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Los pillan a todos

The Secret Race. Inside the Hidden World of the Tour de France: Doping, Cover-ups and Winning at All Costs

Tyler Hamilton y
Daniel Coyle

Londres, Bantam, 2012

290 pp. £18,99

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Yo fui uno de esos pesimistas olímpicos que, como dijo alegremente Boris Johnson cuando acabaron los Juegos, nos sentimos dispersados y desconcertadosEn referencia a 2 Samuel 22, 15: «Y lanzó flechas, y los dispersaba; relámpagos, y los desconcertaba». (N. del t.) por el éxito clamoroso de Londres 2012. Suponía que algo iría mal; todo fue bien. Creía que la gente se quejaría de lo que habían costado; nadie parece lamentar ni uno solo de los peniques gastados. Fueron un triunfo: ahora lo acepto. Pero hay una sola cosa que sigo resistiéndome a admitir. Antes de que empezaran los Juegos Olímpicos existía el temor de que se vieran ensombrecidos por un escándalo de dopaje o por el constante goteo de un gran número de positivos en los controles. Al final, aunque algunos atletas sí que fueron descalificados (incluida la ganadora de la medalla de oro en el lanzamiento de peso femenino y un yudoka estadounidense que culpó de su positivo por marihuana a haberse comido unos pasteles por error), los Juegos se mantuvieron más o menos libres de dopaje. Enseguida hubo rumores sobre la sensacional nadadora adolescente china Ye Shiwen, pero superó los controles y conservó sus medallas; Colin Moynihan, el presidente de la Asociación Olímpica Británica, declaró que se trataba de un talento natural y pidió a los escépticos que guardaran silencio. Estos Juegos fueron «limpios», lo que contribuyó en gran medida a su éxito. Eso es lo que me hace sospechar. En un acontecimiento de estas dimensiones, en el que los competidores y los organizadores se juegan tanto, una ausencia de positivos en los controles antidopaje no demuestra que no haya deportistas que no estén haciendo trampas. Es más probable que indique que no hay nadie mirando realmente.

Hamilton empezó a doparse para intentar formar parte de un buen equipo. Significaba la diferencia entre malvivir  y hacerse rico

Cuando se trata el tema del dopaje en el deporte, lo que importa es cómo se alinean los incentivos: los incentivos de aquellos que podrían doparse y los incentivos de aquellos que deberían impedirlo. En algunos deportes, las tentaciones para los atletas son relativamente livianas. Es probable que los futbolistas de la Primera División tonteen más de lo que deberían con drogas recreativas; pero es improbable que el uso de sustancias estimulantes para mejorar el rendimiento se encuentre generalizado, ya que las habilidades que se requieren en el fútbol al más alto nivel son muy variadas. La prueba más evidente de ello es la enorme diversidad de formas corporales que pueden verse en las mejores ligas. El mejor jugador del mundo, Lionel Messi, tomó siendo un niño hormonas de crecimiento para compensar un crecimiento deficiente. Sin ellas no habría crecido mucho más allá de 1,40 metros; incluso ahora no pasa de 1,69. Es también sorprendentemente resistente (ha jugado los noventa minutos completos en sus cien últimos partidos con el Barcelona), lo que puede ser consecuencia del uso de esteroides. Pero nadie va a ser como Messi por tomar esteroides: nadie se propone ser bajito y no pasar de unos compactos 1,69. En el fútbol americano, por contraste, el abuso de esteroides se encuentra casi con toda seguridad muy extendido. En este caso, tener la forma adecuada –grande y fuerte– y poseer la capacidad de recuperarse rápidamente de las lesiones son los requisitos fundamentales en muchas posiciones. Los jugadores de la NFL no suelen dar positivo en los controles antidopaje, pero eso no quiere decir que su deporte esté limpio. Quiere decir que a las personas que gestionan este deporte no les preocupa excesivamente la salud real de los jugadores: sería malo para el negocio. La prueba más clara de ello es el daño cerebral que sabemos que sufren los futbolistas americanos por los repetidos traumas en la cabeza que padecen, de los que apenas les protegen los cascos que utilizan. Los responsables de este deporte tampoco han hecho prácticamente nada a este respecto.

No ha habido nunca, sin embargo, un deporte en el que los incentivos de quienes se dopan y de quienes controlan el dopaje hayan estado tan desequilibrados como en el ciclismo profesional durante la época de Lance Armstrong, que corrió desde mediados de los años noventa hasta hace unos pocos meses. Para los ciclistas, na tentación de hacer trampas resultaba casi irresistible en cuanto quedó claro que el «dopaje sanguíneo» –el uso de eritropoyetina (EPO) y de las transfusiones de sangre para aumentar los niveles de las células rojas portadoras de oxígeno en el flujo sanguíneo– podía proporcionarles una clara ventaja en las grandes carreras, como el Tour de Francia, de tres semanas de duración, la competición más importante en este deporte. La magnitud de la ventaja no ha dejado de ser un tema controvertido: un estudio sitúa el incremento en «potencia de salida máxima» para ciclistas aficionados que tomen EPO entre el doce y el quince por ciento, lo que se traduce en un aumento de un ochenta por ciento en resistencia (tiempo pedaleando al ochenta por ciento de la capacidad máxima). Los ciclistas profesionales ya están operando mucho más cerca del máximo que los ciclistas aficionados, pero aun en el caso de que la EPO proporcione a los mejores ciclistas tan solo un cinco por ciento adicional, esa podría ser la diferencia, como señala Tyler Hamilton, «entre el primer puesto en el Tour de Francia y el centro del pelotón».

