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Gombrich: luces y sombras de un relato

La historia del arte contadapor E. H. Gombrich

E. H. GOMBRICH

Debate/Círculo de Lectores, Madrid, 1997

Trad. de Rafael Santos Torroella

688 págs.

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La última edición española de la Historia del arte de Gombrich lleva por fin un título que hace justicia a su intención inicial de relatar lo que ha sucedido con las artes «como si fuera un cuento». Era, en efecto, una story para jóvenes lo que quiso hacer en 1950 este famoso profesor. Desoyendo entonces algún consejo de sus provectos colegas del Warburg Institute (que no veían con simpatía semejante empresa divulgadora), Gombrich aceptó el reto editorial de despachar en un solo volumen a toda la historia universal del arte. Y lo hizo de un modo admirable: el lenguaje era diáfano, y lo que se decía (¡oh milagro!, tratándose de arte) podía comprenderlo todo el mundo; había un exquisito equilibrio entre la pasión descriptiva y la sobria información sobre los artistas, las obras y su contexto histórico-cultural; tampoco se hablaba de cosas que el lector no podía ver en las reproducciones del libro.

Por increíble que parezca, esto era entonces (y todavía lo es hoy) uno de sus mayores méritos. Gombrich decidió que su relato no iba a ser meramente «literario», pues estaba basado en una serie de imágenes previamente seleccionadas que habrían de reproducirse después en el interior. Comentarios de diapositivas engarzadas, podríamos decir, una operación para la que suelen estar bien preparados los docentes de historia del arte. O sea que aquí había una fórmula muy sencilla que ha demostrado a la larga su pertinencia intelectual y un no despreciable rendimiento comercial: claridad, respeto al lector y adecuada integración icónico-verbal. La obra tuvo un éxito abrumador, como lo prueban sus numerosas reediciones y las traducciones a una veintena de idiomas extranjeros (más de un millón de ejemplares vendidos en todo el mundo, según cálculos de su autor hechos hace un decenio [Cfr. Ernst Gombrich y Didier Eribon, Lo que nos cuentan las imágenes, Debate, Madrid, 1992, pág. 52]). Difícil resulta recordar otro caso comparable, y es eso precisamente lo que ha creado en torno de este libro y de su autor una especie de coraza protectora, como si no fuera imaginable opinar nada sobre un producto cultural tan incuestionable. Podría decirse que el éxito lo ha convertido en «transparente», volviéndolo inocuo. Los editores han venido mejorando en cada reedición la calidad de las ilustraciones, algunos profesores (que lo leyeron tal vez en su juventud y ya no se acuerdan de lo que contiene) lo recomiendan aún a sus estudiantes, y sigue habiendo muchos ciudadanos que lo compran sin que nadie acierte a saber por qué.

Pero nada de esto significa que nos hallemos ante una buena introducción a la historia del arte. En realidad, un libro de estas características debe respetar algunos principios fundamentales desde el punto de vista epistemológico y narrativo. El primero de ellos atiende a la jerarquía de los saberes, es decir que las ideas y los asuntos incluidos han de tener un tratamiento proporcional a su importancia. Es obvio que esto es algo con frecuencia discutible, pues cabe siempre aceptar para la opción elegida algunas disculpas razonables, como la de un moderado etnocentrismo. Gombrich, en este libro, se ocupa de la miniatura irlandesa pero olvida por completo la mozárabe; no menciona la mezquita de Córdoba ni el Taj Mahal, pero sí vemos a la iglesia de Todos los Santos en Earls Barton (Northamptonshire); no está El Escorial, aunque sí una imagen de la antigua cancillería de Brujas; tampoco hay un solo ejemplo de la arquitectura barroca española o iberoamericana y sí dos obras de Christopher Wren; a Gaudí no se le menciona ni una sola vez, etc. En una entrevista reciente aludió desdeñosamente a los complejos nacionalistas cuando se le preguntó por qué había tan pocos ejemplos españoles en su obra, pero aunque pueda tener algo de razón, es evidente que todos pensamos y escribimos siempre desde un lugar histórico y cultural determinado. Gombrich no ha sido una excepción, y su Historia del arte está plagada de desenfoques como los mencionados. El reproche que cabría hacerle no es, pues, que lo español (o lo portugués, ruso, turco, etc.) esté poco o mal representado, sino que no haya sabido ver siempre qué cosas son verdaderamente importantes a una escala global. Parece claro que Gombrich organizó su historia sobre el eje histórico y geográfico de Italia, Alemania, Inglaterra y Francia (con el añadido de algunos otros episodios inevitables como Egipto, Grecia y ciertos toques de arte étnico y extremoriental), y no tiene mucho sentido que él siga defendiendo esa opción como si fuera el único canon razonable de valor universal.

