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Un caballero católico, militarista y visionario

Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España

JOSÉ LUIS VILLACAÑAS

Espasa Calpe, Madrid, 494 págs.

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Es difícil disentir del autor de esta biografía intelectual de Ramiro de Maeztu cuando presenta a su personaje como figura peculiar (en más de un sentido) y maltratada (en todos ellos), despreciado más que combatido por sus adversarios ideológicos, e incómodo hasta para sus epígonos –que bien poco tiempo, advierte, dedicaron a leerlo–. En efecto, en el contexto de lo que convencionalmente suele considerarse núcleo duro del 98 –siguiendo la tan consabida como discutible oposición al formalismo modernista que Villacañas acepta–, Maeztu ha salido siempre incomparablemente peor parado que el escapista Ganivet, el utópico Costa, el distante Unamuno, el escéptico Baroja o el esteticista Azorín, por emplear la adjetivación de tintes peyorativos que se infiere de estas páginas.

Más allá de las ociosas disquisiciones sobre la justificación o inconsecuencias de la memoria histórica, o lo que es lo mismo, sobre la justicia del olvido –aunque no es éste un aspecto que aquí se soslaye–, subraya Villacañas una cuestión no desdeñable: ¿fue Maeztu de hecho, en el fondo, un hombre de trayectoria tan singular en el contexto noventayochista? O, matizando más, ¿no estaba en el propio ambiente intelectual del momento el recelo parlamentario, la tentación autoritaria? Si es así, y pocos lo dudan, ¿no hay entonces cierta hipocresía en alabar a los que clamaban por un «cirujano de hierro» mientras se estigmatiza a quien de modo más coherente apoyó al «general salvador»?

Otra cosa, evidentemente, es que estemos o no de acuerdo con esas fórmulas de salvación. Pero en este aspecto el biógrafo toma sus distancias, se arma explícitamente de toda suerte de precauciones: la empatía que habitualmente se le adjudica al autor con su biografiado, que en este caso supondría compartir un bagaje ideológico común, queda aquí sustituida por una pretendida asepsia o al menos un distanciamiento casi irónico (Villacañas menciona como ideal el punto de vista que adoptaría un extranjero que quisiera comprender y no juzgar). Ello supone correlativamente que el autor renuncia también a adoptar una actitud combativa frente a su personaje, por más que le repelan determinados planteamientos. Lo suyo es, pues, una tarea de reconstrucción en su sentido más literal y meticuloso: la de situar adecuadamente a Maeztu –mejor sería decir la obra de Maeztu, porque es de eso de lo que se trata en exclusiva– en el contexto del pensamiento conservador español del primer tercio del siglo XX.

Porque Maeztu, dice, es el exponente fundamental de ese ámbito ideológico, pero también –y aquí es más difícil seguirle sin introducir matizaciones–, porque Maeztu es un hombre lúcido hasta en sus inmensos errores, fue el único que supo prever, con rasgos de visionario, los tremendos dilemas de la realidad española, y en definitiva sin él tampoco puede entenderse el nacional-catolicismo franquista. El lector sospecha, llegado a este punto, que se termina por magnificar la significación del personaje, máxime cuando se ha reconocido previamente la escasa fertilidad de su legado.

En cualquier caso, lo que Villacañas se propone, y en gran medida consigue, es una lectura ponderada y rigurosa de la producción intelectual del periodista bilbaíno, más en el marco ideológico y filosófico europeo que específicamente español. Es cierto que si en alguien está más que justificado ese enfoque es en esta figura ciertamente cosmopolita, pero el lector tiene a veces la impresión de que sobran referencias a Kierkegaard, Freud o Weber, y falta una contextualización más completa y rigurosa del ambiente hispano. No en vano este ensayo se vindica como enfoque genuinamente filosófico, y de hecho da muchas veces la impresión de que las ideas flotan en una atmósfera onírica o, por lo menos, insuficientemente anclada en la realidad. Teniendo en cuenta que difícilmente le cuadra a Maeztu la consideración de filósofo (en todo caso teórico o ideólogo), pero sí la de periodista y político, y teniendo en cuenta que en tanto que representante destacado de esta última faceta fue fusilado en el 36, no se trata de una objeción menor.

Objeción que afecta además a los propios objetivos de la obra, explicitados en la alusión que se hace en el título al «ideal de una burguesía» española que no aparece por parte alguna. A menos que consideremos tal a determinados grupúsculos políticos, ciertos sectores del generalato, un restringido núcleo de la elite intelectual y algunos representantes del capital más timorato. Parece obvio que hubiera sido más adecuado hablar directamente del «ideal de una derecha española» anclada en la tradición, sacudida por el miedo ante las agitaciones sociales e incapaz de dar una respuesta a las exigencias de la modernidad. Tan incapaz y encogida, tan roma y aletargada que, como se ha subrayado en diversas ocasiones, el fascismo era para ella una fórmula excesivamente experimental y novedosa. Ramiro de Maeztu sí que fue el portavoz de esos sectores que sólo hallaban una solución volviendo la vista atrás, y que el máximo problema que se planteaban era cómo hacer compatibles la monarquía católica y la dictadura militar.

Quizás, como subraya Villacañas, Maeztu fue individualmente más allá. Quizás resulta injusto reducir todo a las fórmulas estereotipadas que en su nombre luego desarrolló el franquismo. Hasta ahí no sólo podemos estar de acuerdo con el autor de este libro, sino que puede y debe reconocerse que su presentación de un Maeztu hondo y complejo convence, y en ciertos momentos no está exenta de elegancia y brillan tez. Pero no debe tampoco silenciarse que el biógrafo termina viendo en su criatura méritos que difícilmente podemos compartir: así, este Maeztu capaz de realizar «el más profundo balance» que se haya hecho del 98, o que escribe sobre la Gran Guerra «la reflexión más profunda que llevó a cabo el pensamiento español»; este Maeztu, más lúcido que nadie, descubre que la Restauración fue «una política de intereses» (!!!) o, más clarividente que el país entero, sabe positivamente mucho antes del 31 «que la República era el choque de trenes».

Por más que Villacañas desenmascare en otras ocasiones los «disparates» del Maeztu maduro, en conjunto da la impresión de que el «caballero católico», como aquí reiteradamente se le presenta, encuentra en este ensayo más acentuada su faceta de teórico idealista, erudito y bienintencionado, que la del papel que efectivamente cumplió como conductor y portavoz de unos sectores reaccionarios. En definitiva, estamos ante un Maeztu autoritario, militarista, patriota de los del Imperio, católico a machamartillo, pero también (por lo menos por lo que respecta a su obra en sí más que a su significación posterior) sólido, coherente, riguroso y visionario. El problema estriba en dónde poner en cada caso el acento, y eso, ciertamente, en este como en cualquier ensayo biográfico, no es tarea fácil.

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Ficha técnica

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