Buscar

La política de los impresionistas

The New Painting. Impressionism, 1874-1886.

RUTH BERSON

Documentation. Volume I: Reviews. Volume II. Exhibited Works. Fine Arts Museum of San Francisco, University of Chicago Press, 1997

Art and the French Commune: Imagining Paris after War and Revolution

ALBERT BOIME

Princeton University Press, Princeton, 1995.

234 págs.

Early Impressionism and the French State (1866-1874)

JANE MAYO ROOS

Cambridge University Press, Cambridge-Nueva York, 1996

300 págs.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Cuenta Baudelaire que Balzac contemplaba un día un bello cuadro de un paisaje invernal, un melancólico paisaje de cabañas campesinas, y señalando una de ellas, de donde salía una débil humareda, exclamó: «¡Qué bello es! Pero ¿qué hacen en esa cabaña?, ¿en qué piensan, cuáles son sus penas?, ¿ha sido buena la cosecha?, ¿tienen sin duda deudas que pagar?»Baudelaire: «Exposición Universal de 1855».. Esta mirada inquisitiva de Balzac anuncia una suerte de programa para la historia social del arte. Ante todo, porque toma la pintura como pretexto para interesarse por la difícil situación de los desheredados. Y también porque, como la actual historia social del arte, dirige su atención hacia una ausencia: las personas y los aspectos que preocupan a Balzac no son visibles en el cuadro.

Pero la historia social del arte no se reduce a esta indagación de las imágenes en cuanto documentos. Hay otra variedad de la interpretación sociológica centrada, no en las obras mismas, sino en las instituciones: en los aspectos profesionales, económicos y políticos del mundo del arte. Hace más de cuarenta años, Ernst Gombrich proponía ésta como la única tarea legítima para la historia social del arte: estudiar «las cambiantes condiciones materiales bajo las cuales fue encargado y creado el arte en el pasado»; los estatutos de los gremios, la enseñanza en las academias, los cargos palaciegos, los orígenes de las exposiciones públicas«La historia social del arte» (1953), en Gombrich: Meditaciones sobre un caballo de juguete. Seix Barral, Barcelona, 1968, p. 113..

Los impresionistas se han convertido en un terreno de valor estratégico
para la historia social emergente: su conquista permitiría invadir
todo el campo de la posterior modernidad

En la nueva historia social del arte, que ha prosperado desde hace dos décadas en Estados Unidos, se encuentran ejemplos de ambas orientaciones: del interés por la obra de arte como testimonio social y del análisis de las instituciones. Entre los nuevos historiadores sociales hay neomarxistas y feministas de diversas especies y algunos eruditos sin adscripción ideológica. La cohesión del empeño viene de su aliento polémico: combatir la historia del arte autónoma y, en particular, el modelo formalista de la modernidad artística (que en inglés se denomina modernism). Suele identificarse tal modelo con el crítico norteamericano Clement Greenberg. Pero se olvida que Greenberg nunca ignoró los aspectos sociales de la historia del arte, y en su ensayo programático «Vanguardia y kitsch» (1939) escribió: «Ninguna cultura puede desarrollarse sin una base social, sin una fuente de ingresos estables. Y en el caso de la vanguardia, esos ingresos los proporcionaba una elite de la clase dominante de aquella sociedad de la que ella se suponía apartada, pero a la que siempre permaneció unida por un cordón umbilical de oro»Greenberg: Arte y Cultura. Ensayos críticos. Gustavo Gili, Barcelona, 1979, p. 16..

