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El misterioso síndrome de Japón

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Han pasado casi diez años desde que Japón estuviera a punto de dominar el mundo conocido. Hasta hace cinco meses, Estados Unidos era un país que parecía incapaz de dar un paso en falso. Pero también ha mostrado signos alarmantes de decaimiento. ¿Puede estar extendiéndose la dolencia de Japón, cualquiera que sea? Japón se situó en antepenúltimo lugar en la tabla de crecimiento de los países industrializados y en vías de industrialización miembros de la OCDE en 1999, con un 0,2 por 100, por delante de Turquía y la República Checa. La OCDE pronostica que cuando se disponga de las cifras de 2000, Japón quedará relegado al final de la tabla con un 1,9 por 100, por detrás de Gran Bretaña (3 por 100), Estados Unidos (5,2 por 100) y la efervescente Irlanda, que encabeza la lista de la OCDE con un 11 por 100.

Llevamos oyendo desde hace medio siglo que 1929 no volverá nunca, y así lo ha afirmado muy recientemente Paul Krugman, de Princeton, que propone la antigua estrategia keynesiana para evitar una crisis mundial: bajar los tipos de interés, inundar los mercados de dinero y, si esto falla, asegurarse de que los gobiernos crean demanda. Pero la «década perdida» de Japón ha visto cómo la mayor operación keynesiana de inversiones estatales para incentivar la economía que ha conocido la historia se ha traducido únicamente en minucias desalentadoras. Aun dependiendo enteramente de anabolizantes que mejoren su rendimiento, la economía japonesa sólo ha conseguido seguir renqueando en último lugar. Los japoneses son los ahorradores más entusiastas del mundo; gastan tan poco en sus propias cosas que el gobierno ha de hacerlo por ellos para así conseguir que la economía nacional, y la del mundo, vaya tirando. El Ministerio de Hacienda japonés estima que en el año fiscal hasta marzo de 2001, la deuda de las instituciones gubernamentales centrales y locales será un 140 por 100 mayor que el PIB; en otras palabras, las autoridades de la segunda economía más importante del mundo habrán gastado la renta de casi un año y medio antes de haber ingresado un solo yen.

¿En qué lo gastan? No en viviendas, transporte urbano, parques, escuelas o bibliotecas, en todo lo cual Japón va a la zaga de la mayor parte de los miembros de la OCDE. Los imponentes préstamos del gobierno se han dedicado a sacar de apuros a bancos, a construir túneles apenas utilizados, puentes que no van a ninguna parte, líneas duplicadas para el tren bala y presas que no está claro para qué se han hecho. El flamante monstruo de 156 metros que se levanta junto a nuestro río truchero local, por ejemplo, apenas genera la electricidad suficiente para su espléndido despliegue promocional, y mucho menos para iluminar el pueblo montañoso en el que vivo, o gana algo para recuperar los cuatro mil millones de dólares que costó. El gobierno necesita el 65 por 100 de sus ingresos para pagar los intereses de su deuda, si incluimos las transferencias forzosas de fondos a las autoridades locales, que las utilizan en parte para pagar los intereses de su propia deuda. Sólo para estabilizar la cada vez más hinchada deuda nacional japonesa en el 150 por 100 del PIB en 2005 sería necesario subir los impuestos o recortar los gastos en un 11 por 100 del PIB, o en 55 billones de yenes –o medio billón de dólares–, lo que sumiría de inmediato a Japón, y probablemente al mundo, en una depresión. El analista londinense Andrew Smithers tilda su lúgubre análisis de «Japón como un laboratorio para la teoría económica», ya que ninguna otra gran economía ha acumulado nunca una deuda tan extraordinaria en época de paz, ni ha tenido tan pocas ideas sobre cómo aligerar su carga.

El pasado año, los grandes almacenes Sogo, con 171 años a sus espaldas, los Bloomingdale's de Tokio, cerraron sus puertas mucho antes de las ventas navideñas, fuertemente comercializadas en Japón. El índice Nikkei perdió un cuarto de su valor en 2000. El consumo doméstico se redujo en un 2 por 100 anual y los precios bajaron en Tokio un insólito 1 por 100 mientras los comerciantes se disputaban un negocio en retroceso. El paro llegó al 4,8 por 100 a final de año, un pelín por debajo del récord del 4,9 por 100 registrado en marzo, un simple contratiempo para los niveles europeos, pero una cifra ominosa en una sociedad confuciana en la que trabajar es la razón de la existencia y los que no tienen un trabajo son no-personas resentidas. No es nada fácil ver en Tokio los chamizos de cartón de los que no tienen casa y la mendicidad sin tapujos es algo desconocido en Japón, pero los parados viejos y no tan viejos practican un equivalente más respetable, vender por la calle revistas y periódicos pulcramente doblados que han recogido previamente de las papeleras. Entretanto, los hogares japoneses poseen colectivamente la mayor reserva mundial de capital improductivo, el equivalente de 13,7 billones de dólares, una gran parte del cual está depositado en cartillas de ahorros en las oficinas de correos locales, que pagan un miserable 0,08 por 100 de interés, mientras que el gobierno y las empresas privadas tienen más de un billón de dólares guardado en el extranjero, lo que hace de Japón el mayor acreedor mundial.

