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Irazoki y su orquesta de desaparecidos

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Los poetas son el alma de los pueblos, no porque expresen esa entelequia dudosa que llamamos identidad colectiva, sino porque nos recuerdan la existencia del individuo, su tenaz resistencia a disolverse en la masa, su irreductible singularidad y su legítima rebeldía contra lo tribal y lo gregario. El verdadero poeta es un ciudadano, no un visionario. Es una voz independiente, no el corifeo de consignas y banderas. Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) es un poeta auténtico. Nunca ha sucumbido a la llamada de la grey, incitando a la violencia para materializar una ensoñación mítica.

Orquesta de desaparecidos, su último poemario, puede leerse como el canto de un hombre que rastrea su pasado, convocando a los muertos y a los vivos mediante el lirismo, el humor y la ternura: «Los días que viví se han unido y hablan en voz baja». Hablan en voz baja –tal vez– porque Irazoki es un poeta tranquilo, un hombre apacible, incapaz de experimentar ira o rencor. Hablan en voz baja porque no instigan a la desesperación, ni al desengaño, sino a la contemplación serena de las cosas. Irazoki no flirtea con el malditismo. Su poesía es profunda porque nace de la voluntad de conocimiento y de la alegría, no del estéril pesimismo. Es evidente que la poesía es una forma de belleza, pero su raíz no está en el afán de adornar el mundo con metáforas o intuiciones puramente estéticas, sino en «una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia». La mirada del poeta no puede conformarse con producir asombrosas combinaciones y simetrías. Debe buscar sin miedo la verdad y celebrar la vida, desmontando las naderías de «los que caminan en el interior de los abismos». La verdadera lucidez es decir sí a la vida, sin lamentar sus limitaciones. Irazoki es un poeta que «se sabe efímero y ensalza la vida que consume». Es una declaración poco frecuente en nuestras letras. Jorge Guillén sufrió toda clase de imprecaciones por afirmar que «el mundo está bien hecho». Su cántico se transformó en clamor para apaciguar a los que asocian el nihilismo a la hondura y la clarividencia.

Irazoki no habla a la ligera. Conoce el sufrimiento. Un accidente en la niñez ha dejado una huella indeleble en sus huesos. Sin embargo, ese desdichado percance no ha afectado a su pasión por la vida. Su punto de vista contrasta con el de Leopoldo María Panero, con una biografía ensombrecida por la locura. Son muchos quienes elogian al poeta loco que ha paseado sus delirios por los patios y los pasillos del manicomio de Mondragón, pero Irazoki vislumbra al hombre real, «profundo, solitario, con temblores de abandono». La exhibición de sus ansiedades y sus barrocas paranoias era menos sincera que su incendio interior. Irazoki nunca se dejó seducir por una representación concebida para amurallar una intimidad herida. Lo trágico produce respeto, pero cuando se convierte en dogma o poética deviene en mera simpleza. Una poética ambiciosa busca las palabras para comprender, descifrar, expresar, no para causar desolación con aparatosas caídas. Los poemas de Irazoki no caen. Suben hasta la transparencia más exigente, sin transigir con imposturas. No pretenden aleccionar, sino enseñar y compartir. Por eso, evocan a los desaparecidos, a esos hombres y mujeres que se han fundido con la muerte, pero sin borrarse de la memoria. La poesía no los resucita. Sólo testimonia su presencia en un presente que se ilumina con su recuerdo.

Irazoki «lleva en su bolsillo toda la extensión de su tierra». Eso explica su firme oposición al terrorismo de ETA y a la retórica que justificaba sus crímenes. Mientras duró el sombrío reinado de los asesinos, el color verde del paisaje parecía inseparable del miedo. En «La casa de mi padre», un bellísimo poema en prosa, la nostalgia se esgrime para luchar contra «la pureza y sus banderas ensangrentadas». La casa del padre no es un territorio cerrado y excluyente, sino un espacio abierto por «una brecha en el tejado» que franquea el paso a «los idiomas y músicas venidos de tierras desconocidas o remotas». No es un recinto que preserva su integridad a cualquier precio, sino un universo que se dispersa y expande con una generosidad indiscriminada: «regalaré cada una de sus piedras, ventanas y escaleras; alzarán el vuelo bajo de nuestros espíritus». La casa del padre suprime las fronteras, escarnece el orgullo, ridiculiza lo tribal, impide que «los hombres sean extranjeros». Sus enemigos son «un clavo enfermo» que calló «ochocientas veintinueve veces», disfrazando el crimen de épica y la cobardía de gesta. En la casa del padre, Irazoki escondió un diccionario sustraído –no sin una punzada de culpabilidad– en la escuela. Sus páginas le descubrieron palabras como «tundra», «alud» y «estepa». Nunca devolvió «aquella llave de culpa y felicidad» que le reveló el misterio de la literatura y lo empujó a comprar varios libros de Pío Baroja, una de las bestias negras de la izquierda abertzale. La casa del padre es la morada de la madre –una niña de pies descalzos que camina sobre la bruma– y del padre, un hombre imperturbable, recto y equilibrado, cuya imagen compareció años más tarde en las aguas del Ganges, enseñando al poeta que lo más cercano sólo se muestra con nitidez en la lejanía.