Pero sería un error dar por supuesto que la mayoría de los ciclistas se dopan a fin de intentar conseguir la gloria suprema. En muchos sentidos, la mayor diferencia no estriba entre llegar el primero y formar parte del pelotón, sino entre estar en el pelotón y no estar siquiera en la carrera. El ciclismo profesional es un deporte de equipo y la mayoría de sus integrantes están ahí para apoyar a las grandes estrellas del equipo, aquellos que podrían tener una oportunidad de ganar. Su labor consiste en hacer el trabajo pesado, proteger a su líder, acabar con las escapadas de los rivales y sacrificarse por el bien común. Se trata con frecuencia de un trabajo desmoralizador; también puede estar muy bien pagado. Tyler Hamilton empezó a doparse, como él mismo revela en estas apasionantes memorias en las que lo cuenta todo, para intentar formar parte de un buen equipo. Significaba la diferencia entre malvivir al margen del circuito y hacerse rico. No rico como Lance Armstrong; sino rico como un no deportista. Cuando Hamilton entró a formar parte del equipo US Postal de Armstrong, pasó de vivir con lo justo a ganar un salario de seis cifras. Cuando Armstrong ganó el Tour de Francia con la ayuda de Hamilton, el salario aumentó de ciento cincuenta mil a cuatrocientos cincuenta mil dólares. El temor de Hamilton"cuando estaba empezando era que no pasaría el corte para poder correr en el Tour de Francia: el dopaje sanguíneo le dio el plus que necesitaba para ser admitido en el juego. Esto encaja con las pruebas que nos suministran otros deportes. En béisbol, por ejemplo, los estudios sugieren que el predominio más alto de abuso de esteroides se da entre jugadores al margen de las grandes ligas. Son quienes más tienen que perder al no doparse. Tiene sentido: las diferencias entre los salarios de los mejores jugadores pueden cifrarse en millones, pero eso se debe a que sus salarios son todos millonarios; la diferencia entre ser un oscuro jugador de una liga importante y un jugador permanente de una liga inferior puede ser la diferencia entre ganar quinientos mil dólares anuales y ganar sólo cincuenta mil: toda la diferencia del mundo.

Tomar EPO no era algo que estuviese carente de riesgos: las consecuencias médicas eran a menudo imprevisibles. Provoca que tu sangre sea «más sana» en el sentido de que la hace más espesa, lo que puede provocar que las arterias se obstruyan por completo si no se tiene cuidado. No está claro cuántos ciclistas murieron tras sufrir ataques al corazón en la fase experimental de los años de la EPO, a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, cuando los atletas eran menos expertos en el control de su reacción a la sustancia. No morían en sus bicicletas; morían mientras dormían cuando la sangre dejaba de moverse («las historias de aquellos años hablan de corredores que se ponían despertadores en plena noche para poder levantarse y hacer algo de calistenia a fin de subir el pulso»). ¿Por qué asumían atletas que estaban en una forma extraordinaria riesgos tan insensatos para su salud? Parte de la respuesta, como explica Hamilton, es que el ciclismo profesional es un deporte intrínsecamente insano.

Para Hamilton doparse no constituía una ventaja injusta. Se trataba de un modo de dilucidar quién era el más duro

Es, de entrada, extremadamente peligroso: los ciclistas no paran de caerse, con las consiguientes roturas de huesos y el riesgo añadido de sufrir lesiones permanentes. Luego está la necesidad de comer estrictamente lo justo que se necesita para sobrevivir a las exigencias de una carrera larga. Además de tener la sangre espesa, el otro requisito esencial para un corredor del Tour de Francia es estar extremadamente delgado. Hamilton dice que durante sus años de dopaje también estuvo al borde de padecer un trastorno alimenticio, lo que se traducía en que pasaba mucho más tiempo pensando en la comida que estaba dejando de ingerir que en las sustancias dopantes que sí estaba consumiendo. Lo cierto es que los corredores de fondo en carretera sólo se sienten bien cuando están montados en sus bicicletas: el resto del tiempo se sienten horriblemente fuera de forma. Están doloridos, resuellan, van encorvados; andan como si fueran ancianos; se sientan cuando otras personas están de pie y se tumban cuando los demás están sentados. Cuando Hamilton estaba en el cenit de sus poderes ciclísticos, enfurecía a su mujer por no ser capaz de dar siquiera un corto paseo con ella hasta las tiendas: nunca se sentía lo bastante en forma.