Los precios del sector inmobiliario de Tokio, entretanto, están tendiendo a bajar lo que, unido al desplome de la bolsa, amenaza con dejar al descubierto cantidades recientes de créditos de baja calidad y de capital inadecuado en el sistema bancario (a los bancos japoneses se les permite que tengan tanto acciones como inmuebles en concepto de reservas de capital). El gobierno ha respondido con un plan para desviar parte de su fondo de ahorros postales al mercado bursátil: la hacienda pública, en otras palabras, no sólo gastará por ellos los ahorros de los ciudadanos en obras innecesarias, sino que jugará a la bolsa por ellos, una vuelta de tuerca que no se le ocurrió a Keynes. Los derechos por seguros de vida y pensiones se encuentran masivamente descubiertos y se teme que en torno a estas fechas, cuando las compañías cierran sus libros al final del año fiscal, salgan a la luz más fracasos comerciales, que no es precisamente lo más adecuado para favorecer nuevas inversiones. El capitalismo, al menos en su forma japonesa, está viniéndose abajo: estoy citando a Koichi Kato, un veterano del Partido Demócrata Liberal, cuyo tímido movimiento reformista se vino abajo a finales del pasado año.

Un modo de acercarse al malestar actual y a la posibilidad de que pudiera estar extendiéndose es remontarse a los años gloriosos de Japón, comenzando con el plan del primer ministro Hayato Ikeda, anunciado en 1960, que propuso doblar la renta nacional y ver cómo marchaban las cosas. En las siguientes dos décadas, Japón acumuló índices de crecimiento anual del 10 por 100 y superiores, y produjo acero de primera calidad, productos electrónicos y coches, todo ello financiado enteramente con el ahorro doméstico, sin una peseta de capital extranjero, contradiciendo por tanto de manera flagrante el dogma actual del FMI de que los mercados financieros globales son la clave de un rápido crecimiento. Obligado a depender de las importaciones de energía, Japón había capeado en 1976 el embargo petrolífero árabe y la consiguiente estanflación, mientras que Estados Unidos y otros países sintieron sus efectos hasta bien entrados los años ochenta. Del mismo modo, el tipo de cambio del yen se duplicó frente a la mayoría de las monedas en los años setenta, lo que sería normalmente el golpe de gracia para una nación exportadora pero, al mismo tiempo, se duplicó el superávit comercial. Ahora, sin embargo, este país activo y diligente parece paralizado por la indecisión mientras la economía se despeña cuesta abajo.

«Capitalismo»: si por este término sobrecargado entendemos algo más que las actuales costumbres económicas de los angloparlantes, se trata de un término confuso; pero la mayoría de las autoridades coinciden con Joseph Schumpeter en ver en la creación de crédito por parte, o a través, de un sistema bancario como su elemento característico. La experiencia histórica sugiere que el capitalismo pionero, basado en el crédito, es eficaz dentro de las fronteras nacionales, antes de que hayan llegado los competidores y hayan recortado los beneficios por debajo del nivel en el que puede sustituirse la maquinaria y pagar los intereses de los préstamos. Resulta difícil imaginar un capitalismo de creación continua en el que tanto los mercados como la tecnología y la productividad se anquilosen, aunque el Japón actual puede estar acercándose mucho a ello. Pero las fronteras, o las oportunidades de negocio, surgen en muchas formas que suelen ser difíciles de descubrir por delante de los rivales. Ikeda, un antiguo burócrata financiero, vio, sin embargo, fronteras abiertas haciéndole señas a Japón desde todos los puntos del ámbito social y político cuando anunció su estrategia de duplicación de la renta en 1960, un año en el que Japón había pasado de los estragos de sus propias y fútiles guerras a la apacible seguridad de ser durante la guerra fría el aliado clave de los Estados Unidos, la nación más rica y poderosa del mundo.

