Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

El étimo y la melancolía

Fingía con humor un crítico francés no saber si, al oír por primera vez el título de la última novela de Pascal Quignard –Terraza en Roma (Terrasse à Rome, premio de la Academia Francesa en el 2000)–, debía escribirlo como Terra sarum o como Ter assarum. La conocida erudición del autor y su afición a la prospección etimológica dejaban suponer que se trataba de un latinismo en la estela de otros títulos (Carus, Albucius, Inter aerias fagos ), y se le podía sospechar un contenido emparentado con el de libros como Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (diario de una patricia romana) o El sexo y el pavor (sobre la sexualidad en el antiguo mundo latino). Más allá de

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La espuma de los siglos

Desde los márgenes de la cultura oficial, la obra de Isidoro Valcárcel Medina lleva más de cuatro décadas proponiéndole al arte diversos apellidos –objetivo, constructivista, minimalista, procesual, de acción, conceptual–, y diversificándose en materiales, espacios y manifestaciones que abarcan las instalaciones, los proyectos urbanísticos, las «acciones», la poesía visual, la música y hasta el cine (La celosía, largometraje sobre la novela homónima de RobbeGrillet). Recientemente, la Fundación Tàpies de Barcelona ha acogido una muestra de su obra bajo el título de «Ir y venir», que podrá verse después en Murcia y Granada, pero el fruto más impactante de los últimos años de trabajo de Valcárcel Medina pudiera ser este 2.000 d. de J. C. con el que la joven editorial

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Podrido amor

Linda Lê (Vietnam, 1963) tiene a sus espaldas doce libros escritos en francés y una biografía donde se entrecruzan el exilio, el desamor, la locura y el acecho de la muerte. La crítica califica sus novelas de diabólicas, monstruosas, tenebrosas, violentas o de ultratumba; y no hay duda de que merecen tales adjetivos, pero, acostumbrados como estamos a las ficciones crueles y espantosas, cabe pensar que, más que la materia temática en sí, es su raíz autobiográfica lo que verdaderamente produce escalofríos; aunque estemos de vuelta de imaginarios viajes al horror, nos sigue impresionando la escritura que frecuenta en primera persona la zona extrema de la intimidad donde se destruye la integridad del sujeto. Por eso el malditismo aureola esta

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La voz en fuga

No es habitual que una escritora de cuarenta años elija imaginar en su primera novela el monólogo de un hombre de setenta y tres; y no lo es porque parece desperdicio que una mujer no asuma la voz íntima femenina, tan estimada en la literatura de nuestros días. Yasmina Reza se arriesga además, con Una desolación, a pasar por atrevida y desdeñosa. Atrevida porque podría sonar a pretenciosa osadía contar la intimidad de una voz que ha recorrido en la vida casi dos veces más trecho que la autora. Desdeñosa porque esta novela no es la respuesta previsible tras el éxito de crítica y público que mundialmente le proporcionó la obra de teatro Arte; ese éxito tuvo mucho que ver

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Ira del hijo

Mientras escribe Rimbaud el hijo, Pierre Michon (Cards, 1945) se ve a sí mismo tocado con bonete de seda y dándole vueltas a lo que llama «la Vulgata». La Vulgata viene a ser el compendio de datos, leyendas e interpretaciones que conciernen a Rimbaud; y el bonete de seda es la mitra casera que distingue a los escritores que saben olfatear el genio ajeno pero terminan convirtiendo los brotes del propio en chispas de fuegos artificiales: los que cultivan el brillo y no la brasa. Michon se cala este gorro tan dudosamente glorioso e indica así el poco mérito que ve en su propia escritura. Y sin embargo –o quizás por ello––, Rimbaud el hijo es una apasionante aventura de

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El enigma del anagrama

Cinco años después de Malo en Madrid o el caso de la viuda polaca, el leonés Juan Pedro Aparicio vuelve a dejar que el inspector Malo ande a tientas en La Gran Bruma, enredado por las súplicas y la caída de pestaña de otra supuesta viuda que desea saber si lo es verdaderamente o no. Se publica esta novela en un momento editorial en que el género negro parece estar recargando pilas, pero sin tener clara la intensidad de su color. Por mucho que algunos adeptos a la novela de género teman la decoloración, lo cierto es que los nuevos ingredientes aportados por los autores ocasionalmente practicantes la abren a otro público, un público de paladar hecho a sabores menos

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La piel escrita

La reaparición en la escena literaria de Jean-Jacques Schuhl (nacido en 1941) tiene mucho de espectáculo barroco, pues, en realidad, con Ingrid Caven (Goncourt, 2000), quien aparece en escena es la propia Ingrid (refinada cantante, actriz, exmujer de Fassbinder y compañera de Schuhl desde hace más de veinte años). Sin embargo, la cuidada iluminación literaria de que esta mujer es objeto no produce un texto que pueda llamarse biografía; la narración queda absorta en sus gestos y en su canto –el de un mítico concierto en 1978–, y, como en un fundido de imágenes y sonidos, se deja conducir hacia una panorámica de la vida elegante y decadente en torno al cine y a la moda en los años setenta,

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Travesías y derivas de la memoria

En el prólogo de Cosas que ya no existen, dice Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945) que este libro es un pequeño buque, una travesía con escalas, un libro de recuerdos. Es común entre escritores (y en algunos, como en Le Clézio, hasta es cuño de autor) esa metáfora del libro como navío que convierte la escritura en aventura y que recala en costas más o menos exóticas; unas veces esos buques literarios navegan en las aguas de la ficción, y su travesía es una odisea de la imaginación animada con todas las incógnitas un viaje de ida; otras veces el buque emprende una travesía (auto)biográfica, y entonces tiene ésta visos de viaje de vuelta: navega así el género

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Correcaminos y otros esperpentos

Mézclense los siguientes ingredientes narrativos: un padre que apuesta la vida de su hijo y la pierde, un asunto de contrabando de sustancias ilegales y una pareja –la del ex boxeador Torosantos y el transexual Dalila Love-dedicada al espectáculo porno ambulante por clubes de carretera. Añádase docena y media de personajes secundarios acompañados de sus estrambóticas o penosísimas historias –tales como la de Valentí Rubí, abnegado padre de familia que tortura su pene con estiletes y campanas para ganarse la vida– y perfúmese con unas gotas de novela negra. Agítese con ritmo de road movie, sírvase y bébase de un solo trago: me temo que no tendrá usted ni siquiera una idea aproximada del vivaz desconcierto que produce la lectura

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El guardián del nombre

Es éste uno de esos libros cuya lectura va poco a poco disolviendo los reproches que surgieron en su comienzo. Y ello no ocurre porque el lector sea clemente con la escritura, convencido por la intensidad y la excepcionalidad de la relación amorosa entre Yann Andréa y Duras; lo que sucede es que este texto –que es casi un pastiche durasiano– cobra sentido precisamente a través de los reproches que excita. Mi propósito es devanar este hilo. Es obvio que cualquier lector de Duras aborda este libro de Yann Andréa con buena dosis de curiosidad morbosa. Y no es para menos. ¿Qué versión dará de la escritora su último amante, treinta y ocho años más joven que ella y homosexual

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