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Shekhar Kapur: Elizabeth: La edad de oro

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Tiene el pueblo inglés una gran memoria histórica, eso que nosotros andamos ahora discutiendo; es decir, la mayoría de los ingleses creen en unos cuantos sucesos de su pasado que les son generalmente favorables, bien es verdad que en sus guerras han abundado más los éxitos que los fracasos y, sobre todo, han tenido habilidad y fortuna para ganar las batallas decisivas. Por eso, entre otras cosas, el país es como es: una singularidad en Europa y en el mundo. Su talento para el espionaje es proverbial: no ha habido guerra en la que no supieran de antemano el código secreto del enemigo. En Trafalgar, por poner un ejemplo cercano, conocían el sistema de señales de la flota hispano-francesa, mientras españoles y franceses ignoraban el de sus rivales. Sabido es que disfrutan de un régimen democrático desde hace mucho tiempo, que tienen, asimismo, una monarquía cargada de boato, con un toque ancestral; lo mismo que esa figura jurídica del lease que permite a los grandes señores, Iglesia y Corona incluidos, detentar la propiedad de buena parte del suelo más valioso de Inglaterra. Y eso, que es una reminiscencia muy viva del Antiguo Régimen, cuando sólo unos pocos poseían la tierra, no les hace, sin embargo, menos modernos.

De Inglaterra te enamoras o te quieres ir al día siguiente, un poco lo mismo que pasa con España y por la razón opuesta. En Inglaterra se cuidan mucho las formas; en España, no. Nunca un inglés, aunque sea tu pariente más cercano, te pedirá en la mesa que le pases el salero o el azucarero, sin añadir un por favor. En España te emitirán una orden, te dirán pásame la mantequilla, o pásame lo que sea. Y, acaso por esa atracción que existe entre los contrarios, los ingleses tienden a enamorarse de España, no sólo los hooligans que tan mal recuerdo dejan en algunas ciudades costeras, también los estudiosos de nuestra cultura o los jubilados apacibles que dejan incluso sus restos al sol de nuestros cementerios; así hasta un millón de ellos que tienen alguna propiedad inmobiliaria en España, además de los casi diecisiete millones que nos visitan cada año.

Claro que las cosas no siempre han sido así. Cuando yo vine a Inglaterra por primera vez, nuestro país estaba muy lejos de despertar el más mínimo interés, con una importante excepción: la Armada Invencible, algo de lo que nadie hablaba en España, pero que los ingleses trataban como un episodio próximo, muy capaz todavía de servirles de estímulo y de enseñanza. Se vendían mapas escolares –yo mismo compré uno en la librería de Harrods, la famosa tienda del padre de Dodi–, con el itinerario de la Armada; en la televisión había una serie que tenía a Drake de protagonista y a los españoles de villanos, y eran frecuentes las alusiones a la Armada en revistas y periódicos. Más tarde, en 1988, tuve ocasión de visitar la magna exposición de Greenwich con motivo del cuarto centenario de la Armada. En ella se mostraban de modo muy gráfico las circunstancias del desastre. La española era una flota de desem­bar­co, su misión consistía en poner un ejército en tierra inglesa: si lo conseguía, nadie en Europa apostaba por la suerte de Inglaterra. La flota debía conectar con un segundo contingente armado que desde Flandes venía al mando del archiduque de Parma; la conexión, prevista en aguas del canal de la Mancha, no se produjo y la invasión fue desestimada. Había que regresar. Medina Sidonia se reunió con sus capitanes en consejo para establecer el plan de vuelta. Los barcos ingleses, con mejor artillería y navegabilidad, cerraban el camino. Se decidió entonces circunnavegar las islas británicas. La decisión exigía tanto coraje como confianza en la propia pericia marinera. Un tiempo cuajado de tempestades los dispersó; los más desafortunados fueron arrojados a la costa. Lo que no consiguieron los navíos ingleses lo consumaron las tormentas y los arrecifes. Patrullas irlandesas al mando de ingleses degüellan sin más a quien llega exhausto hasta la orilla. De los más de cien barcos que salieron de La Coruña, regresaron a puerto algo más de la mitad.

