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Oscar Wilde fue un hombre santo

El secreto de la vida. Ensayos

Oscar Wilde

Barcelona, Lumen, 2012

Trad. de Miguel Temprano

490 pp. 23,90 €

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Cuando visité el inevitable cementerio parisiense de Père Lachaise, una de las cosas que más me sorprendió fue el abigarrado mosaico de besos femeninos –o masculinos– estampados a golpe de pintalabios sobre el granítico monumento funerario bajo el que reposaba Oscar Wilde, a quien sus delicuescentes narraciones nunca me habían empujado a considerar un icono pop. Tras leer la excelente selección de sus ensayos realizada por Lumen y titulada, misteriosa pero atinadamente, El secreto de la vida, entiendo perfectamente la pasión y gratitud contemporáneas que sabe despertar este pionero de casi todo, en quien tantos veneran al protomártir de la causa gay o a la encarnación insuperada del dandismo y a quien, sin embargo, haríamos un gran favor juzgándolo estrictamente por sus escasas y siempre lúcidas palabras, cuya exigencia ética y estética no puede chocar más con los melifluos programas de la posmodernidad, la propia democracia y la cultura popular.

El juicio que emerge del descubrimiento del Wilde ensayista –con razón, el editor Andreu Jaume asigna al género de la reflexión lo más perdurable de la obra wildeana– consagra, paradójicamente, la asombrosa coherencia intelectual del rey de la iconoclastia finisecular y la hondísima sensibilidad moral del mayor réprobo de la era victoriana, condenado en sede judicial por sodomía y encarcelado en Reading durante dos penosos años de descenso a los infiernos y redención final. El presente volumen se divide en nueve secciones, incluyendo piezas ensayísticas publicadas como tales en vida del autor, textos periodísticos, una selección de sus afamados aforismos y esa estremecedora confesión a caballo entre el reproche amoroso, la ascesis religiosa y el testamento estético que es De profundis, la obra ya desnuda de adornos que cierra el círculo cabal del pecador justificado.

La larga conferencia que lleva por título El renacimiento inglés del arte saca a escena a un Wilde joven pero ya investido de una firme vocación apostólica de esteta sin componendas, preconizador del arte por el arte que, tanto en la literatura como en la pintura, estaban ya practicando sus amigos prerrafaelitas. El esteticismo de Wilde reacciona contra la «vulgaridad» del realismo y culmina el movimiento romántico con otra vuelta de tuerca al subjetivismo artístico en el que, sin embargo, la revelación de la forma original prima sobre el sentimiento concreto del artista. En La decadencia de la mentira, el autor –dramaturgo al fin– adopta por primera vez la estructura del diálogo platónico para asentar algunas de sus teorías rupturistas más conocidas, expuestas con deslumbrante erudición helenística y esa seductora ironía que vuelve inconfundible el genio polemista del irlandés. Dos ideas provocadoras vertebran la disertación: no sólo el arte es superior a la naturaleza («Es una suerte que la naturaleza sea tan imperfecta, pues de lo contrario no tendríamos arte. El arte es nuestra enérgica protesta, nuestro valeroso intento de poner a la naturaleza en su sitio»), sino que la propia naturaleza imita al arte. Con esta aparente boutade, hoy comúnmente aceptada, Wilde señala el centro mismo del mecanismo psicológico de reconocimiento sobre el que opera el efecto estético: «La naturaleza no es una madre que nos haya dado a luz. Es creación nuestra. Cobra vida en nuestro cerebro. Las cosas existen porque las vemos. Y lo que vemos depende de las artes que nos hayan influido». Y pone como ejemplo el «extraordinario cambio» producido en el clima de Londres, cuya niebla señala ahora todo el mundo sólo después de que cierta escuela de paisajistas ingleses se hartara de recrearla en sus lienzos.

El retrato del Sr. W. H. constituye una rara pieza de resonancias borgianas en las que Wilde se sirve de una teoría crítica que postula a un niño actor de la compañía teatral de Shakespeare como destinatario secreto de sus enigmáticos Sonetos para acabar tejiendo un magistral estudio crítico de la poesía shakespereana. En defensa de Dorian Gray recopila tres cartas al director en las que el novelista refuta las –por otra parte esperables– reprobaciones con que los periódicos puritanos saludaron la publicación de su única novela. Lo más interesante aquí es que Wilde reconoce la propuesta moralizante que subyace a su máscara antinómica: después de agradecer al diario la escandalosa publicidad que beneficiará a las ventas de su libro, carga contra el método «pseudoético» de la crítica artística y acaba revelando el único «error» o moraleja achacable a su libro: la enseñanza que extraemos fácilmente de la tragedia de Dorian y que dicta que «todo exceso, igual que toda renuncia, lleva aparejado su propio castigo».

