Buscar

Queremos tanto a Hannibal

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Antropofagia y canibalismo nos han acompañado como una sombra culpable desde nuestros mismísimos orígenes. Hace ya mucho tiempo que en las cuevas del Sinanthropus pekinensis se encontraron rastros que avalaban seriamente la hipótesis de que hace medio millón de años nuestros antepasados disfrutaban dándose banquetes a base del rico tuétano de sus vecinos. Y ya va para siglo y medio que etnólogos y antropólogos se vienen refiriendo al banquete totémico como ceremonia fundadora de las primeras sociedades estables: tras asesinarlo, los hijos devoraban colectivamente al padre todopoderoso poniendo de ese modo un fin simbólico a la horda que aquel había fundado.

Freud –y antes de él muchos otros– apuntó la posibilidad de que tras la popularidad primitiva del canibalismo ritual (no del basado en la mera necesidad alimentaria en épocas de escasez o carencia proteínica) se hallara la creencia de que ingiriendo partes del cuerpo de otra persona, el caníbal se apropiaba de las facultades de que la misma estaba dotada. La comida totémica, convertida en fiesta fundacional, se encuentra más o menos presente en las mitologías más antiguas, dejando huellas en ritos y liturgias posteriores a la formación de las religiones y del Estado y a la introducción de los tabúes socialmente necesarios. En el rito de la comunión cristiana se encuentran, según algunos autores, reminiscencias de una sepultada teofagia antigua. En el Evangelio de Juan (6:53-56) dice Jesús por medio del castellano austero y bíblico de Casiodoro de la Reina: «De cierto os digo que si no comierdes la carne del hijo del hombre y bebierdes su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el día postrero. Porque mi carne verdaderamente es comida y mi sangre verdaderamente es bebida». El creyente ingiere simbólicamente la carne y la sangre de su Dios, repitiendo de ese modo a lo largo del tiempo «el sentido y el contenido» de un primordial legado totémico.

La literatura occidental de los siglos XVI y XVII nos ofrece sobradas muestras del terror y repugnancia que inspiraba el canibalismo en todas las sociedades del primer capitalismo. Las crónicas de los jesuitas españoles y franceses que relataban episodios de canibalismo bélico entre los indígenas del Nuevo Mundo fueron leídas profusamente en toda Europa: en su Robinson Crusoe (1719), Daniel Defoe expresa el terror que le inspira el banquete playero de los compañeros de Viernes. Y Titus Andrónicus, el atribulado general shakespeariano, se venga atrozmente de la depravada reina Tamara, ofreciéndole un pudding (hay un dicho británico que señala que the proof of the pudding is in the eating) confeccionado con el cuerpo y la sangre de sus hijos. Un instante antes de rebanarles la garganta les dice: «reduciré a polvo vuestros huesos, formaré una pasta con vuestra sangre, y de la pasta un pastel, donde haré entrar a vuestras cabezas odiosas. Y diré a esa prostituta, a vuestra execrable madre, que devore, como la tierra, su propia progenitura».