Manet y los impresionistas se han convertido en un terreno de valor estratégico para la historia social emergente: su conquista permitiría invadir todo el campo de la posterior modernidad. La avanzada del estudio social del impresionismo la han formado Timothy J. ClarkClark: The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and His Followers. Knopf, Nueva York, 1984. y Robert L. HerbertHerbert: Impressionism: Art, Leisure, and Parisian Society. Yale University Press, New Haven and London, 1988. Trad. castellana: El impresionismo. Arte, ocio y sociedad. Alianza, Madrid, 1989.; Clark, con sus abstrusas disquisiciones inspiradas en Guy Debord, Lacan o Althusser, y Herbert, en una línea empírica y sobria. Pero desde sus posiciones metodológicas dispares, ambos han indagado cómo los impresionistas forjaron una iconografía moderna, cómo inventaron el mito de París y su entorno como lugar de ocio, espectáculos y turismo campestre, cómo identificaron y mezclaron las clases sociales en sus escenarios. En los últimos años, la historia social del arte norteamericana ha derivado hacia las interpretaciones políticas. Los libros de Albert Boime y Janet Mayo Roos que reseñamos aquí comparten el interés por «la política» del impresionismo, aunque difieren en su concepción de ella: si Boime busca los significados ideológicos, Roos investiga las pequeñas reformas administrativas.

FANTASÍA SOBRE LAS RUINAS DE PARÍS

Albert Boime es un autor prolífico y celebrado, de quien se han traducido al castellano dos volúmenes de una monumental y fallida Historia social del arte moderno (Alianza, Madrid, 1994, 1996). Su libro El arte y la Comuna francesa: Imaginar París tras la guerra y la revolución se lee como una novela y es, en efecto, una novela. Ya su mismo título resulta quimérico: existió la insurrección de la Comuna de París, pero nunca hubo una «Comuna francesa». Boime, que se confiesa imbuido de los ideales de Mayo del 68, quiere vindicar el impacto cultural de la Comuna, ocultado durante décadas por los «historiadores burgueses» (¿hay historiadores proletarios?). Y pretende que la pintura impresionista, en el período 1871-1880, estuvo determinada por esa misma ocultación de la Comuna. Tras fusilar o deportar a los insurgentes, el gobierno de Thiers se propuso reconstruir París y devolverle el rostro que le había dado Napoleón III. La burguesía necesitaba aniquilar hasta el último vestigio –físico o simbólico– de la Comuna. La misión histórica de los impresionistas, según Boime, consistió en colaborar en esta tarea: «Descendieron a la esfera pública para reclamar simbólicamente su césped mancillado para la burguesía». Entraron en escena para «ocultar las "cicatrices" en el paisaje y hacer la transición histórica visualmente inconsútil» (p. 26). Falseando personajes y escenarios, presentaron la utopía como realizada ya en la sociedad burguesa: con sus perspectivas elevadas de los bulevares, nivelaron a los peatones de diversas clases sociales en una multitud anónima; con su juego de luces, fundieron a burgueses y proletarios en una sola masa multicolor.

Con su juego de luces, fundieron a burgueses
y proletarios
en una sola masa multicolor

La colaboración de los impresionistas, según Boime, fue recompensada generosamente. Gracias a su servicio ideológico se convirtieron, tras una acogida inicialmente hostil, en creadores innovadores y aclamados. Boime sostiene incluso que 1870-1871 constituye el umbral decisivo en la formación del impresionismo también como técnica y estilo. Pero en realidad, desde sus orígenes hacia 1860, el impresionismo evoluciona continuamente, como demostró una magnífica exposición en 1994-1995Impressionnisme. Les origines. 18591869. Par Henri Loyrette et Gary Tinterow. Paris, Galeries Nationales du Grand Palais. New York, The Metropolitan Museum of Art. .

Boime revisa las actitudes y opiniones de los impresionistas ante la guerra franco-prusiana y la Comuna y concluye que adoptaron una posición republicana moderada: rechazaron la Comuna, aunque condenaron también los excesos de la represión y apoyaron la amnistía. Así presenta al grupo impresionista como un bloque en sus opiniones políticas. Ahora bien, nadie ignora las amplias divergencias dentro del grupo: desde la derecha conservadora de Degas y Cézanne al centro izquierda republicano de Manet y Monet y hasta el anarquismo de Pissarro, quien –como Boime reconoce en passant– simpatizaba sin duda con los insurrectos de la Comuna.

Baile en el Moulin de la Galette, Renoir, 1876.

