano –junto con Richard L. Kagan– del homenaje a John Elliott que acaba de publicar Marcial Pons, sello editorial que también da cobijo a La reina Juana. Gobierno, piedad y dinastía, de la que es autora Bethany Aram, y cuyo prólogo firma el propio Parker. La historia de nuestros siglos XVI y XVII , repito, le debe mucho, pues en buena medida ha sido también de su mano cómo la «España imperial» (1516-1659) ha entrado a formar parte del selecto club de Great Powers con entidad historiográfica suficiente como para poder experimentar con él la consabida danza de auges y caídas propios de tales especímenes. Véase el capítulo dos del socorrido Paul Kennedy; anótese su pregunta («¿Por qué fracasaron los Habsburgo?») y repárese, finalmente, cuánto se halla contagiada de los varios palos que Parker ha tocado a lo largo de los dichos últimos veinticinco años, a saber: tamaño de los ejércitos, capacidad financiera, potencia naval, poliorcética, etc. Mucho de todo esto hay, como no podía ser de otra manera, en este último libro de Parker, que toma prestado de Winston Churchill un título que, por su flagrante simpleza, no es, a mi entender, precisamente lo más destacable de la obra. (El éxito definitivo podría ser tildado de paradoja, o incluso casi de aporía.) La obra consta de tres partes, cada una de ellas presidida por un rótulo («Felipe II: el mundo no es suficiente», «El siglo del soldado» y «Pecado, salvación y éxito negado»), título que a su vez pretende dotar de unidad a los capítulos bajo él reunidos. Resultarán así familiares las tesis del autor en la primera de dichas partes, en la que se reiteran cuestiones ya vistas en La gran estrategia de Felipe II (Madrid, 1998) Véase mi reseña publicada en Revista delibros, núm. 27, marzo de 1999., y uno de cuyos capítulos («David o Goliat: Felipe II y su mundo en los años 1580») constituyó precisamente la aportación de Parker al mencionado homenaje a Elliott. Bastante más innovadora resulta la segunda, mientras que lo es, en verdad, la tercera, donde cañones, barcos, espías, soldados, Felipes, Guillermos e Isabeles quedan eclipsados por pecados, catecismos, analfabetos o inquisidores. Cada uno de los capítulos va precedido de un par de páginas introductorias en las que el autor da cuenta de las circunstancias que en su día propiciaron la redacción de unos y otros, siendo de especial interés, a propósito de los usos académicos que por ahí se estilan, conocer que hasta ocho referees hubieron de ser convocados para dar curso a uno de los artículos aquí reproducidos (pág. 222).