La propia demografía de Japón, una frontera económica clave, estaba entonces abierta de par en par. La mayor parte de la población estaba en edad laboral, con menos no-trabajadores a los que alimentar. Una rápida urbanización, y más tarde la guerra, había reducido ya su tasa de natalidad por debajo de las que aún predominan en el Asia rural, donde los niños están considerados como mano de obra potencial y no como bocas que alimentar y mentes que llenar. Además de su propia y modesta explosión de natalidad en los primeros años de la posguerra, Japón había acogido a seis millones de personas de su antiguo imperio, en su mayoría jóvenes, hambrientos y laboriosos. (Uno de ellos fue Toshiro Mifune, que habría de convertirse enseguida en la primera estrella cinematográfica internacional de Japón.) A la inversa, las privaciones de los años de guerra y la medicación irregular se tradujeron en que un número relativamente pequeño de ancianos había vivido más allá de sus años productivos.

La frontera geográfica de Japón, lejos de haberse contraído tras la derrota, se hizo, en términos económicos, más abierta cuando los Estados Unidos, el mercado más rico del mundo, accedió a aceptar productos japoneses sin la apertura recíproca del mercado japonés. «¿Qué mercado japonés?», preguntó con desdén un veterano japonés mientras examinaba las casuchas y los chamizos de sus ciudades asoladas por la guerra.

La reactivada economía doméstica japonesa les dio a los fabricantes locales pistas de principiantes en las que practicar: en primer lugar, equipar a todas las casas del país con un ventilador eléctrico, un hervidor de arroz automático y una motocicleta, y más tarde con una televisión en color, aire acondicionado y un coche, todos ellos fácilmente reconocibles como los productos básicos de las industrias japonesas que pronto deslumbrarían al mundo. Las fábricas arrasadas por la guerra se reconstruyeron con tecnología punta; se eliminaron decididamente las industrias obsoletas como las minas de carbón; con los ahorros domésticos se financiaron cámaras y prismáticos, productos en los que Japón ya ejercía un liderazgo favorecido por la guerra.

Se necesitaba un mínimo de divisas para patentes, materias primas y maquinaria avanzada con objeto de poner todo esto en marcha. Las adquisiciones estadounidenses para la guerra de Corea («un regalo de los dioses», dijo el primer ministro Shigeru Yoshida) supusieron la entrada de una moneda fuerte mucho antes de que la industria de exportación japonesa pudiera generar la suya propia. Se dice que los primeros 200 millones de dólares procedieron de las ganancias de las chicas «pan-pan» que se encargaron de entretener y divertir a las tropas estadounidenses procedentes de Corea. Cada dólar que se ingresaba se guardaba y se administraba, aunque a los primeros exportadores japoneses se les permitió utilizar parte de sus beneficios para importar limones, que seguía siendo un producto de gran demanda en unos inviernos japoneses hambrientos de cítricos. ¿Por qué fueron los americanos tan muníficos con su antiguo agresor? La posición geográfica de Japón, en el extremo de un océano que Estados Unidos necesita controlar para su propia defensa, y en las cercanías de China y Rusia, protagonistas en la guerra fría, aportaba la sensación de ventaja mutua sobre la que se construyen las amistades internacionales duraderas. Japón ha administrado su única frontera política importante con gran cautela pero, mientras duró la guerra fría, con un éxito considerable. Aparte de los mártires isleños de Okinawa, una quinta parte de cuya tierra cultivable está ocupada por bases americanas, campos de entrenamiento y campos de golf, hay pocos japoneses que piensen en las tropas estadounidenses estacionadas en el territorio japonés como en un ejército de ocupación, o que se paren siquiera a pensar en ellas. Aún son menos quienes se sienten amenazados por China o Rusia. Entretanto, los americanos han pasado a estar muy orgullosos de Japón, un aliado nada problemático con seguridad callejera y agua potable, y a menos que los japoneses dejaran de invertir en la deuda pública estadounidense, esta actitud puede prolongarse durante mucho tiempo.

