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Vargas Llosa y Fernando Savater: paralelismos y divergencias

Vías Paralelas: Vargas Llosa y Savater. Un ensayo dialogado

José Lázaro

Editorial Triacastela, Madrid, 2020

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Elogiados y vituperados con el mismo fervor, Mario Vargas Llosa y Fernando Savater han protagonizado itinerarios vitales con indudables paralelismos. Ambos se movieron en el terreno del radicalismo político. El Nobel peruano fue comunista hasta que el desencanto con la Revolución cubana le impulsó hacia una vigorosa ruptura con el marxismo. Desde entonces, Vargas Llosa ha transitado por la democracia cristiana, la socialdemocracia y el liberalismo. Fernando Savater simpatizó con el anarquismo, rebelándose contra el Leviatán, ese Estado que diluye las diferencias individuales mediante la coacción y la invasión de todas las esferas de la vida humana. Savater pidió la abstención en el referéndum sobre la Constitución del 78, escribió en Egin, asistió a mítines de Herri Batasuna y se mofó de los que defendían la unidad de España. Más tarde, rectificaría, celebrando el texto constitucional, reconociendo la necesidad del Estado y convirtiéndose en uno de los rostros más visibles de la oposición ciudadana contra ETA. La evolución política de Vargas Llosa y Savater les costaría el linchamiento moral de la izquierda, que los acusó de haber abrazado una perspectiva reaccionaria y clasista. Como sostiene José Lázaro, que organizó un coloquio entre los dos escritores y que ha reunido y seleccionado fragmentos de libros, artículos y conferencias para ilustrar su recorrido intelectual y moral, no cabe hablar de una regresión hacia posiciones integristas, sino de un avance perfectamente justificado hacia «un liberalismo radicalmente progresista». Las vías paralelas de Vargas Llosa y Savater son para muchos un ejemplo de vidas incorrectas, pero lo que a unos les parece reprobable, a otros se nos antoja una inequívoca muestra de virtud y sensatez.

Lejos de escoger lo más fácil, ambos escritores se pusieron en el centro del huracán, sabiendo que les lloverían toda clase de improperios. Vargas Llosa se jugó la vida en el Perú en un momento en que el terrorismo de Sendero Luminoso y la violencia de las fuerzas policiales y militares competían en salvajismo. Fernando Savater sufrió el acoso del terrorismo independentista vasco, que dibujó su cara en miles de dianas pintadas en los muros de su tierra natal. No creo que el éxito literario y el reconocimiento público hayan compensado tantos sacrificios. De hecho, los dos ya gozaban de esos privilegios. Por lo tanto, hay que admitir que su motivación fue moral y no venal. Vargas Llosa ha sido menos provocador que Savater, un libertino de espíritu burlón, pero sus elogios a Margaret Thatcher, Esperanza Aguirre, Cayetana Álvarez de Toledo, José María Aznar y Juan Carlos I han levantado ampollas entre la izquierda más beligerante y demagógica. Savater no ha renunciado a sus convicciones socialdemócratas, pero no le ha costado participar en un vídeo que reúne a relevantes personalidades de la política y la cultura, exclamando: «¡Viva nuestro rey constitucional!». Vargas Llosa también ha participado en ese vídeo, pero con un escueto «¡Viva el rey!», quizás porque tiene un carácter menos pasional. Todos estos gestos les han convertido en dos de las principales «bestias negras» de nacional-populismo.

