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Una sonata de Beethoven

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¿Se puede ser beethoveniano?

Desde hace algún tiempo he llegado a darme cuenta de que Ludwig van Beethoven es para mí un artista de tal relevancia, un ejemplo humano y artístico tan inspirador, que sólo puedo considerarlo un maestro. Beethoven representa para mí la suma de ciertas cantidades que todavía hoy, especialmente en nuestro tosco país, se consideran irreconciliables. Beethoven representa la unión en una vida, en una trayectoria, en una obra, del racionalismo de la corte ilustrada de Bonn en que nació, con el romanticismo; del interés apasionado por el arte y también por la ciencia; de la búsqueda en las raíces de la cultura (los griegos, los filósofos, los poetas) junto con el interés por las culturas de oriente (los textos indios y budistas que tanto le fascinaban), de una visión política absolutamente moderna, democrática y antitotalitaria, junto con un interés por lo espiritual, entendido este último como algo claramente deslindado de la religión tradicional. Beethoven consideraba la ciencia y el arte las creaciones supremas del ser humano, y no veía contradicción entre su admiración por la democracia, su vocación claramente espiritual dirigida a un Dios personal y no normativo, y su convicción de que el lenguaje del arte, especialmente la música, tenía un carácter revelatorio superior al del conocimiento intelectual y también, por cierto, al de la religión.

Algunas veces me han preguntado qué es lo que soy y no he sabido qué decir. Hoy contestaría que soy beethoveniano.

La Sonata op. 110

La Sonata para piano op. 110, la penúltima de la serie y número 31, es una obra que me obsesiona desde hace muchos años. Fue escrita en 1821 y lleva la inscripción «für das Hammerklavier». Está en la plácida, luminosa tonalidad de La bemol mayor.

Como sucede con gran parte de la música de la última etapa de Beethoven, la Sonata en La bemol tiene mucho de fantasía, de música soñada. El primer movimiento, Moderato cantablile molto espressivo, está compuesto por una serie de episodios que se deslizan uno sobre otro, que aparecen para desvanecerse de pronto, que se transforman y superponen de la forma más impredecible y sutil. Al mismo tiempo, su construcción es claramente la de una forma sonata. No se trata de una fantasía o de una rapsodia de carácter improvisatorio, como la de la Sonata número 30 en Mi mayor. No, es un gran movimiento en forma sonata como lo será también el primer movimiento de la op. 111, que será la siguiente y última.

Comienza con un tema que es una dulce melodía de carácter pastoral. Sólo cuatro compases para establecer el clima, e inmediatamente la melodía se deshace en un trino. Primera aparición y desvanecimiento. Llamaremos tema 1 a esta melodía inicial. El trino conduce a un pasaje apoyado en una figuración de acordes repetidos en la mano izquierda. Es claramente un pasaje de transición. Pero ¿de transición adónde? ¿De qué a qué? Después del«tema» de sólo cuatro compases, este pasaje meramente transitorio tiene ocho compases. Llamémoslo tema 2.

El intérprete debe decidir qué es el tema 2. ¿Es otro tema? ¿O es sólo un pasaje de transición? Para mí, ha de interpretarse como un pasaje de transición, muy cantabile (es casi como una voz acompañada por una guitarra: la escritura es llamativamente simple), que conduce al que llamaremos tema 3.

El tema 3 no es en absoluto un tema, sino un motivo de fusas que recorre todo el teclado desde lo más agudo a lo más grave y luego sube de nuevo a lo más agudo, y así varias veces. El buen intérprete beethoveniano no interpretará estos dibujos como mera transición armónica, sino que hará que estas fusas también canten. No deben apresurarse. La primera de cada cuatro fusas tiene un puntillo, de manera que hay que separarla de las otras: estas notas picadas son las que van llevando el sentido melódico del pasaje. Que va moviéndose por la armonía hasta regresar al mismo punto de partida, La bemol, en una melodía de intervalos muy abiertos en la región aguda, acompañada de figuraciones muy ligeras y transparentes. Llamaremos a esta melodía tema 4.