Las fronteras que atraían de un modo tan incitante a los japoneses de los años sesenta se encuentran ahora bien cerradas, cerrándose o viéndose cuestionadas. La crisis demográfica de Japón roza el desastre y es tan adversa ahora al crecimiento como lo fue favorable en los años sesenta. Según las últimas cifras, las mujeres japonesas tienen una media de 1,41 niños, muy por debajo del nivel de sustitución aceptado de aproximadamente 2,2 (la media de las mujeres británicas es de 1,74, la de las americanas de 2,06). Japón, además, está fieramente decidido a preservar su monocultura y se resiste a aceptar inmigrantes. Tiene la esperanza de vida más alta del mundo, 80 años de media, 84 para las mujeres. La baja fertilidad y la longevidad han construido una pirámide de edad inestable, cada vez más desproporcionada, con un 14 por 100 de la población por debajo de 14 años y un 17 por 100 por encima de 65. Estos votantes ancianos son los que mantienen a los políticos conservadores en el poder: se resisten al cambio y acumulan sus ahorros de modo improductivo en la oficina de correos local. La costumbre social japonesa agrava la crisis demográfica del país. Casi todos los hijos japoneses son ahora el primogénito, destinado a heredar la casa paterna con la condición de que su esposa se ocupe de sus longevos suegros como ayuda doméstica no remunerada. Las mujeres jóvenes se muestran reticentes a casarse aceptando esta esclavitud, y la mitad de las mujeres japonesas menores de treinta años están hoy solteras, es improbable que se casen y viven en casa con sus propios padres como, en la jerga japonesa actual, «solteras parásitas». Un resultado de esta huelga matrimonial informal es que la formación familiar nueva en zonas rurales, que fuera el motor de la demanda doméstica japonesa, prácticamente ha desaparecido. Vivir juntos, el preludio casi universal de la paternidad en Occidente, está aún por llegar al Japón de rentas altas y socialmente gazmoño, tal y como indica el insignificante índice de ilegitimidad, el 1,1 por 100 de los nacimientos (en Gran Bretaña está en torno al 24 por 100 y en Suecia se acerca a 60). Japón tiene más robots industriales que ningún otro país del mundo; pero los robots no se enamoran, ni tienen niños, ni compran neveras o uniformes escolares.

En efecto, la frontera geográfica de Japón se encuentra hoy cerrada. Apenas existirá un rincón del planeta que no haya visto productos japoneses, al tiempo que muchos países en otro tiempo prometedores –África, partes de Latinoamérica y Asia Central– son ahora inaccesibles debido a la pobreza o a los conflictos armados. Donde se hallan aún abiertas han llegado competidores chinos, coreanos e incluso vietnamitas, ofreciendo los productos textiles a bajo coste, los coches sencillos y los productos electrónicos duraderos en los que se basó el crecimiento anterior de Japón. La frontera tecnológica es, como siempre, más peliaguda de leer, pero hay muchos signos que indican que Japón no se encuentra en ella. Los juguetes robotizados, los teléfonos móviles y la televisión de alta definición son artilugios deseables, pero es improbable que cambien nuestro modo de vida; y, en cualquier caso, los rivales de Japón también los fabrican. Los consorcios de alta tecnología (y anticompetitivos) organizados por los burócratas japoneses en los años setenta con el propósito de asegurarse el liderazgo mundial a largo plazo habían fabricado, en los años noventa, pocos productos de primera. Japón aún lidera con gran diferencia los circuitos integrados, pero no ha surgido nada comercializable masivamente de la inteligencia artificial, los programas de traducción, TRON (computación en tiempo real en paquetes del tamaño de una molécula) y otros inventos visionarios. La revolución en la tecnología de la información parece haberse producido al margen de Japón; la carrera a dos patas de hardware y software favorece a este último, y el inglés, no el japonés, se ha convertido en el protocolo del programador, lo que explica el auge de gigantes de la tecnología de la información tan insólitos como India e Irlanda. En Japón se ha hablado mucho de la posibilidad de unirse a la revolución de la tecnología de la información, pero no ha existido una auténtica disposición para contratar a los profesores extranjeros necesarios o para mejorar el rígido y trasnochado sistema educativo del país. Individualmente, los japoneses no han perdido su ingenio: Shiji Nakamura inventó el láser azul, cuya corta longitud de onda hace posible el almacenamiento más denso de información en los discos compactos, pero el año pasado Nakamura se llevó su ingenio a la Universidad de California, en Santa Bárbara, lo que constituye parte de una fuga de cerebros que un Japón anquilosado no puede permitirse.