La otra cosa que necesitan los ciclistas es una extraordinaria tolerancia al dolor. En eso es en lo que, en muchos sentidos, consiste la competición: quién puede sufrir más, durante más tiempo, sin romperse o hacer alguna estupidez. La tarjeta de presentación de Hamilton era su sobrehumano umbral del dolor: se convirtió en una leyenda del deporte en 2003, cuando siguió corriendo en el Tour de Francia a pesar de haberse fracturado la clavícula en una caída. El dolor era tan intenso que acabó dejando sus dientes reducidos a muñones. Pero consiguió acabar la carrera, quedando finalmente el cuarto de la clasificación general, e incluso logró ganar una de las etapas montañosas de mayor dureza. Duele sólo de leerlo. El dopaje sanguíneo no hace nada para eliminar el dolor; si acaso, consigue que el deporte provoque un dolor mayor, porque los ciclistas pueden forzar más sus cuerpos y durante más tiempo. Para Hamilton, como para muchos de los demás ciclistas de elite, doparse no constituía una ventaja injusta. Se trataba, en cambio, de un modo de dilucidar quién era realmente el más duro. En un pasaje extraordinario, Hamilton escribe que la EPO hacía que el deporte fuera más justo, porque «garantizaba la capacidad de sufrir más; te forzaba a llegar más allá y a una dureza que jamás habrías imaginado, tanto en las carreras como en los entrenamientos». Las carreras «no consistían en tirar los dados genéticos, o en quién resultaba estar en forma ese día. No dependían de quién eras. Dependían de lo que hacías: con cuánta dureza trabajabas, cuánta atención y cuán profesional habías sido en tu preparación». Una de las frustraciones para un corredor como Hamilton habían sido aquellos momentos en que estaba dispuesto a asumir el dolor, pero, a pesar de ello, su cuerpo dejaba de funcionar: los ciclistas llaman a esto una «pájara», ese punto en que el metabolismo se paraliza al margen de la voluntad del ciclista de seguir adelante. El dopaje sanguíneo se traducía en que, si podía soportarse el dolor, el cuerpo seguía funcionando. El éxito acababa entonces recayendo simplemente en la persona que más lo quería.

Nadie en la historia del deporte lo ha querido más que Lance Armstrong. La época del dopaje sanguíneo recompensó su insaciable apetito de ganar. Pero Armstrong tuvo también suerte. Hamilton falta ligeramente a la verdad cuando sugiere que las sustancias prohibidas simplemente nivelaron el campo de juego genético. Como no existía ninguna prueba efectiva para detectar la presencia de EPO en la sangre, las autoridades ciclistas instituyeron una norma que descalificaba a los ciclistas cuyo nivel de hematocrito (el porcentaje de células rojas en su sangre) superara el nivel de cincuenta, lo que se tomaba como un indicativo de que algo estaba pasando. Lo normal para los hombres es que el nivel no deba de estar muy por encima de cuarenta y cinco. Pero cada persona es distinta. Algunos se encuentran de forma natural más cerca de cincuenta, mientras que otros se las ven y se las desean para estar muy por encima de cuarenta sin ningún tipo de ayuda artificial. Entre estos últimos se encontraba Armstrong, cuyo nivel normal de hematocrito se situaba alrededor de treinta y nueve (el de Hamilton era cuarenta y dos). Armstrong se benefició, por tanto, de la EPO de una forma desproporcionada, logrando un plus de casi un treinta por ciento al tiempo que se mantenía dentro de las reglas, en comparación, por ejemplo, con un ciclista cuyo nivel normal fuera cuarenta y ocho, que no podría ganar más que un cuatro por ciento antes de franquear el límite. Sin EPO, Armstrong no habría competido en las carreras al nivel que lo hizo.

«Los corredores solían decir que podías pegarte las jeringuillas en la frente con cinta adhesiva y que en España no te pillarían»

Armstrong también tuvo suerte con la tirada de dados genética cuando contrajo el cáncer de testículo en 1996 que casi acabó con su vida. Su suerte no consistió simplemente en sobrevivir (y Armstrong, en sus propias memorias, Mi vuelta a la vida, en las que no cuenta nada, acepta que fue un golpe de suerte: «Al cáncer le trae sin cuidado que seas una buena o una mala persona»). El cáncer también modificó su forma corporal, que se volvió mucho más delgada y enjuta. Antes de enfermar, Armstrong era un corredor de primera, pero pocos podrían haber pensado en él como un futuro ganador del Tour de Francia: era demasiado corpulento, bueno para la velocidad y para ir como un bólido en carreras de un día, pero era poco probable que pudiera sobrevivir a los rigores de una paliza de tres semanas pedaleando por las carreteras francesas. El físico de Armstrong previo al cáncer probablemente tenía algo que ver con los esteroides, y es posible que los esteroides contribuyeran, o no, a que contrajera el cáncer: no podemos saberlo. En una conversación con sus médicos durante su tratamiento contra el cáncer, y que Armstrong niega ahora que se haya producido nunca, pero que dos amigos que estaban en la habitación en aquel momento han testificado haber oído bajo juramento, admitió que había estado tomando EPO, cortisona, testosterona, hormona del crecimiento y esteroides. Cuando salió de su tratamiento de quimioterapia verdaderamente extenuante, parece haberse dado cuenta de que no tenía ningún sentido continuar igual que antes. No iba a doparse indiscriminadamente. Iba a ajustar su consumo de sustancias prohibidas a la obtención de resistencia y no de fuerza bruta.