José Lázaro, artífice de este libro, no es menos incorrecto que sus protagonistas. Profesor de Humanidades Médicas del Departamento de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid y autor –entre otros libros- de Vida y muerte de Luis Martín Santos, Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, se describe a sí mismo como desafecto a las redes sociales por su aprecio a la «sociabilidad selectiva», adicto a sus errores, que le han enseñado más que sus aciertos, amante de las citas literarias –incluidas las de autoría dudosa- y temeroso del cumplimiento de sus anhelos, pues los dioses suelen castigar a los mortales concediéndoles lo que desean. Admite que al hacer examen de conciencia cada noche, confirma que casi todo lo que le gusta infringe los preceptos de la moral, la ley y las dietas saludables, y advierte que «solo los que son incapaces de pensar se atrincheran en creencias permanentes». No es el caso de Vargas Llosa y Savater, que se conocieron cuando el peruano consiguió el Premio Planeta por Lituma en los Andes y el donostiarra quedó finalista con El jardín de las dudas. Tuvieron que viajar juntos por toda España para promocionar sus obras, lo cual implicaba el riesgo de acabar odiándose por compartir forzosamente hoteles, medios de locomoción y actos públicos, como ya les había sucedido a otros premiados, pero la convivencia, lejos de aventar los conflictos, alumbró un entendimiento que ha llegado hasta hoy. Savater siempre agradeció a Mario que fuera uno de los pocos intelectuales que apoyó a la plataforma «Basta Ya», cuando ETA aún seguía disparando a la nuca de sus adversarios y poniendo bombas en las calles, sin preocuparle que murieran simples transeúntes.

Ambos escritores apoyan el matrimonio gay, el derecho al aborto y la eutanasia. También se muestran partidarios de la legalización de las drogas, si bien Vargas Llosa reconoce que a él nunca le han atraído. Un breve contacto con la cocaína, que le provocó náuseas y un horrible malestar psíquico, le convenció definitivamente de que los paraísos artificiales no se habían creado para él. Aclara que no le agradan los estados de conciencia provocados por las drogas, pues «significan un abdicación de la facultad más humana de todas, que es la racionalidad». Fernando Savater objeta que la literatura también es una droga y sostiene que el secreto está en elegir la sustancia adecuada según la edad. En la valoración de la experiencia religiosa, las discrepancias afloran de nuevo. Savater reitera los viejos tópicos del feroz anticlericalismo ibérico. Vargas Llosa no ignora el daño causado por las religiones, pero destaca su papel civilizador: «Sin ellas la historia de la humanidad hubiera sido sin duda peor, un aquelarre de salvajismo y violencia de los cuales tal vez hubiera resultado la extinción de la vida sobre el planeta». Savater se opone a la enseñanza de la religión en la escuela, pero Vargas Llosa replica que privar de educación religiosa a las nuevas generaciones las condenaría a no entender el arte, la literatura y el pensamiento de Occidente. Además, si se implantara un laicismo ciego y agresivo, la humanidad «retrocedería a un estado primario de barbarie, algo no muy distinto de lo sucedido en China durante la Revolución Cultural».  Vargas Llosa se declara agnóstico y se opone a la intromisión de la Iglesia en el poder político, pero reconoce que «la religión es un ingrediente básico de la civilización».

El liberalismo político del Nobel peruano no implica indiferencia hacia el bienestar social, como pretenden sus adversarios. Vargas Llosa ha abrazado «el liberalismo radicalmente progresista» porque cree firmemente en que el progreso no se construye a base de bombas y barricadas, sino con una economía libre de mercado regulada por leyes que garanticen la igualdad de oportunidades y la competencia en condiciones justas. José Lázaro aplica el calificativo de «progresista» a quien aboga por un orden político y social basado en la justicia y el bienestar de la mayoría. La meta es garantizar los servicios mínimos necesarios (seguridad, educación, sanidad, protección legal), pero sin entorpecer la libre iniciativa. Europa es la realidad política que refleja ese planteamiento. Vargas Llosa suscribe ese ideario, tan alejado del comunismo que exaltó en otro tiempo. Al meditar sobre sus errores, reflexiona que «el precio que uno paga para ser libre es equivocarse». Fernando Savater se posiciona más cerca de la socialdemocracia que del liberalismo, ironizando sobre la capacidad de autorregularse del mercado y sobre la interpretación de la riqueza como mera acumulación de bienes. Frente a los placeres que proporciona el dinero, hay que subrayar que los placeres de la inteligencia son infinitamente más valiosos. No en vano Chesterton escribió: «Para ver lo que Dios piensa del dinero no hay más que fijarse en a quién se lo da». Dado que el mercado es un mecanismo basado exclusivamente en la oferta y la demanda, hay que intervenir la economía para garantizar el acceso a la educación y a la sanidad. Savater recuerda que el Estado del bienestar no lo inventaron los socialistas, sino Bismarck, pues entendió que no había otra forma de garantizar la paz social. Ese logro histórico es perfectamente compatible con la autonomía individual, fuente inagotable de innovación y creatividad. Respetar la libertad individual no es de derechas o izquierdas, recuerda Savater, sino una postura «civilizada».