He hecho después otras muchas visitas a Inglaterra y he sido testigo de algunos cambios, entre otros, el de la imagen que se tiene de España. Con la desaparición de Franco hemos podido entrar en aquellos salones, me refiero a Europa, que hasta entonces nos habían estado vedados. También hemos prosperado, y mucho, no sólo en lo económico. Hemos aprendido, por ejemplo, a vivir en eso que se llama la modernidad, somos incluso pioneros en algunos aspectos de esa misma modernidad, somos permisivos, tolerantes y hasta amamantamos a los niños que vienen en pateras. No lo hacemos para que nos vean. Lo hacemos porque queremos vivir así. De modo que nuestra imagen, por más que nos extrañe dada nuestra tradicional baja autoestima, resulta generalmente positiva. A escolares ingleses se les ha preguntado en encuesta su opinión sobre los países de la Unión Europea y España resultó ser el mejor valorado en casi todos lo apartados: cultura, deporte, gastronomía, música, literatura, bienestar social…

Cabe preguntarse si sólo nosotros hemos cambiado. Porque los ingleses siguen con su memoria histórica, es decir, siguen estando de acuerdo mayoritariamente respecto a algunos puntos de su pasado y siguen dándole vueltas a la Armada Invencible. Pero toda Europa, al menos la occidental, ha cambiado. Baqueteada por siglos de guerras y enfrentamientos, siente una inmensa fatiga de las verdades absolutas y los maniqueísmos. Ya nadie es en exclusiva el bueno o el malo de la película, salvo acaso para algunos nacionalismos de andar por casa, o, a lo que se ve, para este director de la película que comentamos ahora, Shekhar Kapur.

Desconozco la obra del veterano director, nacido en 1945, en la India británica. Formado en lo que se llama Bollywood, actor también, ha venido a Europa a probar fortuna, parece que con éxito, puesto que ya dirigió en 1998 una primera película sobre el mismo tema, con una Elizabeth joven, interpretada también por la australiana Cate Blanchett, que yo no he visto y que probablemente no vea. En algún sitio he leído un reproche a esos ingenuos que esperan aprender algo de historia en el cine llamado histórico, lo que vale cumplidamente desde luego para esta Elizabeth.

El cine, por nacer de la fotografía, es más icónico que discursivo, lo contrario que el teatro, pero eso no es razón para descuidar el discurso. Elizabeth: La edad de oro tiene una plástica a veces espléndida, a veces no tanto. El problema, como suele ocurrir, se localiza en el guión, un guión de otro tiempo, de otra sensibilidad, que impone imágenes de trazo grueso que subrayan la índole negativa o positiva de los personajes, blanqueados los ingleses, ennegrecidos los españoles, porque en la película los buenos son buenos, los malos son malos y lo son de una pieza, sin resquicios para el menor matiz. Ignoro quién la ha producido, si está por medio alguna empresa hollywoodense o es estrictamente británica. Si lo último, Kapur ha hecho un flaco favor a la cinematografía de su país de acogida, que tiene una gran tradición de excelentes películas históricas.
 

Elizabeth: La edad de oro desarrolla tres líneas argumentales. El poder y el amor; la guerra contra el enemigo exterior, y la prisión y muerte de la reina de Escocia, única esperanza de los oprimidos católicos ingleses. Puestos a hacer una serie –Kapur tiene previsto el rodaje de una tercera–, cualquiera de los tres asuntos bastaría para una buena película, pero tratados los tres, en amalgama confusa, con secuencias que se suceden muchas veces de manera abrupta, lo único que nos queda meridianamente claro es que Elizabeth y los suyos hicieron lo que debían, porque la amenaza de los malos no les permitió otra cosa. Tan simple como un cuento.

