David Hernández de la Fuente
Es siempre dudoso, cuando se aborda el estudio de la Antigüedad clásica, confiar la comprensión de los fenómenos sociales, políticos y religiosos a una interpretación más o menos personal de los testimonios que nos ofrece la literatura. El gran legado –aunque siempre fragmentario y lleno de interferencias– que supone la literatura grecolatina permite las más variadas lecturas e interpretaciones, que deben ser tomadas con la cautela que imponen tantos siglos de distancia. La literatura siempre transmite parte del hálito vital de una sociedad, pero cualquier exégesis que tome como punto de partida estos textos será necesariamente arriesgada (se cometieron algunos excesos, por ejemplo, con la transposición de los poemas homéricos a la «realidad» en los siglos XIX y XX: véase
«Los griegos no partieron de la nada», como señala Walter Burkert, profesor en la Universidad de Zúrich y una de las figuras más destacadas de la filología clásica y la historia de las religiones. Tampoco parte de cero nuestra civilización, que ha recorrido un largo camino poblado de huellas que se remontan, no por casualidad, al mundo oriental. Los griegos, en efecto, no lo inventaron todo. La tradicional atribución de los mayores avances de la humanidad a la civilización occidental encuentra en el llamado genio griego uno de los pretextos y lugares comunes más hábiles y más reiterados. Tanto es así, que la repetición de estas ideas durante siglos creó una opinión fuertemente arraigada en Occidente acerca de su propia
Cuando don Francisco de Quevedo escribió su soneto dedicado al conde Belisario, general de los ejércitos del emperador Justiniano, hacía ya más de cien años que el nombre de Bizancio había pasado a la leyenda y la historia. Lo que queda de Bizancio, aún hoy, es un fabuloso legado para la imaginación: Constantinopla, la segunda Roma, ha dejado un rastro de heroísmo crepuscular que han seguido historiadores como Gibbon a lo largo de cientos de páginas. Quizá el nombre de Belisario haya ejemplificado mejor que ningún otro aquel mundo azaroso en el que la rueda de la Fortuna podía convertir a una saltimbanqui en emperatriz y a un general en mendigo, como recuerda Quevedo: «Viéndote sobre el cerco de la
A partir de ocho clases magistrales en la universidad de Oxford –las Weindenfeld Lectures, que han tenido entre sus conferenciantes también a Umberto Eco– nace el libro La literatura y los dioses de Roberto Calasso. El escritor y editor de la casa Adelphi publicó en el 2001 estas ocho reflexiones, que se alejan de los estudios de literatura comparada propios de estas conferencias para proponer una teoría muy sugestiva y personal sobre la presencia de los dioses en la literatura y lo que ha dado en llamar «literatura absoluta»: «un saber que encuentra fundamento en sí mismo», «que se declara y se pretende inaccesible por otra vía que no sea la composición literaria» (pág.142); en definitiva, una literatura por sí
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