Hay algo aún más fundamental que parece estar inhibiendo a la economía japonesa. «Tenemos la desgracia de estar en la fase descendente del cuarto ciclo Kondratiev», afirmó un directivo del Banco de Japón en una reunión con la prensa el pasado año, obligándonos a algunos a salir disparados para consultar nuestros libros de historia económica. Nikolai KondratievThe Works of Nikolai Kondratiev, trad. ing. Stephen Wilson, 4 vols., Londres, Pickering & Chatto, 1998. , que discrepó imprudentemente de Stalin y murió en el Gulag en algún momento en torno a 1938, para ser luego plenamente rehabilitado en 1987, fue un funcionario del Ministerio de Economía soviético que pensaba que los comunistas deberían estudiar sistemas basados en el mercado. En 1924 anunció que había encontrado un ciclo de cincuenta a sesenta años que parecía remontarse al menos a los inicios de la Revolución Industrial en Gran Bretaña en la década de 1760. Su teoría podría haberse leído como una previsión de la Gran Depresión de los años treinta en el siglo XX , aunque sólo pudo conjeturar sobre los factores económicos en juego. Schumpeter redescubrió al teórico ruso en su libro de 1939, BusinessCycles, que se perdió a su vez en medio del entusiasmo con que fueron recibidas las revelaciones de Keynes. El ciclo de Kondratiev, más sugerente que científico (como la mayor parte de la economía), parece implicar la concentración de innovaciones –esto es, la introducción de nuevas ideas en el mercado (en contraposición al invento, que puede tener lugar en cualquier momento)–, y las innovaciones que impulsan el ciclo parecen ser nuevas formas de transporte que, al tiempo que crean demanda para su propia construcción, amplían los mercados una vez que están en funcionamiento. Los años cincuenta, la década en que Japón estaba levantándose de las cenizas de la derrota, conocieron un nuevo alza de Kondratiev, con la llegada de los aviones a reacción, las autopistas, los trenes de alta velocidad, los buques contenedores o los superpetroleros. El renaciente Japón hizo dinero con los cuatro últimos y probablemente tuvo suerte de que sus conquistadores lo mantuvieran al margen del negocio de los aviones, donde parece que hay espacio sólo para un proveedor global, o como máximo dos. En la actualidad, hay un exceso de oferta en construcción naval, en coches y camiones, en acero para trenes, y la mayor parte de la capacidad de excedentes se encuentra en Japón. Aún está por ver si la tecnología de la información es un mercado en expansión o el libro reinventado. Si lo es, Japón se encuentra pobremente colocada para encabezar una revolución en este ámbito.

Otra frontera en la que Japón se halla claramente estancado es lo que podríamos llamar la línea de Maine. Sir Henry Maine (1822-1888), el fundador británico de la jurisprudencia comparativa, estableció de modo memorable que una sociedad comercial, o podríamos decir capitalista, evoluciona «del estatus al contrato». Esto implica la necesidad de contar con ejércitos de abogados para preparar los contratos, y agentes judiciales y jueces para hacer que se cumplan. Sólo con esta ayuda profesional pueden formularse y seguirse planes comerciales, eliminarse los fracasos por medio de la quiebra y aprender los banqueros a juzgar la viabilidad de las propuestas antes de prestar, amortizar o prestar más. Pero este no es el modo en que evolucionó la economía japonesa en sus años gloriosos o en el que se mueve renqueando en la actualidad. Se han realizado muchos intentos para preparar un gráfico organizativo del moderno Japón con objeto de ubicar el centro de toma de decisiones (o, tal y como están las cosas, de evitación de decisiones). Todos han fracasado, porque no hay uno solo. Japón trabaja más bien con una negociación interminable y acuerdos de pactos entre intereses semiautónomos, de los que la burocracia, los hombres de negocios y los políticos –que cuentan con ser pagados por sus servicios como intermediarios– conforman el «triángulo de hierro», tildado engañosamente de «Japan Inc.». Este puede ser un sistema flexible y eficaz siempre que exista un amplio consenso sobre sus objetivos, como en los años sesenta, cuando casi todos los japoneses pensaban que sólo expandiendo sus mercados de exportación podrían devolver a Japón su imperio perdido. Negociados en bares y casas de geishas por borrachines que estudiaron juntos en el colegio y la universidad (y, por tanto, todos japoneses), estos acuerdos no escritos se basan en la confianza personal. En este modelo de hacer negocios, como entendió Maine, el estatus tiene una importancia crucial: fulano es amigo del capo de una importante banda de criminales, la hija de X está casada con Y, un poderoso burócrata. Pero cuando ha de compartirse el dolor, y no hay consenso sobre la necesidad de cambio, y mucho menos sobre la naturaleza del mismo, por supuesto, no existe una base para la negociación y el sistema se paraliza. Rehacer Japón como una economía comercial basada en los contratos vinculantes será un asunto a largo plazo, si es que llega a suceder alguna vez; simplemente no hay suficientes abogados para ello. Japón tiene sólo 18.296 en todas las jurisdicciones o, con jueces y fiscales incluidos, uno por cada 6.300 litigantes potenciales. En Estados Unidos hay 941.000 abogados, uno por cada 290 ciudadanos, e incluso la plácida Gran Bretaña tiene 83.000, uno por cada 710. Se ha hablado de elevar la producción anual de abogados de Japón de 1.000 a 3.000, pero incluso a este ritmo habrían de pasar generaciones antes de que Japón cruce la línea de Maine para entrar a formar parte de nuestro mundo de pleitos.