Elizabeth es cercana, el rey Felipe de España, no. De Elizabeth se muestra el lado humano, femenino, soy bella, no lo soy, me hago mayor, estoy ajada, tengo arrugas, nadie me quiere por mí misma y cosas de ese tenor. Del rey Felipe, nada humano, jamás le vemos solo, sino acompañado de una especie de menina, que parece ser su hija, una infanta, pero que podía ser también una esposa niña, a la que preparase lúbricamente para el tálamo, porque aparte de patizambo, entre cuyas piernas, monstruosamente torcidas, cabe casi el monasterio de El Escorial, es torpe de dicción, con una voz grumosa y desagradable. ¡Qué papelón el de Jordi Mollà, nuestro rubio oficial que hasta ha oscurecido el pelo para la magna ocasión!

Hay un tema elidido por Kapur, que asoma de refilón una y otra vez: el miedo de Elizabeth y su corte. Se muestra simplemente como un subrayado de la soledad de la buena reina, una pobre mujer al fin y al cabo, que acude a astrólogos angustiada por el más que incierto resultado de la conflagración que se avecina; y no se conjura con gritos de ánimo, ni con arengas guerreras, las que pronuncia la Blanchett, vestida de Juana de Arco, sobre los acantilados, con la roja melena postiza al viento, tal la Boadicea que combatió a los conquistadores romanos. Un miedo que es parte de la memoria histórica de este pueblo, que le sirvió de vacuna contra las amenazas de Napoleón doscientos años más tarde o las de Goering y sus escuadras volantes, cuatrocientos después. Ese miedo era un buen asunto a tratar, siquiera para dar la medida del inmenso alivio experimentado cuando la amenaza se desvanece. Un miedo compartido por unos y otros, y una esperanza para los sojuzgados, puesto que la fuerza que viene es efectivamente muy grande, una Armada de desembarco, como ya sabemos, no hecha para combatir en el mar, sino para invadir un territorio, bien pertrechada, pues, de fuerzas de asalto, de caballos, de armamento y máquinas para combatir en tierra. Lo contrario de la fuerza que se les opone, solamente artillada para combatir en la mar y, por tanto, más ligera, más marinera, con mejor maniobrabilidad. ¿Qué razón hay, pues, para esa patochada de presentarnos a sir Walter Raleigh, derrotando por sí solo, mediante el simple envío de un barco en llamas, a toda la fuerza expedicionaria del rey Felipe? Acabo de leer con asombro un artículo del historiador británico, de origen birmano, Henry Kamen, que, tras algunos importantes reparos a la película, considera el tratamiento cinematográfico de este episodio como «la mejor dramatización que jamás se haya hecho de la Armada Invencible» (sic).

La película mueve a la risa. La actriz Cate Blanchett, bellísima al filo de los cuarenta, interpreta a una Elizabeth de más cincuenta años flirteando con ese apuesto sir Walter Raleigh, de quien parece súbitamente enamorada, interpretado por un empalagoso Clive Owen, en un papel que parece haber copiado a Errol Flynn o a Douglas Fairbanks, papeles que entonces sí respondían a la sensibilidad de la época, quiero decir de los años de producción de aquellas películas de aventuras y como para niños o mozalbetes. ¿Ha sido esa la intención de Kapur? Uno tiene la impresión de que su condición de indio le ha jugado una mala pasada. Consciente de la importancia que tiene el tiempo isabelino como fundacional en el ser de la nueva Inglaterra, esa que llega a nuestros días, no se ha atrevido a guardar el decoro de una mínima objetividad. En su lugar, ha acudido al mito simplificador, se ha apoyado en la leyenda, en la blanca y en la negra, y ha desechado cualquier documentación seria. Ahí tenemos el guapo Raleigh con su capa tendida sobre el charco al paso de los zapatos reales. Lo hacía mejor Errol Flynn, pero entonces eran otros tiempos.

