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El Holocausto y el cine

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La Shoah no deja de producir perplejidad, pero lo cierto es que no se trata del primer genocidio de la historia. Quizás su singularidad radique en la explotación de los avances científicos y tecnológicos para exterminar y reducir a cenizas a millones de ciudadanos europeos (y no del Tercer Mundo), casi siempre integrados en la cultura de los países que participaron en el Holocausto. De hecho, algunos de los supervivientes más célebres nunca habían atribuido mucha importancia a su condición de judíos, pues ni siquiera creían en Dios. Es el caso de Primo Levi, Jean Améry o Imre Kertész. El antisemitismo es un viejo prejuicio cristiano que ha inspirado infinidad de pogromos. En Sobre los judíos y sus mentiras (1543), Martin Lutero escribió: «Seremos culpables de no destruirlos». Los nazis adoptaron este lema, responsabilizando a los judíos de ser el origen y el substrato del internacionalismo, el marxismo y la democracia, tres doctrinas incompatibles con la utopía racista de la Sangre y el Suelo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, las políticas de exterminio del Tercer Reich se consideraron una cuestión menor. Las cosas empezaron a cambiar en los años cincuenta, cuando una nueva generación planteó preguntas incómodas. En 1955, se estrenó Noche y niebla, el documental de Alain Resnais, que mostró con crudeza la magnitud del genocidio y apuntó sin rodeos la responsabilidad colectiva de la sociedad alemana y buena parte de la cultura europea. Desde entonces, el cine ha desempeñado un papel esencial en el conocimiento y análisis del holocausto. En 1985, apareció Shoah, el poético, exhaustivo y sobrecogedor documental de Claude Lanzmann, que incluyó la óptica de los verdugos, entrevistando mediante cámaras ocultas a Franz Suchomel, miembro de las SS y guardián del campo de Treblinka, cuyo testimonio frío y desapasionado reconstruyó el funcionamiento de un proceso concebido para procesar seres humanos como si fuera animales destinados al matadero.

Tal vez las aproximaciones más esclarecedoras al universo de los campos de concentración haya que buscarlas en Kapo (1960), de Gillo Pontecorvo, y en La zona gris (2001), de Tim Blake Nelson. Kapo muestra la transformación de Edith, una adolescente judía (Susan Strasberg), en esclava sexual y, más tarde, en prisionera de confianza y celadora (Kapo) de un Lager. Al margen del giro algo sentimental de la última media hora (Edith recupera la compasión al enamorarse de un prisionero de guerra soviético), Kapo transmite credibilidad en su recreación de la crueldad impersonal del exterminio sistematizado a escala industrial. La imagen de una hilera de prisioneros (entre los que se encuentran los padres de Edith y algunos niños) avanzando desnudos hacia las cámaras de gas en un blanco y negro deliberadamente ensombrecido para disipar cualquier efecto de luminosidad, nos acerca al intolerable sufrimiento de ese anticosmos, donde la ley moral ha invertido su obligación de preservar la vida para instituir la norma de garantizar la muerte.
La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), espléndida en sus inicios y decepcionante en su resolución final, o La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), particularmente emotiva en la relación paternofilial, no son menospreciables, pero el horror está más contenido o transige con el sentimentalismo. La zona gris relata la rebelión del Sonderkommando duodécimo de Auschwitz-Birkenau, basándose en la autobiografía del patólogo judío de nacionalidad húngara Miklós Nyiszli, colaborador forzoso del tristemente célebre doctor Josef Mengele. Austera, minimalista, cruel con el espectador, levemente poética, con vocación documental, convincente en sus diálogos y sobrecogedora en sus silencios, La zona gris muestra la rutina de los Sonderkommandos, incluyendo algunos errores notables, como mezclar los sexos en el interior de las cámaras de gas, cuando es de sobra conocida la segregación sistemática por géneros.

Estas imprecisiones conviven con secuencias memorables: el primer plano de un Sonderkommando preparándose para entrar en las cámaras de gas, mientras escucha los gritos de quienes agonizan en su interior; el monólogo de uno de sus compañeros, evocando su vida en Budapest, cuando podía sostener su mirada en el espejo y experimentar autoestima; la resistencia de las tres jóvenes polacas implicadas en la rebelión, soportando la tortura (según Malraux, una experiencia que convierte la muerte en algo irrelevante); la conciencia abrumada del patólogo judío, que ejerce su trabajo con rigor, justificándose con la esperanza de salvar a su esposa e hija, también confinadas en Auschwitz.

