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Yo es otro: las políticas de identidad en los Estados Unidos

The Lies that Bind. Rethinking Identity

Kwame Anthony Appiah

Nueva York, Liveright, 2018

256 pp. $27.95

Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento

Francis Fukuyama

Barcelona, Deusto, 2019

Trad. de Antonio García Maldonado

208 pp. 19,95 €

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La Declaración de Independencia de los Estados Unidos se resume para nosotros en el segundo párrafo, y este párrafo en tres afirmaciones lapidarias y consecutivas. La primera dice que todos los hombres son iguales; la segunda, que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; la tercera incluye, entre los últimos, el derecho a la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad. El orden auspiciado por Jefferson y ratificado trece años más tarde por los constituyentes franceses no impuso su lógica, claro es, de la noche a la mañana. Se tardó en separar el voto del nivel de renta, se tardó en suprimir la discriminación racial, se tardó en incorporar a las mujeres a las urnas. La democracia empezó siendo invariablemente censitaria (excepto por el brevísimo y estéril experimento de los revolucionarios franceses en 1792) y sólo para uso de varones (en los Estados Unidos, el sufragio se extiende a las mujeres en 1920; en España, en 1931; en Francia, en 1944; en Italia, en 1945). Pese a todo, la igualdad, en conjunto, ha ido inequívocamente a más. La discriminación en razón del género o la raza ha perdido peso en la ecuación social, y por mucho que haya repuntado el coeficiente Gini durante los últimos decenios en los Estados Unidos y Gran Bretaña, y algo más tarde en la Europa continental, resultaría extemporáneo sostener que el Estado Benefactor no ha servido para nada y que hemos sido devueltos a las rudezas del XIX o del final de la Belle Époque. ¿Podemos concluir de aquí que el proceso igualitario no se ha interrumpido? El libro de Francis Fukuyama, un libro consternado, nos advierte de que contestar a esta pregunta se ha hecho, de pronto, muy complicado. Su argumento no es el convencional, a saber, que bajo la igualdad aparente se esconden formas de desigualdad pertinaces e injustas. No, el problema, para Fukuyama, no es económico sino ideológico. La cuestión, el busilis, reside en que un concepto inédito, conocido en los medios filosóficos y políticos como «identidad», ha enturbiado la propia noción de individuo y, de paso, los criterios para determinar cuándo dos individuos son iguales.

Identidad 1

El drama fukuyamesco se desarrolla casi en tiempo presente: nos remite, en esencia, al sesgo que ha adoptado la ofensiva igualitarista norteamericana tras el último mandato de Ronald Reagan. Cuando X, afroamericana, mujer y lesbiana (la tríada se repite a lo largo del libro), confiesa o protesta su identidad, está realizando dos operaciones aparentemente contradictorias. De un lado, se está colocando bajo una etiqueta o superposición de etiquetas. Del otro, se dirige a nosotros desde lo más profundo de su corazón: es como si un ítem dentro de una serie de ítems idénticos requiriese un trato intensa, irrepetiblemente personal. El libro de Fukuyama es superficial y está escrito a matacaballo. El autor ha captado unas cuantas consignas de mucho predicamento en la jerga política de su país y las ha volcado luego en el texto a espetaperros, sin detenerse a examinar con cuidado sus consonancias y disonancias. Lo que argumenta aparece por tanto destrabado, según conviene a las ejecuciones resueltas mediante la técnica del collage. El asunto, sin embargo, es importante, Fukuyama no tiene un pelo de tonto y sus respuestas, sin ser buenas, sirven al menos para ir tentando el vado.

Recompondré el argumento de Fukuyama un poco a mi manera. Una cuestión preliminar: ¿sobre qué premisas reposa la noción clásica de individuo? Contesta Fukuyama, con brevedad azorante, que «los fundamentos de la identidad se pusieron cuando el sujeto constató que existía una disyunción entre lo que había dentro de él y lo que quedaba fuera» («Dentro y fuera», capítulo 3). Me temo que esto no nos orienta demasiado. El que no realizara la constatación que Fukuyama señala, estaría condenado al frenopático, lo mismo en la época de las cavernas que en lo más florido del Sturm und Drang. En el mismo capítulo, Fukuyama se aventura a cifrar la aparición del individuo moderno en la doctrina luterana de la justificación por la fe. La datación de un gran acontecimiento civilizatorio (el individuo moderno, los derechos individuales, la separación entre poderes dentro de un Estado) es inevitablemente arbitraria. Hace unos años, Larry Siedentop, un filósofo estadounidense transterrado a Oxford, escribió un libro, Inventing the Individual, donde se vinculaba la aparición del «yo» al advenimiento del cristianismo. De nuevo, sí y no, o según se mire. Eurípides, nacido siglos antes de que Cristo trajera al mundo la verdadera fe, establece ya un contraste sabroso entre la noción antigua y moderna de personalidad en su tragedia Hipólito. Hipólito, un hombre casto y un plasta que se ha consagrado al culto de Ártemis, despierta una pasión culpable en su madrastra Fedra, esposa de Teseo. Hipólito rechaza las acometidas de Fedra y ésta se venga acusándolo, falsamente, de haberla violentado. Exclama Hipólito:

¡Ay, si pudiera mirarme cara a cara para llorar la desgracia que me abruma!

Y contesta Teseo:

Has puesto mucho más empeño en rendirte culto a ti mismo que en ser piadoso con tus padres, como era tu deber.

Hipólito habla de su alma; Teseo, de los deberes que objetivamente le corresponden en su condición de hijo. He ahí el contraste entre las dos visiones. He tomado el ejemplo de Shame and Necessity, un notable libro de Bernard Williams. Dentro de un rato les contaré cómo glosa Williams la mésentente entre el casto Hipólito y su progenitor. Pero no quiero ir más aprisa de lo debido. Quedémonos en que no se sabe cuándo surgió el sujeto moderno, ni falta que hace. La referencia a Lutero ayuda, con todo, a instilar cierta precisión en la idea de que el sujeto moderno es más propenso a la introversión que los héroes de Homero o los protagonistas de Orlando furioso. La clave, en el caso de Lutero, es religiosa. La iglesia tardomedieval había edificado un complejo entramado de medios o remedios para la salvación del alma o su instalación, por emplear una expresión ahora frecuente, en un área de confort. Las reliquias, la compra de indulgencias, la confesión, lavaban o aliviaban las penas. El retorno para la iglesia era sustancioso: dinero y control sobre las conciencias. Lutero se rebela contra la patrimonialización del espíritu por la estructura eclesial y se centra en la relación entre el creyente y Dios. La fe, que es el acto que nos justifica, es intransferiblemente individual. Sólo yo puedo creer, o, ¡perdón!, sólo yo puedo creer… con el auxilio de Dios. Bien, da igual. Sean o no cabales los lugares comunes que Fukuyama desgrana sobre Lutero, empezamos a darnos cuenta de la soledad aterradora a que está abocado quien, luego de haber denunciado el metimiento de las instituciones en su economía moral, decide enfrentarse a la vida por su cuenta. Surge, en esta coyuntura, una dificultad: ¿cómo mantener unida a una sociedad cuyos componentes se han desagregado de las formas comunitarias antes vigentes? No estoy hablando, ¡cuidado!, de los hechos, sino de las preguntas que los hombres se han formulado en los libros de filosofía. La realidad, en efecto, es sobrecogedoramente compleja. La filosofía, no tanto. 

El contencioso sólo adquirió carta de naturaleza dentro de la filosofía liberal, cuyo epítome es el individuo desprendido, exorbitado, que la Reforma había puesto en circulación. La respuesta más positiva y también más radical vino de la economía política escocesa. La idea, en esencia, es que la conducta egocéntrica de los agentes individuales puede generar orden social. Tal viene a decirnos la teoría de la mano invisible de Adam Smith. Que cada uno acuda al logro de lo suyo generará bienestar si nadie se extralimita y sufre la tentación de alargar la mano y quedarse con lo que pertenece a los demás. Un economista preferiría decir que el mercado es un asignador eficiente de recursos. Adam Smith no llegó a pensar nunca, por cierto, que las leyes del mercado bastaran a mantener a la sociedad en su quicio. En La teoría de los sentimientos morales, su obra más importante después de La riqueza de las naciones, postula formas de sociabilidad paralelas o complementarias cuya nota característica es que el individuo no mira sólo hacia sí, sino también hacia el otro, o, si quieren, se ve a sí en el otro y viceversa. Un poco más abajo de las islas, unos cincuenta años más tarde, los doctrinarios franceses se plantearon la misma cuestión, aunque su respuesta fue más difusa y quizá más profunda. El sintagma «atomización social» («société en poussière»: literalmente, «sociedad pulverizada») procede de Pierre-Paul Royer-Collard, el jefe de la secta doctrinaria. Se estaba abriendo camino, es importante notarlo, el término «individualismo», acuñado por el reaccionario de Maistre. Joseph de Maistre usa la palabra en mala parte: el «individuo» equivale al hombre mutilado que la Revolución ha proyectado al espacio público tras hacer que salte por los aires el Antiguo Régimen. Los individuos no constituirían, en fin, un principio sino un final: serían los pecios que flotan en la superficie después de un naufragio. 

Royer-Collard, sin ser un reaccionario, comparte las inquietudes de De Maistre. Estima, como este, que la destrucción de las estructuras societarias antañonas ha deshecho los vínculos de solidaridad que antes acomunaban a los franceses. Royer-Collard ejerció una influencia decisiva en Tocqueville. El último hereda inmediatamente de Royer-Collard, y mediatamente de los reaccionarios, la noción de que la sociedad moderna está expuesta a atomizarse y degenerar. Ofrece un diagnóstico alternativo al de su maestro (la descomposición se habría iniciado con el Antiguo Régimen, no durante el proceso de centralización napoleónico), acepta la democracia como inevitable y propone una solución: la participación política. El individuo aprendería a socializarse, esto es, a rebosar del perímetro de sus ocupaciones familiares y estrictamente económicas interviniendo en la vida pública, máxime en el ámbito municipal. Eso nos cuenta Tocqueville en La democracia en América. En teoría, su viaje a los Estados Unidos le abrió a esta verdad. Es más probable que su experiencia americana le sirviera para confirmar o enmarcar una tesis que ya había esbozado en Francia. Les refiero estas cosas porque Fukuyama debe mucho, muchísimo, al conde de estirpe normanda que cruzó el Atlántico para tomarle las hechuras al tiempo nuevo. Como el francés, teme que la libertad pueda abrigar efectos destructivos; y, como él también, opina que el mercado no alcanza, por sí solo, a infundir coherencia en el todo social. En parejo sentido, Fukuyama es un liberal-conservador, en la acepción casi oximorónica que guarda esta expresión: los liberal-conservadores opinan que la libertad es necesaria y, a la vez, temible. En pensar que la libertad es necesaria, se distinguen de los reaccionarios. Porque la perciben como un hecho potencialmente letal, se aproximan a ellos. La posición de Fukuyama queda bien resumida en el siguiente párrafo (capítulo 6): 

O aceptamos una cultura común nuclear, o no lograremos cooperar unos con otros para la resolución de las diversas cuestiones, ni adherirnos a instituciones que coincidamos en considerar legítimas. Es más, tampoco lograremos comunicarnos, al no existir un lenguaje en que las palabras signifiquen lo mismo para todo el mundo.

Resumiendo: el tipo de sujeto que se inicia con Lutero está detrás de los derechos individuales y de fenómenos y reivindicaciones cuya expresión todavía reciente es el censo universal, la incorporación de la mujer en pie de igualdad y la secularización. Hemos concluido la etapa número uno, la que menos novedades depara.

Este individualismo canónico habría experimentado dos mutaciones, o para ser exactos, una complicación primero y luego una mutación sensu stricto. La complicación nos remite a la era romántica. Permítanme, de nuevo, que me salga del guion de Fukuyama, donde las cosas nunca llegan a desarrollarse del todo. La psicología moral postulada por los escoceses es extraordinariamente genérica: el sujeto nos es presentado como un centro de voliciones egoístas, compensadas por el hecho de que nadie acierta a ser feliz sin la aprobación de sus semejantes. En Tocqueville, la psicología está subordinada a la sociología: el gran problema para Tocqueville es cómo conciliar el individualismo centrífugo con el grado de cooperación que la salud colectiva exige. Sobre cómo somos por dentro, sobre las prolijidades y peculiaridades de nuestra vida interior, tienden a pasar por alto escoceses y doctrinarios. Para los románticos, por el contrario, el alma es un paisaje: no podremos comprender a Fulano sin comprender su alma, ni comprender su alma sin ponernos a caminar por las sendas y avenidas que la recorren.