Vargas Llosa contempla el anarquismo con simpatía, pues sabe que el Estado puede llegar a ser la mayor amenaza contra las libertades, pero considera que no puede llevarse a la práctica. Savater defiende un anarquismo vital. Los anarquistas no tienen un temperamento anárquico. Más bien al contrario. Simplemente se resisten a que otros organicen su vida y la limiten mediante órdenes. En la concepción del hecho literario,  Savater y Vargas Llosa vuelven a discrepar amistosamente. Mario es un escritor realista que se abastece de acontecimientos históricos o experiencias personales. Fernando se siente más atraído por lo onírico y fantástico. Aficionado al cine de aventuras, las películas de Antonioni y otros cineastas similares le parecen un aburrido «despliegue de estupidez». De joven, Vargas Llosa no soportaba el cine de Hitchcock. En cambio, ahora le atrae, si bien aprecia cierta frialdad en sus películas. Su director preferido es John Ford, con su épica del Lejano Oeste y sus historias llenas de personajes complejos y humanísimos. Los cambios de Vargas Llosa y Savater, lejos de ser un ejemplo de inestabilidad e incongruencia, ponen de manifiesto que ambos escritores siempre han sido inconformistas y rebeldes. Ante el espectáculo de la pobreza o la violencia, han buscado soluciones. Dada la magnitud de esos problemas, es natural que hayan pasado por distintas etapas, utilizando el procedimiento del ensayo y el error. Savater rompió con la izquierda abertzale, a la que había descrito como «uno de los casos de insumisión popular más notables de una Europa adocenada y en regresión derechista». El asesinato de José María Ryan, ingeniero-jefe de la central nuclear de Lemóniz, fue el punto de partida de un largo enfrentamiento. Al día siguiente de condenar el crimen, aparecieron en la puerta de su despacho pintadas que lo acusaban de fascista. El caso Padilla fue el detonante que hizo a Vargas Llosa retirar su apoyo a la Revolución cubana. Desde sus posiciones liberales de hoy en día, no solo critica el legado del Che, que ha contribuido a desprestigiar y debilitar la democracia, sino que también cuestiona con especial énfasis el fervor nacionalista. Savater coincide con Mario en que la esencia del nacionalismo no es aglutinar, sino excluir en nombre de una irreductible singularidad. Se margina al que discrepa, al impuro, al tibio. Al mismo tiempo, todos los nacionalismos cultivan el victimismo. ETA presentaba sus crímenes como actos de resistencia contra la ocupación española. El Estado de las Autonomías surgió para aplacar el separatismo de vascos y catalanes, pero –como observa Vargas Llosa- la transferencia de las competencias educativas solo ha servido para falsificar la historia, fomentando el independentismo y el antiespañolismo en las nuevas generaciones. Se ha actuado con deslealtad y mala fe.

