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El joven Lincoln según John Ford

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Cuando se estrenó El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, John Ford, 1939), algunos críticos señalaron la influencia de F. W. Murnau en la caracterización del carismático decimosexto presidente de los Estados Unidos, señalando analogías con el aspecto de Max Schreck en su papel de Nosferatu. Al igual que Schreck, Henry Fonda mostraba un rostro afilado y repleto de sombras. Su sombrero de copa acentuaba su altura, imprimiendo a su silueta un aire espectral, casi sobrenatural. Su mirada enfebrecida, la seriedad de su semblante y su pausada forma de andar evocaban vagamente las fantasmales apariciones de Nosferatu, sobrenombre del conde Orlok. John Ford siempre escatimó los elogios. Su malhumor a veces desembocaba en la violencia física y verbal, adquiriendo tintes de crueldad. Se dice que su temperamento se parecía al del Doc Holliday de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), interpretado por Victor Mature, con su alcoholismo, sus arrebatos de cólera, sus reacciones imprevisibles y su inestabilidad neurótica. Sin embargo, Ford manifestó públicamente su admiración por Murnau, dedicando toda clase de elogios a Amanecer (Sunrise. A Song of Two Humans, 1922), una obra que situaba al cine en el plano de la creación artística. Ignoro si se basó en el tratamiento dispensado por Murnau al personaje de Nosferatu, pero es indudable que su recreación visual de Lincoln produce cierta inquietud. No tanto por el horror como por el ensimismamiento y la melancolía. En esas fechas, Lincoln se debatía con la tristeza provocada por la muerte de su madre, su hermana y su primer amor, Ann Rutledge. De hecho, esas pérdidas marcaron su carácter, provocándole agudas tendencias depresivas contrarrestadas por cuadros de euforia. La muerte de Ann por fiebre tifoidea le hizo enloquecer. Vagaba por los bosques, rehuyendo toda compañía. A menudo visitaba la tumba de su prometida y hablaba abiertamente del suicidio, sin separarse de una escopeta que lo acompañaba en sus excursiones hacia ninguna parte. Algunos historiadores han planteado la hipótesis de un Lincoln afectado desde muy pronto por las oscilaciones de un desorden bipolar.

John Ford no baja a los abismos interiores de Lincoln, pero sí refleja su tendencia su tendencia a la tristeza y su enorme ambición. La película comienza con un poema de Rosemary Benét, que fantasea sobre un hipotético regreso a la vida de Nancy Hanks, la madre que Abraham perdió a los nueve años. La breve pieza lírica encadena preguntas sobre el pequeño Abe: «¿Creció mucho? ¿Se divirtió? ¿Aprendió a leer? ¿Viajó a la ciudad? ¿Progresó en la vida?» Hay un eco trágico en esas interrogaciones, que expresan la perspectiva de una mujer sencilla, incapaz de predecir el brillante porvenir de su hijo. Autodidacta, escéptico en materia religiosa, y con escasas –pero notables? lecturas (Shakespeare, Emerson, la Biblia), el joven Lincoln destacó enseguida por su elocuencia y su sentido del humor. Ford nos lo presenta en New Salem (Massachusetts) bajo un porche, sosteniendo un tablón entre sus largas piernas e improvisando un pequeño discurso como candidato del partido whig estadounidense. Su forma de pedir el voto transmite sencillez y honestidad. No sabe qué hacer con sus largos brazos, lleva camisa y tirantes, evita las frases grandilocuentes y no se atribuye grandes méritos: «Sabéis de sobra quién soy. Simplemente, Abraham Lincoln». Apunta que sus «ideas políticas son escuetas, ligeras, como la danza de un anciano». Se declara partidario de una banca nacional, de una serie de reformas internas y de un generoso margen de Seguridad Social: «Si me elegís me quedaré muy agradecido. Y si no, tan amigos como antes». Un niño y una niña lo escuchan sonrientes, intercambiando miradas de complicidad. Su actitud sugiere que el joven Lincoln es afable, afectuoso, directo y hábil para ganarse el afecto ajeno. Cuando se acerca a hablar con una familia de granjeros que viajan en un carromato, el niño que lo escuchaba sigue sus pasos, imitando vagamente su forma desgarbada de caminar, efecto de una acromegalia que le hizo crecer hasta bordear los dos metros. Abe y su amigo Barry son propietarios de una tienda con toda clase de artículos. La familia, compuesta por un matrimonio y dos niños, necesita franela, pero carece de dinero. Sólo posee un viejo barril con libros. La cara de Lincoln se ilumina al oírlo, invitándoles a coger lo que necesiten, mientras extrae los Comentarios sobre las leyes de Inglaterra, del célebre jurista William Blackstone, que influirían decisivamente en la Constitución de los Estados Unidos de América. «Leyes», exclama Lincoln, observando que el libro conserva los pliegues cerrados. Es un ejemplar intonso, que jamás ha sido leído. «¿Le servirá de algo?», le pregunta la mujer del granjero. «Supongo que sacaría algo en limpio si me lo propusiera», responde Lincoln, exteriorizado una ambición contenida por una elegancia natural, que elude tanto el artificio como el alarde.