En Inglaterra no todo el mundo ha aplaudido la película. Algunos han sentido un cierto bochorno. Y es que el falseamiento de la historia llega al ridículo. Así, por ejemplo, cuando la Reina Virgen espera la decapitación de María Estuardo que ella misma ha autorizado, y mientras el verdugo alza la cuchilla, se suceden ridículas escenas en las que la pobre Elizabeth se trastabilla a grandes voces por las esquinas de palacio clamando contra esa muerte. Y qué decir de su sedicente amor por todos sus súbditos, por todos sin distinción de credo religioso, cuando en la película misma ni siquiera puede ocultarse la sangrienta persecución de los católicos ingleses, atrapados en cepos, mutilados, asesinados y ahorcados.

El maniqueísmo de Kapur llega al virtuosismo cuando nos presenta al jefe de los espías, el gran canciller, el personaje más cercano en lo político a la reina, sir Francis Walsingham –interpretado también por un australiano, compatriota de la Blanchett, Geof­frey Rush–, pidiéndole perdón. ¿Por qué? Increíble, pero cierto. Ante la certeza de que la Armada está en camino reconoce haberse dejado engañar por el malvado Felipe. «Yo no sabía que Felipe sabía que yo sabía lo que la reina de Escocia escribía en sus cartas. Y así me ha tendido una trampa porque, al obligarnos a decapitarla, le hemos dado, a él que es un rey temeroso de Dios, una causa justa para declararnos la guerra». ¿Sofisma? ¿Trampa saducea? Quiere Kapur que el rey Felipe sea también el rocambolesco responsable de la muerte de la pobre reina escocesa, puesto que él mismo se habría fabricado la excusa para entrar en guerra.

La película es pródiga en detalles grotescos y elude lo que podría tener más interés hoy: por qué una sociedad movida en principio por móviles bastardos, nacidos en la cama de un rey rijoso y glotón, venía a representar un espíritu más dinámico y moderno que aquella que se le oponía. El tema sigue ahí. Y sería bueno intentar clarificarlo, aunque sólo fuera mostrando el decisivo obstáculo que impedía la vuelta a la obediencia papal, esa especie de desa­mortización avant la lettre, la primera en Europa, con expropiación de las riquezas de la Iglesia católica repartidas entre los leales de la nueva religión, o nuevo régimen, que se llevó a cabo en tiempos de Enrique VIII, el padre de nuestra heroína.
 

Elizabeth: La edad de oro, lejos de indagar en las razones de ese dinamismo que experimenta la sociedad inglesa, tiene el esquemático aliento de una fábula de buenos y malos. Es casi, ya lo hemos dicho, como un cuento, pero un cuento de miedo, como el relato de «Blancanieves y los siete ena­ni­tos» visto a través de una lente gótica. De un lado, Blancanieves, la Reina Virgen, con sus polvos de arroz en la cara, tan blanca y tan sola, huérfana de amores, perdida en las amplias salas del poder, renunciando al amor individual por la más alta empresa del amor a sus súbditos, que se contempla desnuda ante el espejo, para saber si sigue siendo hermosa. De otro, la horrible madrastra, o sea Jordi Mollà, o sea Felipe II, perenne adoctrinador de su hijita, que lleva en la mano precisamente una muñeca de Blancanieves, nuestra querida Elizabeth; un rey Felipe patizambo, de­sa­prensivo, fanático, rezador, idiota ilustre. Me dirá el lector: faltan los siete enanitos. No, que ahí están. Una y otra vez se presentan petulantes y ridículos ante la sala del trono, anunciados con alarma por el chambelán o el propio sir Francis: ¡que vienen los españoles! Son siete –el embajador y sus oficiales y secretarios–, pudieran ser ocho; son estrafalarios y amenazantes, son feos y oscuros, son fanfarrones.

Lo peor, con todo, ocurre fuera de la película. En Inglaterra, la semana en que la vi, mediados de noviembre, era la cuarta por número de espectadores. Igual que en España. Lo de Inglaterra puede tener alguna explicación, lo de España es más difícil. La película, salvo que uno sea tan fanático como esta madrastra de Blancanieves que interpreta Jordi Mollà, no hay por donde cogerla.

 

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Ficha técnica

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