El tema 4 ocupa sólo cuatro compases. En los compases 23 y 24 aparece otro motivo, uno de esos motivos-estatua de Beethoven que crean una forma clara y delimitada. Cuatro corcheas y dos negras, y las dos negras forman una pregunta que queda suspendida. Y otras cuatro corcheas, y luego sólo una negra, y luego, otro desvanecimiento: de pronto, en la mano izquierda aparece un trino, que va descendiendo grado por grado en trinos que conducen a un trino todavía más largo. Las dos manos se separan: la izquierda va desplazándose hacia el bajo en sonoros trinos, la derecha va avanzando hacia la región aguda en amplios arpegios. Al final, una mano y la otra están separadas por seis octavas.

Pero, ¿de dónde surge este proceso, este inmenso abrirse? ¿Qué es lo que está abriéndose y de dónde viene? La sonata está apenas empezando. Nada se ha repetido todavía. No sabemos si estamos en una larga introducción o si el movimiento ha comenzado de verdad. No hemos terminado la exposición, no hemos entrado en el desarrollo. Pero entonces, ¿qué es lo que se abre, con qué material se crea, adónde lleva, de dónde obtiene su fuerza? La sonata acaba de comenzar, pero el pasaje de los trinos, que conducen inexorablemente y con una fuerza y una convicción desmesuradas hacia algo, no sabemos qué, parece algo que sería esperable hacia el final de un largo proceso. Así llegamos al verdadero tema secundario del movimiento, o segundo sujeto, en la dominante, Mi bemol mayor. Lo llamaremos tema 5.

El tema 5 está compuesto también por una figura descendente en la mano izquierda y una melodía que va subiendo hacia lo alto en la derecha. Este es el pasaje central del movimiento. Hacia aquí veníamos, para escuchar esto, para ser capaces de decir esto.

Una y otra vez, la mano derecha, en acordes, va cantando la figura descendente: Mi bemol-Mi bemol-Re-Re-Do-Do-Si bemol-Si bemol-La bemol-Sol-Sol-Sol, mientras la mano derecha canta la dulce melodía de siete notas: Sol-La bemol-Si bemol-Do-Re-Mi bemol-Si bemol, y luego empezando en Re, y luego empezando en Mi bemol.

Es esta melodía de siete notas donde la voz de Beethoven suena con más claridad. Luego hay unos pasajes melódicos que culminan en un pedal sobre MI bemol mayor, sobre el cual se eleva una delicada, aérea, espiritual línea de corcheas como una columna de humo que va ascendiendo hacia lo alto, hasta llegar a un momento de detención. Notas largas: Mi bemol, Re bemol y luego, después de este estancamiento del tiempo, el reloj arranca de nuevo. Aquí comienza el desarrollo, que ahora se inicia en Fa menor, el relativo menor de la tonalidad principal.

El pasaje más asombroso de la Sonata está en los compases 100-104, y consiste en una detención total del tiempo. La figura ascendente como de humo crece y crece mucho más que antes, da vueltas y vueltas sobre sí misma sobre una armonía de negras y blancas en la mano izquierda y, de pronto, el largo melisma, tan característico del último Beethoven, llega a una parada absoluta sobre un acorde claramente suspendido y sin resolver, un acorde de dominante formado por las notas Re bemol-Si bemol-Sol-Fa. Es un acorde de novena de dominante. La nota base del acorde, el Mi bemol, no está presente. La séptima (Re bemol) está en el bajo, y la nota más alta es la bellísima novena del acorde, el Fa. Siempre, al tocar este movimiento, entro en un lugar maravilloso al llegar a este acorde.