La interpretación de las pinturas sigue un leitmotiv confabulatorio: «Los escenarios clave de los impresionistas coinciden con los lugares clave de conflicto y destrucción durante la guerra franco-prusiana y la Comuna» (p. 94). Y aunque admite que algunas podrían ser «meras coincidencias», Boime no renuncia a su idea de que los impresionistas tuvieron un «plan». Hay que recordar que no hubo ni un lugar de París y sus alrededores que escapara indemne a la guerra, al asedio y la Comuna, así que los impresionistas sólo podrían haber evitado la acusación de Boime renunciando a pintar paisajes. Pero en fin, Montmartre fue la cuna de la insurreción communard y a la vez la comarca por excelencia de la bohemia impresionista. ¿Prueba algo esa concomitancia? Así lo pretende Boime a propósito de una típica pintura de Montmartre, el cuadro de Renoir Baile en el Moulin de la Galette, y no resisto la tentación de transcribir su comentario: «Los hombres en la pintura son pintores y escritores del círculo de Renoir que iban a Montmartre a bailar con las jóvenes costureras, floristas, sombrereras e hijas de artesanos y obreros, y a usarlas como modelos. Los hombres tienen acceso a la esfera pública, donde las mujeres desempeñan papeles limitados, y las mujeres están ahí para servir a las necesidades profesionales y eróticas del varón. La alegría que París perdió en 1870-1871 es recobrada pero a un alto precio: las energías liberadoras de la Comuna han sido ahora reprimidas en un sistema patriarcal y en una jerarquía social que permite el contacto entre las clases de una manera más informal pero conservando todavía la norma jerárquica. Mujeres de la clase trabajadora, endomingadas con vestidos a la moda hechos en casa, y hombres burgueses se mezclan aparentemente con aire de igualdad, pero la ilusión se desvanecerá el lunes. Renoir encubre la contradicción mediante un rutilante despliegue visual de reflejos luminosos y color soleado que simultáneamente disuelve y reunifica los cuerpos sólidos» (pp. 116-117). A esta prédica irrelevante, que se hace pasar por análisis de una pintura, sólo hay que añadir que Renoir no era precisamente un burgués, sino un hijo de artesanos, que tuvo que trabajar para poder pagarse sus estudios y nunca olvidó sus modestos orígenes.

Quizá no sea inútil mencionar que Boime culmina sus argumentos con una morosa discusión de las pinturas de Manet y Monet que representan la Fête de la Paix de 1878; dicho examen plagia (sin mencionarlo, claro) un artículo de Janet Mayo Roos, como ella ha demostrado sin lugar a dudasJanet Mayo Roos: reseña del libro de Boime en Art Bulletin, March 1996, volume LXXVIII, number 1, pp. 174-177. .

ALEGORÍA Y ELIPSIS

Dos recursos dominan las abusivas interpretaciones de Boime: la lectura alegórica de la pintura y la búsqueda de elipsis, de omisiones reveladoras, en los cuadros. Estas dos tendencias son rasgos característicos de toda la reciente historia social del arte.

La tendencia alegórica alcanza en Boime extremos delirantes. El cuadro de Caillebotte Los acuchilladores de parquet se convierte, sin pruebas convincentes, en «una representación metafórica de la reconstitución de París» (p. 81). En París, tiempo de lluvia, del mismo Caillebotte, «la acción sanitaria de la lluvia era un recuerdo gratificante de "limpieza" y purificación social de las calles antes manchadas por la presencia física y por la sangre de los communards» (p. 93). Interpretaciones de este género no son exclusivas de Boime; las encontramos por ejemplo en Paul H. Tucker, un reputado especialista en Monet. Para Tucker, el cuadro de Monet Impresión, salida del sol, la famosa vista del puerto de El Havre incluida en la primera exposición impresionista de 1874, sería una alegoría política de «el amanecer de un nuevo día» para FranciaPaul Hayes Tucker: Claude Monet: Lifeand Art. Yale University Press, New Haven and London, 1995, p. 75. . Lo que olvida mencionar es que en la misma exposición de 1874 Monet exhibió también una vista del puerto de El Havre bajo la lluvia. Tucker ha considerado los temas pictóricos de comienzos de los noventa, desde los almiares a la serie de la catedral de Rouen como una celebración de la tierra y la historia de Francia (y sostiene que el impacto del affaire Dreyfus apartó a Monet de la exaltación chovinista y le llevó a pintar en Londres y en su propio jardín)Tucker: Monet in the '90s: The Seriespaintings, Catálogo de la exposición en el Museum of Fine Arts, Boston, New Haven/London, 1989. Tucker: Claude Monet: Life and Art. . Esta valoración metafórica de los temas, muy útil para descifrar la iconografía académica y simbolista, para Meissonier y para Puvis de Chavannes (ambos glosados por Boime), no es la más adecuada para los impresionistas. No sólo no hay indicios de que los impresionistas concibieran sus obras en un espíritu alegórico; es que las pruebas de lo contrario son abrumadoras.