Fukuyama, tirando de algunas páginas de Charles Taylor en Sources of the Self, adopta como paradigma de la mentalidad romántica a Rousseau. Sorprende que Fukuyama, quien estudió a Hegel a través de Alexandre Kojève, no haya preferido remansarse un rato en el análisis que aquél nos ofrece del «alma bella» (die schöne Seele). La frase se hizo célebre gracias a SchillerTambién aparece el sintagma en La Nouvelle Héloïse de Rousseau, aunque sin la precisión filosófica que le confiere Hegel. El interés de La Nouvelle Héloïse (un novelón epistolar y expletivo) reside en que los propios personajes de la historia ilustran hasta la extenuación el prototipo del alma bella. El libro está surcado de frases como esta: «El corazón sólo acepta las leyes que él mismo se da» (Carta VII, Segunda parte)., el cual la esgrime para desmarcarse de Kant. En la teoría moral kantiana, el sujeto ha de situarse por encima, mejor aún, a contrapelo, de las solicitaciones de los sentidos, entendiendo por tal no sólo el deseo sexual o la glotonería o la violencia, sino cualquier inclinación proveniente de lo que llamamos «naturaleza» o «mundo natural». La ambición, la avaricia, la vanidad, amén del pujo amoroso u otras urgencias anejas a nuestra condición animal, convierten al sujeto en juguete de fuerzas que no domina, o, si prefieren, le arrebatan la autonomía de que ha menester para conducirse conforme a lo que su conciencia le dicta. Schiller niega que entre las cosas de la naturaleza y las del espíritu tenga que subsistir este conflicto sistemático. En un hemistiquio citado aprobatoriamente por Hegel en §124 de Filosofía del Derecho, resumió a Kant con estas palabras: «Haz con repugnancia lo que te dicta el deber». Y en Über Anmut und Würde, propone una idiosincrasia humana especialmente feliz, aquélla en que se juntan la inclinación y el deber. Nos encontramos ya en el territorio del alma bella. El alma bella hace lo que debe, no después de enfrentarse a sus instintos, sino porque los últimos están dirigidos al bien. La espontaneidad kantiana desaparece como una facultad del «yo» para resistirse a las acometidas del deseo natural y se transmuda en una jubilosa unión de cuerpo y mente, en una especie de armonía que envuelve al sujeto integralmente. Sin embargo, por una ley sicológica análoga a la de la entropía en física, es raro el invento que no termina por salirse de madre. Los valedores del alma bella (a la que Goethe dedica un capítulo en Wilhelm Meisters Lehrjahre) incurrieron en la desmesura de cifrar el mérito moral en las personalísimas sensaciones, más que razones, que el sujeto puede aducir luego de mirarse por dentro y confirmar que su alma se encuentra, por así decirlo, en estado de revista. La resulta de este giro fue una estetización y subjetivización de la vida moral. Las razones dejaron de medirse por referencia a un estándar exterior y adquirieron la condición de sentimientos y certezas íntimas, esto es, de episodios de imposible contrastación entre un individuo y otro.

Para los valedores del alma bella el mérito de una acción reposaba
en las sensaciones y convicciones íntimas del sujeto

Contra esto, precisamente contra esto, protesta Hegel en §140 de Filosofía del Derecho. Hegel inicia el parágrafo comparando al hipócrita con, llamémosle así, el infatuado. El hipócrita sabe dónde está el bien, pero disimula su persecución del mal presentándose a los demás como lo que no es. La situación del infatuado es más desesperada, ya que, sencillamente, ha dejado de saber dónde está el bien. Al confundir lo que objetivamente es bueno con los lejos y reverberaciones que despide una mera convicción personal, se atortola y despista, y va de aquí para allá sin ton ni son. Con ese señor no lograremos nunca que las cuentas cuadren. Reproduzco unas líneas sabrosas de §140:

El convencimiento de que una acción es buena la haría, de hecho, buena. En teoría, se trata de juzgar una acción; pero de acuerdo con el principio que ahora se está discutiendo, el agente debe ser estimado por su convencimiento o intención, o, si quieren, por su fe. Pero no fe en el sentido en que Cristo requiere fe en la verdad objetiva, y, por tanto, condena al que profesa una fe falsa u obra animado por una convicción cuyo contenido es malo. Al contrario, la fe, en este caso, se entiende como fidelidad a una convicción, de manera que la cuestión pertinente sería: «¿Ha sido el agente fiel a su convicción?» La convicción subjetiva termina convirtiéndose en el único criterio por el cual se mide el deber.

Hegel se está refiriendo, en rigor, a los entusiastas religiosos de su época (hermanos moravos et alia), pero lo que dice vale igualmente para el alma bella. Y ahora traigo a colación el párrafo de Bernard Williams que les anticipé antes. Recuerden: Hipólito, falsamente acusado, propone como aval de su inocencia que los demás se asomen a su alma y comprueban que está limpia como una patena. Observa Williams:

Planteémonos la situación en los términos siguientes: tenemos a un hombre que cree que es justo, pero al que todo el mundo trata como si no lo fuera. Imaginemos, también, que lo único que consta al individuo en cuestión es esta oposición entre lo que siente y lo que opinan sobre él los demás. ¿Se mantendrá firme en sus convicciones? No está claro. No lo está tampoco qué posición deberíamos adoptar nosotros. Ya que, tal como les he pintado la cosa, ninguna de las dos alternativas siguientes es mejor que su contraria: uno, el tipo es un heraldo en solitario de la justicia verdadera; dos, se trata de un lunático con la cabeza llena de viento.

La evaluación moral está condenada a ser arbitraria cuando los únicos testigos de lo que es bueno o virtuoso somos nosotros mismos. No sólo carecerán los otros de la evidencia precisa para juzgar a Fulano, sino que el propio Fulano tendrá dificultades para emitir un juicio sobre sí mismo. El individualismo, que ya era problemático en su versión canónica, suscita aún más dificultades cuando se adorna con los atributos que sacaron a relucir los románticos. Según Fukuyama, y el punto es clave, el síndrome del alma bella adquirió estatus público en los Estados Unidos a finales del milenio pasado. Fukuyama cita dos veces una asombrosa apostilla que el juez del Tribunal Supremo, Arthur Kennedy, hizo al hilo del caso Planned Parenthood v. Casey (1992). Aseveró el juez que la libertad consiste en que

[…] cada uno tenga el derecho de definir su propio concepto de la existencia, del significado del universo y del misterio de la vida humana.

El régimen de libertad, en las democracias liberales, se ha sustentado sobre una tácita circunspección: los ciudadanos debían renunciar a que sus peculiares nociones del bien se disputaran la primacía en la plaza pública. Tal es el motivo de que ley y moral no sean lo mismo en una democracia. La ley sienta las reglas comunes de obligado cumplimiento; la moral es el territorio que cada cual elige para ser como quiere ser sin impedir que los demás sean como prefieran ser. La libertad de cultos, en los países protestantes, se instauró gracias a esta separación y este equilibrio. Se empezó por aprender el ejercicio de la tolerancia religiosa y se consiguió luego ser tolerantes en materia de costumbres y opinión. La sentencia del juez Arthur Kennedy no es contraria, en rigor, a la separación entre moral y ley. Pero abre una escotilla peligrosa. En efecto, el «derecho» a «definir» el «propio contenido de la existencia» y todo lo que de ello se sigue invita a sentar principios en conflicto potencial con las reglas de obligado cumplimiento. Mientras estos principios se contraigan a ser sólo enunciaciones, no nos habremos salido de la esfera de la libertad de expresión, la cual está consagrada en todas las constituciones democráticas. Las fronteras, sin embargo, son porosas, y no fácil distinguir la paja del grano. Pasamos a mayores cuando esos principios pueden alegarse ante los tribunales, entiéndase, pueden adquirir la condición de exigencias atendibles por la Administración. Franqueado este umbral, la situación se hace endiabladamente complicada. De ahí arranca, precisamente, el libro de Fukuyama. Tras una incursión no demasiado auxiliadora en La república de Platón, Fukuyama rescata una voz griega, «isotomía», al objeto de describir lo que está ocurriendo en su país. «Isotomía» es una gemación de una voz más conocida, «isonomía» La última, formada por el prefijo «iso-» («igual») y un derivado de «nomos» («ley»), designa un principio irrenunciable dentro de cualquier democracia. No estaríamos de hecho en una democracia, si no fuésemos todos iguales frente a la ley. «Isotomía» se refiere también a la igualdad, aunque el concepto nuclear es ahora el de «thymos», que el autor reinterpreta, incurriendo en un anacronismo deliberado, como «dignidad». En la república que se extiende entre Río Grande y la frontera canadiense, todas las almas bellas tendrían derecho a ser reconocidas como igualmente dignas, esto es, a que su igual dignidad adquiera un estatuto expreso y público. Esta reclamación se ha traducido en una forma específica de hacer política: «the politics of recognition», la política de reconocimiento.

Al revés que en el régimen de derechos clásico, donde se coloca a un lado lo que es susceptible de ser impuesto por la fuerza en nombre de la ley, y al otro lo que sólo atañe al individuo, lo público y lo privado se barajan y revuelven en las sociedades en que imperan las políticas de reconocimiento. Estas políticas, además, están animadas de una dinámica expansiva. Reclaman, desde luego, la intervención de los tribunales, pero también de los departamentos de economía y trabajo, puesto que la dignidad de un ciudadano no se hará efectiva si no se toman medidas que obligan al contribuyente a rascarse el bolsillo. Si el ciudadano se considera vejado porque no encuentra empleo, habrá que garantizar su ingreso (y su permanencia) en el mercado laboral mediante el establecimiento obligatorio de cuotas o lo que sea; si necesita un título superior porque se siente disminuido si no lo tiene, lo procedente será reformar el currículo universitario y habilitarle un hueco que le venga como anillo al dedo; si padece una minusvalía física, no quedará otra que inventar carreras que se ganen trompicando y no estirando las piernas al modo usual. Estas cosas no las dice Fukuyama. Pero las agrego yo.

Sufragistas votando en Nueva York, 1920.

Queda aún una tercera fase: la signada por las políticas de identidad. Las últimas se originan en los Estados Unidos con ocasión del conflicto racial. Todo conflicto racial presupone un contraste entre categorías. No se discrimina a un negro o un hispano a pelo, sino qua negro o qua hispano. Discriminar a X implica dispensarle un trato vejatorio porque pertenece a una categoría determinada. El liberalismo clásico ofrecía un recurso en principio sencillo para liquidar los problemas raciales. Bastaría con concebir a X, Y o Z como individuos sin más y no como representantes de sus respectivas etnias. La urgencia política, o lo que fuere, alumbró, sin embargo, una solución distinta: la de preservar las divisiones en que se basaba el abuso y neutralizar este a través de la discriminación positiva. X, Y o Z seguían adscritos a su categoría respectiva, aunque la polaridad estaba ahora invertida: ser negro, ser hispano, ser nativo americano, se tradujo en un privilegio compensatorio en el trance de obtener una plaza en la universidad o un empleo público. La discriminación positiva no es por fuerza mala. Rendirá frutos si no dura mucho y no lesiona seriamente los intereses de quienes, por mucho que pertenezcan a la mayoría, se sienten, como individuos, no menos cualificados que los adscritos a las minorías para participar en el reparto de la tarta social. Las armas, sin embargo, las carga el diablo. La discriminación positiva, haya tenido o no éxito (hay opiniones para todos los gustos), afianzó el hábito de clasificar a los ciudadanos conforme a un sinnúmero de denominaciones (género, orientación sexual, religión) no por fuerza asociadas al pedigrí étnico. El proceso ofreció dos caras, o, mejor, dos direcciones. Una es de carácter ejecutivo: no sólo la Administración incluyó cuotas en la contratación de servicios, sino que los partidos, eminentemente el demócrata, acentuaron la división por el método de buscar mayorías agregando minorías. Por el otro extremo, el de los ciudadanos, la discriminación positiva generó una nueva mentalidad, definitivamente misteriosa. Reitero lo que ya dije al principio: el individuo que se define tomando como punto de referencia el repertorio de categorías invocadas por las políticas de identidad está haciendo dos cosas a la vez, una contradictoria de la otra. Está requiriendo (uno) un trato que venga determinado por el grupo al que presuntamente pertenece. Y también está exigiendo (dos) que la Administración y los demás ciudadanos perciban en su adscripción grupal un hecho que refleja lo más íntimo de su ser. El alma bella, en fin, se ha hecho colectivista sin dejar de ser alma bella. Fukuyama advierte la paradoja, aunque no termina de atar cabos. En el capítulo 10 («La democratización de la dignidad») leemos:

La dignidad se ha ido democratizando. Pero la política de la identidad en las democracias liberales ha convergido de nuevo hacia formas de identidad colectivas e iliberales tales como la nación o la religión, ya que es frecuente que los individuos no quieran que se les reconozca su individualidad, sino su semejanza con otras gentes.