Lincoln lee el libro en las orillas del río Sacramento, con las piernas alzadas y apoyadas en un viejo árbol ennegrecido por la fría luz del invierno, mientras su cabeza reposa en un tronco. Peter Fonda señaló que su padre era aficionado a jugar con sus piernas, realizando equilibrios y piruetas desde una silla inclinada. John Ford explota ese gesto, que imprime en el joven Lincoln cierta extravagancia y un discreto individualismo. «Lo justo y lo injusto. A eso se reduce todo», murmura el futuro presidente. Ann Rutledge (Pauline Moore) interrumpe sus cavilaciones, preguntándole por qué lee en esa postura. «Cuando estoy de pie, mi mente se tumba, y, cuando estoy tumbado, mi mente está de pie, suponiendo que tenga una mente», se excusa con humor. Comienzan a pasear y Lincoln parece más fascinado por el río que por su compañía femenina. «Te pasas el día observando», comenta Ann. «Mi cerebro salta y se inquieta a menudo, y debo tranquilizarlo», responde. Pasean seguidos por la cámara, que les filma con una maltrecha valla en medio. Avanzan con las aguas, suavemente, bañados por una luz algodonosa, con aspecto de ensoñación mítica. Cuando Ann comienza a halagar su inteligencia y su sentido cómico con palabras de su padre, el señor Rutledge, Lincoln se quita méritos: «Me parezco a un viejo caballo al que tratan de vender, todo huesos y pellejo. Sin defectos y sin facultades». Ann menciona su gran ambición, a veces escondida por su aparente humildad, y le anima a estudiar en la universidad. Abe observa a Ann y elogia sinceramente su belleza. Ella responde que a muchos chicos no les gusta su pelo rojo. Lincoln contesta que a él le encanta. Ford utiliza un plano medio levemente contrapicado para mostrar su vulnerabilidad, su temor a las pérdidas. Su mirada expresa enamoramiento, pero también fatalismo. La secuencia está impregnada de desesperación romántica, con un árbol inclinando sus ramas florecidas sobre las aguas tranquilas del río. Ann desaparece de la escena por la izquierda de la pantalla, adentrándose en las sombras. Se detiene un instante, casi como si quisiera dejar una imagen para el recuerdo. Se presiente su prematura muerte. De espaldas, Lincoln arroja una piedra al río, formando ondas que insinúan el paso del tiempo. Poco después, gracias a una hermosa elipsis, el río baja con trozos de hielo flotando sobre superficie y los árboles han perdido sus hojas y flores. Lincoln se acerca a la tumba de Ann, situada en la ribera del río. Casi podría ser el mismo lugar donde hablaron tiempo atrás del futuro. Lincoln lleva unas flores. El invierno se acaba, el hielo se rompe y la primavera comienza a despuntar. Ford logra una atmósfera muy emotiva con un breve diálogo entre Abe y su novia fallecida. Ya había utilizado este recurso en El juez Priest (Judge Priest, 1934) y lo empleará de nuevo en La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949), donde el capitán Nathan Brittles (John Wayne) habla con su esposa difunta mientras riega con una calabaza las flores plantadas al pie de su tumba. Lincoln se plantea estudiar leyes, como Ann deseaba, pero dejará decidir al azar. No empleará una moneda, sino una rama, que se inclinará a favor del derecho. Abe no se engaña. Sabe que la ha empujado levemente. Su ambición casi parece un destino.