En El crítico como artista asistimos a la madurez ensayística de Wilde, toda una desafiante proposición teórica al servicio de la escuela impresionista en la crítica literaria, escuela contra la que luego se levantaría la crítica formalista del siglo XX, que ambicionaría un objetivismo fundado en las puras virtudes textuales de las obras. Ernest y Gilbert –trasunto del autor– dialogan en torno a la función social de la crítica hasta concluir que ésta es una forma de creación, de autobiografía espiritual, mediante la cual el crítico creativo revela de la obra lo que no puso en ella el artista, quien por ello nunca puede enjuiciar su propia obra con la riqueza interpretativa aportada por el tamiz de una sensibilidad ajena. Wilde desprecia el arte didáctico y moralizante, porque el artista interesante es justamente aquel que no tiene nada que decir, aquel cuyo talento siempre maleable se aplica a originar formas nuevas que simbolicen una nueva identidad entre el mundo exterior y el interior del artista, sin plegarse jamás a los gustos del público –que odia al individuo y la novedad, utiliza «a los clásicos como cachiporras para impedir la libre expresión de la belleza en formas nuevas» y ama el burdo sentimiento porque «es más fácil simpatizar con el dolor que aplaudir una idea»–, ni a los preceptos anquilosados de los maestros de escuela ni al filisteísmo del negocio periodístico. Será el crítico quien identifique en la sonrisa de la Gioconda –un accidente meramente formal, una novedosa convivencia de pigmentos– la impresión subjetiva de «animalidad griega, lujuria de Roma, ensueño medieval y pecados de los Borgia» que vio Walter Pater –maestro de Wilde– y que hace progresar tanto al arte como a la vida. La vida contemplativa y el método crítico configuran al esteta, al hombre nuevo wildeano que reclama la plenitud de una vida «inútil» contra el embrutecimiento laboral que la industrialización ha deparado a los ingleses. Invoca un estadio tecnológico en el que la máquina esté al servicio del hombre y no al revés, y termina profetizando la sociedad del ocio imperante hoy en el primer mundo, aunque la actual cultura de masas jamás podría entrar en sus planes. La crítica, aduce incluso, contribuirá al pacifismo internacional merced a la genuina tolerancia que procura la admiración de la belleza, allá donde se encuentre.

La política importa poco a Oscar Wilde. Es cierto que en otra de las grandes piezas del volumen, El alma del hombre con el socialismo, el autor se proclama socialista. Pero, claro, se trata de un socialismo místico y paradójico, al servicio del individualismo, que mediante la abolición de la propiedad privada facilite a los hombres su cultivo espiritual y la revaloración social del ser en detrimento del tener. «El socialismo conducirá al individualismo. El resultado natural es que el Estado tendrá que renunciar a cualquier pretensión de Gobierno». Nada que ver, por tanto, con comunas asilvestradas o dictaduras del proletariado: al temperamento de Wilde le repele la coerción, la revolución, la asociación forzosa y, en realidad, está más cerca de un liberalismo anarcoide y evangélico: una utopía, al cabo, tan inviable como el comunismo, pero mucho más inocente. Tanto que su profeta, que juzgaba el dolor como un camino de perfección que su programa individualista volvería superfluo, acabó pagando la inocentada con cárcel.

Por encima de las energías derrochadas en la provocación, admirando la agudeza implacable de sus apotegmas y compartiendo aquel en que él mismo reconocía haber puesto su genio en la vida y sólo su talento en su obra, la obra ensayística de Wilde levanta el monumento perenne de su paradójica congruencia moral. Ni en su apogeo ni en su desgracia cayó en la superficialidad, «el vicio supremo». Nunca fue vulgar. Ni en el lujo ni en la miseria dejó de ser la excepción –el artista– que coloca ante la sociedad el espejo de su adocenamiento. El hedonismo que predicaba nacía de un propósito espiritual porque aspiraba a sacudir la hipocresía granítica de su tiempo. Se valió del pecado como metáfora para reivindicar la verdadera virtud, y del arte por el arte para erigir un dique contra la omnipresencia de la ideología y el moralismo huero. Por eso no sorprende que el gran hedonista y el estilista extremado acabara encontrando el secreto de la vida en el sufrimiento y la desnudez mientras leía los Evangelios en su celda. Lo tuvo todo y acabó siendo desposeído patéticamente de su libertad, su honra, su fortuna, su atrabiliario amor, su familia. Él, que había subordinado la ética a la estética, encontró en Cristo la simbiosis perfecta de ambas: la figura inigualable del santo-poeta con la que él mismo se identificó en la cárcel. Quien en El retrato de Dorian Gray ya había anticipado el precio del libertinaje, abrazó en un último aliento de audacia el cristianismo primitivo, reacio tanto al convencionalismo victoriano como al paganismo amoral, en una biografía donde el arte y la vida se funden asombrosamente:

Somos lo que somos. La opinión pública carece totalmente de valor. Ni siquiera cuando la gente recurre a la violencia hay que responder con más violencia. Eso equivaldría a ponerse a su nivel. Después de todo, incluso en prisión, es posible ser libres. El alma puede ser libre y la personalidad seguir impasible. Se puede tener paz. Y, por encima de todo, es preciso no entrometerse ni juzgar a los demás. La personalidad es muy misteriosa. A nadie puede juzgársele por lo que hace. Es posible respetar la ley y ser indigno, o quebrantarla y seguir siendo bueno. Se puede ser malo sin hacer nada malo. Se puede cometer un pecado contra la sociedad y alcanzar la verdadera perfección gracias a ese pecado.

Wilde extremó tanto la pose del esteta que voló sus frágiles cimientos para siempre, encarnando él mismo la peripecia martirial. Toda su obra, que se nos publicita aún como la irreverencia mordaz de un gran iconoclasta, brilla a la luz de su corpus ensayístico con la vigencia sólida de un profundo pensador moral que sabe que la máscara es el medio artístico a fin de que aflore la persona, porque «la naturaleza profunda del hombre se descubre pronto» y sólo perduran las cualidades artificiales de un estilo trabajado, verdaderamente individual. Lectores o no de sus textos, los fieles wildeanos siguen acudiendo a París a venerar su tumba, avalando así el aura religiosa del personaje. El monumento, por cierto, fue aislado en 2011 de los besos de los peregrinos con un cristal protector. Un símbolo más de su resistencia, aun póstuma, a condescender al sentimentalismo, el gregarismo y la vulgaridad.

Jorge Bustos es licenciado en Teoría de la Literatura por la Universidad Complutense, aunque ejerce el periodismo, de la crónica parlamentaria a la tertulia deportiva y la crítica literaria, en La Gaceta, entre otros medios. Actualmente prepara una antología de crónicas periodísticas en la editorial Ciudadela.

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