Calle de París. Tiempo lluvioso, Caillebotte, 1877.

El otro recurso es el acento en la elipsis: todo el libro de Boime se basa en él. Por ejemplo, Boime analiza cuatro vistas de los jardines de las Tullerías pintadas por Monet hacia 1876, y sostiene que el pintor ha evitado deliberadamente pintar las ruinas del palacio de las Tullerías (incendiado por los insurrectos) con la intención de «maquillar» políticamente el escenario: para presentarlo como un ambiente edénico (p. 73). Esta atención a lo omitido no es nueva: ya en 1959, George H. Hamilton observaba que en sus vistas de la catedral de Rouen, Monet recortó el campo visual para no incluir la cruz que remata el pináculo centralHamilton: «Claude Monet's Paintings of Rouen Cathedral» (Newcastle-upon-Tyne, 1959 Charlton Lecture; publicado en Londres, 1960).. Robert L. Herbert adopta el mismo énfasis en su excelente monografía Monet en la costa de Normandía. Turismo y pintura, 1867-1886, que arranca de una revelaciónHerbert: Monet on the Normandy Coast.Tourism and Painting, 1867-1886. Yale University Press, New Haven and London, 1994.. Visitando Étretat, en la costa de Normandía, para contemplar los paisajes que pintó Monet, Herbert descubrió con sorpresa que el pintor había «editado» cuidadosamente su campo de visión a fin de excluir todo rastro de los veraneantes modernos. El menor deslizamiento del marco visual habría descubierto fragmentos de los edificios. Herbert destaca que si en sus cuadros tempranos de la costa normanda Monet había pintado a los turistas en hoteles, terrazas y playas, al volver a aquella región después de 1880 prefería las vistas solitarias de los famosos acantilados, con el mar al fondo; porque los propios turistas –y los parisienses aficionados a la pintura– amaban los paisajes intactos, la naturaleza virgen.

El acento en la omisión aparece en el libro de Janet Mayo Roos que reseñamos, El impresionismo temprano y el Estado francés (1866-1874), al analizar los paisajes urbanos de Manet, Monet y Renoir en 1867 (pp. 96-98). En su vista de la Exposición Universal, Manet relega al fondo los edificios de la Exposición que le ha rechazado y pone en primer plano al público, llenando el abismo entre el artista y el mundo oficial. Tres paisajes parisienses de Monet de aquel año están pintados desde un balcón del Louvre: así el tesoro de la tradición artística (y sede de la dirección de bellas artes) se convierte en atalaya para dominar el hormigueo de la ciudad moderna; pero el Louvre es una atalaya expulsada de la propia imagen, fuera del marco pictórico. En fin, Renoir, en Le Pont des Arts, excluye cuidadosamente de su encuadre el mismo Louvre (a la derecha) y la École des Beaux-Arts (a la izquierda): los dos edificios que encarnan la tradición y las instituciones académicas oficiales.