Para Irazoki, la patria es la hermana muerta, que lo acompañó hasta el umbral de una soledad indulgente y afable. La patria no es «el vacío íntimo» de los que vituperan el castellano, alegando que protegen el euskera. «Quien ama un idioma ama todos los idiomas». Sólo quien vocifera desmesuras puede contemplar con desdén ese «bosque asfaltado» que se conoce como Madrid. Su encanto es distinto del bosque inmóvil de la tierra natal, pero ambos son lugares que prodigan maravillas. Sólo quienes viven atrapados por «el ácido lisérgico de la patria» escatiman el asombro y la admiración. Ignoran que «el triunfo consiste en no haber herido». La historia les juzgará con dureza. Las víctimas del Gulag (Mandelstam, Ajmátova, Babel) prestaron sus ojos a las víctimas del Gulag vasco, mostrando el dolor y la impotencia de quienes viven bajo la amenaza del terror. Las utopías políticas no llevan al cielo, sino a un pequeño y hórrido infierno, donde los gritos no pesan tanto como los silencios. Irazoki no reconoce otra utopía que la música o la poesía. Billie Holiday, Sonny Rollins, Jimi Hendrix, Mozart, viven en nuestro interior, con la misma vibración que los seres queridos arrebatados por la muerte: «Las personas que se alejaron de mi vida forman la orquesta. Sus muertes o desamor se han convertido en música». Irazoki no sueña con la gloria. No pide ser recordado como un poeta laureado, sino como una presencia circunspecta: «Me gustaría que sobre mi muerte se plantase el árbol de la discreción».

Es difícil ejercer la crítica literaria cuando se aborda la obra de un poeta. Lo más tentador es recurrir a la redundancia, pero lo cierto es que el crítico no puede limitarse al epíteto laudatorio y a la analogía, o al vituperio más o menos ruidoso. La pregunta siempre es la misma: ¿qué virtud esconde la poesía enjuiciada? En el caso de Irazoki, que escribe pequeños poemas en prosa, se me ocurren varias respuestas. En primer lugar, se trata de una poesía accesible, de fácil comprensión, pero que no renuncia a la excelencia artística. Irazoki se caracteriza por una delicada sensibilidad que produce imágenes deslumbrantes: «Acabado el concierto, cada componente del público vuelve a adentrarse en mí y la orquesta de desaparecidos ve mi disolución en el paisaje». Lejos del prosaísmo de ciertos poetas contemporáneos, Irazoki elabora cuidadosamente los poemas, logrando notables resultados estéticos. En segundo lugar, cada página transmite honestidad. La palabra esencial, cabal, barre la palabrería, sembrando en el lector la convicción de asistir al despliegue de una visión del mundo compuesta por vivencias, lecturas y reflexiones sin un gramo de impostura. En tercer lugar, la introspección convive con una exquisita sensibilidad para el paisaje rural y urbano. No se trata de una poesía costumbrista, sino moderna, que propicia el encuentro entre el yo y un mundo cambiante. Por último, lo poético convive estrechamente con lo cívico, sin incurrir en ningún momento en el sermón o el panfleto.

Al igual que Fernando Aramburu, Irazoki nos ofrece un relato necesario del conflicto vasco. Sería monstruoso igualar a víctimas y victimarios. La guerra sucia contra el terrorismo es una página negra de la historia de nuestra democracia, pero jamás se habría producido si ETA hubiera abandonado las armas durante la Transición o –aún mejor– si jamás las hubiera empuñado. Los excesos policiales no pueden servir de excusa, pues el objetivo del terrorismo no era normalizar la convivencia, sino exasperarla para lograr la rendición de las instituciones. ETA debe pasar a la historia como una organización criminal y no como un grupo revolucionario. «La casa de mi padre» es un excelente ejercicio de memoria histórica que revela la miseria del nacionalismo. La patria no es una bandera que exige holocaustos, sino un espacio de encuentro y acogida. Cuando no es así, se convierte en fetiche, ídolo, espeluznante reliquia.

Orquesta de desaparecidos no es un libro más de poesía, sino una lección de vida y esperanza, que perdura en la memoria como una nota de Mozart. Leerlo es un gesto de resistencia contra la violencia, la intolerancia y el pesimismo. Quizá su principal mérito consista en despertar el amor por la vida, sin deplorar su finitud o imperfección.

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