El dopaje sanguíneo es lo que permitió que Armstrong intentara convertirse en una de las leyendas del deporte. Pero está claro que, para sus adentros, lo que marcó la diferencia fue el modo en que se dopó: lo hizo simplemente mejor que nadie, de forma más creativa, más implacable, más intrépida. Explotó las mismas oportunidades que estaban al alcance de cualquiera. Para Armstrong, los fármacos añadían un elemento adicional de competición al deporte: la competición consistente en ser la persona que hacía un mejor uso de los medicamentos. Armstrong jamás dudó de que todos hacían lo mismo. Su mantra, según Hamilton, era: «Hagas lo que hagas, esos cabrones están haciéndolo más». Así que no había nada que ganar siendo un remilgado. El reto consistía en estar por encima de la media. Armstrong contrató a los «mejores» médicos (lo que quiere decir tanto los más imaginativos como los que tenían menos escrúpulos), estaba al tanto de los avances más recientes en controles y en investigación, tenía los ojos aterradoramente clavados en sus propios compañeros de equipo, así como en el rendimiento de los equipos rivales, y pagaba de su propio bolsillo para tener garantizado su suministro. Tenía todo bajo control, y eso es lo que hizo de él un ganador.

Las memorias de Hamilton dejan claro más allá de toda duda que Armstrong no es una buena persona para tenerla cerca. Su deseo de aplastar a sus enemigos en todos los aspectos de la competición hizo de él una persona artera, insensible y cruel. Intimidaba a sus compañeros de equipo y luego, cuando mostraban signos de resistencia, los sustituía por alguien más maleable. A Hamilton lo obligaron a irse después del Tour de 2001, que ganó Armstrong (la tercera de sus siete victorias consecutivas), porque su heroica actuación lo convirtió en sospechoso a los ojos de Armstrong: ¿podía seguir confiando en que sabría cuál era su lugar? Armstrong llegó a sospechar incluso que Hamilton podría haber estado tomando algo «extra», un nuevo fármaco que estaba guardándose sólo para él. Como escribe Hamilton, ninguno de los ciclistas que tomaba EPO pensaba que se trataba de una trampa, porque todos ellos reconocían que el dopaje es lo que necesitaban para ser capaces de competir («Podrían habernos conectado al mejor detector de mentiras del planeta y preguntarnos si estábamos haciendo trampas, y habríamos superado la prueba»). Pero en esto, como en todo lo demás, Armstrong tenía que ir más lejos. Él no era sólo un tramposo que pensaba que no estaba haciendo nada malo; él mismo consiguió hacerse pasar, además, por un delator de prácticas corruptas. Cuando pensaba que otros atletas estaban tomando sustancias dopantes a las que él no tenía acceso (su manera de referirse a esto era que su rendimiento «no era normal»), informaba a las autoridades y les pedía que fueran sometidos a controles. Después de ganar una carrera en 2004, Hamilton, para su alarma y asombro, vio cómo era convocado a la sede de la institución que está al frente de este deporte, la UCI, en Suiza, para recibir una advertencia y una reprimenda apenas velada por su «salud». Fue más tarde cuando descubrió que había sido Armstrong quien lo había delatado.

Al hablar de los años de Armstrong es habitual referirse a su impetuosa y brusca personalidad texana, que es lo que hacía de él un corredor tan inhabitual en el mundo del ciclismo europeo. Nadie había conocido nunca a alguien que mostrara de una manera tan feroz y tan incontrovertible su deseo de dominar: los europeos estaban acostumbrados a darle al menos un barniz de cortesía (lo cual ayuda a explicar la popularidad del ciclismo entre la intelligentsia). Pero esa personalidad de vaquero de Armstrong, aunque no es característica de los deportistas europeos, se adecuaba perfectamente a su deporte elegido, dado el modo en que se hallaba regulado. Una de las ironías del mundo del deporte es que los norteamericanos gestionan sus deportes como si fueran europeos, y los europeos gestionan los suyos como si fueran norteamericanos. La NFL, por ejemplo, es prácticamente una organización socialista, con sus estrictas reglas de redistribución entre los equipos más ricos y más pobres, y su rígida regulación de las ventajas competitivas injustas. El Tour de Francia, por contraste, es el Salvaje Oeste. Los equipos consiguen participar en función de su capacidad para atraer patrocinadores, lo cual suele depender del capricho de algunas personas muy desagradables. El dinero se arremolina en torno al deporte, pero es muy poco el que acaba siendo objeto de control. No hay seguridad en el trabajo y el margen para el soborno y la coacción es enorme. A los ciclistas, incluido Hamilton, les gusta hablar de los equipos como si fueran «familias». Pero se parecen más a las familias que controlan los cinco distritos de Nueva York que a aquellas en que mamá y papá están siempre pendientes de sus hijos.
La recuperación del cáncer y el regreso de Armstrong a las carreras ciclistas en 1998 coincidió con el mayor escándalo que había golpeado hasta entonces al Tour de Francia en toda su historia. Estalló cuando un fisioterapeuta belga que trabajaba para el equipo Festina fue detenido en la frontera franco-belga con un coche lleno de esteroides anabolizantes, EPO, jeringuillas y otros productos dopantes. La policía francesa investigó la sede del Festina y arrestó al director del equipo, que posteriormente confesó la existencia de un programa de dopaje sanguíneo generalizado. Este hecho tuvo dos consecuencias, ambas extraordinariamente favorables para Armstrong. La primera, que los demás ciclistas, casi todos los cuales estaban también dopándose, tenían que tomar una decisión: ¿lo dejaban por miedo a ser descubiertos, o se encargaban ellos mismos de sus asuntos y empezaban a gestionar sus propios suministros de EPO? Nadie podía confiar en los médicos de su propio equipo, que eran ahora sospechosos para la policía francesa. De modo que había llegado el momento de ser creativos. Y el ciclismo profesional se convirtió en un mundo de contrabando y subterfugio: «Entregas rápidas en aparcamientos de hoteles de manos de novias, mecánicos, primos, o un amigo camarero del director. Así es como funciona. Las autoridades cierran una puerta y los ciclistas abren dos ventanas».