Lincoln se instalará en Springfield, donde ejercerá la abogacía con un socio de más experiencia. Corre el año 1837. Su entrada en la ciudad no es nada gloriosa. Montado en un pollino y con botas de campesino, lleva un sombrero de copa. Un grupo de ancianos, que ya lo conoce, bromea sobre su incipiente carrera, pero no tardará en revelarse como un hábil litigante y, sobre todo, un eficaz mediador, capaz de llegar a acuerdos extrajudiciales mediante el humor, los argumentos consistentes y, si hace falta, una persuasión poco ortodoxa. Ford escoge el tono de comedia para narrar sus andanzas, jugando con el físico de Fonda. Sus largas piernas se estiran sobre una mesa, se encogen para sentarse en el suelo o se mueven torpemente durante un baile de salón. Su rostro amable y guasón se ensombrece a ratos, insinuando que en su interior se desencadenan tormentas, con emociones incontrolables. Durante el desfile del Día de la Independencia, conoce a su futura esposa, Mary Todd (Marjorie Weaver), que acompaña al pomposo Stephen A. Douglas (Milburn Stone), contrincante político de Lincoln. Ford no muestra ningún indicio o premonición de los fuertes desequilibrios psíquicos que sufriría Mary Todd tras perder a dos de sus cuatro hijos. Su inestabilidad se agravaría con el asesinato de su marido, llegando a ser ingresada en una clínica psiquiátrica durante tres meses por su hijo mayor, alarmado por su conducta excéntrica y autodestructiva. Ford pasa por alto estas cuestiones. Prefiere recrear a una joven sonriente, que observa con amor y devoción al joven abogado. Lincoln está enamorado, pero cuando salen juntos al balcón de una mansión en la que se celebra un baile de sociedad, se queda hipnotizado por un lago que evoca el río de las primeras escenas. De nuevo, la mujer a la que ama se retira discretamente del plano, pero esta vez se sienta a sus espaldas, observándolo con asombro. La cámara recorta la figura de Lincoln desde un plano contrapicado que destaca su misión histórica y su carácter soñador.

Durante los festejos del Día de la Independencia, actúa como juez en un concurso de tartas, se alza como ganador en una competición de cortar troncos y hace trampas en el juego de la soga entre dos equipos, atando la cuerda a un carro arrastrado por una mula. Es honesto, pero explota el ingenio y la picaresca. Su talento para influir en las multitudes se revelará al frenar un linchamiento. La familia que intercambió los Comentarios de Blackstone por algo de franela se ha acercado a las fiestas de Springfield. Abigail Clay (Alice Brady) se ha quedado viuda y sus hijos ya son hombres. Matt (Richard Cromwell) se ha casado con Sarah (Arleen Whelan) y tiene un bebé. Adam (Eddie Quillan) está prometido con Carrie Sue (Judith Dickens). John Palmer Cass (Ward Bond) y Scrub White (Fred Kohler Jr.), dos matones que trabajan como ayudantes del sheriff, molestan a Sarah y Carrie Sue hasta provocar una violenta pelea. Matt y Adam son acusados de matar a puñaladas a Scrub White. Tras ser detenidos, la multitud intenta asaltar la cárcel local para lincharlos, pero Lincoln evita la tragedia. Primero, utilizando su descomunal fuerza; después, con su elocuencia, salpicada de ocurrencias e inspiradas reflexiones: «Uno llega a perder la cabeza en momentos así. Juntos hacemos cosas que nos avergonzaría hacer a solas. Por ejemplo, allí tenemos a Jeremiah Carter. Os aseguro que en todo Springfield no hay un hombre más honrado y temeroso de Dios que él. Y no me sorprendería que, cuando llegase a su casa, cogiera cierto libro y lo leyera. Tal vez lo abra por donde se dicen estas palabras: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos hallarán misericordia”». Lincoln se encarga de la defensa de los acusados. En una escena tan emotiva como el paseo con Ann Rutledge, visita su humilde granja de madera y con el suelo de tierra. Abigail le recuerda a su madre, Sarah a Ann, y Carrie Sue a su hermana, las tres fallecidas. En un ambiente marcado por la pena y el miedo, Lincoln encarna la figura paterna, dispuesta a proporcionar protección y cobijo. Durante el juicio, interrumpe al fiscal (John Felder) cuando éste ofrece a Abigail revelar cuál de sus hijos mató a Scrub, salvando de la horca al otro. La madre se niega entre sollozos, mientras el fiscal le advierte que puede ser detenida por encubrimiento. «Basta ya», exclama Lincoln, con una autoridad aplastante que deja enmudecida a la sala. «No sé mucho de leyes, pero sé lo que está bien y lo que está mal. Y sé que lo que usted pregunta está mal». Dirigiéndose al juez Herbert Bell (Spencer Charters), le recuerda que sólo es una sencilla mujer del campo: «Yo he visto a Abigail Clay tan sólo tres veces en mi vida, caballeros, y sin embargo sé todo lo que hay que saber sobre ella. La conozco bien porque he visto a cientos de mujeres iguales, trabajando en los campos, en las cocinas, cuidando sin desmayo de algún hijo enfermo. Mujeres que hablan poco y hacen mucho. Que no piden nada y lo dan todo».