Savater y Vargas Llosa son aficionados a los toros. Los argumentos que utilizan no me resultan convincentes. Afirmar que es un rito milenario que escenifica el carácter precioso y patético de la vida, no resta un ápice de horror a un espectáculo que espantó a Pío Baroja, Ramón y Cajal, Jovellanos, Larra y otras inteligencias no menos brillantes. A Savater le aburre el fútbol, pero no a Vargas Llosa, que incluso ha ejercido de periodista deportivo. Ambos coinciden en que es una ceremonia que permite desahogar de forma incruenta las tensiones de la vida colectiva. Algo semejante sucede con la literatura, donde el Mal no es un hecho moral, sino una fantasía que neutraliza las tendencias destructivas del ser humano. Se puede compartir o no las opiniones de Savater y Vargas Llosa, pero no se puede negar que su trayectoria intelectual nace de una insurrección sincera contra las imperfecciones del mundo. José Lázaro los describe como dos «sujetos pensantes» frente a los «sujetos creyentes». Pensantes porque no aceptan dogmas y porque son capaces de modificar sus opiniones, admitiendo sus errores. «Es evidente que he cambiado –afirma Vargas Llosa-, y espero seguir cambiando. No creo que permanecer siempre idéntico sea una virtud». Savater solo persevera en su escepticismo, lo cual tal vez explica que no se haya convertido en un verdadero filósofo, pues no se pueden elaborar teorías cuando se desconfía de ellas. Además, ¿no constituye una presunción ridícula creer que un mamífero puede entender el universo? «Creo en la acción y en la necesidad apasionada de acción, pero apenas en nada más…», concluye Savater. Vargas Llosa habla con un tono más templado y constructivo: «Creo que ahora soy mucho más lúcido y mucho más sensato que lo que era hace veinte años. Creo que en una cosa soy igual: creo que tengo la misma capacidad de constatación de la injusticia, del horror, de la iniquidad, de la barbarie, del subdesarrollo». Eso sí, ahora está firmemente convencido de que esas calamidades no se resuelven «tirando bombas o a través de un razonamiento maniqueo».

Savater y Lázaro coinciden en situar las creencias religiosas en el terreno del cretinismo incorregible. Lázaro las sitúa al mismo nivel que creencias tan estrambóticas como pensar que los extraterrestres salvarán a unos cuantos elegidos o preceptos tan absurdos como prohibir «comer lacón con grelos los miércoles de febrero». Dado que yo sí albergo creencias religiosas, pensar que me asignan un lugar en la tribu de los cretinos no me resulta particularmente regocijante. Hans Jonas, un filósofo al que estimo mucho, se negaba a pensar que Platón, Pascal o Kant fueran unos imbéciles a los que había desenmascarado el pensamiento científico. Pretender que la religión proporcione una evidencia inequívoca de lo trascendente significa no entender el fenómeno religioso. Si Dios fuera una presencia, sería un ídolo, un objeto del mundo y ejercería una coacción invencible, frustrando la posibilidad de la libertad. Dios es el nombre que utilizamos para designar el fondo último del ser y el triunfo de la vida sobre la indignidad de la muerte. Si Dios aporta esperanza e inteligibilidad, el Jesús histórico proporciona ejemplaridad, evitando que los valores morales se hundan en un relativismo marcado por el cambio de época. Detrás de esa visión, hay una larga tradición hermenéutica y varios siglos de grandes aportaciones estéticas. ¿Se puede entender Occidente sin el cristianismo, el judaísmo o la filosofía platónica? El agnóstico George Steiner diría que no.

Las vías paralelas de Vargas Llosa y Fernando Savater son vidas incorrectas que evidencian la mediocridad de la corrección moral y política. José Lázaro cose magistralmente las opiniones que han expresado los dos escritores en distintos foros y medios, añadiendo reflexiones salpicadas de ingenio, humor y una beligerancia no exenta de provocación. Es difícil no disfrutar de un cóctel con estas características. En la era de las redes sociales, un mundo virtual donde la estupidez cabalga a galope tendido, leer un libro como Vías paralelas es un ejercicio muy sano.  Sirve para desconectarse del ruido y la furia de las redes, y para recuperar –al menos un tiempo- la convicción de que el ser humano es una especie inteligente.

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