Las memorias de Hamilton dejan claro que Armstrong no es una buena persona para tenerla cerca

Ahora el juego incorporaba una novedad: quién tenía las agallas para burlar a la policía. «Como consecuencia de las redadas –escribe Hamilton–, el Tour de 1998 se convirtió en un tipo diferente de contienda, consistente menos en quién era el más fuerte y más en quién tenía más arrestos, quién tenía el mejor Plan B». Si se trataba de una competición de arrestos, entonces Armstrong, que acababa de regresar de su encuentro casi mortal con un cáncer de testículos, iba a ser el ganador. No había nadie que fuera más intrépido. Este es el otro elemento que operó a su favor: las personas que estaban al frente del deporte, después de haber sobrevivido a su propia experiencia casi mortal en 1998, anhelaban desesperadamente una buena noticia para cambiar la imagen del Tour. Armstrong reunía todos los requisitos a la perfección. Su milagrosa recuperación era la portada ideal. Acusar a Armstrong de dopaje siempre pareció algo de un pésimo gusto, teniendo en cuenta el infierno por el que había tenido que pasar. El propio Armstrong explotó implacablemente esta ventaja. En Mi vuelta a la vida, que se publicó por primera vez en 2000, los desmentidos de dopaje de Armstrong parecen ahora claramente muy poco entusiastas (dedica mucho menos tiempo a hablar de lo que estaba haciendo con su propio cuerpo del que emplea en describir lo que hicieron al cuerpo de su mujer cuando se sometió a un tratamiento de fertilización in vitro). Hay una frase, sin embargo, que sobresale entre las demás: «Después de la quimioterapia, la idea de introducir algo extraño en mi cuerpo me resultaba especialmente repulsiva». Esto era una patraña, pero una patraña chapada en oro, y lo protegió durante más de una década.

La policía francesa siguió vigilando el deporte, y la Federación Francesa de Ciclismo se empleó con dureza con sus propios atletas cuando fueron sorprendidos haciendo trampas. Pero aquí es donde la estructura del incentivo funcionó en beneficio de Armstrong. El Tour era francés, aunque las autoridades francesas no lo controlaban. La sede de la UCI, que tenía la potestad para limpiar el deporte, se encontraba cerca de Lausana, a tiro de piedra de la sede de ese otro bastión de probidad y buenas prácticas, el Comité Olímpico Internacional. La opinión que se tenía desde Suiza era que no había que tocar a Armstrong. El otro problema era que los ciclistas no franceses estaban sólo en Francia durante el tiempo que duraba la carrera; la mayoría vivían en otros sitios, a menudo España, un país que se mostraba mucho más laxo a la hora de hacer que se cumplieran las leyes antidopaje. Todos sabían la diferencia: «Los corredores solían decir que podías pegarte las jeringuillas en la frente con cinta adhesiva y que en España no te pillarían». Armstrong y varios de sus compañeros de equipo se fueron a vivir a Gerona. A pesar de todo, en cuanto pudo permitírselo, prefirió que el trabajo de su sangre se lo hicieran en Suiza, donde podía tener la confianza de que los niveles médicos eran más altos. Ahí es donde le gustaba «entrenar» antes del Tour. Una de las numerosas y exquisitas hipocresías de Armstrong fue una sospecha constante de los corredores que pasaban demasiado tiempo en España: tenía miedo de que pudieran estar aprovechándose de la falta de atención de las autoridades locales si estaban probando nuevos tratamientos. Si él pensaba que alguien se había encariñado en exceso con las «prácticas españolas», solía notificarlo a sus amigos de la UCI para que le dieran un toque de atención.