La argumentación de Lincoln sigue la línea de los Comentarios de Blackstone. Todo se reduce a saber lo que está bien y lo que está mal, defendiendo lo justo en toda ocasión. Su elogio de Abigail Clay resume la esencia del cine de John Ford: un universo aparentemente masculino, pero con valores femeninos, como el hogar, la familia, la comunidad, los afectos, la tradición. Se trata de una visión de la mujer de otra época, que hoy podría ser despachada como machismo, pero que exalta el papel de la condición femenina como fuente de cohesión social. La noche anterior al veredicto, Lincoln concibe una audaz estrategia que exculpará a sus clientes y revelará la identidad del verdadero asesino. Se prepara con las piernas en alto, tocando un birimbao, con la mirada aparentemente perdida en el techo. El juez lo visita y le sugiere que acepte un trato, pero Lincoln se niega, alegando que «no es de los que abandonan a los caballos en mitad de la corriente». El arma secreta de Lincoln es el almanaque del granjero, que desmonta el testimonio incriminatorio de John Palmer Cass, según el cual había luna llena y vio claramente lo que sucedió. Sin embargo, esa noche la luna se hallaba en su primer cuarto y se ocultó hacia las diez, cuarenta minutos antes del crimen. Ambos hermanos se declararon culpables para salvarse entre sí y su madre creyó su versión porque vio a Matt con el arma en la mano. Lincoln no es un simple orador, con ocurrencias hilarantes, sino un hombre sagaz, íntegro y luchador.

A la salida del juzgado, Mary Todd felicita a Lincoln por su brillante victoria y Stephen A. Douglas le dice con sincera admiración que jamás volverá a menospreciarlo como rival. La escena transcurre en un pasillo. De repente, su amigo Efe Turner (Eddie Collins) exclama: «Deprisa, Abe. La gente te espera». Se abre una puerta y una poderosa luz blanca inunda el pasillo. Un plano americano o plano de tres cuartos enmarca a un Lincoln que avanza despacio, quitándose el sombrero de copa mientras la multitud lo aclama. El final subraya la dimensión mítica del joven abogado de Springfield. Tras despedirse de la familia que ha defendido, Efe Turner, que lo acompaña, le pregunta si va a volver a Springfield: «No, creo que voy a seguir un trecho más –contesta Lincoln?. Hasta la cumbre de aquel cerro». Mientras camina, se desata una tormenta, se escuchan truenos y el viento sacude su levita. Se detiene un instante, pero continúa, con gesto de firmeza. Empieza a llover y el paisaje se funde con la famosa estatua de Daniel Chester French dentro del Monumento a Lincoln. El semblante en piedra revela la gravedad de su misión histórica.

Ford se limita a fabular sobre su juventud, humanizando a una figura de una gran carga mítica. Dicen que Henry Fonda no quería interpretar el papel, pero Ford lo convenció con su habitual rudeza: «¿Qué coño significa toda esa mierda de que no quieres hacer el papel? Crees que vas a interpretar al gran emancipador, ¿verdad? ¡Se trata sólo de un jodido abogado de Springfield, maldita sea!» En su monumental biografía sobre John Ford (Tras la pista de John Ford, trad. de Josep Escarré, Madrid, T&B Editores, 2001), Joseph McBride escribe: «Bogdanovich señaló que cuando Ford, ya de mayor, se refirió a Abraham Lincoln, lo hacía en “un tono extraordinariamente íntimo (y con el mismo cariño con el que se refería a John Wayne como “ese patán”), que de alguna forma no se trataba de un cineasta hablando de un gran presidente, sino de un hombre refiriéndose a un amigo». Esa cercanía se refleja en la película, que subraya la talla del mito, pero sin grandilocuencia. «El retrato de Lincoln que emerge –continúa McBride- está cuidadosa y sutilmente construido a partir de una serie de metáforas sobre lo esencial de su papel en la historia de América como el presidente que libró la Guerra Civil para preservar la Unión y, además, abolió la esclavitud». El talante conciliador de Lincoln se refleja en su forma de interpretar con el birimbao «Dixie», la popular canción que casi se convertiría en el himno sudista, mientras se acerca a la granja de los Clay a lomos de un asno. Se dice que Young Mr. Lincoln era la película favorita de Ford, la que consideraba su mejor trabajo. Sin embargo, no se le ha prestado mucha atención. Ford se mofaba de los elogios. En una entrevista, comentó displicente: «Ha dicho usted que alguien me ha definido como el gran poeta de la epopeya del Oeste, y yo no sé qué es eso. Yo diría que es una gilipollez». Es difícil estar de acuerdo con el malhumorado director irlandés, particularmente después de contemplar su retrato del joven Lincoln, trufado de épica y lirismo.

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