Monet, Renoir y Pissarro exigieron un nuevo
«Salón de rechazados»

La omisión de un motivo determinado en una pintura puede ser a veces sugerente o incluso significativa; pero nunca vale por sí sola como prueba positiva de un propósito deliberado del artista. Como un test de Rorschach, la interpretación basada en la mera ausencia suele ser simplemente la proyección de las obsesiones del intérprete. Entonces el historiador se vuelve ventrílocuo; emite las palabras sin mover los labios y pretende creer y hacernos creer que son las propias obras de arte las que hablan.

BUROCRACIA E HISTORIA DEL ARTE

Pese a esta incursión en el análisis de ciertas pinturas, el libro de Janet Mayo Roos está centrado en las instituciones, y en concreto en el Salón, la exposición oficial de pintura y escultura controlada por el Estado francés. El Salón fue, en todo el siglo XIX, el escaparate casi imprescindible por el que había de pasar la carrera de cualquier artista. Entre los últimos años del Segundo Imperio y los primeros de la Tercera República, las normas de acceso al Salón y la composición del jurado que admitía y rechazaba las obras se convirtieron en el caballo de batalla de los artistas. Roos estudia este período siguiendo dos estudios de Patricia Mainardi: Artes y política del Segundo Imperio. Las Exposiciones Universales de 1855 y 1867 y el más reciente El final del Salón. Arte y Estado en la temprana Tercera RepúblicaMainardi: Arts and Politics of the Second Empire. The Universal Expositions of 1855 and 1867. Yale University Press, New Haven and London, 1987; Mainardi: The End of the Salon. Art and State in the Early Third Republic. Cambridge University Press, Cambridge-Nueva York, 1993.. Pero si Mainardi atendía sobre todo a los artistas próximos a la academia, Roos estudia la relación del Salón con los «modernos» (Courbet, Manet y los impresionistas), y el papel de la administración de Bellas Artes en la aparición de las exposiciones independientes.

La autora comienza analizando la organización legal y práctica del Salón y luego revisa, uno a uno, todos los Salones anuales entre los años 1866 y 1873, culminando en la primera exposición impresionista de 1874. En conjunto, Roos desmiente la leyenda que imagina a Manet y los impresionistas como un grupo de rebeldes luchando en vano contra un establishment enemigo de cualquier cambio. La verdad es que los artistas supieron organizarse y presionar, y la administración adoptó actitudes más abiertas o más estrictas dependiendo del director de Bellas Artes de turno. Así desde el creciente liberalismo bajo el oportunista Alfred-Émilien Nieuwerkerke (hasta 1870), hasta la crispación reaccionaria bajo el estético idealista Charles Blanc (1870-1873) y el espíritu restaurador con el marqués de Chennevières (1873-1878).

Impresión, sol naciente, Monet, 1872.

De 1866 arranca, según Roos, la presión por reformar el Salón y comienzan a organizarse los artistas avanzados, que al año siguiente tomarán la iniciativa frente al mundo oficial: Courbet y Manet exponiendo sus obras en sus propios pabellones; Monet, Renoir y Pissarro exigiendo un nuevo «Salón de rechazados» e intentando una exposición privada, para apelar al público directamente. En 1868 se amplió el número de los artistas con derecho a votar el jurado del Salón. Al año siguiente, con la victoria electoral de la oposición al régimen, se abría un proceso constituyente: el epílogo liberal del Imperio. Esta crisis política global daría fruto en el Salón de 1870, el más abierto, donde la administración renunció a designar un tercio del jurado, que sería elegido completamente por los artistas. El Ministerio de Bellas Artes consideraba ya la idea de abandonar todo control del Salón y confiarlo a una sociedad nacional de artistas.