Además de la policía francesa, que carecía de los recursos para inculpar a Armstrong (necesitaban pruebas suficientes para acusarlo de cometer un crimen en territorio francés), y de los responsables del deporte, que contaban con los recursos (todo lo que necesitaban mostrar era que él había infringido las reglas que ellos mismos habían puesto) pero carecían de la voluntad de hacer nada, estaban también las agencias antidopaje. Ellas sí que querían desenmascarar a Armstrong, pero él siempre conseguía estar un paso por delante. El enfrentamiento entre agentes antidopaje y atletas suele describirse como una «carrera armamentística»: cada uno de los dos bandos está intentando sacar ventaja en una batalla de recursos tecnológicos. «Pero –señala Hamilton– eso no era del todo cierto, porque suponía que los agentes tenían alguna posibilidad de ganar. Para nosotros no se parecía en absoluto a una carrera. Se parecía más a un gran juego del escondite que se desarrollaba en un bosque en el que hay montones de buenos sitios para esconderse, y montones de reglas que favorecen a los que se esconden».

Había veces en que el escondite se hacía a la vista de todos. Durante el Tour de 2002 no hubo un solo corredor que diera positivo en los controles antidopaje. Entre ellos estaba Raimondas Rumsas, que acabó el tercero de la general, y cuya mujer fue sorprendida con un alijo de EPO, corticoides, testosterona, anabolizantes y hormona del crecimiento humano en el maletero de su coche. Ella adujo animosamente que eran para su madre (que, como escribe Hamilton, «debía de ser toda una corredora»), y Rumsas consiguió conservar su puesto en el podio. Esto demostró que la UCI estaba dispuesta a tragarse cualquier excusa con tal de mantener el Tour limpio, y que era posible tomarse un cargamento de sustancias prohibidas y no dar positivo en los controles. La manera en que se hacía fue bautizada como «microdosis», que significaba inyectarse pequeñas cantidades directamente en la sangre, lo que hacía que cualesquiera restos resultaran muchísimo más difíciles de detectar. Esto era el equivalente de desperdigar señales diminutas por el bosque en vez de amontonar todas tus cosas en un solo escondite. Pero también ayudaba que nadie dijera a los agentes antidopaje que esto es lo que estaban haciendo los ciclistas. Las autoridades sólo descubrieron que los ciclistas estaban inyectándose microdosis cuando uno de los antiguos compañeros de equipo de Armstrong, Floyd Landis, confesó esta práctica en 2010.

Los agentes antidopaje tenían una sola cosa a su favor. Un ciclista tenía que cometer sólo un error, o tener mala suerte una sola vez, para quedar ya marcado de por vida. El código de la omertà, que garantizaba que los corredores en el Tour jamás hablaban de lo que todos sabían que estaba pasando, se traducía asimismo en que, si pillaban a uno de ellos, había que hacerle el vacío. El único modo de seguir fingiendo era pretender escandalizarse ante cualquier prueba de que alguien había hecho trampas. Y a lo largo de una dilatada carrera, a los mejores ciclistas les resultaba imposible no verse metidos en algún lío. Este pasó a ser el lema privado de Hamilton: «Tarde o temprano, los pillan a todos». No porque, como él dice, «los agentes se volvieran de repente unos Einsteins, aunque sí que lo hacían cada vez mejor. Creo que tiene que ver más con las probabilidades que se tienen a la larga. Cuanto más tiempo juegas al escondite, más probable es que tú cometas un desliz, o que ellos tengan suerte». Hamilton recibió su propio escarmiento en 2004, cuando un control mostró que tenía en su cuerpo la sangre de otra persona. Para entonces, la mayoría de los ciclistas de elite estaban utilizando «bolsas de sangre», almacenando muestras de su propia sangre extraída en un momento en que su nivel de hematocrito era alto, y luego reinyectándosela en su flujo sanguíneo durante una carrera para proporcionarse un plus. Por algún motivo, alguien le había dado a Hamilton la bolsa equivocada.

Se sintió indignado, y defendió su inocencia, porque se trataba claramente de un error: ningún corredor se estimularía a propósito con la sangre de otro atleta. Tenía la sensación de injusticia del perpetuo tramposo que se ve acusado de la única cosa que nunca ha probado a hacer. Un médico metió la pata y Hamilton pagó el pato. Pero Hamilton no podía ganar, ya fuera con las reglas oficiales o con las oficiosas. Llevó su caso a juicio y perdió, porque la evidencia científica en su contra era abrumadora: la sangre no era suya realmente y no cabía ninguna explicación inocente para este hecho. También había quebrantado la regla no escrita de Armstrong para el deporte, que consistía en que tenías que ser mejor que nadie a la hora de infringir las reglas. Si tus médicos han metido la pata, entonces tú tienes la culpa por haber contratado a los médicos equivocados. Armstrong sabía que los médicos que acababan trabajando para los ciclistas estaban ahí por dos motivos: en primer lugar, para ganar dinero (algunos cobraban cientos de miles por sus servicios); en segundo, porque habían quedado al margen de una carrera dentro de la medicina convencional. No eran personas en quien pudiera confiarse: en caso contrario, habrían sido médicos normales. Armstrong no dejó nunca de controlar a los hombres que estaban controlando su cuerpo, porque sabía que su suerte estaba en sus manos. Hamilton no prestó la atención necesaria y pagó el precio.