Adam Smith, el fundador de la ciencia lúgubre, era escocés y los economistas han tendido a ver en Gran Bretaña, como la nación industrial pionera que fue, un punto lógico de referencia, y por tanto a ver la industrialización, los mercados en expansión y el crecimiento económico como aspectos diferentes del mismo proceso. Hay, sin embargo, una experiencia anterior que parece más relevante para la parálisis actual de Japón. Aunque la británica fue la primera economía que utilizó la energía fósil para producir bienes de mercado, las instituciones más características del capitalismo no se inventaron en Gran Bretaña, sino en los Países Bajos. El primer milagro económico fue el de la República Holandesa (1588-1795), pero también ella desembocó en un callejón sin salida. Parece como si todo éxito económico contuviera las semillas de su posterior estancamiento; cuanto más grande es la expansión, más difícil es cambiar el rumbo cuando concluye. Si los problemas actuales de Japón no son tanto tecnológicos como sociales e institucionales, entonces la experiencia preindustrial, Japón incluido, bien podría resultar relevante.

Cuando el poder marítimo español decayó con la Armada Invencible en 1588, las siete provincias de lo que entonces eran los Países Bajos españoles ya estaban preparándose para expulsar a los soldados, aristócratas y prelados españoles. Los habitantes de los Países Bajos o, como los llamaré incorrectamente, los holandeses, habían sido desde hacía mucho tiempo audaces navegantes y marinos comerciantes, explotando su soberbia posición geográfica como una parada y un centro de almacenaje y distribución obligado entre el Mediterráneo y el Báltico por medio de la ruta oceánica, la puerta a Alemania a través del Rin y el lugar ideal para descargar arenque antes de transbordarlo a los católicos europeos que no comían carne los viernes. Los holandeses ya habían construido barcos lo bastante grandes para preservar las capturas en el mar, habían vendido acciones de esta empresa y, por medio de concejos municipales en pueblos y ciudades elegidos localmente, habían creado un fondo común para costear los diques y las presas que mantenían al mar del Norte alejado de sus casas: aquí vemos en embrión algunos de los rasgos característicos de una economía basada en el mercado. Así, cuando la derrota de la Armada abrió las rutas comerciales del mundo a la República recientemente independizada, las fronteras abiertas atrajeron a los marinos holandeses de todos los rincones de los siete mares. La Compañía Unida de las Indias Orientales (Verenigde Oostindische Compagnie, o VOC) holandesa, fundada en 1602, fue la primera sociedad multinacional, por acciones, de responsabilidad limitada del mundo, así como el primer cártel comercial con respaldo gubernamental. La Compañía de las Indias Orientales británica, fundada en 1600, siguió siendo una camarilla de café hasta 1657, cuando empezó también a vender acciones, no en viajes individuales, sino en la propia John Company (como popularmente se la llamaba), y para entonces su rival holandesa era ya con mucho la mayor empresa comercial que había conocido el mundo.

El capitalismo holandés arrancó con una salida relámpago. Amsterdam era la ciudad comercial más rica de Europa y los salarios holandeses los más altos del mundo. La Beurs de Amsterdam fue la primera bolsa de valores que funcionó ininterrumpidamente; y en sus primeras décadas, los operadores del mercado holandés fueron los primeros en emplear la venta a crédito, la negociación de opciones, las permutas de deuda-capital, la banca de negocios, los fondos de inversión y otros instrumentos especulativos, muy parecidos a como hoy los conocemos. Con ellos llegaron derivados especializados –seguros, fondos de pensiones y otras formas regulares de inversión– y los males del capitalismo: el ciclo expansión-regresión, la primera burbuja del mundo en valoración de activos, la locura de los tulipanes de 1636-1637 e incluso, en 1607, el primer especulador a la baja de la historia, un astuto accionista llamado Isaac le Maire, que se deshizo de sus acciones de la VOC, haciendo bajar el precio, para más tarde recomprarlas a un precio reducido.