El largo melisma, el interminable floreo (demasiado corto, de cualquier modo, porque uno desearía que siguiera eternamente), está marcado crescendo, y es necesario hacer este crescendo manteniendo el tiempo sin acelerarlo ni decelerarlo lo más mínimo. Hemos de confiar en la fuerza de la escritura de Beethoven: no es necesario frasear, ni dividir este chorro de corcheas en palabras o en argumentos. De pronto, las últimas tres corcheas están marcadas diminuendo, y caemos en el acorde suspendido. Pero, ¿cuánto debemos crecer y cuánto decrecer? Este diminuendo debe marcar, simplemente, una pérdida en la fuerza del floreo, el súbito desvanecimiento, de manera que el acorde suspendido pueda sonar, ahora, como una campanada en mitad de los árboles. Es un acorde de notas muy separadas en el centro del teclado, es decir, un acorde que suena muy bien. Se oyen claramente las cuatro notas, que quedan sonando y sonando y sonando, y así deberían quedar si el piano es bueno, o medianamente bueno, como este en el que yo estoy tocando. ¿Cómo será tocar este acorde en un Steinway, sentir ese sonido atravesando el aire, atravesando el tiempo sin sentir apenas que el volumen sonoro comienza a desvanecerse?

Al alcanzar este acorde, siento que he llegado, por fin, al lugar deseado. Dura apenas unos segundos, enseguida resuelve, y luego continúa la figuración en dirección al relativo menor, Fa menor, para terminar de nuevo en una dominante suspendida que se desvanece en el motivo de fusas, de nuevo en la tonalidad principal. Pero esos segundos, quizá cuatro segundos como mucho, equivalen para mí a un espacio casi infinito, porque presiento en ese tiempo, en esos cuatro segundos, una inmensidad diferente que se abre en una dimensión que no es ninguna de las que conozco. Todo en esos cuatro segundos queda suspendido: el tiempo, la entropía, la causalidad, el efecto de los efectos. Todo es posible en esos cuatro segundos, en ese acorde suspendido. La dulzura inefable de ese Fa suspendido en lo alto, sostenido por el armazón armónico que se apoya en el Re bemol del bajo, parece cantar una melodía que se ha quedado atrapada en la eternidad. El momento parece, por fin, haberse detenido.

La vida comienza. Yo siento la paz. Me siento a mí mismo en ese tiempo suspendido, que no es de espera, ni de deseo, sino de plenitud. Comprendemos que el acorde de dominante ha de resolver, y finalmente resuelve, pero comprendemos también que la plenitud que se ha abierto en esa ventana transtemporal nada tiene que ver con la resolución, con la disonancia ni con el tiempo. Percibimos en el acorde suspendido la nostalgia posible de una música en que todo quede suspendido y donde las disonancias no se resuelvan. Pienso en in vain, de Georg Friedrich Haas. Pienso en esa otra obra de Haas (Sieben Klangräume) donde «rellena> con su música espectral los huecos que han quedado en el Réquiem de Mozart, esos huecos que Mozart no logró terminar.

Toco el primer movimiento de la Sonata op. 110 de Beethoven sobre todo para poder llegar a dos lugares, dos lugares que no existen en modo alguno, a no ser que alguien toque la Sonata: la melodía de siete notas del segundo sujeto, ese que he llamado tema 5, porque me produce la sensación única y maravillosa de poder, por fin, DECIR verdaderamente algo, algo necesario, algo memorable, algo que crece y se adentra y se imprime, y también el acorde suspendido que se encuentra al final del largo floreo lírico, en el compás número 100.

En este compás 100 está el nido hallado, la senda escondida, la ventana que soñó Keats que se abría a un país de hadas, la muchacha de Rilke que se hacía un lecho en el oído, la entrada a otro país y a otro tiempo. Está el inicio de otra sucesión posible, el principio del Espacio, de otro Espacio. La entrada en el Palacio del Espacio.

Toco la Sonata op. 110 para poder vivir la sensación de llegar a ese acorde suspendido. Es como llegar al momento más feliz de una vida, como vivir de nuevo el primer amor, como sentir la lluvia por primera vez. Cuatro segundos de realidad. A lo mejor esos cuatro segundos son todo a lo que podemos aspirar.

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Ficha técnica

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