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John Fante tras los pasos de Bandini

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Se ha contado muchas veces la historia de John Fante, pero nunca está de más recordarla. Nacido en 1909 en Boulder (Colorado, Estados Unidos), hijo de una familia pobre de inmigrantes italianos, con un padre alcohólico y violento, que despreciaba su vocación literaria, comenzó a escribir a los diecinueve años, enviando la mayor parte de sus relatos a The American Mercury, dirigida por el prestigioso crítico literario Henry Louis Mencken. Después de varias negativas, Mencken le publicará algunos cuentos y Fante se mudará a Bunker Hill, un barrio ya desaparecido de Los Ángeles, donde conocerá la pobreza, la soledad y el fracaso. En 1939 aparece su tercera novela, Pregúntale al polvo. Al igual que las dos anteriores (Camino a Los Ángeles –póstuma– y Espera a la primavera, Bandini, 1938), el protagonista es Arturo Bandini, un trasunto del propio Fante, con las mismas dosis de ambición, desgarro, ingenio y frustración. Por problemas editoriales, únicamente se venden tres mil ejemplares y enseguida cae en el olvido. Sólo cuando, en 1979, Charles Bukowski descubre la novela y escribe un prólogo manifestando su admiración, se recupera la obra y empieza a reconocerse su condición de verdadero clásico del siglo XX, pero ya es demasiado tarde para Fante. En 1980, se queda ciego a causa de la diabetes y en 1983 muere, después de haber dedicado casi toda su vida profesional a escribir guiones de cine, ejerciendo de «puta de Hollywood» y «lamecoños de la Paramount».

Pregúntale al polvo narra las peripecias de Arturo Bandini, autor del cuento «El perrito que reía», un relato de dudoso mérito que mantiene con vida su vocación literaria. Alojado en una modesta pensión de Bunker Hill, sueña con triunfar, pero su día a día consiste en sortear la penuria material, ingeniando cualquier artimaña para pagar el alquiler, comprar comida y abastecerse de tabaco. Bunker Hill es un barrio con casas sucias y amarillas que apestan a crimen y miseria. Mientras pasea, Bandini fantasea con los atributos de la celebridad: una pipa de brezo italiano, un bastón, un coche negro imponente y una hermosa mujer ataviada con un abrigo de zorro plateado. Son los años treinta y un escritor consagrado disfruta de la misma gloria que un astro del béisbol. Las ciudades se rinden a sus pies. Bandini espera que algún día Los Ángeles le rinda el homenaje reservado a las grandes estrellas. «¡Dame algo tuyo, Los Ángeles! Ven a mí tal y como yo voy hacia ti, con los pies en tus calles, ciudad preciosa a la que tanto amo, flor triste enterrada en la arena, ciudad preciosa». Sin embargo, Los Ángeles sólo le proporciona problemas. Su casera lo acosa, el señor Hellfrick le pega sablazos o le involucra en pequeños hurtos, y Camila, una camarera mexicana, se enreda con él en un extraño idilio, donde conviven el afecto, la humillación y el desprecio.

Bandini acepta las penalidades con heroísmo: «Hete aquí viviendo como un gusano día tras día, genio del hambre, fiel a una vocación sagrada. ¡Tu valentía es envidiable!». J. C. Hackmuth es su editor y cree en su talento. De hecho, le escribió una amable carta, anunciándole que publicaría «El perrito que reía» y alabando sus cualidades literarias. Es evidente que Hackmuth es la versión literaria de Mencken y que los conflictos de Bandini son los de Fante. Ambos luchan por el reconocimiento, pero también contra las palabras, que a veces se retraen y se niegan a componer una frase. Bandini se enfrenta a la máquina de escribir, pero sólo consigue escribir una palabra: «palmera, palmera, palmera». El asedio resulta infructuoso, corroborando una vez más que la realidad se resiste a transformarse en literatura: «La palmera venció después de dos días de combate y yo salí por la ventana y me senté al pie del árbol». Bandini no es un escritor insobornable, sino un oportunista que negocia con Dios para lograr sus metas. Lamenta su ateísmo, insinuando que la culpa es de Nietzsche y prometiendo volver al seno de la Iglesia, si la intervención divina lo convierte en un gran escritor.

Pregúntale al polvo no esconde su deuda con Hambre (1890), de Knut Hamsun, y anticipa los sentimientos de rabia y desolación de El guardián entre el centeno (1951), de Salinger, pero sin su inconformismo y con un nihilismo más contenido. Bandini es un antihéroe, un ser grotesco que sube a la habitación de una prostituta, sin consumar un coito, pues la idea de pecado y el miedo a la impotencia flotan en su mente, atormentándolo sin tregua. Su carácter pusilánime incluye una aguda autocompasión. Al evocar su hogar, con unos padres italianos imbuidos de la moral católica, señala: «Yo era la criatura más infeliz del Señor, obligada incluso a torturarse a sí misma. Estaba claro que no había en la tierra un dolor más grande que el mío». De nuevo, Fante y Bandini se confunden en un infortunio similar. Esa identificación no puede ser menos halagadora, pues los dos actúan con cobardía, cinismo y resentimiento. Bandini ni siquiera oculta sus prejuicios racistas en su relación con Camila, una «asquerosa mexicana» que carece de la grandeza del pueblo estadounidense, capaz de levantar un imperio sobre la arena y los cactos. Sin embargo, Bandini sabe que en Estados Unidos no todo es grandeza. En Main Street, Towne, San Pedro y los dos últimos kilómetros de Fifth Street, hay pobreza, tedio, desolación. Es la misma desesperanza que afligía a Bandini en su pueblo de Colorado, donde lo insultaban sin compasión, llamándolo «macarroni, espaguetini y aceitoso», obligándolo a encerrase en los libros y a soñar con un porvenir sin agravios. El dolor no siempre educa la sensibilidad, pues Bandini se ha comportado del mismo modo cruel y desconsiderado con Camila. Le remuerde la conciencia, pero no ignora que la infelicidad es el destino natural del ser humano. Los ricos californianos no están a salvo del vacío existencial, pese a sus gafas de sol y sus jerséis deportivos. «Engañados por su propia inhumanidad», se pudren bajo un cielo deslumbrante, con «las bocas rígidas y retorcidas», perdidos y desarraigados.