¿Dónde conseguían su dinero los comerciantes holandeses? Los productos domésticos de la República Holandesa eran básicamente los mismos que ahora: queso, cerveza, ladrillos, cerámica y diversos objetos artesanales, motores sólidos pero no sensacionales en un mercado mundial emergente. La acción tenía lugar en la lejana frontera marítima, donde los marinos holandeses estaban recogiendo los restos del imperio portugués, especialmente las islas en las que crecían la pimienta, el clavo, la nuez moscada y el macis. En 1621, la VOC tenía una base en Batavia (en la actualidad, Yakarta) y observaba el comercio chino. En 1624, la jovial «Jan Compagnie» contaba con un establecimiento comercial, Fort Zeelandia, en Taiwan. A partir de 1641 los shoguns permitieron que la VOC comerciara (y se estableciera) en una diminuta isla artificial en el puerto de Nagasaki, de donde habían sido expulsados cuatro años antes los portugueses por predicar el catolicismo. («¡No somos cristianos, somos holandeses!», gritaron al parecer los recién llegados cuando arribaron para montar su negocio.)

Vigilados como reclusos, los holandeses nunca obtuvieron beneficios netos en Nagasaki, donde los funcionarios japoneses fijaban los precios de venta, del mismo modo que prefieren hacerlo ahora. La atracción para la VOC era la plata, ya que Japón era la única gran fuente accesible a los protestantes holandeses fuera del imperio católico español. Con la plata compraban seda china, solicitada con avidez por los estirados japoneses, y con las ganancias de la seda las especias que hicieron de Holanda la tienda de ultramarinos de Europa. Entre 1630 y 1680, la VOC sacaba sólo de Asia metales preciosos por valor de tres millones de florines anuales. Esto financió más viajes y los comienzos de lo que podría haber sido el primer imperio mundial en un clima templado: Nuevo Amsterdam (hoy Nueva York) en 1623, la parada obligatoria en Cape Town, derechos sobre New Holland, más tarde Nueva Gales del Sur, y Nieu Zeeland, hoy Nueva Zelanda. Pero hacia 1710, la edad dorada llegó a su fin y el primer milagro económico del mundo había iniciado un lento declive. Las razones de ello hay que buscarlas en documentos desperdigados de la VOC en un idioma que la mayoría de la gente no puede leer. Al recuperar las piezas, los profesores De Vries de Berkeley y Van der Woude de Wageningen, en Holanda, combinaron el enfoque de los Annales franceses de la «anodina» vida cotidiana y la econometría americana para describir un auge y una caída inquietantemente modernosJan de Vries y Ad van der Woude, The First Modern Economy: Success, Failure and Perseverance of the Dutch Economy 1500-1815, Cambridge, Cambridge University Press, 1997..

La historia no es muy diferente de la del Japón actual. El éxito generó intereses creados, que acabaron por dominar el informal y relajado sistema de gobierno; los competidores se hicieron con los mercados abiertos por los holandeses (hubo cuatro guerras anglo-holandesas por las colonias y el comercio) y la tasa de natalidad cayó cuando los granjeros se trasladaron a las ciudades en auge; los altos niveles salariales provocaron que las exportaciones holandesas no fueran competitivas; la VOC dejó de obtener beneficios, pero seguía siendo tan esencial para la economía holandesa que se nacionalizó y recibió subvenciones estatales antes de hundirse finalmente bajo el peso de sus deudas en 1795. También Holanda se estancó en la frontera tecnológica que había abierto justo al otro lado del mar del Norte, con la patente de James Watt del motor de vapor con condensación independiente en 1769. Holanda tenía enormes depósitos de turba, lo bastante grandes para destilar ginebra (más felicidad por florín, menos voluminosa que la cerveza) pero no para fundir acero o mover barcos, y poco en forma de carbón. En 1596, Cornelis Cornelisz van Uitgeest presentó la sierra de propulsión eólica, allanando el peor obstáculo existente para la expansión de la flota mercante: el serrado a mano de las maderas de los barcos. Las juntas de drenaje holandesas estuvieron entre los primeros compradores de motores a vapor, y el carbón de Newcastle costaba lo mismo en Rotterdam que en Londres. Pero las sierras eólicas y la quema de turba –y sus propietarios– estaban demasiado arraigadas. Los audaces capitalistas holandeses de dos siglos atrás se habían convertido en los inversores más ricos del mundo y tras el proceso se habían vuelto reticentes al riesgo.