El párrafo da a entender que las «políticas de identidad», en el pasado, habían perseguido el aseguramiento del individuo en tanto que individuo. Y que más tarde «identidad» vino a designar, sin que el concepto se desprendiera de sus connotaciones antañonas, lo menos individual del individuo (raza, género, nación, lo que prefieran). Quizá haya sido así. Pero se trataría, si acaso, de una corroboración, no de una explicación. No acertamos a comprender cómo diablos se ha producido la fenomenal pirueta. Fukuyama nos deja con la miel en los labios, y en esta medida cabe afirmar que su libro es inconcluyente.

Las vacilaciones de Taylor

Vale la pena, en este punto, retroceder hasta el filósofo canadiense Charles Taylor, la mayor autoridad para Fukuyama en todo lo que toca a los laberintos del «yo». Taylor escribió un libro al que ya he hecho referencia, Sources of the Self, y más tarde un ensayo, «The Politics of Recognition», donde, luego de compendiar lo que había afirmado en Sources of the Self, pasa a discutir el bilingüismo en Canadá y la viabilidad del multiculturalismo. Observa el canadiense en su texto: «Es preciso entrar en relación con los demás, no porque ello nos defina (cursivas mías) sino porque contribuye a que nos realicemos». La cautela verbal de Taylor procede de su lado individualista y liberal. Taylor teme que, si se cifra la formación del «yo» en las relaciones que con su entorno entabla el individuo, este pueda desaparecer como tal. En definitiva, Taylor concibe el «yo» como ya constituido antes de que su titular ingrese en sociedad. Inmediatamente después, explica qué hemos de entender por «identidad»:

La identidad es «el lugar del que venimos». Es el trasfondo con referencia al cual cobran cuerpo nuestros gustos, nuestros deseos y nuestras aspiraciones.

Y añade:

De ahí que anhelemos el reconocimiento de la identidad que se genera desde nuestro interior. Mi identidad depende, crucialmente, de mi relación dialógica con los demás.

¿Algo que objetar? Sí. Si mi identidad depende de mi «relación dialógica» con los demás, no es posible que al mismo tiempo surja, por las buenas, de mi «interior». Conforme a lo que el propio Taylor escribe al final de la cita, mi identidad se tendría que formar desde dentro y desde fuera: el reconocimiento de mi identidad por la sociedad no sería reconocimiento de algo previamente existente, sino certificación de una cosa que se constituye en la medida en que es asumida tanto por mí como por los que están a mi alrededor. Esto es lo que viene a contarnos Hegel… y no se estira a decir TaylorCharles Taylor es autor de un libro conocido sobre Hegel, del que, como hemos visto, se desvía en este caso. En la filosofía del alemán, el sujeto va haciéndose a sí mismo gracias a sucesivas proyecciones en el mundo que lo circunda. En un primer momento, el sujeto se halla en agraz, meramente esbozado, y todavía no acierta a ser lo que final y verdaderamente será. A continuación, va postulándose en estructuras situadas fuera de él. El proceso hegeliano de formación del «yo» es largo y guarda analogía con la experiencia creadora en arte. La palabra «proyección», de hecho, no recoge bien los denuedos del «yo» en su itinerario hacia la definitiva autorrealización. Convendría más acudir al término «impostación», tal como se emplea en música: «colocación de la voz en su tesitura natural». El artista produce una obra en la que no acierta a reconocerse inicialmente. Los colores, las formas, los sonidos, las palabras que materialmente configuran la obra, no son aún él. Pero no ceja en su empeño, quiero decir, sigue ensayando formas, colores, sonidos o palabras hasta que oye una suerte de «¡clic!» virtual y descubre, ¡albricias!, que la obra por fin lo expresa. Entonces cabrá decir que su espíritu ha transitado desde el estado imperfecto y caótico en que se hallaba al principio, a un estado de completitud y conciencia de sí. Ha pasado de ser an sich a ser für sich, o, mejor, an und für sich, él mismo tras recuperarse o reapropiarse en la obra a la que ha logrado dar remate. La idea de que podemos apresarnos viajando en derechura hacia el interior de nosotros mismos no pasaría de ser un achaque autista para uso y consumo de las almas bellas. El papel desempeñado por el lenguaje poético o plástico o musical en el proceso de expresión artística puede ser asumido, igualmente, por otra conciencia: nos constituimos al sentirnos recibidos o reconocidos por nuestros semejantes, en el curso de una acción recíproca que nos cambia a nosotros y les cambia a ellos. Sólo transformando el medio (humano, social, cultural, institucional), consigue el sujeto abrir el hueco en que necesita estar para ser lo que quería ser.. En el último, el individualismo y el comunitarismo se yuxtaponen incongruentemente. Se defienden a la vez los derechos individuales de X y el derecho de los francófonos o anglófonos a que el francés o el inglés persistan como vehículo de comunicación. Pero, ¿cómo diantres se hace eso? Fukuyama tiene razón. No se puede estar al bollo y al coscorrón: no puedo reivindicarme como alma bella y, a la par, homologarme como francófono, gay, lesbiana, afroamericano o lo que cuadre. Pese a todo, la inconsecuencia, si bien impugnable desde el punto de vista de la razón, está obrando eficazmente en la sociedad americana y, por simpatía, en la europea: el nuevo sujeto de derechos en la sociedad liberal/posliberal vincula su identidad a la identidad de un grupo sin que ello obste para que, por las trazas, esté hablando solo de él.Escribe John Stuart Mill en el capítulo tercero de On Liberty (libro de cabecera de Appiah): «no lamento las trabas que pone la ley cuando esta se orienta al provecho de todos. Cosa distinta es que los otros, por puro capricho, se me suban a las barbas en asuntos que no les afectan. En el mejor de los casos, desarrollaré la fuerza de carácter necesaria para quitarme de encima a esos impertinentes. Si por ventura me pliego, iré a menos y me convertiré en un pasmarote». En definitiva: sólo tiene sentido que restrinja mi libertad si con ello contribuyo al bien de los demás o por lo menos evito causarles un perjuicio. Pasado este punto, los recortes de la libertad son odiosos o dañinos. Queda, no obstante, una cuestión sin resolver: ¿cómo identificamos el bien de los demás? La vida, un mínimum de facilidades materiales, etc. entrarían en el inventario de bienes sobre los que todo el mundo está de acuerdo. Pero, ¿qué decir de valores más contenciosos? ¿Cómo hace compatible, por ejemplo, el orden comunitario musulmán con el auspiciado por los católicos integristas? La técnica liberal clásica para la superación de conflictos queda soberbiamente reflejada en el siguiente fragmento de Friedrich Carl von Savigny, un fragmento que, por cierto, Friedrich Hayek saca a relucir en The Constitution of Liberty:«Cada hombre se halla en roce constante con otros hombres muy parecidos a él. Para que, a despecho de las perturbaciones que esta relación introduce, pueda mantenerse libre, para que la presencia del ajeno sea un estímulo y no una agresión, es preciso que se reconozca una frontera invisible, dentro de la cual el ser y la actividad de cada individuo pueda desarrollarse sin obstáculos. Las reglas a través de las cuales se erigen estas fronteras y el espacio de libertad que ellas dibujan, es el Derecho. Se explica así lo que liga, y a la vez separa, la moral del Derecho. El Derecho sirve a la moral [las cursivas son mías], no porque obedezca las órdenes de ésta, sino porque protege el desarrollo de la misma, desarrollo impulsado por la fuerza interior de cada voluntad individual (System des heutigen römischen Rechts (Berlín, Veit und Comp., 1840, I, pp. 331-332)». Savigny propone separar la ley de la moral: la primera sería de obligado cumplimiento, en tanto que la segunda reviste carácter optativo. No se desprende de aquí que, para un individuo X, el Derecho haya de ser más importante que la moral. Es perfectamente concebible que X tenga en más su moral que el Derecho, por lo menos desde una perspectiva, digamos, axiológica y sentimental. El truco consiste, más bien, en que Derecho y moral desempeñen funciones distintas: la segunda corresponde al territorio en que cada individuo fructifica como individuo, mientras que el primero serviría para que individuos distintos no se echen los trastos a la cabeza. Esta idea, llevada lo bastante lejos, puede abocarnos a un modelo que en varias ocasiones ha defendido Hayek: puesto que el significado del Derecho se agota en su función, a saber, en la virtud de las normas para evitar que los hombres vengan a las manos, sería un error que intentásemos indagar en un orden legal cualquiera nuestras peculiares nociones sobre el bien y el mal. La ley obedecería, más bien, a la misma lógica que las normas de tráfico. Atiendan a este fragmento procedente de The Road to Serfdom (capítulo 6): «Me atrevería a decir que el Imperio de la Ley rinde sus frutos más por la aplicación indefectible de las reglas que por el contenido de estas. Sí, con frecuencia, el contenido de la regla no es lo principal; lo principal es que se imponga la regla sin excepción. Por acudir a un ejemplo que ya se ha usado aquí: es indiferente que se circule por la derecha o por la izquierda mientras todos lo hagamos por el mismo sitio. Lo principal es que una regla nos permita predecir la conducta de los demás correctamente. Lo último no será posible si la regla no rige en todos los casos, por mucho que, aquí o allá, nos desagraden las consecuencias que de su aplicación se siguen». Este arreglo, con todo, da de sí menos de lo que Hayek desearía. Resultará útil a X, Y o Z, quienes han aprendido a vacar a sus asuntos sin entrometerse en los de sus vecinos. Pero no satisfará al musulmán integrista o al católico integrista, para los que la ley no puede ser independiente de la moral. El católico, el musulmán, anhelan un orden común que exprese los principios de su religión, entendiendo por esta puntos de fe, Derecho positivo, costumbres y fuentes convenidas de autoridad en materia civil. Por eso la propuesta de Savigny, o esta tras ser reprocesada por Hayek, les cae por entero a desmano. Tampoco les seduce lo que los liberales llaman «libertad». El que es libre en la acepción liberal, ha renunciado a que las verdades, o muchas de las verdades de que se cree depositario, adquieran un estatuto público. Pero el integrista no puede hacer lo mismo sin aniquilarse como tal integrista. La economía síquica sobre la que reposan las democracias liberales reclama, en fin, un perfil ético concreto, no predominante fuera de Europa o los Estados Unidos y muy difícil de encontrar en las sociedades del pasado.Es incluso dudoso que el modelo viario hayekiano responda al sentimiento de los demócratas rodados. También en los Estados Unidos o Europa se espera de la ley el aseguramiento de bienes con una dimensión moral: se supone que una estructura legal que no proteja al débil, o no castigue al pérfido, es inexplicable o inicua. La separación entre Derecho y moral nunca ha llegado a ser, en una palabra, tajante. La resulta es que la convivencia puede hacerse inviable si no se produce una concurrencia suficiente entre las distintas visiones del bien. Es precisamente esa concurrencia de fondo lo que permite que el individuo se desvíe a izquierda o derecha sin dejarse la piel o arrancársela a su vecino. El comunitarismo es coherente, el individualismo hayekiano, coherente también, si bien poco realista, y por fin llega el tío Paco con las rebajas: en las democracias efectivas, aquellas en que vivimos, el individuo acepta la ley sin sentirse terriblemente oprimido porque los valores que esta protege coinciden en gran medida con los suyos. Se rompen los moldes con la receta multiculturalista: libertad para las culturas y sujeción del individuo dentro de cada cultura. Se trata de la peor combinación posible, ya que a la negación potencial de las libertades individuales se suma una desviación de los comportamientos, impulsada por la reclusión de cada individuo en su perímetro cultural. No, el invento multiculturalista no resulta demasiado prometedor.

