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Guerra sin héroes (y III)

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Línea de fuego es una obra de ficción. No hace falta enfatizar, porque es sobradamente conocido, que su autor, Arturo Pérez-Reverte, es un novelista, no un historiador, ni siquiera en este caso un cronista fidedigno. Para muchos colegas en las funciones historiográficas esas premisas constituyen por sí solas argumento suficiente para desechar en términos profesionales un análisis de dicha obra: si la historia es -o pretende ser- una ciencia, si el conocimiento del pasado se basa en la investigación y los datos rigurosamente contrastados, no puede tomarse seriamente en consideración una obra que es solo una elucubración imaginativa, sin más fundamento –o mérito, si se prefiere- que la capacidad fabuladora de su autor y su destreza en el uso del lenguaje. Nada de lo que se refiere en estas páginas, ni personajes ni acontecimientos, responden a la realidad, nunca tuvieron lugar. Por tanto, no es al historiador ni a la historia a quien competen dictaminar nada sino al crítico literario.

            Frente a este criterio, que podríamos denominar restrictivo o purista, la historia y los historiadores se han venido abriendo desde hace cierto tiempo a unas delimitaciones menos rígidas, o más permeables, de lo que interesa o puede servir para el conocimiento del pasado. Más allá de la tradicional búsqueda de objetividad a todo trance, se han ido valorando –ciertamente incluso en exceso, no pocas veces- las representaciones ideológicas del pasado, las imágenes, vivencias o incluso abiertas tergiversaciones que los seres humanos han elaborado como capas que se superponen de manera entreverada. Si no fuera de este modo, no podrían entenderse, por ejemplo, las ideologías nacionalistas, tan hábiles en la construcción –o simple invención- de un pasado a la medida de sus necesidades y objetivos. La misma valoración actual de la memoria histórica opera en este sentido. La historia de las mentalidades en sus múltiples modalidades ha iluminado la importancia real de las estimaciones subjetivas del pasado, sobre todo cuando se convierten en agravios, motivos de reivindicación o causas movilizadoras.

            La historia de la guerra civil no tiene, pues, por qué limitarse a los hechos verificados sino que puede abarcar otras dimensiones. Así, su registro en la memoria colectiva –cuestión tan sujeta a controversia en estos tiempos-, su utilización desde el presente como referencia funesta o idealizada o, para ir ya al aspecto que más nos interesa, los cambios que se han ido produciendo en el transcurso de estos años –casi ocho décadas- en la percepción y valoración de la misma. Desde este atalaya, como bien puede comprenderse, tan importante o más que una monografía clásica puede ser una obra de ficción, por cuanto esta última traslada al lector de forma más nítida las pretensiones ideológicas de su autor. Y si el autor en cuestión es un escritor tan leído en nuestros días como Pérez Reverte, y la obra una novela con vocación de best-seller, es obvio que al historiador le debe concernir el examen de Línea de fuego –y, claro está, la recepción de la misma en el mercado editorial y el número de lectores que alcanza- para tratar de entender cómo contempla a estas alturas su pasado la sociedad española o, al menos, una parte importante de ella.

            En términos de argumento o contenido, Línea de fuego es fácil de sintetizar, sin incurrir por otro lado en la revelación de ningún secreto –spoiler– que pueda contrariar al futuro lector, pues ya el propio autor en un párrafo previo al relato propiamente dicho se encarga de poner las cartas boca arriba. “Según este relato, en la noche del 24 al 25 de julio de 1938, al comienzo de la batalla del Ebro, 2.890 hombres y 18 mujeres de la XI Brigada Mixta del ejército de la República cruzaron el río para establecer la cabeza de puente de Castellets del Segre, donde combatieron durante diez días. En realidad, ni Castellets, ni la XI Brigada, ni las tropas que se le enfrentan en Línea de fuego existieron nunca. Pero, aunque las unidades militares, los lugares y los personajes que aquí aparecen son todos ficticios, no lo son los hechos ni los nombres en que se inspiran”. Para la cabal intelección de la obra, habría que dar un paso más. La pretensión de Pérez-Reverte es que esta imaginaria escaramuza en los aledaños de ese alegórico pueblo constituya un microcosmos capaz de dar cuenta de la más encarnizada batalla de la guerra, la que tuvo al Ebro como eje, y que, a su vez, esta famosa batalla del Ebro pueda representar el conjunto de la contienda, tanto desde el punto de vista militar como en los planos político e ideológico. Por ello, el transcurso de los acontecimientos en la narración responde fielmente al devenir de los hechos históricos, como un reflejo especular: paso sorpresivo del río por las fuerzas republicanas, avance incipiente, resistencia franquista seguida de feroz contraataque, retirada y derrota del ejército popular.