Armstrong marcó la diferencia en el modo en que se dopó: lo hizo mejor que nadie

Al final, Armstrong fue la brillante excepción del lema de Hamilton: nunca lo pillaron. Cuando los rumores se arremolinaban a su alrededor, la primera línea de defensa de Armstrong, además del cáncer, era siempre que era el atleta que había pasado más controles de la historia del deporte –quinientas veces, y la cifra seguía creciendo– y no había dado positivo en uno solo. Sin embargo, fue el lema de Hamilton el que acabó atrapándolo. Cuando otros atletas sí que daban positivo en los controles, y se veían tanto condenados al ostracismo como indignados por el tratamiento reprobatorio que les dispensaba Armstrong (nunca dejaba escapar la oportunidad de rematar al que ya estaba tocado: echaba pestes de todo el que diera positivo en un control), el muro de silencio empezó a resquebrajarse. Empezó con Floyd Landis, que había ganado el primer Tour post-Armstrong en 2006 y que había sido despojado de su título cuando dio positivo por testosterona. Después de cumplir la suspensión que le impusieron, Landis intentó volver, pero Armstrong, que seguía detentando el poder en el deporte, se lo impidió. Los dos habían sido amigos, pero Armstrong nunca perdonaba a los amigos que desplegaban el potencial para hacerle parecer malo. Lo que intentaba, por el contrario, era aplastarlos. Afortunadamente para nosotros, y desgraciadamente para él, Landis fue más fuerte que la mayoría. En 2010 respondió a las amenazas y al vacío confesando todo a las autoridades, e implicando a Armstrong. Esto reactivó una investigación del gobierno estadounidense sobre las actividades del equipo US Postal durante la época de Armstrong, dirigida por un severo fiscal de la Administración de Medicamentos y Alimentos llamado Jeff Novitzky. Novitzky empezó a hacer acopio de una montaña de pruebas cuando, uno por uno, diferentes corredores empezaron a largar. Armstrong reaccionó como siempre había hecho, subiendo las apuestas. Presionó al Congreso. Revivió un viejo plan para comprar el Tour de Francia –no para sobornar a las autoridades, sino para comprar realmente todo el maldito entramado–, de modo que pudiera correr la carrera a su manera (necesitaba recaudar mil quinientos millones de dólares, una cifra que finalmente demostró estar fuera incluso de su alcance). Contrató a los mejores abogados y siguió proclamando los más rigurosos desmentidos. Funcionó. El año pasado, la Administración de Medicamentos y Alimentos abandonó su investigación del US Postal, aduciendo pruebas insuficientes. Los incentivos aún estaban dislocados: las recompensas políticas de coger a Armstrong no se correspondían con los riesgos políticos de enfrentarse a él.

Pero Armstrong no estaba a salvo. La Administración de Medicamentos y Alimentos tenía que demostrar una conducta criminal. Lo único que tenía que hacer la USADA (la principal agencia antidopaje estadounidense), en cambio, era demostrar que Armstrong estaba contraviniendo las normas que regulaban su deporte. Ahora se contaba ya con pruebas más que suficientes para eso. En octubre, la USADA hizo público su informe acusando a Armstrong de un «plan masivo de dopaje de su equipo, más amplio que ninguno de los anteriormente descubiertos en la historia de los deportes profesionales». Ha sido sancionado de por vida y privado de sus siete títulos del Tour de Francia por la UCI, aunque no sin cierta renuencia (al hacer el anuncio, el actual presidente de la UCI, Pat McQuaid, aún seguía hablando como si fuera Armstrong cuando tildó a los verdaderos denunciantes de las prácticas corruptas, Landis y Hamilton, de «cerdos»). Armstrong se ha visto ahora condenado al ostracismo por el resto del deporte, aunque, teniendo en cuenta que ya le habían hecho el vacío la mayoría, no está claro qué diferencia existe realmente. Si no la ha visto, recomiendo al ciclista que eche una ojeada a la reciente versión cinematográfica de Coriolano de Ralph Fiennes, por la extraordinaria escena en que el romano responde a la noticia de su inminente destierro de la ciudad con el grito, acompañado de un escupitajo: «Yo os destierro».

A la velocidad que corrió, Wiggins habría terminado hace una década en el centro del pelotón

¿Qué pasará ahora? Es difícil creer que Armstrong no acabará en algún momento delante de un tribunal, bien demandado para que devuelva los inmensamente lucrativos patrocinios y las cantidades de dinero que ha acumulado durante años, bien acusado de algún cargo criminal (el informe de la USADA puede que haya modificado el cálculo de incentivos de la Administración de Medicamentos y Alimentos). El propio Armstrong está concentrándose en sus actividades benéficas, a pesar de que se le ha obligado a dimitir como presidente de la institución benéfica Livestrong, que él mismo fundó para ayudar a las personas que superan el cáncer y a sus familias, y que ha recaudado cerca de cinco mil millones de dólares desde 1997. Las actividades benéficas han sido siempre la última línea de defensa de Armstrong: si se le ataca, se ataca a las buenas obras que ha hecho para los enfermos de todo el mundo. Como indicaba la página web de Livestrong hasta hace poco, Armstrong ha aportado seis millones y medio de dólares a la causa. Sin embargo, esto necesita contraponerse a la fortuna personal amasada durante ese mismo período, que se estima en ciento veinticinco millones de dólares. Las instituciones benéficas de los famosos pueden hacer mucho bien, aunque tapando al mismo tiempo mucho mal. Sirven de camuflaje para todo tipo de cosas, desde pedofilia hasta consumo de drogas o acumulación de riqueza.