El misterio que Taylor lega a Fukuyama, y que éste verifica con mayor candor que su maestro, merece, por tanto, una pensada. Creo que es posible acertar con la respuesta, y que la última reviste tanto más interés cuanto que nos devuelve de nuevo al concepto clásico de individuo, un concepto mucho menos nítido de lo que los liberales mainstream suponen. La siguiente sección girará sobre la teoría de la gracia, a la que ya hemos visto asomar la gaita a propósito de Lutero. Mi punto de partida, sin embargo, no será Lutero sino Pascal, miembro de una secta, la jansenista, que fue motejada por los jesuitas de criptocalvinista.

Unas gotas de metafísica

El fragmento §323 (edición Brunschvicg) de los Pensamientos de Pascal reza como sigue:

¿Qué es el «yo»? Un hombre se asoma a ventana para mirar a los transeúntes; si yo paso por allí, ¿puedo decir que se ha asomado a la ventana con objeto de mirarme? No; porque no piensa particularmente en mí. Pero quien ama a una persona a causa de su belleza, ¿la ama? No: porque la viruela, que matará la belleza sin matar a la persona, hará que ya no la ame.

Y si alguien me ama por mi juicio, por mi memoria, ¿me ama «a mí»? No; porque puedo perder estas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde está, pues, este «yo», si no está ni en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar el cuerpo o el alma sino por estas cualidades, que no son las que constituyen el yo, puesto que son perecederas? ¿Podríamos acaso amar la sustancia de un alma en abstracto, cualesquiera que sean sus cualidades? Esto no puede ser, y además sería injusto. No se ama pues, jamás, a nadie; sólo se aman las cualidades.

No hagamos mofa, entonces, de quienes se hacen honrar con cargos y puestos oficiales, ya que no se ama a las personas sino por cualidades prestadas [las cursivas son mías].

Pascal vivió en una sociedad estamental: el estamento o el estatus contribuían a la definición de la persona, o dicho de otra manera, uno era lo que era según el estrato al que se hallara adscrito. De ahí que los derechos variasen de estrato en estrato y fueran, por consiguiente, desiguales, según correspondía a la desigual y estratificada condición de los hombres. Es útil tener esto presente para hacerse cargo de lo que argumenta Pascal en su fragmento. Si un sujeto es percibido como la suma de sus cualidades, entre otras las que le vienen dadas por su estatus, no será posible que cambie de nivel social y persista, pese a todo, en parecer el mismo a los demás. Pero, ¿sigue siendo el mismo? Sí, porque nadie es la suma de sus cualidades. O quizá no, porque no termina de adivinarse qué pueda ser uno separado de sus cualidades.

Conviene recordar que Pascal profesaba el dogma de la predestinación. ¿Cómo sabía uno si estaba entre los elegidos? Para semejante pregunta no había respuesta, o, al menos, no la había segura

Nos enfrentamos a un dilema sin solución posible. El hombre educado en los valores de la sociedad estamental se adherirá a la segunda alternativa: estimará que la alteración del estatus destruye al individuo viejo y engendra uno nuevo. Quienes opinan que hay un quién que permanece más allá de su qué preferirán abrazarse a la alternativa número uno. Esta es la que finalmente elige Pascal. Las cualidades que el medio social aporta son prestadas, es decir, no definen en realidad al individuo, el cual será el que es con independencia de su riqueza o su prestigio o su favor cerca del trono. En el fragmento §323, por cierto, no se habla de naturaleza humana. Pero esto da lo mismo. El registro pascaliano es, sobre todo, teológico. Conviene recordar que Pascal, en tanto que perteneciente a la comunidad jansenista, profesaba el dogma de la predestinación. ¿Cómo sabía uno si estaba entre los elegidos? Para semejante pregunta no había respuesta, o, por lo menos, no la había segura. No existe nada, desde la perspectiva predestinacionista, que explique el divergente destino de los hombres; queda sólo el hecho simple, invisible desde fuera, de que cada uno haya resultado ser el que precisamente es. El quién que es cada uno, la cosa escueta que las obras no remedian, se erige, en fin, en el protagonista definitivo del drama de la salvación. Cuando se acude a formas de predestinacionismo aún más radicales que la jansenista, verbigracia, la doctrina supralapsaria de Calvino, el razonamiento se simplifica. Incluso Adán y Eva estaban predestinados a pecar. Carecemos de libertad para elegir entre el bien y el mal, y cuanto hacemos sin la asistencia de la gracia es pecado. Las prendas mundanas del hombre, sus esfuerzos por ser bueno, su inteligencia, suponen, a los efectos que han de importar al cristiano, lo mismo que cero. Dios nos percibe, por así decirlo, solo numero, y estira el pulgar hacia arriba o hacia abajo llevado de sus secretos consejos. En palabras del propio Calvino en Institución de la religión cristiana (III, XXII, 10):

Preguntan cómo se explica que de dos, entre los cuales no hay diferencia alguna en cuanto a los méritos, Dios en su elección deje pasar a uno y escoja a otro. Por mi parte, les pregunto también si creen que hay algo en el que es elegido por Dios, a que él se aficione y por ello le elija. Si confiesan, como deben hacerlo, que no hay cosa alguna, se dirá que Dios no tiene en cuenta al hombre, sino que toma de Su misma bondad la materia para hacerle beneficios.

Calvino invoca repetidamente el lance bíblico de Esaú y Jacob: estando encerrados conjuntamente en el seno de su madre, Dios reprobó a Esaú y eligió a Jacob.

Es posible reprocesar la fantasía teológica calvinista en términos no expresamente teológicos. Bastaría con estimar que las cualidades mundanas del sujeto no afectan realmente a su «yo» auténtico. Verbigracia, Fulano gasta mal carácter, es inteligente y no se corta un pelo por trabajar quince horas al día. Pero el «yo» prístino, metafísicamente original de Fulano, carece de cualidades. Fulano seguiría siendo Fulano incluso si gastara buen carácter, fuera tonto en vez de listo y sufriera una flojera invencible a la media hora de darle al tajo. No crean ustedes que estoy divagando, o partiendo los pelos por cuatro con el fin de divertirme a su costa. Ese «yo» sin atributos, o, lo que es lo mismo, ese «yo» que no cambia aunque los atributos del sujeto cambien, ha dominado la filosofía política y moral norteamericana durante el último medio siglo. La prueba del algodón nos viene dada por el modelo heurístico a que John Rawls acude para fundar los principios de justicia. En ese modelo, que no es descriptivo, pero que sí pretende exponer las circunstancias ideales que darían lugar a una sociedad justa, individuos egocéntricos que ignoran su talento, su sexo, sus pasiones o su idea del bien negocian, asistidos sólo de la razón y de una querencia común a la libertad, cláusulas de convivencia aceptables por todos. Desde una perspectiva puramente funcional, los agentes o partes contratantes carecen de esencia, esto es, usufructúan una identidad, pero no están obligados a poseer ninguna cualidad en particular. La remoción de las esencias individuales dará mucho juego en el libro de Kwame Anthony Appiah, tendente a reproducir las especies en suspensión de que está saturado el ambiente filosófico-liberal norteamericano. Lo comprobaremos más tarde.

A Rawls le faltó el canto de un duro para ordenarse como pastor de la Iglesia episcopaliana (no técnicamente calvinista; pero ustedes me entienden), y estando en esas escribió una suerte de tesina o senior thesis profundamente reveladoraLa senior thesis de Rawls lleva por título A Brief Inquiry into the Meaning of Sin and Faith. An Interpretation Based on the Concept of Community. Ha sido editada en 2009 por Thomas Nagel.. En ella hace afirmaciones como la siguiente:

Lo específico del hombre no es su razón, no es su capacidad para apreciar la belleza, ni lo son sus diversas facultades […]. La semejanza del hombre con Dios consiste en su capacidad para establecer relaciones comunales, dado que el propio Dios es comunidad, esto es, es uno y trino. En tanto que criatura comunal, el hombre se halla adscrito al orden espiritual del universo. Por esta vía el hombre entra en contacto con Dios, con los ángeles, con sus semejantes, y también con el Diablo y su séquito angélico.

¿Anuncia este Rawls imberbe al que luego se hizo famoso? Creo que sería más atinado formular la cuestión al revés: el Rawls maduro retiene elementos claramente discernibles en su encarnación juvenil. Continúo devanando la madeja. Si X es distinto, en su misma mismidad, de lo que empíricamente es, y no sólo en esto o lo de más allá, sino distinto en un sentido radical, y resulta de añadidura que X está dotado de voluntad, se abre una posibilidad inédita, quiero decir, no comprendida en el repertorio de lugares comunes en que habitualmente reposamos. ¿A qué me refiero? A que X podría elegir sus cualidades, en verdad, todas sus cualidades. La hipótesis no será aceptable mientras se piense que nos hallamos condicionados por nuestro carácter, y que las cualidades que nos vamos dando tienen su origen en cualidades que ya poseíamos. Pero lo impensable se hace pensable si se decide que nuestro «yo» auténtico, nuestro «yo» de verdad, está desprovisto de esencia y goza, por tanto, de franquía absoluta para proyectarse en la dirección que prefiera. En el último caso seremos libres de escoger lo que se nos antoje, incluida nuestra propia naturaleza empíricaNo sostiene Rawls que podamos elegir nuestras cualidades. El modelo rawlsiano, repito, no pretende ser un reflejo del mundo real. El lío verdaderamente gordo surge cuando se comete la imprudencia de naturalizar la escenografía trascendental rawlsiana. Escribo «imprudencia» con cierta reserva. Malicio, en efecto, que para Rawls la «posición original» (el mundo idealizado en que los agentes negocian los principios de justicia) no se reduce a ser una ficción lógica orientada a que pongamos en orden nuestras intuiciones morales básicas. Creo que hay más. En todo caso, Rawls habilitó, de alguna manera, los delirios de quienes se expresan con menos repulgos que él. Appiah se queda, por así decirlo, entre Pinto y Valdemoro. Véase más adelante..

Sentadas estas premisas, nos encontramos en situación de conciliar la identidad colectiva con las efusiones del alma bella. Los campeones de la causa no se sitúan en un plano explícitamente metafísico, sino que proceden por pasos cuya verosimilitud, aunque discutible, tolera una provisional suspensión del juicio. Primero se reinterpretan los hechos, incluidos los naturales, en términos culturales. A continuación se aborda la cultura como un sistema de relaciones que el hombre crea ad libitum o libremente. Se podría decir que la estrategia combina un momento idealista (la naturaleza es cultura) con un segundo momento de índole voluntarista. Les voy a dar algunos ejemplos.

Recordemos la identidad sincrética afroamericana/mujer/lesbiana a que en tiempos se hizo alusión. X es afroamericana, mujer y lesbiana, pero asume su raza, su género y su inclinación sexual en la acepción que recoge el Diccionario de la Real Academia en su edición de 1970: «Atraer a sí, tomar para sí». ¿Cómo toma uno para sí lo que, se quiera o no, ya es? Es posible representarse, sin demasiado esfuerzo, la inclinación sexual como fruto de una elección: no estamos determinados de hecho a ser homosexuales o heterosexuales, o no lo estamos del todo. Los marcadores «homosexual, heterosexual» alojan un componente claramente cultural. Los griegos que allá por el siglo VI o V a. C. habían enseñado a los persas, como dice Heródoto en su Historia, a «mantener relaciones con muchachos», eran también propensos a imitar a los sátiros de la mitología y perseguían mujeres cuando estaban pasados de copas. Nada que ver con Marcel Proust, nada que ver con Oscar Wilde o don Jacinto Benavente. En la medida en que la homosexualidad no es una fatalidad biológica sino un modelo conductual que adopta formas diversas a lo largo de la historia, cabe afirmar que se acepta ser homosexuala-b-c, donde el subíndice sirve para destacar a qué tipo de homosexualidad nos estamos refiriendo. ¿Y la raza o el género? Existen, desde luego, pares cromosómicos XX y pares cromosómicos XY, y existe una conexión entre el genotipo y el fenotipo. Ahora bien, el género presenta también una dimensión cultural: un individuo es percibido como mujer, en proporción apreciable, cuando desempeña el rol de mujer. Mejor aún: no esperamos a saber si un individuo posee genitales femeninos para llamarlo «mujer». Le asignamos la etiqueta antes de disponer de esta información, lo que significa que la relación entre los genitales y la identidad social «mujer» es, cuando menos, complicada, o, estirando un poco el argumento, que se puede elegir ser mujer se tengan o no genitales de eso, de mujer.

