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El narrador no fiable

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La relectura más bien fortuita de dos novelas españolas publicadas en 1994 (Los disparos del cazador, de Rafael Chirbes, y Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías), ambas muy diferentes entre sí, pero coincidiendo en la utilización de narradores epistemológicamente limitados y, por lo mismo, no plenamente fiables, me ha llevado a seguir someramente el rastro de esa instancia narrativa tan característica de la novela contemporánea.

De entrada, no hace falta ser un fanático pirronista para abrigar serias sospechas de que, en propiedad, nunca existió un narrador absolutamente fiable. Nadie dice nunca toda la verdad –suponiendo que tal cosa exista–, tal cual fue, sin añadidos ni omisiones. Ni siquiera el cazador prehistórico y preliterario que regresa a la cueva y relata su largo viaje, y su peripecia insólita, es completamente fiable. Aunque así se inventara la literatura.

La política nos ha acostumbrado a los narradores no fidedignos. No hay nación que se haya fundado sin contar con una porción de mitos publicitados por narradores poco fiables que nunca conocieron las Arcadias a las que remite todo discurso de raigambre nacionalista. No hay guerra que se haya ganado sin que un bardo más o menos prosaico y oficial haya silenciado lo indecible, lo que no conviene que se sepa, lo que avergüenza a los vencedores y no humilla suficientemente a los vencidos. Ari Fleischer, el antiguo portavoz de la Casa Blanca y Mohamed Said al Sahaf, el ex ministro de información de Sadam –también conocido en los medios norteamericanos (no siempre fiables) como «la máquina de mentir»– no fueron, cada uno en su estilo, narradores fiables. Por eso escuchábamos desde la sospecha sus desarticulados relatos, a menudo expresados desde las respectivas neolenguas orwellianas del rico y el pobre, y salpicados de jaculatorias instrumentales (desde «el eje del mal» al «diabólico agresor»). Ningún portavoz del Poder puede ser narrador del todo fiable, aunque en esto también hay grados. Las dictaduras no necesitan justificar la mentira: simplemente borran la foto comprometida o asesinan al testigo.

El psicoanalista escucha con atención flotante el discurso de su analizando, que es, por antonomasia, el menos fiable de los narradores (aunque si está ahí, tumbado en el diván, es porque posiblemente vislumbre que su narrar algo enmascara). Pero el analista, que sospecha con razón de lo que escucha, olvida con demasiada frecuencia que el mismo Freud era, si nos ponemos rigurosos, un narrador poco fiable: su método requiere ser creído primero y comprendido después, como si fuera parte del culto de una religión laica, y sus conclusiones son muy a menudo inmunes a la lógica. La relectura actual de algunos de sus más célebres casos (véase, por ejemplo, el «caso Hans» –o «Juanito»–, de 1909; o el del «hombre de las ratas», del mismo año) permite considerarlos como esbozos de novelas de costumbres (las de la burguesía vienesa del final del Imperio austro-húngaro), en las que el poco fiable narrador (Freud) coincide plenamente con el autor (Freud).

Pero es la novela la que nos ha suministrado la mejor y más completa galería de narradores poco fiables. Wayne Booth los definió en The Rhetoric of Fiction (1961) como aquellos que no hablan o actúan de acuerdo con las normas de la obra (que son las del autor implícito). Es decir, aquellos cuya percepción o interpretación de lo que ocurre no se corresponde con las percepciones e interpretaciones del autor. Tarde o temprano, el lector percibe esa divergencia y extrema su atención. Si el narrador es la instancia que organiza el relato, el narrador poco fiable forma parte necesariamente del mismo, de manera que su voz requiere ser desentrañada para que el significado se nos muestre en su totalidad. El narrador poco fiable está siempre firmemente comprometido con lo que cuenta: así lo está, por ejemplo, el neurótico Humbert Humbert de Lolita y el conservador empresario que relata la historia de su empleado, el escribiente Bartleby. Un narrador no fidedigno exige que el lector se ponga a trabajar para deconstruirlo y llegue a saber qué es, en realidad, lo que sucede en el relato. El narrador no fiable no es sólo aquel que exagera, miente u oculta deliberadamente (como, por ejemplo, hace el de Lavida del Buscón), sino el que no puede o no sabe reflejar cabalmente la realidad, bien sea por su inexperiencia (como Huckleberry Finn o su discípulo Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno); por sus propios prejuicios o fascinaciones (el mayordomo Stevens en Lo que queda del día, de Ishiguro; el Nick en El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald); por discapacidad física, retraso mental o locura (Benjamin Compson en la primera parte de El ruido y la furia, de Faulkner; el desequilibrado Kinbote de Pálido fuego, de Nabokov), o por otras razones que escapan a su voluntad.

Pero los narradores más elaborados y complejos suelen ser aquellos que se ocultan en lo que cuentan: los que mienten al lector, los que enmascaran la realidad sustrayéndonos o distorsionando elementos de su historia en beneficio propio. Un narrador no fiable de esta clase es una herramienta sofisticada que el autor utiliza no sólo para señalar el abismo entre la realidad y la apariencia, sino para mostrar los procedimientos que los seres humanos utilizamos para franquearlo. Una historia contada a través de uno de esos narradores-personajes necesita, como señalaba Umberto Eco a propósito de El asesinato de Rogelio Ackroyd (1926), de Agatha Christie, «contratar» con el lector una posibilidad de doble lectura: la ingenua, que es la primera, y la crítica, que se inicia cuando, tras llegar al final, se reconstruye la historia desde lo que ahora se sabe.

Quizá no sea casualidad que algunos de los mejores narradores no fiables han surgido en contextos culturales sacudidos por bruscas crisis de valores en los que se hace patente la duda epistemológica ante la realidad y su representación. Entre 1880 y 1918, es decir, entre la crisis ideológica del victorianismo y el final de la primera de las grandes carnicerías del siglo XX se publicaron, por ejemplo, Lord Jim y Bajo la mirada deOccidente, de Conrad, Los papeles de Aspern, de Henry James, o la complejísima Elbuen soldado, de Ford Madox Ford. En todas ellas se experimenta con ese eficaz elemento narrativo que será llevado hasta sus límites en la novela modernista y posmodernista: desde Virginia Woolf hasta Paul Auster, pasando por Nabokov (Lolita, Pálidofuego) y Albert Camus (La caída).

El narrador no fiable es un elemento fundamental que la novela contemporánea retoma de la picaresca a finales del siglo XIX , cuando la novela «realista» ha alcanzado su esplendor y comienza a mostrar sus limitaciones como «espejo» del mundo. La gran paradoja es que, frente a la sospecha que suscita en el lector de nuestro tiempo el reclamo omnisciente de verdad objetiva y absoluta autoridad, el narrador que expone sus limitaciones cognitivas o epistemológicas se nos antoja más en consonancia con nuestra sensibilidad y experiencia. Incluso más realista y «fiable».

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