Antes de que se siente delante de un tribunal, algunos creen que Armstrong se verá obligado a hacer algún tipo de confesión, ya que a estas alturas sus alegaciones de inocencia resultan absurdasEste artículo fue publicado originalmente en noviembre de 2012. Lance Armstrong confesó por primera vez públicamente que se ha dopado en una entrevista televisiva con Oprah Winfrey emitida el 18 de enero de este año. (N. del t.). Pero eso depende más bien de quién se piense que es realmente. La exesposa de Hamilton, que responde al maravilloso nombre de Haven«Haven» significa «refugio», o «remanso», y es una palabra muy similar, al mismo tiempo, a «heaven» («cielo»). (N. del t.), fue en otro tiempo amiga de Armstrong y pensaba que sabía bien qué clase de persona era: «Lance es Donald Trump. Puede ser el dueño de todo Manhattan, pero si hay una diminuta tienda de comestibles en una esquina que no lleve su nombre, eso le vuelve loco». Si Armstrong piensa realmente que es Trump, es probable que siga atrapado en su burbuja de bravuconería y autoengaño hasta que se quede sin dinero. Sin embargo, la persona a la que me recuerda cada vez más es a Malcolm Tucker, el malhablado portavoz en la comedia televisiva británica The Thick of It, que amaña todo para arrimar el ascua a su sardina, y que puede o no guardar un cierto parecido con Alastair CampbellAlastair Campbell fue el portavoz y la persona de máxima confianza de Tony Blair desde su nombramiento como primer ministro en 1997. En el segundo mandato de éste fue nombrado Director de Comunicación del Primer Ministro. Dimitió en agosto de 2003. (N. del t.). Para Tucker, la única línea de defensa es el ataque, porque, hagas lo que hagas, puedes estar seguro de que los otros cabrones están haciendo más. Cuando se ve finalmente acorralado al final de la última serie, atrapado en una mentira ante una versión ligeramente ficcionalizada de la Leveson InquiryInvestigación judicial de las prácticas periodísticas en Gran Bretaña presidida por Lord Leveson en 2011 con motivo de las escuchas telefónicas ilegales realizadas por News of the World en el año 2007. (N. del t.), el mea culpa de Tucker llega en forma de otra diatriba contra sus enemigos. Esto no tiene que ver conmigo: tiene que ver con vosotros. Sea lo que yo sea, es por culpa del mundo que vosotros habéis creado. En ese mundo, yo era el único honrado: yo jugué el juego, y amañé los hechos, y retorcí la verdad, porque yo sé lo que hay que hacer si quieres ganar; sólo hicisteis la vista gorda y me dejasteis salirme con la mía. Os repruebo. Así es como me imagino que será la confesión de Armstrong.

El auténtico Alastair Campbell ha sido uno de los defensores más acérrimos de Armstrong. En una entrevista con Campbell en 2004, Armstrong le dijo: «Perder y morir: es lo mismo». Campbell ha descrito esta frase como su cita favorita de su entrevistado favorito. La interpretó en el sentido de que dejaba traslucir una determinación de hierro (Armstrong seguía ganando porque no podía tolerar la derrota) cuando, visto retrospectivamente, me suena más al lema de un tramposo (si perder es lo mismo que morir, entonces todo vale). Campbell, al igual que muchos otros, creía que Armstrong era la víctima de una caza de brujas porque le venía bien no creer lo contrario. Ahora se ha unido a las filas de los decepcionados que se preguntan cómo podía haberles defraudado su héroe. Entretanto, el deporte está intentando limpiar su expediente. El Tour del año pasado, ganado por el ciclista británico Bradley Wiggins, fue mucho más lento que las carreras celebradas durante los años de Armstrong: a la velocidad que corrió, Wiggins habría terminado hace una década en el centro del pelotón. Para muchos aficionados esto constituye una prueba suficiente de que el deporte está ahora libre de dopaje. Alguien que sabe mucho más de ciclismo que yo me aseguró que el equipo Sky de Wiggins, y el resto de ciclistas británicos que ganaron la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres, no consumen sustancias prohibidas. Dice que, si se demostrara lo contrario, nunca más volverá a creer nada de lo que diga nadie sobre ninguna cosa. Crucemos, pues, los dedos.

David Runciman da clases de Política en la Universidad de Cambridge. Es autor de The Politics of Good Intentions: History, Fear and Hyprocrisy in the New World Order (Princeton, Princeton University Press, 2006) y de Political Hypocrisy: The Mask of Power from Hobbes to Orwell and Beyond (Princeton, Princeton University Press, 2008), además de coautor, con Monica Brito Vieira, de Representation (Cambridge, Polity Press, 2008). Este año publicará en Princeton University Press un libro sobre las democracias en crisis.

Traducción de Luis Gago
© The London Review of Books
         www.lrb.co.uk

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