            Basta esa sinopsis para vislumbrar que Pérez-Reverte se lo ha puesto a sí mismo muy difícil, pues queda encorsetado por sus propias premisas, abocado a lo que suele llamarse un auténtico tour de force: mantener la atención del lector durante cientos de páginas –más de setecientas- en un escenario prácticamente único –aunque con enclaves específicos bien diferenciados: el río, el pueblo, los pitones, el cementerio, la ermita-, durante unos combates implacables que solo admiten breves treguas. En ese limitadísimo marco espacio-temporal, el autor se impone el bosquejo de un panorama global, un cuadro omnicomprensivo en el que deben hallar su sitio soldados de uno y otro bando –hombres y mujeres, biberones y veteranos, oficiales y reclutas, fanáticos y desertores, moros y reporteros,  curas y comisarios, españoles y extranjeros-, que no solo luchan, sufren, matan y mueren, sino que manifiestan sus ideas en términos tales que representan todas las vertientes que confluyeron en la guerra civil. Podría decirse así que hay un fuerte contraste o un ostensible desajuste entre unos objetivos ambiciosos y unos recursos expresivos autolimitados, que se corresponden con las antedichas coordenadas estrictas de lugar y tiempo a las que el autor debe sujetarse.

            El lector que conozca la obra previa de Pérez Reverte y que esté informado acerca de sus planteamientos ideológicos sabe que no debe esperar un relato esquemático y maniqueo del bien contra el mal, con la razón volcada en uno de los lados, hasta convertirlo en el bando correcto de la historia, mientras que el otro carga en mayor o menor medida con el error, la injusticia y la barbarie. Más bien puede argüirse que, si admitimos la catalogación simplista de buenos y malos, unos y otros se reparten de modo similar o equitativo entre las dos facciones enfrentadas. Tampoco aquí descubro nada que el lector no vaya a encontrar antes incluso de que comience el relato, en este caso las citas que preceden al mismo. Provienen de ambos lados del espectro ideológico y, pese a su diversidad, convergen en un mismo planteamiento. Por decirlo con las palabras de un republicano, que sintetizan en su sencillez el sentir común, “ni nosotros éramos unas bestias rojas, ni ellos tipos asesinos fascistas. Ellos y nosotros, los mejores de ellos y los mejores de nosotros, éramos jóvenes y buenos”.

Avión Seversky, guerra civil española.

            En esas mismas citas y luego, de manera contumaz, en las reflexiones que las diversas refriegas suscitan en los protagonistas, aparece el que en buena medida puede pasar por el leitmotiv de la narración: si una guerra es siempre horrenda, una disputa civil es la más espantosa expresión del enfrentamiento bélico. “—Es lo malo de estas guerras —va diciendo Olmos, a su espalda—. Que oyes al enemigo llamar a su madre en el mismo idioma que tú, y como que así, ¿no?… Se te enfrían las ganas”. A este planteamiento inicial se añade un matiz patriótico –otros dirían nacionalista-: por tratarse precisamente de guerra civil, no era tanto de azules contra rojos como de españoles contra españoles, para lo bueno y lo malo. Para bien, por la fuerza, el arrojo y la generosidad de unos y otros. En esto coinciden las citas iniciales de Yagüe (los republicanos también son “españoles y, por tanto, valientes”) y Vicente Rojo (“el valor contra el valor y el heroísmo contra el heroísmo”). Para mal, porque la tenacidad llevada al extremo convierte la lucha en un empecinamiento absurdo, “un sangriento choque de carneros”, como fue en su conjunto la propia batalla del Ebro, que se desarrolla en un encuadre surrealista: la pugna crudelísima por unos palmos de terreno sin apenas valor estratégico. En último extremo, esta fiereza española deja ver en su desesperación el trasfondo tan cainita como nihilista que ha distinguido tantos momentos de nuestra historia: “—Qué español suena eso, ¿verdad?… Si no ganas tú, al menos procura que no gane el otro. Que todos pierdan”.