Se conservan algunas fotografías clandestinas de las incineraciones al aire libre. La incapacidad de los hornos para asumir la destrucción total de los cadáveres obligó a utilizar este recurso, recreado en La zona gris en una breve secuencia, donde se aprecian los restos de un recién nacido. El director rebaja el espanto recortando el plano. Sólo aparece la mitad del cuerpo, evitando el rostro. El carácter anónimo de las víctimas se rompe cuando una joven de unos quince años sobrevive al gas y el Sonderkommando se plantea organizar su fuga. El fracaso del plan se resuelve con un plano subjetivo, donde la huida de la joven finaliza con el disparo de un oficial. El plano, que ha reproducido la carrera de la adolescente judía, se interrumpe con violencia y, poco después, se escucha su voz por primera vez, hasta entonces reprimida por el miedo. Los miembros del Sonderkommando han destruido un crematorio. Su acción les costará la vida, pero al menos morirán con la dignidad parcialmente restituida. Reemplazados por otros deportados, se escucha la voz de la joven asesinada, describiendo el procesamiento de sus propios restos:

Después de la rebelión, quedan en pie la mitad de los hornos y nos llevan a todos hasta allí. Yo me quemo muy rápido. La primera parte de mí se eleva en un denso humo que se mezcla con el humo de los demás; luego quedan los huesos, que se convierten en ceniza; barren las cenizas para llevarlas hasta el río y al final quedan motas de nuestro polvo flotando en el aire, mientras el nuevo grupo trabaja. Esos fragmentos de polvo son grises. Nos depositamos en sus zapatos y en sus caras y en sus pulmones y se acostumbran tanto a nosotros que pronto ni tosen ni se esfuerzan en quitársenos de encima, cepillándose la ropa. Llegados a ese punto, sólo se mueven y respiran, se mueven y respiran como cualquier otro aún vivo en este lugar. Y así es como el trabajo continúa.

Se ha destacado la originalidad de El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), galardonada con el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, pero lo cierto es que la trama se parece extraordinariamente al argumento de La zona gris. La innovación es formal, no temática. En este caso, no se trata de una joven de quince años, sino de un niño de nueve o diez, que sobrevive al gas, pero no a un médico de las SS. Tras examinarlo, el doctor lo asfixia con sus manos y encarga una autopsia, pero Saul Ausländer (Géza Röhrig), miembro de un Sonderkommando, luchará durante toda la película para rescatar el cuerpo y enterrarlo con la presencia de un rabino que rece el kaddish. Nemes rueda en 35 milímetros, con un arriesgado formato de 4:3, primeros planos con cámara al hombro –procedimiento explotado por Spielberg en La lista de Schindler– y encadenamiento de prolongados planos-secuencia. Con un sonido hiperrealista, una cámara que se sitúa la mayor parte del tiempo detrás del protagonista y una limitada profundidad de campo, Nemes consigue sumergir al espectador en la espeluznante rutina del exterminio industrializado. Sacrifica la perspectiva a la vivencia, pues el objetivo es transmitir angustia, miedo y desesperanza. Saul acapara casi todo el protagonismo. No podía ser de otro modo. Su experiencia subjetiva es ese punto opaco que suele escapar a cualquier ejercicio de representación. Los gestos de resistencia de los Sonderkommandos ilustran ese resto de dignidad que subsiste en la conciencia humana en medio de la degradación más inconcebible. La rebelión final en el crematorio o las fotografías clandestinas de las incineraciones al aire libre revelan que los deportados no se resignaron a morir sin pelear o, al menos, sin dejar un valioso testimonio de las atrocidades perpetradas. Quizás uno de los momentos más estremecedores del film es la parodia que hace un miembro de las SS de un baile judío, obligando a Saul a ocupar el lugar de su hipotética pareja. Se ha especulado mucho sobre el niño que aparece al final de la película. Probablemente, Nemes decidió ceder la última palabra a la vida, no a la muerte.

¿Se ha agotado el tema de la Shoah en el terreno del cine, o se ha convertido en un subgénero con el riesgo de trivializar el sufrimiento de las víctimas? Los nazis nos repelen, pero también nos fascinan, pues aparentemente encarnan el mal en estado puro. Sin embargo, se trata de una falsa apreciación. Los nazis no eran seres extraordinarios, sino hombres y mujeres comunes, semejantes a nosotros. Quizás ésa es la tarea pendiente del cine: mostrar la prosaica realidad, dejar claro que el crimen no exige talento, sino odio, estupidez y autocomplacencia; profundizar en el hombre ordinario, que se deja seducir por consignas y declina la ardua tarea de pensar por sí mismo, aceptando el riesgo de equivocarse y la obligación de rectificar. Europa ha logrado un largo período de paz y democracia, pero el totalitarismo puede reaparecer. El populismo avanza en todos los frentes, demonizando al adversario. Es el primer paso hacia escenarios que por el momento nos parecen inimaginables. No es casual que Saul se apellide Ausländer, que significa extranjero. Todos somos extranjeros. Cuando lo olvidamos, el impulso primario del arraigo nos hace contemplar al otro como enemigo. En esa tensión se gesta la diferencia entre civilización y barbarie. No debemos avergonzarnos de reivindicar la libertad, la igualdad y la fraternidad como si se trataran de palabras hueras y vacías. Son nuestra seña de identidad y el horizonte que nos permite avanzar en la dirección opuesta a Auschwitz.

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Ficha técnica

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