Pero comencemos por el principio. Éste alude a un período (1580-1598) sobre el que Parker ha concentrado buena parte de su interés tras la aparición de El ejército de Flandes… en 1972; dicho período es, en concreto, la Europa del tiempo de Felipe II, el cual, comenzando por la biografía del monarca (1979), ha sido luego redondeado con los estudios que se conocen sobre la revuelta de los Países Bajos o la Gran Armada de 1588. Fue de este modo cómo el autor pudo llegar a La gran estrategia… (1998). Desde aquí ha insistido Parker en el doble desequilibrio causado por la incorporación de Portugal a la Monarquía católica; por un lado, «la anexión de Portugal en 1580 más bien debilitó que fortaleció la monarquía de Felipe II: los inconvenientes pesaron más que las ventajas, sobre todo porque la unión puso en peligro el equilibrio de poder dominante en Europa» (pág. 43; cursivas mías); por otro, sucedió también que «el gobierno central siempre parecía escaso de recursos para otra cosa que no fuera simplemente responder al ataque con medias tintas», alusión, según entiendo, al desequilibrio financiero que también a partir de 1598 se presentó en las finanzas de Castilla. Como consecuencia, el David de 1580 «empezaba a parecerse» a Goliat en 1598. El entrecomillado es prudente, pues se limita a amojonar un principio, no a dar por culminado un proceso. En éste, desde luego, el fracaso de la llamada Gran Armada pesó lo suyo. A ella dedicaron el propio Parker y Colin Martin no pocos esfuerzos con ocasión del tetracentenario de rigor, pudiendo permitirse ahora el primero un precioso juego de comparaciones entre lo de 1588 y el desembarco orangista de 1688. Pues Inglaterra fue, en efecto, exitosamente invadida por Guillermo III justo cien años después de que Felipe II hubiera fracasado en similar intento. Tamaña afrenta nunca gozó de especial atención en la isla, donde se prefirió saltar directamente a las consecuencias (Acta de Tolerancia)… «Por consenso mutuo –se nos recuerda ahora–, tanto los investigadores como el pueblo llano simplemente lo borraron [el desembarco] de la memoria». Sobre el asunto, Jonathan Scott ha llamado la atención diciendo que resulta como mínimo paradójico que una invasión abortada en 1588 pueda constituir «a famous English victory» y que exactamente lo mismo se predique de otra exitosa (England's Troubles, pág. 32). Pero así son las cosas, y en cualquier caso el lector disfrutará sin duda del buen hacer de Parker puesto al servicio de este peculiar episodio, o de las aventuras protagonizadas por sir Edward Stafford y las redes de espionaje y contraespionaje europeos en vísperas de la invasión de 1588.

El Goliat de 1598 se resintió de otra fenomenal pedrada en 1601. La parte segunda de El éxito… se abre, en efecto, con el relato de los por menores del Tratado de Lyon (1601), fruto del cual quedó en manos de la benevolencia francesa nada menos que la integridad del corredor que desde Italia alimentaba en hombres y dinero el frente de los Países Bajos, el llamado Camino Español, objeto en 1968 de la tesis doctoral del autor. Parker se pasea por las décadas en las que, desde entonces hasta la Paz de Westfalia (1648), se fue estrangulando poco a poco, pero de modo irremediable, el referido cordón, sugiriendo que los efectos de la derrota de Rocroi (1643) fueron «en parte» tan desastrosos precisamente por la incapacidad para movilizar relevos que se derivaba del cortocircuito que Francia podía activar en cualquier instante. Sea como fuere, la cronología del tránsito auge-caída (de la Monarquía Hispana) va adquiriendo precisión: también el Tratado de Lyon «inició la decadencia de España como gran potencia».