            Con estos mimbres, no es de extrañar que una parte de la crítica haya reprochado a Pérez Reverte el bosquejo en su novela de arquetipos más que de personajes con trasfondo y complejidad: el implacable comisario político, el requeté idealista, el temerario corresponsal extranjero, la miliciana romántica, el alférez abnegado, el marroquí franquista y trapacero, los brigadistas internacionales como carne de cañón… Se trata de un reproche no exento de fundamento. Es más, bien podría decirse –se puede colegir de todo lo expuesto hasta ahora- que tal cosa resulta una consecuencia inevitable, dado el punto de partida, las coordenadas específicas que comprimen el relato y los objetivos en cierto modo didácticos que animan al autor. Era imposible presentar un retrato coral –son varias decenas los personajes a los que se identifica con nombres y apellidos- sin recurrir al trazo grueso o, en la mejor de las opciones, a dos o tres pinceladas penetrantes. El autor se ve impelido a la descripción físico-moral (y más importante aún en este caso, ideológico-política) de sus criaturas con una urgencia expositiva tanto mayor cuanto más necesidad tiene de imbricarlas rápidamente en un escenario definido por la vorágine del combate.

Puede decirse en descargo de Pérez Reverte no solo que otra opción con respecto a sus personajes hubiera sido sencillamente inviable –a menos que hubiera prolongado la novela, ya bastante larga, para convertirla en una serie- sino que es bastante verosímil que la propia realidad de los combatientes fuera algo muy parecido a como él la presenta. El comunista común que combatía en el bando republicano debía parecerse más a este individuo de una pieza que aparece en estas páginas que al intelectual consciente y dubitativo que queremos imaginar desde la mentalidad actual. Y lo mismo podría decirse del falangista exaltado, del sufrido miliciano, del católico ferviente, del aristócrata conservador, el proletario resentido o de cualquiera de aquellos españoles, muy jóvenes por lo general, con muy poca preparación, superados siempre por los acontecimientos, arrastrados por un torbellino de sangre y destrucción. Todos ellos, muy probablemente, se movían por unos impulsos más primarios de lo que hoy, en unas circunstancias tan disímiles, pretendemos atribuirles. Ahora reivindicamos mucho a Chaves Nogales y su A sangre y fuego, pero olvidamos dos cosas importantes: que la mayoría de la población española no tenía la información -ni la formación- del periodista sevillano y que, aunque las hubieran tenido, el resultado final no habría cambiado mucho, dada la polarización imperante. Al fin y al cabo Barea, como Marañón, Ortega o Castillejo, tuvo que poner tierra de por medio para que no lo mataran los de un bando o los del otro.