Esta constatación afecta, de modo casi inevitable, a la idea de matrimonio. Hasta hace no tanto, se pensaba que el fin del matrimonio era la procreación, y consecuentemente se estimaba imposible, inimaginable o absurdo que un matrimonio no estuviese compuesto por un varón y una hembra. ¿Y si se recusa el fin? Se abre una alternativa nueva: la admisión de matrimonios integrados por personas del mismo sexo. La nueva composición de lugar envuelve, en rigor, mantener una categoría social (la del matrimonio) y negar una función natural, a saber, la procreación. En eso consiste, precisamente, el matrimonio gay. Ronald Dworkin, muy próximo a Rawls en muchas cosas, ha sostenido no sólo que un hombre tiene derecho a casarse con otro hombre, o una mujer con otra mujer, sino que un individuo cualquiera tiene derecho a contraer nupcias con otro del mismo sexo sin renunciar al pathos, a la poesía, a los honores, del matrimonio tradicional. Rehusarle ese derecho supondría negarle el acceso al bien cultural y espiritual en que el matrimonio ha logrado convertirse tras haber servido, durante siglos, a la generación y educación de los hijos. Al reparo de que preservar la estructura sin preservar la función es como preservar un puente luego de haber desviado de su curso el río que el puente salvaba, providencia que puede tener sentido en casos contados, verbigracia, cuando el puente acumula méritos artísticos o históricos, pero que no se puede extender a todos los casos sin destruir el propio concepto de «puente», a la objeción, en una palabra, de que es vana la esperanza de que el matrimonio subsista separado de su utilidad, se contestará que aquí no se ha hablado en ningún momento de lo que, adoptando una perspectiva extrademocrática, correspondería al sentido intrínseco de una estructura o una institución, sino de oferta y demanda. Los gais reclaman para sus uniones, legítimamente, un estatus connubial, y lo justo es concedérselo, máxime cuando el estatus es fruto de un acuerdo entre los hombres y basta, para que exista, con se quiera que existaLes remito a Dworkin en «Three Questions for America» (The New York Review of Books, 21 de septiembre de 2006): «Existen quienes, siendo contrarios al matrimonio gay, no se oponen a que el Estado reserve a este tipo de unión un estatus específico […]. No se reconocería la unión entre personas del mismo sexo como matrimonio, pero sí se habilitarían varios de los derechos y beneficios materiales y legales que van anejos a la institución. Este paso reduce la discriminación, aunque no consigue en absoluto eliminarla. La institución matrimonial es única: los matrimoniados establecen entre sí una forma de compromiso y de convivencia sólo comprensible para un individuo en el contexto de una larga tradición histórica y social [cursivas mías]. Lo que se entiende por “matrimonio” varía ligeramente para cada pareja, es cierto […]. Pero este entendimiento reposa siempre sobre lo que hemos terminado de asociar al concepto de “matrimonio” después de siglos de experiencia. Somos tan incapaces de crear ahora un sucedáneo del compromiso matrimonial como de crear un sucedáneo de la poesía o del amor. El casado no disfrutaría del estatus de casado de no haberse acumulado antes un capital social irremplazable, un capital que infunde en la vida de los desposados un valor inseparable de lo que la institución ha venido siendo a lo largo del tiempo». Prosigue: «Si autorizamos a los heterosexuales el acceso a ese maravilloso recurso, pero se lo negamos a los homosexuales, haremos posible a unas parejas, aunque no a otras, la realización de una experiencia que todos estiman necesaria para vivir con plenitud».. Bien, no les entretengo más con esto. Nos quedamos con que el género es una creación humana y no sólo un hecho natural, o, yendo más allá, que es sobre todo una idea, y que se puede adquirir, por lo tanto, de modo semejante a una opinión, el gusto en materia de arte, la nacionalidad o una denominación religiosa.

Charlotte Despard arengando a las masas en Trafalgar Square, 1910.

El caso de la raza es parecido al del sexo, con sus inevitables especificidades. Les esbozo no más por dónde irían los tiros. Ser de la raza R no diferiría en esencia de constar o ser inventariado como perteneciente a esa raza. La percepción, de nuevo, prevalece sobre el presunto hecho. Mark Twain, en una memorable novela corta (Pudd’nhead Wilson), relata la historia de un niño negro al que se conmuta con uno blanco. Los dos, de hecho, son blancos como la leche. Pero una esclava negra (de facto blanca: sólo la dieciseisava parte de su sangre es africana), temiendo que su hijo pueda ser pasaportado Missouri abajo, lo saca de la cuna y en su lugar pone al hijo de su amo. El último se cría como un negro y a casi todos los efectos (casi: recordemos que es blanco) es un negro: habla como un negro, agarra los cubiertos como un negro, y las fechorías que comete son fechorías de negro. El blanco (negro en realidad, como hijo de esclava, y un miserable sin mácula), crece junto a los amos y se cría entre blancos. Muchos años más tarde se descubre la trampa y el negro postizo, que no logra corregir sus modales de negro, recupera la condición de blanco, mientras que el blanco es restituido a donde merece estar, que es entre los negros. Fin de la historia.

Algunos de los argumentos que he atribuido a los campeones americanos de lo políticamente correcto (por lo común blancos e instalados en un departamento de Humanidades de la universidad) tienen sentido; otros, no. Pero no nos engañemos: desde luego los argumentos absurdos, aunque, en grado apreciable, los buenos también, constituyen racionalizaciones de una convicción de la que no todos los argumentadores son siempre conscientes: la de que la personalidad externa de un individuo es de índole superfetatoria, motivo por el cual puede asumirla o rechazarla a voluntad. De ahí, precisamente, el cruce de cables. Al decidir X que es negra, mujer y lesbiana, esto es, al elegir las entradas de un menú donde se mezclan y confunden categorías de distinto rango (conductuales, naturales, etc.), X no estaría subordinándose a taxonomías que le vienen dadas por la sociedad o por la naturaleza, sino que estaría proclamando, desde su «yo» interior, lo que este le aconseja ser. Su aparente inserción en un sistema clasificatorio que ella no ha inventado, lo que, en principio, nos inclinaríamos a interpretar como un acto de sujeción a la tiranía del lenguaje o de la naturaleza constituye, en realidad, una forma de expresión. Porque las categorías que ha elegido habrían podido ser otras, las que finalmente elige no definen a su «yo»: es su «yo» el que se manifiesta eligiéndolas. La noción convencional de individuo, el deseo de ser reconocido y las políticas de identidad entran en una alianza sui generis. El círculo se cierra.

Identidad 2

La segunda obra que aquí me ocupa viene encabezada por un título ambiguo: The Lies that Bind. Rethinking Identity, o trasladado al castellano, Mentiras que atan. Reformular la identidad. El título es ambiguo por cuanto se presta a dos lecturas distintas: las identidades esclavizan, sí, y a la vez unen o agrupan. Lo segundo, por cierto, no excluye lo primero, ni lo primero lo segundo. El equívoco afecta al propio libro, aunque el peso se reparte de forma desigual: definitivamente, Appiah se muestra más afligido por el poder enajenante de las identidades que estimulado por su virtud para crear cohesión social. Antes de entrar en harina, les haré una semblanza rápida del autor.

Kwame Anthony Appiah es de madre inglesa (anglicana) y padre ghanés (metodista), y ocupa, por tanto, un espacio intersticial: según relata en las páginas introductorias, algunos lo toman por marroquí, otros por hindú, e così via, que dirían los italianos. Otros accidentes acentúan la condición liminar de Appiah: nos enteramos, en el posfacio, de que es gay y está casado con otro hombre. Completo su retrato robot señalando que publica una columna en The New York Times bajo la rúbrica «The Ethicist», y que profesa como catedrático de Derecho y Filosofía en la New York University. Un ingenuo colegiría que Appiah está desorbitado o como fuera de sitio: se trataría de un respetable intelectual y de un Herr Professor a la americana que es africano aunque tampoco termina de serlo, y de un varón sexualmente orientado a otros varones. Pero la realidad es complicada. Lo que descoloca en Brooklyn puede colocar en Manhattan, y lo que margina extramuros de la universidad, no tiene por qué hacerlo intramuros de esta: la imagen borrosa de Appiah adquiere perfiles grabados a buril cuando se contempla desde la atalaya de lo políticamente correcto. Appiah, en fin, es un canónigo, no un sacristán. Los seis capítulos de The Lies that Bind son, de hecho, seis sermones, que no lo parecen porque el autor anda sobrado de recursos y sabe subirse al púlpito sin que su voz adopte tonos oratorios o edificantes. El estilo es bueno, muy superior al patois académico de Fukuyama; enorme, aunque nunca enojoso, el despliegue de cultura, y claramente mejorables los razonamientos. Appiah, qué se le va a hacer, no es un gran filósofo. Pero es filósofo, y esto trae una consecuencia interesante. Me explico. La filosofía es, por definición, radical, y a poco que el filósofo se descuide, radicalmente absurda. Fukuyama, mucho menos adicto al saber arcano que Appiah, jamás dice dislates, aunque tampoco nos ofrece las clarividencias de que la filosofía, por vía directa o por antífrasis, es constitutivamente capaz. Appiah consigue, por el contrario, desbarrar, y de paso y de forma involuntaria, iluminarnos. Después de cuatro capítulos amenos y tácticamente bien planteados, el autor empieza a salirse del seguro. Los tropos, manierismos y contradicciones del pensamiento liberal americano desfilan ante nuestros ojos sin trampa ni cartón, ni afeites ni composturas. El espectáculo es fascinante y genera, en el aficionado a las ideas, algo que no sé cómo calificar, pero que se aproxima a la gratitud. Empiezo por la parte razonable del libro, que también es, seamos justos, la predominante.

El primer capítulo («Clasificación») es de índole propedéutica: Appiah nos pone en autos sobre qué hemos de entender por «identidad». En la página 12 leemos:

Primero, las identidades surgen asociadas a etiquetas e ideas acerca de por qué y a quién deberían aplicarse. Segundo, la identidad del sujeto contribuye a conformar sus pensamientos acerca de cómo debe comportarse; y, tercero, influye en el modo en que los demás le tratarán.

Esto está muy bien dicho, aunque deja abierta la cuestión de si la identidad es una etiqueta que nos damos, o una etiqueta que nos dan. Estimo que ambas cosas a un tiempo. Cada agente se vale de las identidades existentes con dos fines simultáneos: clasificar a otros individuos, y que otros individuos lo clasifiquen a él. Además, es necesario que yo acepte la identidad que los otros me confieren. En ocasiones, claro está, esa coincidencia no llega a verificarse. Pero esto puede suceder sólo de vez en cuando. Si ocurriese con demasiada frecuencia, y no digo ya si sucediese siempre, las identidades dejarían de servir como vehículos de comunicación y la vida social sería la casa de Tócame Roque. Les reproduzco un fragmento tocquevilliano procedente de La democracia en América II:

Cuando Dios piensa en el género humano, no lo hace en términos generales. Atrapa de una sola ojeada, y separadamente, a todos los seres de que se compone la Humanidad, percibiendo en cada uno las semejanzas y diferencias que lo acomunan o separan del resto.

En consecuencia, Dios no ha menester de ideas generales; es decir, no experimenta la necesidad de encerrar un número muy abultado de objetos análogos bajo una misma forma a fin de hacer más expedito su pensamiento.

No ocurre lo propio con el hombre. Si el espíritu humano intentase examinar y juzgar individualmente todos los casos particulares que despiertan su atención, se perdería pronto en una inmensidad de detalles y ya no vería nada; recurre entonces a un procedimiento imperfecto, aunque necesario, que muestra y, a la vez, remedia su carencia.

Después de haber considerado superficialmente un cierto número de objetos, y caído en la cuenta de que se asemejan, les da a todos un mismo nombre, los agrupa, y prosigue su camino.