Ahora asistimos globalmente a la formación de un nuevo mito literario y popular que tiene como protagonista a un seductor caníbal. Ese, claro está, no es el único rasgo que define a Hannibal Lecter, el personaje central de la (hasta hoy) trilogía de Thomas Harris, interpretado en el cine por Anthony Hopkins. Es, además, un psiquiatra refinado y gourmet que tiene un peculiar sentido de la justicia: como un Robin Hood contemporáneo, Hannibal discrimina a sus víctimas y deja en el lector (y, especialmente en el espectador) la impresión de que, de alguna manera, se lo tenían bien merecido. En la reciente entrega de la saga cinematográfica ( Hannibal, de Ridley Scott), sus atrocidades (incluyendo un desmadrado platillo de sesos al vino preparado con la masa encefálica de una de las víctimas) se focalizan especialmente en un sabueso (Giancarlo Giannini) excesivamente oportunista y en el jefe «trepa» (Ray Liotta) de la íntegra policía Clarice Sterling (Julianne Moore), con la que el «asesino sistemático» sigue desarrollando esa especie de enfermizo amour fou (muy celebrado) que vienen arrastrando desde El silencio de los corderos. El turiferario entusiasmo con el que algunos críticos cinematográficos, que han coreado una de las campañas promocionales más exhaustivas de los últimos tiempos, han acogido la nueva entrega de la saga de Hannibal no deja de causar inquietud. Muy pocos, que yo sepa, han hecho el menor comentario acerca del valor de la película –y de la extraordinaria expectación ante su estreno y de su éxito de taquilla en todos los países– como síntoma, más allá de (en mi opinión) su inane significación estética (a propósito de ella se ha hablado de composición operística, de barroquismo, de su «mágica, inesperada y sorprendente capacidad para el destello»). No ignoro que tal tipo de consideraciones no tienen por qué formar parte de una crítica cinematográfica moderna, pero me asombra el hecho de que en torno a ese silencio se haya creado una especie de consenso tan asombroso. La insistencia, más o menos publicitaria, de que Hannibal explora «el lado más oscuro de nuestra naturaleza» se ha convertido en una especie de muletilla tan eficaz como insidiosa, pero lo cierto es que el señor Lecter lleva camino de convertirse en héroe popular y mito recurrente de ese pudding ideológico post-postmoderno basado en la confusión letal entre víctimas y verdugos.

Todas las sociedades son sociedades de riesgo. El progreso tecnológico incontrolado ha sido y es constante fuente de ansiedades y pánicos morales. La literatura y el cine se han hecho eco de esas ansiedades y las han destilado en forma de mitos de consumo popular. A finales del siglo XIX los relatos góticos marcaban la línea de sombra del optimismo positivista y la fe en el progreso indefinido, y el cine de terror acompañó como subproducto ideológico al pánico nuclear y a la angustia que provocaba la carrera de armamentos entre las dos superpotencias del siglo XX . Los estremecimientos que proporciona la literatura y el cine conjuran los miedos más profundos, «los que no siempre se atreven a decir su nombre». La fascinación que ejerce Hannibal, el caníbal, debe responder también –aunque en la última película sean notables los guiños autorreferenciales y un cierto sentido del humor– al vacío profundo que deja la muerte de todos los dioses y el fin de los relatos totalizadores. Y, sobre todo, a la obsesión de lo contemporáneo por la transgresión, por la abolición de todos los tabúes: la antropofagia, como el incesto, era uno de los últimos que quedaban.

Claro que, en cierto sentido, vivimos en una sociedad caníbal. Las vacas que se alimentan de piensos fabricados con desechos de vacas son tan caníbales como el emperador Bokassa, aquel Napoleón centroafricano al que apoyó el gobierno francés hasta que no pudo soportar más su hedor. La inseguridad alimentaria que vivimos, y que afecta a nuestros hábitos más cotidianos, es la fuente de nuevas angustias y, por tanto, de nuevos mitos. Por mi parte, les aseguro que he decidido dejar de comerme las uñas. Aunque el entorno me ponga cada vez más nervioso.

REFERENCIAS
Freud, Sigmund: «Tótem y tabú» en tomo V de Obras completas. Biblioteca Nueva. Madrid, 1972.
Shakespeare, William: «Titus Andrónicus» en tomo I de Obras completas. Aguilar. Madrid, 1989. «Nuevo Testamento» en La Biblia del Oso. Alfaguara. Madrid, 1987.
Harris, Marvin: Bueno para comer. Alianza. Madrid, 1989.
Harris, Thomas: El silencio de los corderos. Grijalbo-Mondadori. Barcelona, 1998.
Harris, Thomas: Hannibal. Grijalbo-Mondadori.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

5 '
0

Compartir

También de interés.

Suiza negra

Del escritor suizo Martin Suter conocía dos libros: Un amigo perfecto (2003), una intriga sin demasiado…