            Sea como fuere, lo cierto es que no debe extrañar, a tenor de lo expuesto, que el historiador halle en este volumen más elementos interesantes que el mero lector de novelas. Leída como artefacto narrativo, Línea de fuego se resiente, como ya se ha apuntado, de una extensión desmesurada y, sobre todo, queda lastrada por un planteamiento reiterativo que termina por fatigar y hasta cierto punto hace desentenderse del destino de unos personajes cuya suerte, en la mayoría de los casos, conjeturamos aciaga sin gran esfuerzo. Sin embargo, como aproximación verosímil a lo que pudo ser el enfrentamiento civil y, más concretamente, la batalla del Ebro, Línea de fuego es una obra que me atrevo a calificar de imprescindible. Se percibe, no ya en cada página, sino casi en cada párrafo, la labor de documentación de su autor. Ello es especialmente ostensible en los aspectos militares y, más concretamente, los pormenores bélicos. Pérez Reverte  detalla de manera exhaustiva cómo funcionan los Mauser y las ametralladoras, cuáles son los diversos tipos de fusiles y para qué sirve cada uno, qué munición utilizan, cuándo se encasquillan, cómo se arrojan las granadas, qué peligro o dificultad entraña el uso de cada arma, a qué distancia se dispara a los tanques y de qué manera responden estos, además naturalmente de revelar los efectos devastadores de los bombardeos desde el aire. La meticulosidad llega al punto de precisar con todo lujo de detalles cómo tiene lugar la lucha cuerpo a cuerpo en recintos cerrados, mencionar los resbalones de los combatientes al pisar casquillos impregnados de sangre, aludir al chasquido de la carne o los huesos al ensartar la bayoneta en un cuerpo o determinar el ruido característico de un cráneo que se rompe al impactar una bala.

            En su descripción del fragor de la batalla, da la impresión de que a Pérez Reverte le faltan palabras para reproducir de manera vívida –valga la paradoja- el caos, la angustia, los estragos y, sobre todo, el estrépito del combate. De ahí su constante recurso a las onomatopeyas para transmitir el zumbido de las balas, el estampido de las granadas y el conjunto de detonaciones ensordecedoras que tienen lugar en las trincheras, en los parapetos improvisados o el asalto a una posición. Parece obvio que el autor se ha servido de su vasta experiencia como reportero de guerra para plasmar algunos detalles significativos que, de otro modo, serían difícilmente imaginables. Se nota ello, por ejemplo, en la descripción de las emociones intensas, zozobra, ahogo, vacío, desesperación y, por encima de todo, el miedo. Un pavor que se describe en sus variadas manifestaciones –desde el terror de quien sabe que salir a campo abierto conduce a una muerte cierta al pánico que lleva a desertar, o el espanto del que será fusilado implacablemente en los próximos minutos- pero que adopta también unas formas comunes. Así, “un estremecimiento intenso, oscuro, que nace entre las ingles y asciende despacio por el vientre y el pecho hasta la garganta, seca y amarga”. También, una agitación que deja “la lengua seca, adherida al paladar” y los músculos enervados por “la tensión, y la cabeza como si la sangre fuese a reventar por la nariz y las orejas”.

Miedo no tanto por la muerte inmediata como por la muerte diferida, la aterradora agonía que puede causar la mutilación de una pierna o un brazo, las heridas horripilantes que dejan un agujero espantoso donde antes había boca, nariz y ojos, o el impacto de un metrallazo que revienta el vientre y hace que pises tus propias tripas. Por eso, llega un momento en que lo único que importa es la propia supervivencia como un instinto animal: “Una nueva explosión, muy próxima, le arroja encima trozos de carne sanguinolenta que mira y toca con estupor. Son vísceras desgarradas de un ser humano que, por un angustioso instante, teme pertenezcan a su propio cuerpo”. Con frecuencia, se presentan como acciones heroicas aquellas que, lejos de una determinación consciente, han sido solo el resultado de una ciega desesperación. Se lucha hasta el final no por valor sino porque es la única posibilidad, aunque remota, de conservar la vida. De la misma manera, se mata con una furia incontenible, sin cuartel, sin clemencia, disparando a quemarropa, machacando cráneos, destripando a los caídos… Pero no solo se mata por miedo o exasperación. No faltan tampoco los mandos –de uno y otro lado- que, cuando cesa el combate, reservan un odio glacial hacia los que se han rendido, a los que se ejecuta fríamente, siempre sin piedad.