También es problemático el tono narrativo, la idea de la story que ya hemos mencionado. No es este el momento de discutir a fondo acerca de qué tipo de «género literario» pueda ser la historia del arte, pero parece que hay ya un consenso en torno a la idea de que esta disciplina sólo puede entenderse como un conjunto de relatos de naturaleza diferente, aunque eventualmente engarzados: vidas de artistas, descripciones de obras maestras, panoramas estilísticos, presentación de contextos socioculturales, etc. No es deseable enmascarar la relativa autonomía de cada uno de esos microrrelatos bajo la apariencia engañosa de una historia única. El libro de Gombrich no separa las diversas instancias intelectuales que nos ayudan a encontrar los sentidos del pasado. Las obras concretas son las únicas atalayas desde las cuales pretende hablar ocasionalmente de las sociedades que las consumieron, de los mecenas, de los creadores y de los lenguajes expresivos. No hay «introducciones» ni epígrafes dedicados a discutir asuntos específicos como los mencionados, de modo que uno adquiere la impresión de que esta historia no es más que una ristra de creaciones excepcionales, engarzadas entre sí de una manera artificiosa y un tanto arbitraria. Las obras de arte elegidas se nos hacen admirables pero yo no diría que el procedimiento contribuya mucho a que parezcan también «explicables».

Puede que ello sea una consecuencia de los valores estéticos (de los gustos) de Gombrich: aunque despliega loables esfuerzos por hacernos apreciar muchas creaciones antiguas, primitivas y medievales, está implícita la idea de que la historia del arte tiene unos momentos culminantes. Nos damos cuenta del entusiasmo del autor ante ciertos ejemplos de la Grecia clásica, y muy particularmente del Renacimiento italiano. O sea, que no es un punto de vista tan diferente del que sustentó Vasari en el siglo XVI , cuando trazaba, en el prólogo de la segunda edición de sus Vite, un cuadro evolutivo de las artes desde la Antigüedad hasta el momento en que escribía: el arte, que había alcanzado una gran perfección entre griegos y romanos –venía a decir Vasari–, decayó lamentablemente durante la Edad Media; los esfuerzos acumulados de varias generaciones permitieron recuperar lo mejor del mundo clásico a principios del siglo XVI ; Miguel Ángel mostraría ya tal perfección que no parecía posible ir más allá, y sólo cabría, pues, mantenerse en ese punto evitando que la mala fortuna llevara las artes hacia una nueva decadencia.

No es que Gombrich mantenga exactamente (o al menos explícitamente) esta posición. Ya he dicho que hay también en su libro numerosas descripciones de obras que demuestran una exquisita sensibilidad para apreciar manifestaciones artísticas ajenas a esa línea «clasicista», pero el lector siente una cierta desorientación, un vago desánimo, una vez alcanzado el capítulo 19 (que trata de la Europa católica en la primera mitad del siglo XVII ). O sea, que hacia la mitad del libro tenemos la impresión de haber superado el punto culminante del relato. Todo lo que viene después parece un epílogo, como si se contara el difícil mantenimiento hasta el siglo XVIII de la perfección alcanzada antes, y una extraña decadencia (no una degeneración, pues Gombrich, vehemente antifascista, habría hecho cualquier cosa para no coincidir en nada con los nazis) con la llegada de lo que él llama «arte experimental». Son tan poco convicentes sus intentos de hacer digerible al lector esta parte de su story que no tenemos más remedio que pensar en lo muy profundamente interiorizado que debía tener el modelo cultural de la «tradición clásica».