Bandini regala ejemplares de «El perrito que reía», pero nadie le hace caso, o lo desprecian abiertamente. «Bueno, siempre ha sido así –reflexiona–. Poe, Whitman, Heine, Dreiser y ahora Bandini». No tiene inconveniente en reconocer que pensar de ese modo le ayuda a sentirse «menos herido, menos solo». Sin embargo, cuando intenta escribir un poema a Camila y el resultado es calamitoso, exclama apesadumbrado: «Dios de los cielos, no soy escritor; ni siquiera sé componer una cuarteta, no sirvo para nada en este mundo. No soy más que un estafador del tres al cuarto». Su incapacidad de hacer el amor con Camila sólo agudiza su convicción de ser un farsante y una nulidad. La fugaz aparición de Vera, con una espeluznante marca de nacimiento, aviva el ateísmo de Bandini, que acusa a Dios de ser «un animal despreciable, un asesino sin escrúpulos», cuyo horrible poder consiste en tolerar el dolor de los inocentes y la imperfección del mundo. Esta rebelión está asociada al sentimiento de finitud: «No estamos vivos de manera definitiva, nos acercamos a la vida, pero no acabamos de poseerla. Nos vamos a morir». Nos aferramos al mundo por su belleza, pero cobijamos «un temor subrepticio a la noche, cual si se tratase del beso pródigo y burlón de la muerte. Y llegará la noche…». Mientras tanto, la vida no se cansa de prodigar sufrimiento. Cuando el señor Hellfrick asalta una granja y mata a un becerro, Bandini se niega a participar en el festín, pues entiende que «había sido un asesinato en toda regla». Aunque sólo ha actuado como cómplice, considera que su alma está condenada.

Hay un tono existencialista en Pregúntale al polvo que cuestiona las nociones de sentido, ética y finalidad. Bajo las calles de Los Ángeles late el desierto, «en espera de que la ciudad feneciese, para cubrirla una vez más con sus arenas sin tiempo». El destino del hombre y sus civilizaciones es «sumergirse en las tinieblas», regresar a su oscuridad primigenia. El mal no es algo gratuito e innecesario. «La maldad del mundo no es maldad, sino un elemento inevitable y benéfico y que formaba parte de la lucha interminable por contener y domeñar el desierto. […] Vivir es una empresa hercúlea. Morir es la misión suprema». El existencialismo de Fante no desemboca en el pesimismo de Sartre, sino en una visión trágica y vitalista, probablemente adquirida en la lectura de Nietzsche y en el devenir cotidiano de un escritor que aún no ha descubierto el valor real de su obra incipiente. La angustia se aquieta cuando llega el éxito, pero surge la sensación de vacío. Bandini publica su primera novela y adquiere reconocimiento, fama y dinero. Sin embargo, la dicha se demora y todo parece absurdo e inútil: «Ya no podía sucederme nada más. Mi vida había concluido». Su amor por Camila resucita y brota el deseo de salvarla, pues sabe que vive atrapada por el alcohol y la adicción a las drogas. Cuando entra en su apartamento y la encuentra en un estado lamentable, nota el peso de la culpabilidad. No ha sido capaz de protegerla y amarla. No es una excusa que ella ame a otro, un hombre que la maltrata y desprecia. El deterioro físico y mental de Camila le destroza por dentro. Se descalza y su conciencia se alivia al sentir que los cristales de una bombilla lastiman sus pies. Fante se acerca a Dostoievski, abordando el tema de la culpa y la expiación, aunque en este caso no se producirá la redención que manifiesta la existencia de un orden moral trascendente. En las últimas páginas, la literatura y el desierto se combinarán para crear un escenario de pérdidas y desconsuelo, donde lo único perdurable es una tierra baldía batida por el calor, el frío y el viento.

Fante escribe uno de los finales más perfectos de la historia de la literatura, que no puede ser revelado sin dañar su lirismo sobrecogedor. Pregúntale al polvo es una obra maestra, un raro prodigio que pasó varias décadas en un inmerecido olvido. Su prosa se mueve entre lo vulgar y lo sublime, lo banal y lo poético, urdiendo una epopeya del yo y un canto desgarrador sobre la identidad colectiva de un país violento, desigual y apasionado. Bandini es un americano en el sentido más amplio, con una ambición descomunal y ferozmente individualista. Experimenta arrebatos patrióticos, pero carece de espíritu comunitario. Su país le fascina y le repugna a la vez. Fante no se adentra en el mal con tanta profundidad como Melville, pero sabe que la búsqueda del éxito se parece a la caza del capitán Ahab, donde se agita la fantasía homicida de aniquilar a Dios y ocupar su lugar. Camila López es el cordero inmolado en el altar de una sociedad que no muestra ninguna compasión hacia la debilidad. Fante se limita a levantar acta de esta ignominia, aceptando que la misión del escritor es sufrir, pues «el dolor es reparador» y limpia parcialmente nuestros pecados. Pregúntale al polvo apenas ha envejecido. Los Estados Unidos aún están llenos de jóvenes que beben, pasan hambre y desean triunfar, sin intuir que el éxito sólo es otra forma de infelicidad.

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