Cuando el stadthouder Willem III de Orange ascendió al trono inglés como el rey Guillermo I con su esposa María, el Parlamento puso una condición: que renunciara al control sobre las finanzas públicas. La deuda inglesa, y más tarde la británica, fue la primera en estar garantizada por una asamblea con el poder de aprobar impuestos, no por el crédito del rey. La deuda pública británica, libre de riesgo, que pagaba un 6 por 100 de interés, resultó mucho más atractiva para los inversores holandeses que los viajes al Extremo Oriente en los que dos de cada cien barcos se hundían en el trayecto de ida, cuatro en el de vuelta y sólo un tercio de aquellos que se hacían a la mar lograban volver a casa. Los inversores inmobiliarios de Amsterdam no tenían ninguna necesidad de salir de casa. No hubo escasez de propuestas de reforma, pero tampoco ningún deseo de implementarlas en una sociedad dividida entre una nueva aristocracia de ricos (los holandeses se refieren a ella como la edad de las pelucas) y una población urbana descontenta a la que se le negaba una verdadera influencia política. Atacada simultáneamente por los patriotas reformistas y por los revolucionarios franceses que la invadían, la República Holandesa, inundada de endeudamiento público y sin que nadie llorara por el estrépito, se vino abajo en 1795. Al igual que el Japón actual, era «rica sin ser próspera», con una economía que había perdido el rumbo.

Los visitantes actuales encuentran un pequeño país impoluto, de sólo 280 por 180 kilómetros, con una población de 15,9 millones de personas, importante en construcción de barcos, agricultura y fabricación de cerveza, con una industria electrónica de talla mundial, las Gloeilampenfabrieken de Philips en Eindhoven, pero poco más que muestre que fue en tiempos una potencia mundial. (Casi lo mismo podría predicarse del mayor y más desaliñado archipiélago al otro lado del mar del Norte, ahora ya encaminado hacia la primera desindustrialización sistemática del mundo). ¿Podría ver Japón anunciado su futuro en el declive de la República Holandesa? La idea es tentadora. Se espera que la población de Japón alcance su techo de 127 millones cinco o seis años a partir de ahora, y entonces comenzará un largo y, con las tendencias actuales, no tan lento declive. En 2050 caerá por debajo de cien millones. Ochocientos años a partir de ahora –a largo plazo, admitámoslo–, los 45.000 habitantes del país cabrían cómodamente en el Tokyo Dome, un popular escenario de conciertos de rock. Lo más probable, tras un tiempo de problemas, es que Japón se sitúe como un productor respetado, de tamaño medio, de cultura popular, con una línea de productos de lujo que se venderán bien en China, el coloso de al lado. Este futuro, como una Gran Bretaña oriental, se ha visto con frecuencia en el horóscopo de Japón.

¿Y qué pasaría, sin embargo, si el pobrecito y rico Japón no se quedara rezagado sino que, por el contrario, nos condujera a todos hacia un futuro igualmente estancado? De Vries y Van der Woude sacan una conclusión importante: «El moderno crecimiento económico […] no es autosostenido, exponencial e infinito, y –por decirlo sin rodeos– la experiencia pionera de la República [Holandesa] entre los siglos XVI y XVIII , incluida su experiencia de estancamiento, puede acabar siendo un buen modelo para el proceso iniciado en la mayoría de los países occidentales en algún momento entre 1780 y 1850». Añadiendo o quitando unas pocas décadas, la lista podría incluir a Gran Bretaña (la primera en entrar, la primera en salir), a su discípulo, los Estados Unidos, y al apresurado Japón. Ya podemos ver dos fronteras cerrándose en la economía de mercado global y tecnologizada que ahora parecen tan triunfales. En primer lugar, aunque sigan encontrándose cada vez más depósitos de combustibles fósiles –carbón, petróleo y gas–, sin ningún límite a la vista, sólo hay una atmósfera en la que quemarlos; y los intentos del año pasado en La Haya para limitar las emisiones de gases invernadero concluyeron en trifulcas de los mayores y más ricos contaminadores. En segundo lugar, para un número cada vez más alto de sociedades no existe ninguna razón sólida de mercado para tener hijos y la disponibilidad de mano de obra del tercer mundo podría no durar tanto como pensamos; podría incluso terminarse antes de que se haya conseguido un mundo urbanizado e industrializado. A pesar del optimismo de Krugman, no tenemos ninguna seguridad real de que la inestabilidad de los sistemas económicos basados en el crédito haya sido realmente domeñada, o de que alguna nueva versión de la locura de los tulipanes no esté ya brotando entre nuestra última cosecha de tecnologías. Aquellos holandeses regateando en un muelle de arenques en Amsterdam hace cuatro siglos estaban diseñando, sin saberlo, el más potente agente de cambio social que ha conocido el mundo, incluso cuando lo trasplantaron al lejano dominio de los shoguns. Pero, ¿es su invención, el capitalismo, un sistema que durará eternamente, o sólo una transición hacia algún modo aún desconocido de compartir nuestro agradable planeta en vez de destruirlo?

 

Traducción de Luis Gago.

© The London Review of Books. www.lrb.co.uk.

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