Hay, por último, un Parker menos conocido que es el interesado en las peripecias del comportamiento religioso a lo largo de la Edad Moderna. El empuje hacia tal inclinación le vino del artículo ciertamente convulsionante que Gerald Strauss publicó en 1975, en el cual se ponía en cuestión el «éxito» de la reforma luterana tomando como vara de medir para el caso el examen más o menos formalizado del grado de penetración en el vulgo de la nueva teología. Recuerdo que la lectura del trabajo de Strauss me impresionó también, pues a la sazón era habitual –y sigue siéndolo– anudar dicho éxito con la difusión de la imprenta, especialmente a lo largo de lo que Pierre Chaunu llama el «eje renano». Transportada por el artilugio de Gutenberg, la idea reformada se habría movido con inusitada velocidad por el corazón de Europa –lo que podía ser cierto– penetrando en la gente común con parecida intensidad (extremo cuestionado por Strauss). Por lo demás, el esquema podía ser igualmente trasladado a la otra reforma, la católica, asimismo historiográficamente contagiada de similar dosis de optimismo tras el Concilio de Trento, aunque subida en vehículos distintos, tales como un clero instruido en los seminarios no en vano llamados conciliares, los autos sacramentales y el teatro en general, las misiones, la Compañía, etc. Ambas reformas, pues, podían ser objeto de escrutinio bajo perspectivas no del todo disímiles. Desde entonces se ha hecho, y la metodología ha podido incluso hacerse serial cuando las fuentes así lo han permitido. Gracias a tales herramientas estadísticas puede entenderse, por ejemplo, lo difícil del arraigo de un credo allí donde nadie se ha preocupado de echar la semilla. Véase, a modo de ilustración, la tabla que Parker incluye (pág. 231) sobre el ritmo de ordenaciones sacerdotales en Merseburgo –«modelo [que] vale para cualquier otro lugar»–, y donde puede observarse la brutal caída que se produce desde 1515-1519 hasta 1530-1534: de 368 a 10. ¿Qué «éxito» cabe augurar a una iglesia que se desmoviliza a tamaña escala precisamente cuando más necesarios son sus ministros? Por otro lado, si «la buena práctica de la religión protestante era incompatible con el analfabetismo», y no creo que para la católica quepa distinta opción, habrá de concluirse que una espesa nube de «desencanto», cuando no incluso de «desesperación» (pág. 225), debió de prender en el corazón de los reformadores todos, de los unos y de los otros. En fin, lo que al actual lector de aquellos documentos puede hacerle desternillarse de risa, causaría llanto al sacerdote o al pastor que entonces lo hubiera oído. En el delicioso Religion and the Decline of Magic, de Keith Thomas, se cuenta, por ejemplo, que en la Inglaterra del siglo XIV , interrogado un pastor por su párroco para que le aclarase quiénes eran Padre, Hijo y Espíritu Santo, aquél contestó: «Al padre y al hijo les conozco bien porque cuido sus ovejas, pero no puedo decir lo mismo del tercer tipo; no hay nadie con ese nombre en nuestra aldea» (pág. 196). Pasada la reforma anglicana, y pasados los siglos de la Revolución Científica y de las Luces, las fórmulas utilizadas a principios del siglo XIX por los comulgantes para responder al ofrecimiento del cáliz hecho por el oficiante podían llegar al extremo de un: «¡Feliz Año Nuevo!»…

En fin, no concluiré sin hacer referencia a ciertos aspectos formales, editoriales, que ensombrecen El éxito… de forma más que palmaria. Tienen que ver la mayoría de ellos con lo que Javier Marías se preguntaba, a propósito del ejercicio de la traducción, en su columna de El Semanal el pasado 25 de noviembre: «¿cómo es que estas barbaridades no las controla ni enmienda nadie en el trayecto que va desde la metedura de pata del traductor-lumbrera hasta que la misma llega al público que paga su libro, su periódico, su televisión o su vídeo?». Tienen que ver también con el todo-vale y cualquiera-vale en la traducción de libros de historia, donde cada vez parece más claro que no sólo basta con «dominar» el inglés. Es sabido, por ejemplo, que un Guillermo de Orange fue vertido como «de Naranja» no hace mucho, lo que junto con otras lindezas del género obligó a la retirada de la edición entera. La traductora del reciente El otoño del Renacimiento, 1550-1640, de William J. Bouwsma, le atribuye una filiación («influido por las ideas de Whig») por la que el autor tal vez pudiera reclamar daños y perjuicios. Aquí mismo (pág. 42), también, se muestra a Felipe II alentando la lucha de un tal Safavid Iran, esto es, Safavid de nombre e Iran de apellido… Por otra parte, los historiadores manejamos convenciones como hablar de la batalla de las Dunas (y no de las Downs) (págs. 67 y 141), y nos referimos habitualmente a la monarquía habsbúrgica, pero no «habsburga» (pág. 42); en parecido sentido, el Scheldt es para todos el Escalda, y no es menos impropio incluir una tabla de la equivalencia actual de las antiguas monedas si aquélla se refiere ¡a la libra esterlina! La ensalada de errores cronológicos de los textos que figuran al pie de las ilustraciones de las páginas 52 y 121 provoca confusión. No es consuelo pregonar que en –casi– todas partes se cuecen estas habas. Pero resulta mucho más lamentable cuando un buen texto y un extraordinario autor se ven tan maltratados.

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Ficha técnica

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