Podríamos concluir, a la vista del fragmento de Tocqueville, que las identidades son generalizaciones funcionales. En tanto que funcionales, sería raro que fuesen arbitrarias, y si no son arbitrarias, lo normal es sospechar que los hechos las avalan, o las avalan hasta cierto punto. Appiah se queda sólo con la primera mitad del razonamiento: admite como útil la incurable propensión de los hombres a incluirse en estereotipos, pero pone en tela de juicio que los últimos constituyan un traslado fiable de la realidad. La causa de esta reticencia procede de su inquina a las esencias. En la página 29 escribe: «en general, no existe una esencia interior que explique por qué los adscritos a una determinada identidad social sean como son». Creer lo contrario supondría pecar de un pecado gordísimo que Appiah, adoptando un término muy corriente en metafísica y teoría del conocimiento, denomina «esencialismo». No les voy a dar la tabarra extendiéndome sobre lo que los filósofos quieren decir, o no quieren decir, cuando hablan de esencialismo. Me basta con observar que, por precedentes que se remontan a la escuela pragmatista, o acaso por el impacto enorme del positivismo lógico durante los años cuarenta y cincuenta, el concepto de «esencia» y su derivado «esencialismo» gozan en la universidad americana de pésima fama. Los profesores oyen la palabra nefanda y se estremecen como un devoto ante la aparición del Maligno. Esto, ahora, aburre un tanto, por decirlo suavemente. La gente del montón usa el término con desparpajo y no siempre mal. Sin duda sería una bobada, y una bobada peligrosa, afirmar de Fulano que es esencialmente alemán, castellano o catalán. No existen criterios establecidos para definir a alguien como esencialmente alemán, castellano o catalán, y cuando se hace tal, quiero decir, cuando se atribuye a quien fuere la esencia en cuestión, lo que suele ocurrir es que se le está endosando de tapadillo una marca o señal inspirada en consignas nacionalistas o xenófobas por completo ajenas a lo que enseña la historia o recomienda el sentido común. No está en las mismas quien asevera que la sangre es esencialmente roja. Lo esencialmente rojo de la sangre reside en que el color de esta se aproxima mucho al de las amapolas y sólo regular al de la corbata de nuestro vecino del quinto. Es verdad que en las clasificaciones cromáticas interviene un elemento de discrecionalidad: ciertas cosas que tiran al rojo anaranjado podrían ser inventariadas, sin violencia, como naranjas y no como rojas. Esto no demuestra, no obstante, que dependa de nosotros el que A sea naranja o rojo. Lo que depende de nosotros es cómo llamar a las cosas, que es muy distinto. En el mundo de los colores, de hecho, se aprecia una correlación notable entre los nombres y la realidad: las superficies «rojas» reflejan luz con longitudes de onda comprendidas, más o menos, entre los 620 y los 780 nanómetros, y el «naranja» entre los 587 y los 597. Mientras que el blanco simboliza al Real Madrid por un acto libérrimo de nuestra voluntad (o la del fundador del club), no somos igualmente libres de registrar como «rojo» el color de la sangre y no el de un coche de bomberos. Sería prematuro, en fin, declarar en cesantía a las esencias. Hasta cierto punto, no se puede prescindir de ellas, puesto que el mundo ostenta regularidades que el lenguaje, fruto de nuestra relación con el mundo, recoge a su manera. Appiah admite también este hecho. Aunque a regañadientes y haciendo eses en el camino. Les reproduzco unos renglones de la página 26:

Al tocar los dos años, los niños distinguen ya entre hombres y mujeres y esperan de estos que se comporten de forma diferente. Y una vez que han clasificado a la gente, se comportan como si cada individuo compartiera con los de su grupo un no sé qué de escondido (una esencia) que explique por qué tienen tanto en común. «El esencialismo es la idea de que ciertas categorías poseen un fundamento real o una verdadera naturaleza que no se puede observar directamente», afirma la sicóloga del desarrollo Susan Gelman, «pero que confiere al objeto su identidad y es causa de otras semejanzas que los miembros vinculados a esas categorías comparten». Todos los niños, en todos los sitios, son esencialistas cumplidos entre los cuatro y seis años de edad.

La construcción del párrafo es peregrina. Un niño de dos años, no diestro todavía en el arte de la impostura heteropatriarcal, distingue infaliblemente entre dos clases naturales. La capacidad de discriminación del niño recuerda asaz, por tanto, a la que permite diferenciar el rojo del azul. Y si hay una «esencia», esta se encuentra tan a la vista como cualquiera de los colores del espectro luminoso. ¿A qué viene entonces afear al niño su propensión a imaginar que detrás de una etiqueta o reclamo verbal existe un no-sé-qué-escondido que ni está escondido, ni deja de saberse qué es? El non sequitur es tan flagrante que requiere una explicación. Recordemos el pasaje tocquevilliano. No afirma el normando que el hombre, al generalizar, mienta, sino, sencillamente, que sólo retiene de su entorno ciertos rasgos, aquellos que más convienen a su gobierno de las cosas. De Ana y Pedro anotará un funcionario del Registro que son españoles, un juez los clasificará como estafadores y el encargado del manicomio de Leganés como lunáticos. El primer criterio es administrativo, el segundo penal y el tercero siquiátrico. Los criterios reflejan en cada caso la perspectiva profesional del que los aplica, por supuesto, pero eso no significa que hayan de inducirnos necesariamente a error. Es perfectamente posible, cómo no, que Pedro y Ana sean españoles, estafadores y lunáticos. Ese, sin embargo, no es el recado de Appiah. En el párrafo sobre los niños discriminadores, y en otros que van asomando por aquí y por allá, nos enfrentamos a otra idea: la de que todas nuestras taxonomías traicionan siempre una u otra forma de prejuicio, prospectivo o in actu.

Allí donde impera la meritocracia, se producen necesariamente desigualdades, ya que el meritorio se encuentra, por definición, delante o por encima del que no ha logrado serlo

La visión que Appiah aprueba de corazón, su sentimiento genuino, transparece pocas páginas después, en un relato sobre los cagots. «Cagot» es el gentilicio con que, en la vertiente norte de los Pirineos, se denomina a nuestros agotes. El caso de los agotes es muy parecido al de los vaqueiros de Asturias. No se sabe por qué han sido objeto de discriminación, puesto que son del mismo color y trazas que sus vecinos; se ignora por qué ocupaban un sitio aparte en las iglesias, o la razón de que se intentara evitar los matrimonios mixtos. «El auténtico misterio de los agotes –concluye Appiah– es que, según cuenta Graham Robb en su historia de Francia, “carecían por completo de rasgos que los distinguieran de los demás”». Bien, nos enfrentamos, de un lado, a lo que esta frase dice, y del otro a cómo suena en el contexto desde el cual Appiah analiza la identidad. Lo que Graham Robb dice, o creo que dice, es que carecemos de una explicación para entender por qué se creó un cinturón sanitario en torno de los agotes. Hasta aquí, la discriminación de estos representa un misterio, lo que no significa en absoluto que el misterio no obedezca a una causa. Lo que la frase insinúa, por el contrario, es que no hubo tal causa, o enredando un poco el lenguaje, que la única causa es la ausencia de causas: se generó una identidad por un ucase de la voluntad, un poco como se simbolizó mediante el blanco al Real Madrid. Por eso las identidades, casi sin excepción, vienen a ser ficticias o, lo que es lo mismo, se hallan contaminadas de esencialismo. ¿Por qué, entonces, se apela a ellas? Vaya usted a saber. Quizá, el hombre es propenso al fanatismo. Una pena, puesto que, según nos advierte Appiah al final del capítulo, «por mucho que la identidad insista en atormentarnos, no podemos prescindir de ella». El mensaje, de pronto, ha experimentado una virazón y se ha hecho más complejo, como corresponde al propio, ambivalente, título del libro.

Dos propiedades más acompañan a la identidad, además del esencialismo: el tribalismo («clannishness») y lo que Appiah, apoyándose en Pierre Bourdieu, denomina «habitus». Lo del tribalismo cae por su propio peso: quienes mutuamente se reconocen por compartir una identidad, se están declarando miembros de un mismo club, fratría o gens. La especie «tribu» comprende todas estas alternativas. El habitus plantea más dificultades. El habitus no es lo mismo que la ideología o el complejo de creencias explícitas que acomuna a quienes pertenecen a una misma clase social. El habitus afecta al habla y al cuerpo: una señorita bien no se expresa, ni con las palabras, ni con el acento característico de las menestralas; un artista no gesticula como un militar; un bohemio adopta posturas que se le antojarían indecorosas a un funcionario, y así sucesivamente. Puede haber, de hecho hay, un componente de deliberación en estas exteriorizaciones físicas. Pero en gran medida se incurre en ellas sin saberlo. La consecuencia es clara: las identidades asumidas por vía inconsciente, cuando son funcionales, guardan semejanza con los fonemas dentro del lenguaje. Esto es, operan como unidades que sistematizan eficazmente nuestra conducta aunque no ejerzamos sobre ellas un control racional. Appiah no niega la mayor: «la conexión entre identidad y habitus significa que las identidades se filtran en nosotros, también, de manera no reflexiva», aunque tampoco se mete en profundidades. El punto, me temo, reviste más importancia de la que Appiah quiere darle. Si las identidades controlan al hombre, y no al revés, el esencialismo será poco tratable por el reformador social, o sólo podrá erradicarse mediante ingenierías a lo Helvecio (o a lo Aldous Huxley en Brave New World). Es comprensible que el autor pase sobre el asunto como si pisara ascuas.

Appiah aplica con maestría la máxima horaciana de prodesse et delectare, enseñar deleitando. Son fascinantes las páginas dedicadas a Italo Svevo, el escritor triestino de origen alemán y raza judía que se educó en Múnich, escribió en italiano y contrajo nupcias por el rito católico. «Italo Svevo», un seudónimo literario, quiere evocar la naturaleza mestiza, multirracial y multicultural del ciudadano que constaba en el registro civil como «Aron Hector Schmitz». Es evidente que el poliédrico Appiah se identifica con el múltiple Svevo. Merece también la pena enterarse de dónde viene el término «meritocracia», acuñado por el sociólogo británico Michael Young (capítulo 5). A partir de aquí, sin embargo, el libro se desorbita. Las precarias conciliaciones que Appiah ha intentado hasta ese momento saltan por los aires y se resuelven en una frenética sucesión de opiniones encontradas o de conclusiones no autorizadas por sus presuntas premisas. Appiah, siguiendo la doctrina de Michael Young, alega que en un régimen meritocrático persiste la desigualdad y, por tanto, la injusticia. Por descontado, no cabe descartar que quienes han logrado subir a la punta de la cucaña no se fosilicen en una casta y terminen por oprimir a los que están debajo. Pero Appiah está pensando en otra cosa. El argumento principal es que, allí donde impera la meritocracia, se producen necesariamente desigualdades, ya que el meritorio se encuentra, por definición, delante o por encima del que no ha logrado serlo. ¿Cómo evitar esta consecuencia ingrata? Uno de los consejos de Appiah consiste en multiplicar los criterios con que se valora a los individuos. Cuanto mayor el número de criterios, mayor la probabilidad de que usted o yo obtengamos un sobresaliente al ser medidos de acuerdo con uno de ellos. Malicio que el alcance de este arbitrio sería más bien modesto. En cualquier sociedad productiva se preferirá a quienes hacen determinadas cosas mejor, y por contigüidad a los que, en razón de su carácter o su talento, se las componen especialmente bien para aprender rápido o rendir más. Por supuesto, todo el mundo es un mundo, y quien se afana dentro de sus límites y hace lo que puede siendo el que es, no resulta menos digno de respeto que un tipo arrolladoramente brillante. Nada que decir en contra, o, si prefieren, aquí paz y después gloria. A partir de aquí, da vuelta el aire: arrastrado por su discusión sobre la meritocracia, Appiah gana velocidad y se adentra en un territorio técnicamente rawlsiano. Escribe nuestro hombre en la página 180:

Ni el talento ni el esfuerzo, las dos cosas que determinarían una recompensa en el mundo de la meritocracia, son algo que hayamos merecido o ganado.