            Como no podía ser de otro modo, la imagen que Línea de fuego proyecta de la guerra es la antítesis del campo del honor, la dignidad, la grandeza y el heroísmo. La guerra es barbarie, abyección y atrocidad llevadas al extremo. Y, cuando no es el teatro de la muerte, entonces no es más que suciedad, frío, sed, hambre, piojos, sueño, cansancio, enfermedad, incertidumbre, desamparo. Pérez-Reverte se lo hace decir explícitamente a sus personajes. “Eso es la guerra: andar, correr, esperar, mojarse, pasar hambre y frío”. En términos algo más cínicos: “—Sin poder fumar, esta guerra es una mierda. —Y hasta fumando”. O de forma brutalmente sincera: “—¿Qué es lo peor de esta guerra? (…) —El estreñimiento —responde por fin—. No cagar bien causa hemorroides”. Los soldados que desfilan por estas páginas no son en su abrumadora mayoría militares profesionales sino civiles –el autor cita casi siempre la profesión de todos ellos en la vida normal- que, de grado o por fuerza, se han visto abocados a pegar tiros. Normalmente, muy a su pesar. Y casi siempre, en el bando en que les tocó por pura casualidad –la adscripción geográfica por encima de la ideológica-: “a estas horas estaría en el ejército enemigo de no haberse encontrado trabajando en Sevilla el 18 de julio de 1936”, se dice de uno de los protagonistas. O también: “Si les preguntas por qué están aquí, responderán: «Porque me metieron en un camión con otros veintitantos de mi pueblo»”.

            En la España actual, la óptica de Pérez Reverte sigue levantando suspicacias, cuando no directamente reacciones reprobatorias o hasta indignación. La supuesta equidistancia del autor es motivo de repulsa para quienes siguen creyendo en la razón histórica de uno de los bandos y la sinrazón del opuesto. Quizá no haya muchos que defiendan ya el golpe del 18 de julio pero sí quedan bastantes que suscriben que el procedimiento del autor de vaciar “las razones ideológicas y políticas de la guerra” y su “énfasis en la dimensión humana del drama (…) lleva dentro un brindis al sol de la fraternidad ilusa. Eran humanos todos, claro que sí, pero esta novela hace de muchos de ellos meros prototipos humanos y reduce casi a la nada las razones legítimas que justifican esa guerra (…); la guerra es un horror, pero también es «la lucha del bien contra el mal», al menos desde el momento en que Franco le montó un golpe de Estado a la República” (“La guerra civil de Pérez Reverte”, El País, 10-10-2020). No hace falta insistir en que, lejos de este último planteamiento, Línea de fuego se presenta como un alegato antibelicista que contempla la guerra como un inmenso fracaso colectivo y en la que no queda hueco para idealismo alguno. El personaje que se perfila inequívocamente como alter ego de Pérez Reverte, el capitán Bascuñana, dice en un desahogo reflexivo: “—Hay un momento complicado, cuando descubres que una guerra civil no es, como crees al principio, la lucha del bien contra el mal… Sólo el horror enfrentado a otro horror”.

            Subyace en ese planteamiento la constatación de que, aun en el caso de que uno de los bandos tuviera moral o políticamente más razón que el otro, la propia dinámica bélica conduce a la brutalidad descarnada como rasgo esencial y común de los contendientes. En términos políticos, esto implica la polarización elemental, el protagonismo de los extremistas y la progresiva desaparición de los moderados. Al fin y al cabo, viene a decir implícitamente el autor, tal deriva es comprensible: no se juega uno la vida en una conflagración fratricida para defender la tolerancia con el discrepante y la alternancia pacífica en el poder con quien no piensa como tú. Eso queda para otros tiempos y otras coyunturas. La contienda civil es el gran momento de los fanáticos y los sectarios y, al socaire de estos, de los oportunistas y los traidores. “Aquí no hay belleza ninguna”, dice uno de los personajes femeninos que el novelista dibuja con más delicadeza y simpatía. “Ni siquiera el heroísmo es bello”. Su interlocutor le corrige: “—Ni siquiera es heroísmo, camarada Patricia… La misma persona puede luchar como una fiera y media hora después correr despavorida como una liebre. Los héroes no existen. Sólo las circunstancias”. Difícilmente puede encontrarse en todo el libro una frase que resuma mejor el acercamiento de Pérez Reverte a la guerra civil.

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