No sólo no hay indicios de que los impresionistas
concibieran sus obras en un espíritu alegórico;
es que las pruebas de lo contrario son abrumadoras

Pero la guerra y la Comuna acabaron con tales esperanzas: la política artística de la Tercera República sería en sus primeros años más rígida y autoritaria que la del Imperio tardío. El nuevo director de Bellas Artes, Charles Blanc, deshizo las reformas. El caso de Courbet, procesado por la demolición de la columna Vendôme bajo la Comuna, prestó a lo moderno una dimensión política inquietante. El jurado del Salón de 1872 fue más severo y restrictivo que nunca. En 1873 se constituyó la Sociedad Anónima de artistas que al año siguiente impulsaría la primera exposición impresionista. En el último capítulo, Roos examina la respuesta crítica a aquella exposición, y concluye, contra el mito heroico, que no todas las reacciones fueron hostiles y sarcásticas; que los términos «impresión» e «impresionismo» no surgieron con afán denigrante; que los innovadores no fracasaron del todo en su empresa.

El mérito principal del estudio de Roos, ejecutado con rigor, consiste en describir en sus mínimos detalles las modificaciones de las normas del Salón y sus efectos. Lo que nos explica, más que la política de las grandes ideologías, es la política administrativa; no los principios y leyes, sino los reglamentos. Sólo cabe reprocharle que otorgue a tales expedientes un papel tan privilegiado y que no cuente, en cambio, con un factor importante: los marchantes privados. En 1873, Paul DurandRuel había invertido 70.000 francos en obras de Manet y los impresionistas, y editó un lujoso catálogo donde figuraban junto a maestros consagrados. Pero aquel mismo año, las dificultades económicas le impidieron continuar su labor por el momento. Este desamparo pudo decidir a los impresionistas a organizarse por su propia cuenta.

Roos aventura que si las reformas iniciadas hasta 1870 hubieran seguido avanzando después, «la historia social de la modernidad artística [modernism] habría tomado una forma diferente». (p. 146). Así se interna en el incierto dominio de la ucronía, de lo que pudo ser. Sugiere que si hubieran progresado las reformas liberales «desde arriba», no habrían surgido quizá las exposiciones independientes, y acaso ni siquiera el impresionismo tal como lo conocemos hoy. Nadie que aprecie el recorrido de la pintura entre Courbet y Monet puede creer ni por un momento que aquel rumbo del arte dependiera en última instancia de ciertas decisiones administrativas.

UN ANTÍDOTO DOCUMENTAL

Como antídoto contra la intoxicación política, y para hacerse cargo del impresionismo tal cual, puede servir la reciente colección documental editada por Ruth Berson: La nueva pintura: Impresionismo, 1874-1886. Esta obra, como indica su título, procede del trabajo iniciado por Charles Moffett y su equipo con la exposición The New Painting: Impressionism, 1874-1886 en Washington y San Francisco en 1986, cuyo catálogo sigue siendo un excelente modelo. Pero la nueva recopilación aumenta en enorme cantidad los datos presentados allí.

El volumen I recoge las reseñas críticas de las exposiciones impresionistas y las agrupa bajo cada exhibición, en orden alfabético de autor, con números marginales que remiten al catálogo del volumen II. Cada grupo anual de reseñas, encabezado por un facsímil del catálogo de la exposición, lleva un apéndice de caricaturas e ilustraciones de las revistas. No es posible exagerar la importancia de disponer así de tal cantidad de fuentes dispersas, introuvables. El volumen II sigue las exposiciones impresionistas, año a año, estableciendo el inventario exhaustivo de los cuadros, grabados, dibujos y esculturas mencionadas en el catálogo original (y de las obras no incluidas en el catálogo pero aludidas en las reseñas). Berson nos ofrece los datos disponibles sobre soporte y técnica, medidas y actual localización de las obras (ilustradas en blanco y negro), e incluye referencias a los críticos (en el volumen I). Asesorada por varios expertos, la autora ha rescatado así todas las obras que pudieron verse en las ocho exposiciones. El conjunto de este repertorio documental resuelve innumerables preguntas y plantea otras tantas. Su información permitirá nuevas interpretaciones que no reduzcan la historia del impresionismo ni a una fabulosa gigantomaquia ideológica ni a una serie de avatares burocráticos.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_articulo_3576

Ficha técnica

13 '
0

Compartir

También de interés.

La fama, en serio

Billy the Kid, el pistolero zurdo

Billy the Kid comenzó su carrera delictiva a los doce años, después de una corta…