La idea procede de A Theory of Justice. El individuo recibe el don, no se lo gana, y, por tanto, no se lo merece. Ni siquiera se merece lo que gana con su esfuerzo voluntario y optativo. ¿Por qué? Porque no podría hacer ese esfuerzo si no poseyera la capacidad de esforzarse, y las capacidades son, de nuevo, algo que la naturaleza o el azar nos dan, esto es, que no nos damos nosotrosEn la senior thesis de Rawls leemos textualmente: «No existen méritos delante de Dios. Ni debería haberlos. En una auténtica comunidad no cuentan los méritos de sus miembros. El mérito es un concepto que hunde sus raíces en el pecado, y lo mejor es prescindir de él». ¿Qué es esto, teología calvinista o moral? Estimo que las dos cosas a la vez. Andando el tiempo, Rawls ocultaría la teología y se expresaría en términos más mundanos (o sólo mundanos de aquella manera). En la página 74 de A Theory of Justice (edición revisada, Cambridge, Harvard University Press 1999) escribe: «Permitir que la distribución de la renta y la riqueza se fije atendiendo a la distribución de nuestros activos naturales no es más razonable que hacerla depender del azar social o histórico. Además, el principio de igualdad de oportunidades obtendrá una plasmación necesariamente imperfecta mientras subsista, de una forma u otra, la estructura familiar […]. Incluso cosas tales como la propensión a hacer un esfuerzo, probar suerte y adquirir méritos en el sentido habitual de la palabra, pueden verse influidas por una experiencia familiar feliz o las circunstancias sociales». La apostilla rawlsiana sobre la familia (una institución anterior a la ley) entra en armonía casi automática con la reserva que en el autor suscitan todos los hechos no directamente causados o postulados por una presunta Razón justiciera. La víctima principal de esta actitud es la naturaleza, en sus diversas acepciones: la naturaleza del individuo singular (sus dotes, etc.), y la naturaleza de las estructuras que los hombres en conjunto han ido generando, sin saber en rigor cómo, a lo largo de la historia, o para ser más exactos, la historia y la prehistoria. ¿Es maravilla que un kantiano como Rawls desautorice sistemáticamente el mundo de los fenómenos? Yo diría que no, que no lo es en absoluto.. El argumento avala, claro es, políticas redistributivas a gran escala. Pensemos, por contraposición, en la teoría lockeana sobre el trabajo. Locke se representa el bien que un individuo produce como una extensión o prolongación de su cuerpo (y de su mente). Quitarle a X ese bien supondría por ende infligirle el equivalente a una mutilación. Basta, sin embargo, concebir las facultades de X como extrínsecas a su «yo» nuclear, para que entre en una zona ambigua el propio concepto de expropiación. X, al ser desposeído de A, B o C, no estaría siendo expropiado por la sencilla razón de que las cosas que salen de sus manos o de su inteligencia no pueden serle imputadas a su «yo» genuino: a generarlas han contribuido los accidentes de la biología o la suerte, es decir, factores o agencias que no intervienen a la postre en la definición de X. El razonamiento nos devuelve al contraste pascaliano (recordemos el fragmento §323 de los Pensamientos) entre un quién (lo que es X despojado de sus cualidades) y un qué (las cualidades que hay que añadir al «yo» de X para que este cristalice como un hecho empírico concreto). El contraste no permite sólo decir que X (mejor, el quién que es X), no se merece su talento o su energía o su astucia (el qué que es X); no pone sólo lo producido por las cualidades de X a disposición de la comunidad; estirada lo suficiente, la distinción entre el quién y el qué invita a imaginar, como hemos visto, que X podría elegir su carácter, su personalidad o su vis moral. Appiah se resiste a ir tan lejos. En la página 216 censura, de modo explícito, «la fantasía liberal (cursivas mías) conforme a la cual las cualidades meramente se escogen, de modo que cada cual podría ser lo que se le antojara ser». Pero el reparo dura un instante. Pocas líneas más abajo ejecuta un entrechat circense y nos brinda una perla del tamaño de un huevo de avestruz: «Una vez comprobado que el esencialismo nos induce a error en lo que toca al color de la piel, la nación, la clase y la cultura, así como en lo referido al género y la sexualidad, parece aconsejable no dejarse aprisionar por el concepto de identidad. Los existencialistas tenían razón: la existencia precede a la esencia. Somos algo antes de ser nada en particular (cursivas mías)».

Estas contorsiones revelan un conflicto profundo, que el autor se oculta a sí y oculta a sus lectores. El eslogan «la existencia precede a la esencia» procede de una conferencia que Sartre pronunció en 1945 («L’existentialisme comme humanisme»). El contenido del eslogan sólo se comprende bien retrocediendo hasta L’être et le néant, un libro redactado pocos años antes. Las palabras que con mayor insistencia se repiten en el libro son las siguientes: «El hombre es lo que no es y no es lo que es», con variantes que no añaden ni quitan nada. El retruécano tiene su aquel. Sostiene Sartre que no puedo colocarme bajo un concepto («ladrón», «homosexual», lo que sea) sin igualarme a todos los demás objetos que ese concepto abraza. Por eso mismo, un «yo» conceptuado es un «yo» cosificado, un «yo» puesto al servicio de quien, desde fuera, aplica el concepto. Nace de ahí que Autrui, «el otro», el propietario del concepto, sea percibido como una amenaza, como una presencia hostilEscribe famosamente Sartre en la cuarta parte de L’être et le néant: «La existencia del otro, ese escándalo insuperable».. Autrui, al pensar sobre mí, me incrusta en una visión del mundo que es la suya y no la mía y, literalmente, me aliena, me arrebata mi libertadResume bien el pensamiento sartreano este párrafo que copio de Saint Genet. Comédien et martyr: «[el niño Genet] afirma la prioridad del objeto que él es para los demás sobre el sujeto que él para sí; por tanto, sin cobrar conciencia cabal de ello, juzga que la apariencia (lo que él es para ellos) es la realidad y que la realidad (lo que él es para sí) no es sino la apariencia».. «Ladrón», «homosexual», son especies provenientes del mundo moral y social. Pero la doctrina sartriana es aplicable también al mundo de la naturaleza. En efecto el hombre, a fuer de constitutivamente libre, sería capaz de sustraerse a la necesidad naturalLos fueros de la libertad humana, en Sartre, han de prevalecer sobre las leyes de la naturaleza. Observa Sartre en «La liberté cartésienne» (1946), en una nota al pie: «La naturaleza no es, por lo demás, sino exterioridad, y, en consecuencia, negación radical de la persona». Enunciado a la conversa: la persona tiene que negar la naturaleza para ser persona o, lo que es lo mismo, para ser libre. La naturaleza opera, aquí, como una sinécdoque que designa, también, las diversas estructuras que desde fuera aprietan al individuo: el lenguaje, las costumbres, la ley, la técnica, y, ¡ay!, el Otro, «Autrui». A fuer de libre, el hombre ha de impugnar todo límite, lo mismo que el Dios de Descartes.. Bien, pongamos que Mengano se ha dejado incluir en una idea o sistema de ideas: Mengano acepta el dictamen de que es homosexual, ladrón, y carne de presidio. O se representa a sí mismo como un cuerpo obediente a las leyes de Newton. Ese hombre encadenado por nociones abstractas imaginará su «yo» venidero como una consecuencia fatal de su «yo» actual y podrá hacerse presente su porvenir. Su porvenir es la cárcel o el hecho de que, por pesar solo 35 kilos y hallarse en la punta de un monte sacudido por el viento, terminará rodando sin remedio por el abismo que se abre a sus pies. Pero un porvenir prefijado desde ahora ya es. Por tanto, ni siquiera es preciso conjugar los verbos en tiempo futuro para poner de resalto la suerte a que Mengano cree estar destinado o a la que le destina Autrui, el otro, tras someterlo al rigor causal que acompaña a toda sistematización conceptual. El tiempo presente bastaría: porque Mengano está determinado a ser lo que será (ladrón, etc.), Mengano está ya en la cárcel, aunque ahora esté bebiendo un cassis acodado en la barra de un bar; porque Mengano está determinado a sufrir una acometida de viento y es ligero como una paja, rueda ya por el abismo, aunque todavía permanezca de pie sobre la cumbre montañosa. Mengano, en fin, es lo que es, y no hay más que decir. Resulta, sin embargo, que Mengano, el Mengano no secuestrado por el concepto, es intrínsecamente libre. Luego es lo que no es, entiéndase, puede ser cualquier cosa con independencia de lo que ahora sea; y no es lo que es, dado que lo que ahora sea no determina lo que será. La existencia de Mengano precede a su esencia: nada de lo que es Mengano, ninguno de los atributos que el lenguaje nos sugiere para describir a Mengano en un instante dado, agota o restringe la libertad de Mengano para tirar a un lado en vez de otro.

Sartre trabajando en el café le Flore. París, 1943.

Es claro por qué el eslogan sartreano ha seducido al antiesencialista Appiah. Pero los filósofos tienen la obligación de no dejarse seducir, esto es, de distinguir entre un señuelo y una razón. El antiesencialismo sartreano y el de Appiah son de índole muy distinta. La teoría sartreana salva la libertad retranqueando al sujeto a un ámbito en el que ya no rigen las leyes basadas en los conceptos de que habitualmente nos valemos en el trance de inventariar la realidad social o natural. En este sentido, la teoría de Sartre no sería incompatible con la tesis de que podemos elegir nuestra propia naturaleza empírica. Acudo al condicional, porque la noción de «naturaleza empírica» es antisartreana: lo sartreano fetén es decir, no que los hombres no existen en el tiempo y en el espacio (privilegio reservado a los arcángeles y el nóumeno kantiano), sino que no existe la naturaleza humana. Si existiera la naturaleza humana, quedaría sujeta a leyes y entonces los hombres no serían libres. Appiah admite, por el contrario, que no podemos darnos la identidad que queramos y que, por tanto, somos libres… sólo hasta cierto punto. Su profesión de fe existencialista se reduce, por consiguiente, a pura retórica. Al tiempo, Appiah se resarce de esta concesión dictada por el sentido común condenando sin ambages las esencias, que son las que vinculan, todo lo imperfectamente que se quiera, las identidades a los hechos. La resulta es que las identidades son para Appiah necesarias y mentirosas, entendámonos, disonantes de la realidad. El hombre tendría que aceptar ciertas ficciones para que se haga viable su vida en sociedad, y sanseacabó. A la objeción de que no valen lo mismo unas ficciones que otras, y que aquellas que valen habrán de guardar por fuerza una relación significativa con los hechos, no se responde en ningún momento de modo serio. Acotaciones reticentes a las identidades que se esgrimen en la hora presente o se han invocado a lo largo de la historia sugieren lo que tampoco llega a afirmarse taxativamente, a saber, que somos inaprensibles por el concepto y que dicha inaprensibilidad ha sido desvirtuada por los abusos del lenguaje o el paroxismo sectario que desde el inicio de los tiempos aflige a la especie humana. Esto, repito, no es serio. Appiah ha añadido su gran caudal de cultura al caos galopante y al doublethink en que desde hace años llevan chapoteando las instituciones académicas de los Estados Unidos. Unos granos de caviar, agregados a una sopa de gachas, no mejoran la sopa. Tal vez la empeoren. Resumiendo: no es posible leer los libros que acabo de reseñar sin experimentar una punta de malestar. Fukuyama plantea cuestiones que no se aproxima a resolver, y Appiah disfraza su mensaje sometiéndolo sin tregua a la acción correctora del Photoshop. Esto, que diría el maestro Pla, es un Cafarnaúm.