Extraña historia, pues, esa que parece una campana de Gauss, con su punto fuerte a la mitad, y no al final, como exige la lógica de todo buen relato novelesco. Pero Gombrich es un notable escritor, de modo que tal inconsistencia narrativa ha de ser forzosamente la consecuencia inevitable de otra cosa: el gran fallo, lo que convierte, en definitiva, a su Historia del arte en un fiasco, es su absoluta incomprensión de todo el arte contemporáneo. Su selección de obras y artistas a partir de principios del siglo XX es «pintoresca» (por utilizar un término que no se sale de la tradición). Nada explica de los principales movimientos de la vanguardia. Picasso aparece representado con tres o cuatro obras menores y ni se mencionan trabajos capitales para la historia universal del arte como Las señoritas de Aviñón, La naturaleza muerta con silla de rejilla o el Guernica. Marcel Duchamp, testarudamente omitido en todas las ediciones anteriores, aparece por fin citado en esta última, pero sólo dice de él que «adquirió fama y notoriedad en base a coger cualquier objeto (que él llamaba ready-made [ya hecho]) y firmarlo». Despachar así al principal inspirador del arte de la segunda mitad de nuestro siglo (y cuya importancia se equipara hoy a la de Picasso) es muy sorprendente, y máxime si tenemos en cuenta las atenciones prodigadas a otros artistas notoriamente menores, como Käthe Kollwitz, E. Barlach, L. Feininger, H. Rousseau, Ben Nicholson o Grant Wood.

Que nadie busque una mejora al explicar lo sucedido tras la Segunda Guerra Mundial. Gombrich no comenta ni una obra de Mark Rothko, Andy Warhol o Josep Beuys, aunque sí hay reproducciones y textos sobre Zoltan Kemeny, Marino Marini o Nicolás de Staël. Tales desenfoques revelan que este eminente profesor austrobritánico no hizo nunca ningún esfuerzo serio por comprender el arte moderno, y eso, que era ya muy grave cuando salió la primera edición de su Historia del arte, ha acabado por parecer grotesco medio siglo después. Esperábamos una rectificación radical en esta edición, pero hemos comprobado que los tímidos retoques y escasos añadidos puntuales sólo han servido para acentuar la impresión caótica que produce toda la última parte. Tal vez no se podía hacer otra cosa. «El Gombrich» (como muchos dicen familiarmente) es un clásico, y parece que ni su mismo autor se atreve a tocar nada que pueda afectar a su estatuto mítico. Este libro nació con una maravillosa voluntad didáctica, reflejando el optimismo educativo y los prejuicios moderadamente antimodernos de esa sociedad británica que intentaba recomponer, en la postguerra, unos ideales tibiamente neovictorianos. Fue un sueño efímero, con la disolución del Imperio y todo lo demás a la vuelta de la esquina. The Story of Art encajaba bien en aquel cuadro histórico-cultural. Tenía además una notable coherencia interna, en sintonía con el gusto y las preocupaciones del Warburg Institute. Reconsiderar como es debido el arte de los dos últimos siglos habría obligado a escribir de nuevo todo lo anterior. ¿Y cómo iba a hacer eso un anciano de más de ochenta años, por mucha agilidad mental que hubiera llegado a conservar?

Lo lamentable son las deformaciones que provoca a veces la industria cultural. Las magníficas láminas en color que vemos ahora (algunas desplegables), el buen papel y la imponente «tapa dura», han convertido a esta obra en un coffee table book. Lo contrario de lo que pretendía ser cuando se publicó por primera vez. Esperemos que los compradores sean consecuentes, exhiban el libro como fetiche, y no lo lean con la pretensión de enterarse por dónde ha ido la historia del arte universal.

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