Epílogo

A partir de la Revolución Francesa, Occidente ingresa en la era de turbulencias y rápidos cambios que asociamos con la democracia. No ceban la máquina del mismo modo, no echan la misma leña al fuego, izquierda y derecha. La izquierda se dedica a desafiar el statu quo y los conservadores sociales reaccionan con políticas y medidas que unas veces son represivas y otras inventivas. El Estado de Bienestar, por ejemplo, es obra de Bismarck, quien busca contener con su artefacto la agitación socialista. No habría habido Wohlfahrtsstaat sin los socialistas; y tampoco habría habido Estado sin el canciller. La pugna entre los de un lado y los del otro alumbró soluciones (la democracia representativa; la propiedad privada corregida por los impuestos progresivos) inseparables del régimen político ahora vigente. Por cierto que William Beveridge, el segundo gran arquitecto del Estado Benefactor, tampoco era socialista. Al tiempo, se registra una asimetría profunda en el plano de la retórica y la moral: han sido más movilizadoras y políticamente eficaces las causas de la izquierda que de la derecha. La última no ha carecido, por supuesto, de causas. El legitimismo fue una causa en la Francia decimonónica; lo fue el integrismo en España; cabe llamar «causa» al catolicismo social. Pero estos despliegues ideológicos no lograron el éxito que ha tenido el socialismo. Los fascismos representan un caso aparte. Sin duda, la derecha pactó con ellos al sentir en el cogote el aliento de la revolución. Pero el fascismo no es conservador. Debe mucho al socialismo revolucionario y cultiva un voluntarismo político rigurosamente incompatible con la mentalidad conservadora.

El socialismo, en su versión no reformista, presenta fuertes rasgos quiliásticos: no habla sólo de justicia sino, simultáneamente, de salvación. Y no digamos el comunismo, a despecho de su ateísmo militante y su make up cientificista. Adónde condujo la segunda venida de Cristo, lo sabemos bien. Si los muertos por su causa pudiesen hablar, la esfera celeste resonaría como el Miserere en una iglesia parroquial, cuando los fieles se congregan al vencimiento de la Cuaresma. Ello sentado, hay que agregar que los hombres necesitan, imperiosamente, dar sentido a sus vidas. O, como supieron comprender bien los estructuralistas, el hombre es un consumidor de significados, más aún que de bienes y servicios. Fukuyama, que siempre ha estado a la que salta, publicó en 1989, en plena debacle soviética, un opúsculo, «The End of History?», en que pronosticaba el ingreso de las naciones en un régimen indefinido de democracia liberal y mercado. En el Prefacio a Identity vuelve sobre el asunto para explicar, de modo no demasiado convincente, que no había querido decir lo que parece manifiesto que dijo. El caso es que Fukuyama se equivocó: las ideas redentoras volverían a trazar sobre el firmamento signos cabalísticos y portentosos tras una tregua, en el fondo no demasiado larga, de hegemonía neoliberal. El neoliberalismo en sentido estricto data de 1938 y acusa un fuerte componente económico: los neoliberales son contrarios a la intervención de los gobiernos en la economía y conciben la libertad por analogía con el mercado. Desde finales del siglo XX hasta hoy, los medios de comunicación han identificado el neoliberalismo con una doctrina en que se juntan el utilitarismo y el libertarismo. Las dos especies, utilitarismo y libertarismo, son en rigor incompatibles. El primero mira a obtener un máximum de bienestar agregado, en tanto que el segundo declara que el hombre es libre de hacer lo que quiera mientras no lesione derechos de terceros. Que en una sociedad compuesta por agentes libres, libres en la acepción libertaria, vaya a generarse también bienestar, no es un teorema, y menos todavía una premisa, del credo libertario. Reparemos no más en Robert Nozick, un libertario genuino: la libertad, para Nozick, es innegociable, contribuya o no a maximizar otras variables sociales. Los neoliberales fundacionales, sin embargo, insistieron mucho en la idea de que el mercado, expresión de la libertad individual, es un asignador de recursos insuperablemente eficiente. El neoliberalismo presenta por ello, quizá sin quererlo, achaques y acentos utilitaristasMe refiero sobre todo al uso que, de modo inevitable, suele hacerse de la economía llegado el momento de recomendar determinadas medidas: reforma del mercado laboral, tipos de interés, etc. Los padres del movimiento, es justo recordarlo, pusieron mucho cuidado en distanciarse del utilitarismo benthamita, el cual agrega las utilidades de individuos distintos. Véase Ludwig von Mises, Human Action I, I, 2.. De manera que las simplificaciones de los periodistas, por muy precarias que hayan sido, y lo han sido asaz, no fueron del todo absurdas.

A lo nuestro: el neoliberalismo nunca terminó de hacerse popular, por motivos que ahora comprendemos mejor que en sus tiempos de vino y rosas. De un lado, lanzó el mensaje de que la eficiencia de los mercados debía prevalecer sobre el empeño de imponer políticas que los ciudadanos siguen asociando a principios morales básicos: justicia, equidad, igualdad relativa, etc. De otra parte, cultivó un modelo moral antipático y un poco esnob: el del hombre que ha convertido su vida en un experimento y cabalga sobre el tiempo como Atila sobre su caballo. Ese hombre cifra en el cambio un valor casi absoluto y no tiene por qué reparar en los rotos y descosidos que el último pueda ocasionar en el tejido social. Las páginas de Friedrich Hayek, de Ludwig von Mises, abundan en esta fantasía fáustica, decididamente poco atractiva para el que desea ser funcionario, o mero padre o madre de familia, o profesional del montón, o ama más la seguridad que la aventura. Me estoy refiriendo, ¡ay!, al 99% de la poblaciónTres botones de muestra sobre la visión moral de los neoliberales. Primero, Ludwig von Mises. Asevera el último (Human Action I, I, 2) que el individuo opera impelido siempre por la inquietud. ¿Qué es la inquietud? Un sentimiento de carencia y, por lo mismo, un incentivo a la acción que presuntamente anulará o remediará esa carencia. La palabra que von Mises emplea en Human Action es tan significativa o más que el propio concepto: «uneasiness». El término, en su aplicación filosófica, viene de John Locke. Von Mises lo tomó del Libro II, capítulo XXI, de An Essay Concerning Human Understanding («Of Power»). La inquietud lockeana es como un resorte que hace presión sobre la voluntad. El hambriento se procura alimento porque siente la urgencia del hambre; el borracho acude a la taberna porque el cuerpo le pide bebidas espirituosas, y así sucesivamente. La inquietud, en fin, induce –más justo sería decir que conmina– al consumo, lo que traducido al lenguaje económico, y tras una ampliación de escala, permite afirmar que el mercado es un mecanismo gigante impelido por la inquietud. No habría mercado si la inquietud no mantuviera a los hombres en un estado de crónico desasosiego; y el mercado es bueno, bonísimo, no sólo porque sirve para apagar momentáneamente el desasosiego, sino porque el desasosiego, que es su causa, también es bueno. De hecho, sería una catástrofe que el hombre se apaciguara y dejara definitivamente de desear. No sólo se encontraría con que no tiene proyectos. También descubriría que ha perdido el alma. Extraigo la segunda muestra de Friedrich von Hayek. En The Constitution of Liberty I, 3, leemos este párrafo extraordinario: «Cabe decir, al menos en parte, que se ha progresado, en la medida en que se han alcanzado una serie de objetivos. Esto no significa, sin embargo, que deban gustarnos todas las cosas que el progreso trae consigo, o que el progreso haya de beneficiar a todo el mundo. Como, además, nuestros objetivos y deseos varían sobre la marcha, no resulta evidente, casi nunca, que el estado de cosas que el progreso ha producido nos deje en mejor situación que antes. El progreso, entendido como un crecimiento acumulativo de conocimiento y poder sobre la naturaleza, no tiene, necesariamente, por qué hacernos más felices. Quizá nos proporcione mucho más placer el esfuerzo por conseguir algo, que la posesión de lo conseguido. Imaginemos que se hiciera una instantánea de cómo estamos justo ahora. La pregunta de si somos más felices que hace cien o mil años, carece, probablemente, de respuesta. Pero esta respuesta no nos importa. Lo que importa al hombre es aplicarse con energía y éxito a los fines que en cada momento fijan su atención. La inteligencia humana no da muestras de sí en los frutos habidos en el pasado, sino proyectándose hacia los desafíos del futuro. El progreso es el movimiento por el movimiento mismo [cursivas mías]. Es el hecho de aprender algo nuevo, y todo lo que de ello se sigue, lo que coloca al hombre a la altura de sus especialísimas dotes naturales». Finalmente, James M. Buchanan. Fíjense en lo que escribe en Natural and Artifactual Man: «Man wants liberty to become the man he wants to be». To want asume aquí dos significados distintos. El primero vale por «necesitar». El segundo, equivale a «querer». Hechas estas advertencias, el lema de Buchanan rezaría como sigue: «El hombre necesita libertad para convertirse en el hombre que quiere ser». Pero el hombre que queríamos ser no es el que ahora queremos ser, ni éste coincide con el que nos dará la gana de ser más adelante. «El hombre necesita la libertad justo en la medida –añade Buchanan– en que no sabe qué querrá ser en el futuro». Somos todo movimiento. Y los fines, los objetos del deseo, son buenos por eso, porque nos ponen en movimiento. Recupero al funcionario, o al padre o la madre de familia convencionales. No entran en el esquema neoliberal. Todavía peor: no sólo divergen del prototipo que nos proponen Buchanan y compañía, sino que se diría que no dan la talla. Los han medido, y no han resultado aptos para el servicio. ¿Quiénes pasan la prueba? ¿El emprendedor audaz, el artista genial, el científico heterodoxo? Todo esto es un poco melodramático. Se traslada uno de los libros a la calle, y lo que ve es consumo. El aumento de la renta ha consentido que las despedidas de solteros se celebren en Budapest o Haití, o que los viejos se apunten al Imserso y pasen el fin de semana subidos a un autobús. Esto también es inquietud a lo von Mises, sin duda alguna. El subjetivismo radical que los neoliberales defienden encaja en teoría con la entrega del personal a formas de vida cuyo epicentro son las agencias de viaje o su equivalente en Internet. Pero algo se he extraviado por el camino. Los neoliberales estaban pensando en Prometeo. La realidad, más zarrapastrosa y al tiempo más caritativa, nos devuelve un hombre reducido a hechuras propiamente humanas.. La resulta es que el neoliberalismo no cuajó tampoco como causa. La internacionalización de la economía, con los sustos que toda mudanza de mucho calado lleva consigo, la debilitación de las estructuras administrativas y de los gobiernos, el crecimiento de la desigualdad dentro de las viejas democracias liberales, el ejemplo poco edificante de quienes manejaban el dinero gordo y la Gran Recesión, provocada porque la presunta autorregulación de los mercados financieros era una filfa, han quitado glamur al neoliberalismo y abierto la entrada a otro ismo: el populismo.

Hay populismos de izquierda y de derechas. En Europa, los antiguos comunistas, tras sacudirse el pasmo de que estaban aquejados tras la caída del Muro, han bajado a la palestra firmemente decididos a no hacer memoria: no quieren o parecen recordar por qué el Brillante Porvenir no fue brillante ni fue porvenir. Un ejemplo español nos viene dado por Podemos. Sospecho que, a medio plazo, prosperará más el llamado populismo de derechas, en el que rasgos xenófobos se superponen a propuestas socializantes en el terreno económico. Pero el populismo no agota las alternativas. Por aquí y por allá, máxime a mano izquierda, empiezan a alborear otras novedades. Por eso merece la pena leer los libros de Fukuyama y Appiah, donde, desde puntos de vista distintos, se abordan nociones de creciente prestigio en la mitad demócrata del espectro político norteamericano. Estas nociones acusan una naturaleza mixta: en ellas se hibridan el individualismo clásico y un igualitarismo de origen milenarista y cristiano. El desenlace de la coyunda es un centauro, o acaso un ciempiés: se intenta hacer compatible la igualdad frente a la ley con la discriminación positiva, las políticas de reconocimiento con la neutralidad del Estado en materias referidas a la fe o la mera opinión, la identidad comunal con el subjetivismo de cuño romántico. Y se tiende a deferir en la autoridad la imposición de un orden justo, sin reparar en que los recursos son escasos. La multiplicación milagrosa de los panes y los peces prevalece sobre las advertencias de la ciencia lúgubre. ¿Va la fiesta para largo? No es posible conciliar el individualismo con la ingeniería social, ni la autonomía con la inmersión en la tribu, y malicio que tampoco la causa auspiciada por los liberales norteamericanos será duradera. Pero preveo asimismo que no dejará las cosas como estaban. Hemos entrado en otro rápido y el paisaje se desliza a ambos lados. Quién sabe lo que veremos al levantar de nuevo la cabeza.

Álvaro Delgado-Gal es director de Revista de Libros. Sus últimos libros son La esencia del arte (Madrid, Taurus, 1996), Buscando el cero (Madrid, Taurus, 2005) y El hombre endiosado (Madrid, Trotta, 2009).

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